No nos ocuparemos aquí de las guerras que los clanes nómadas —tártaros y mongoles, merkitas y karaitas, naimanes y ugures — se hicieron, cruzando una y otra vez las altas praderas, desde la gran muralla de Catay a las lejanas montañas del Asia Central en el este. El siglo XII tocaba a su fin. Temujin aun continuaba preparando la empresa que, según decían sus mayores, no era hacedera: la confederación de los clanes. Para conseguirla era preciso establecer la supremacía de un clan sobre los demás. Los Karaitas, con sus ciudades en la ruta, que las caravanas seguían desde las puertas del Catay, poseían lo que puede llamarse la balanza del poder. A Toghrul llamado Preste Juan, fue Temujin con propósito de alianza. Los mongoles eran ahora bastante fuertes para verificarlo dignamente: «Sin tu ayuda, ¡oh padre mío! — dijo Temujin—, yo no puedo vivir tranquilo. Tú tampoco puedes vivir en paz sin mi ayuda, Tus falsos hermanos y parientes invadirán tu tierra y se repartirán los pastos. Tus hijos no aciertan a verlo, ahora; pero perderán el poder y la vida si tus enemigos triunfan. El único modo de conservar nuestra autoridad y vida es unirnos en una amistad inquebrantable. Siendo yo también hijo tuyo, podemos tratar el asunto».
Temujin tenía derecho a solicitar la adopción del viejo Kan. Preste Juan asintió. Estaba viejo y sentía inclinación hacia el joven Kan. Con su aliado mantúvose fiel, Temujin. Cuando los Karaitas fueron arrojados de sus tierras y ciudades por las tribus occidentales, que en su mayoría eran mahometanos y budistas y por odio a los Karaitas —que en su mayor parte eran cristianos chamanistas— provocaron la guerra santa, el mongol envió a sus «torrentes valerosos» para ayudar al jefe derrotado. Y por vía de ensayo, como aliado del viejo karaita inició Temujin su gran política.
La ocasión era excelente para su pensamiento. Detrás de la Gran Muralla, el rubio emperador de Catay[7] se hallaba intranquilo y recordando las incursiones de los tártaros del Lago Buyar, que habían atacado sus fronteras, anunció que acaudillaría una gran expedición más allá de la gran muralla, para castigar a los ofensores. Este anuncio llenó de alarma a sus súbditos. Eventualmente fue enviado un alto oficial con un ejército catayano contra los tártaros, que se retiraron, como de ordinario, en desorden. La hueste de Catay, compuesto en su mayor parte de tropas a pie, no pudo alcanzar a los nómadas. Las noticias de estos hechos llegaron a Temujin, que era tan rápido en la acción como sus veloces caballos en cruzar la llanura con sus mensajes. Reunió a todo el clan y envió mensaje al Preste Juan, recordando a su viejo aliado que los tártaros eran los que habían quitado la vida a su padre. Las Karaitas contestaron a su demanda y las hordas combinadas marcharon contra los tártaros, que no podían retroceder: los de Catay les cortaron la retirada.
La batalla deshizo el poder de los tártaros, aumentó el número de cautivos en los valerosos clanes, y proporcionó al oficial de la fuerza expedicionaria de Catay la ocasión de reclamar para sí todo el éxito, recompensando al Preste Juan con el título de «Wang Kan» o Señor de Reyes, y a Temujin con el nombramiento de «Caudillo contra los rebeldes», recompensa que sólo costó a los de Catay una cuna de plata cubierta con paño de oro. Ambos —título y presente— no asombraron a los aguerridos mongoles. De todos modos la cuna, la primera que allí se conociera, fue expuesta a la vista de todos en la tienda del Kan.
Nuevos guerreros engrosaron las filas de los «torrentes valerosos». Temujin vigilaba las salidas de sus hijos con Chepé Noyon, el Señor de la Flecha, que sentía debilidad por lucir las botas de cebellina y la bota de malla plateada, de que había despojado a un catayano errante. Chepé Noyon no se encontraba satisfecho si no estaba galopando en el campo, seguido por una banda de adictos. Era el ayo más idóneo que podía tener el primogénito Juchi (el Huésped) nacido en la reclusión, taciturno y desconfiado, pero de espíritu intrépido para complacer al Kan.
Eran las postrimerías del siglo XII. Temujin conducía su gente, buscando los ríos, hacia la tierra karaita, venciendo ancho círculo de guerreros. Llevaba buen número de antílopes, algún ciervo y caza mayor, y cerraba el círculo, haciendo caer, con los pesados arcos curvados, el animal más insignificante que se divisara entre las peñas. No se perdía el tiempo en las cacerías mongoles. Las «kibitkas», cubiertas y los carros de camellos aguardaban en alguna parte de la pradera. Cuando los cazadores volvían, se desuncían los bueyes, los palos de la «yurta» se levantaban, las cubiertas de fieltro tapaban, tensas, el entramado y se encendían los fuegos. Mucha parte de la casa era entregada como presente al viejo Toghrul, ahora Wang Kan. Pero los Karaitas habían ofendido a los mongoles. Despojos que, de derecho, pertenecían a los hombres de Temujin, habían sido retenidos por los de Wang Kan. Y el mongol lo sufrió. Existían en las tierras de los Karaitas demasiados enemigos, descendientes de los Burchikun, que anhelaban desposeer a Temujin del kanado y del favor del jefe karaita. Fue, pues, el Kan a ver a su padre adoptivo y convinieron en que, si surgía alguna diferencia entre ellos, ninguno de los dos obraría en contra del otro, sino que se reunirían y conferenciarían en la mayor concordia hasta poner en claro el asunto.
Temujin había aprendido mucho de la amarga experiencia. Comprendió que a la muerte de Wang Kan —y aun cuando entre los Karaitas había grupos de guerreros que le favorecían— la guerra surgiría de nuevo. La guardia de Wang Kan había sido aguijoneada por los enemigos del Kan mongol. Pero se había negado a apoderarse de Temujin, como esos enemigos deseaban. Una oferta de matrimonio fue hecha entonces a los mongoles. Los Karaitas tenían para Juchi una novia entre las muchachas de la familia del jefe.
Temujin permaneció en su campo, conservando cautamente la distancia de la «ordu» karaita, en tanto que sus hombres marchaban delante, para comprobar si estaba el camino expedito. Los guerreros no volvieron; pero dos yegüerizos vinieron galopando durante la noche con noticias de los Karaitas, noticias desagradables y ominosas. Sus enemigos del Oeste —Chamuka, el Astuto Tukta Beg, jefe de los Merkitas, el hijo de Wang Kan y los tíos de Temujin— habían convenido en acabar con él. Habían escogido a Chumuka para «gurkhan». Y habían persuadido al anciano y vacilante Wang Kan de que sumara sus fuerzas a las de ellos. La proposición de casamiento, como Temujin, casi había sospechado, era una añagaza.
Sus esfuerzos y su política habían, pues, fracasado. Al parecer, había estado trabajando para librar a los Karaitas de una guerra con las tribus turcas occidentales, en tanto qué él se fortalecía en el Oriente; y quiso conservar como aliado a Wang Kan, hasta que sus clanes orientales fueran lo suficientemente fuertes, para estar en idénticas condiciones que los Karaitas. Su prudencia había sido juiciosa. Pero su engaño fue tropezar con la astucia refinada, y ahora, con la traición. Los Karaitas —así le dijeron los yegüerizos—, se acercaban al campo intentando atacarle durante la noche y matarle a flechazos en la tienda. La situación era casi desesperada, puesto que los Karaitas tenían más fuerza y Temujin había de defender, a ser posible, las familias de sus guerreros. Contaba con seis mil hombres armados, aun cuando algunas crónicas hacen descender este número a menos de tres mil. Estaba prevenido y no tenía un momento que perder.
Envió guardias de su propia «yurta» por todo el campo, levantando a los durmientes, avisando a los jefes y sacando fuera a los chicos. Los ganados fueron dispuestos para la huida, antes que el día llegase, y distribuidos como fue posible. No existía otro camino de salvación. Las gentes del «ordu» diéronse prisa en montar a caballo — que siempre los había a mano — y en llenar con sus cofres y mujeres los carros, tirados por veloces camellos. Sin lágrimas ni otras demostraciones, empezó el largo éxodo. Las «yurtas» y los grandes carros permanecieron en el mismo lugar. Quedaron en ellos unos cuantos hombres, con buenos caballos, para mantener encendidos los fuegos. Con sus oficiales y lo más escogido del clan fue Temujin retrocediendo lentamente, para cubrir la retirada. No había casi probabilidad de escapar a la tormenta, que amenazaba descargarse bajo la pantalla de la obscuridad. Avanzando ocho o nueve millas hacia un grupo de montañas, que ofrecían cierto amparo a los hombres que se viesen forzados a dispersarse. Después de cruzar un río y antes de que los caballos se fatigasen, Temujin detuvo sus huestes en una garganta. Entretanto los Karaitas, antes de romper el día, habían llegado veloces al campo abandonado, atravesando con sus flechas la blanca tienda del Kan, sin apercibirse del silencio que reinaba en el lugar y de la ausencia de los ganados y del estandarte. Sucedió un espacio de tiempo en que la confusión reinó. Cambiáronse impresiones. Los brillantes fuegos habían hecho creer a los Karaitas que aun continuaban los mongoles en sus tiendas; y al ver éstas con sus tapices y utensilios, incluso las monturas de repuesto y los odres de leche, comprendieron que los mongoles habían huido amedrentados y en desorden. El anchuroso camino hacia el Este, no estaba por completo sumido en la obscuridad, y los clanes karaitas emprendieron inmediatamente la persecución. A galope tendido subían por las laderas, levantando nubes de polvo. Temujin oteaba su llegada y vio a los jinetes desplegarse. Los clanes se distribuyeron, los mejores a la cabeza de los más tardos. En lugar de esperar largo rato en la garganta, Temujin salió con sus guerreros en orden cerrado de batalla. Pasaron el arroyo y dispersaron la vanguardia karaita. Formados cruzaron luego las onduladas tierras, cubriendo la retirada del «ordu». Entonces llegó Wang Kan con sus capitanes; se rehicieron las líneas karaitas y empezó una lucha de exterminio.
Temujin no se había visto jamás tan apurado. Necesitó entonces de todo el valor personal de los «Torrentes» y de la entereza de los clanes de su casa, así como de los guerreros de los clanes urut y manhurt, que siempre le fueron fieles. El número de hombres que tenía no le permitía atacar de frente. Quedó, pues, reducido a sacar el mayor partido posible de las ventajas que el terreno le brindaba. El terreno era para los mongoles el último recurso. Cuando la tarde estaba ya cayendo y la derrota era inevitable, Temujin llamó a uno de sus hermanos, Guildar, el portaestandarte, jefe de los manhurts, y le mandó que envolviera la formación karaita, tomando y defendiendo una colina que había a la izquierda del camino y era conocida por el nombre de Gupta: «¡Oh, Kan, hermano mío! —respondió el fatigado Guildar—. Yo montaré en mi mejor caballo y arrollaré a todos los que se me opongan; plantaré mi estandarte en Gupta y te mostraré mi valor. Si caigo, alimenta y cuida a mis hijos. Esto para mí es todo, si llega mi fin». Este movimiento envolvente era la maniobra favorita de los mongoles, la «tulughna» o «carrera del estandarte». Consistía en rodear un flanco enemigo y tomarlo por la espalda. Temujin, con sus clanes dispersos y viendo a los Karaitas romper sus líneas, amenazado además por la obscuridad creciente, hizo un esfuerzo desesperado. El fornido Guildar llegó a la colina y plantó su estandarte y conservó su posición. El empuje de los Karaitas quedó detenido; sobre todo, porque el hijo de Wang Kan había sido herido en el rostro de un flechazo.
Cuando el sol se puso, los Karaitas y no los mongoles fueron los que se retiraron del campo. Temujin permaneció solamente el tiempo necesario para cubrir la retirada de Guildar y recoger los heridos, entre ellos, dos de sus hijos. Colocó á los heridos en caballos capturados al enemigo. En algunos hubieron de encaramarse dos hombres. En seguida marchó hacia el Este, y los Karaitas reanudaron la persecución al día siguiente.
Esta es la más desesperada batalla que Temujin libró. Fue derrotado en ella; pero conservando intacto el núcleo de su clan, librando su vida y salvaguardando la «yurta». «Hemos luchado —dijo Wang Kan— con un hombre con quien no debimos tener nunca querellas». En la leyenda mongol se recuerda aún la hazaña de Guildar clavando el estandarte en Gupta.
Durante la larga retirada, era tal la desolación del erial, que los guerreros «chupando sus heridas» sobre los extenuados caballos, formaron de nuevo el círculo de cazadores, para cobrar el antílope y el ciervo y lo que pudieran alcanzar con sus flechas. No les impelía a ello el amor al deporte, sino la necesidad de allegar alimentos para la «ordu».