Por primera vez la horda nómada se disponía a invadir una potencia civilizada de mucha mayor fuerza militar. Podemos contemplar a Gengis Kan laborando en el campo de batalla[9]. La cabeza de la horda, espías y guerreros que iban en busca de informes, hacía tiempo que .había salido del Gobi y estaba ya en la parte interior de la Gran Muralla. Llegó después la descubierta, formada por unos doscientos jinetes, distribuidos por parejas, al país. En pos de estos exploradores venía la vanguardia, compuesta de unos treinta mil guerreros escogidos, montados en buenos caballos, con dos caballos a lo menos, para cada hombre; eran tres «tumans», mandadas por el veterano Muhuli, el bravo Chepé Noyon y el sorprendente joven Subotai, el Massena de los mariscales del Kan. Detrás, pero en estrecha relación por correo con esta vanguardia, venía el cuerpo principal de la horda, levantando nubes de polvo sobre las estériles llanuras. Unos cien mil hombres, en su mayoría veteranos yakka mongoles, formaban el centro. En las alas izquierda y derecha figuraban otros tantos. Gengis Kan mandaba siempre el centro, conservando junto a sí a su hijo para adiestrarlo. También tenía, como Napoleón, su guardia, compuesto de un millar de jayanes montados sobre caballos negros con armadura de cuero. Probablemente en esta primera campaña de 1211, contra Catay, no tenía la horda tanta fortaleza.
Alcanzó la Gran Muralla y pasó a través de su barrera, sin retraso ni pérdida de un solo hombre. Gengis Kan habíase detenido cierto tiempo entre clanes fronterizos y una de las puertas le fue abierta por simpatía. Desde que pasaron la muralla, las divisiones mongoles se separaron, yendo por diferentes caminos de Shan-si Chihli, con órdenes concretas. No necesitaban transporte: ignoraban lo que fuera una base de abastecimiento. La primera línea de los ejércitos catayanos, destinada a guardar los caminos de la frontera, lo pasó mal. Las divisiones de caballería mongola descubrieron las fuerzas del emperador, compuestas en su mayoría de soldados de infantería, y cargaron contra ellos, haciendo estragos con los disparos de flechas, que lanzaban, desde la grupa de resistentes caballos, sobre las compactas filas de la infantería. Uno de los principales ejércitos del emperador, buscando el camino hacia los invasores, vacilaba entre un laberinto de desfiladeros y pequeñas colinas. El general que lo mandaba, novicio en su cargo, no conocía el país y tenía que preguntar el camino a los aldeanos. Chepé Noyon, en cambio, recordaba admirablemente los caminos y valles de aquella parte; hizo una marcha nocturna, alrededor de las fuerzas chinas, envolviéndolas al día siguiente. El ejército de Catay fue terriblemente castigado por los mongoles, y sus restos, huyendo hacia el este, llevaron el pánico al mayor de los ejércitos chinos, que también cedió. El general chino huyó hacia la capital. Gengis Kan llegó a Taitong-fu, la primera de las grandes ciudades amuralladas, la sitió y lanzó sus divisiones hacia la corte del reino: Yen-king.
Las devastaciones realizadas por la horda mongol y su proximidad llenaron de alarma a Wai Wang. Este ocupante del trono del dragón hubiera huido de Yen-king, si sus ministros no se hubieran opuesto a ello. La mayor defensa del imperio en esta ocasión era agruparse junto a Wai Wang, como se hacía siempre en China, cuando la nación se veía amenazada. La inconmensurable multitud de la clase media, las estultas y devotas muchedumbres, vástagos de antepasados guerreros, no conocían otro deber más elevado que la defensa del trono. Gengis Kan había roto, con rapidez pasmosa, la primera resistencia armada de Catay. Sus divisiones habían capturado numerosas ciudades, aunque Taitong-fu, la corte occidental, se conservaba aún. Gengis, como Aníbal delante de Roma, tenía enfrente la vitalidad efectiva de un imperio formidable. Nuevos ejércitos aparecían sobre los grandes ríos. Las guarniciones de las ciudades sitiadas se multiplicaban. Gengis pasó por los jardines exteriores de Yen-King mismo y contempló por vez primera la estupenda extensión de elevadas murallas, de altozanos y puentes y altos tejados en un serie completa de ciudades. Debió comprender la inutilidad de sitiar esta plaza con su pequeña hueste, porque inmediatamente retrocedió, y, llegado el otoño, ordenó a sus estandartes la vuelta al Gobi.
Pero a la primavera siguiente, cuando los caballos habían repuesto sus fuerzas, apareció de nuevo tras la muralla. Encontró que las ciudades, que habían cercado en la primera campaña, estaban ahora guarnecidas y le desafiaban. Se puso a trabajar de nuevo. La horda occidental estaba cercada otra vez. Ahora se hallaba aquí la horda entera. Aparentemente empleaba el sitio como una especie de señuelo, aguardando los ejércitos que fuesen enviados en socorro de la ciudad, para cortarles la retirada cuando llegasen. Esta guerra puso de manifiesto dos cosas: que la caballería mongol podía maniobrar y destruir los ejércitos catayanos en el campo, pero no podía tomar ciudades poderosas. Chepé Noyon, no obstante, maniobra para hacer precisamente esto. Su aliado, el príncipe Liao, estaba estrechamente atacado en el norte por sesenta mil catayanos y pedía auxilio al Kan. Este envió a Chepé Noyon con una «turnan» y el enérgico general mongol rompió el cerco de Liao-yang, atravesando por entre los catayanos. Los primeros esfuerzos de los mongoles para conseguir algo se frustraron, y Chepé Noyon, que era tan impaciente como el mariscal Ney, ensayó una estratagema, que Gengis Kan había empleado en el campo, pero no en trabajos de sitio. Abandonó su impedimenta, carros y bastimentos a la vista de los catayanos, y se retiró con sus caballos, como si rehuyese la lucha o temiese la aproximación de un ejército de relevo. Durante dos días los mongoles marcharon despacio. Pero después desviaron sus mejores caballos y galoparon velozmente en una sola noche, «con la espada en la mano de la rienda». Al alba, llegaban a Liao-yang. Los catayanos, convencidos de que los mongoles se habían retirado, estaban ocupados en saquear la impedimenta y trasladarla dentro de las murallas. Todas las puertas estaban abiertas, y las gentes del pueblo se mezclaban con los guerreros. El inesperado ataque de los nómadas les cogió completamente desprevenidos, y el resultado fue una terrible matanza, seguida del asalto a Liao-yang. Chepé Noyon recobró toda su impedimenta y mucho más. Pero estrechando el cerco de la corte occidental, Gengis Kan fue herido. Su horda se retiró de Catay, como las mareas de la costa, llevándole consigo.
Cada otoño era para los mongoles de necesidad el regreso. Tenían que reunir caballos de refresco. Durante el verano, los hombres y las bestias se alimentaban del país; pero en el invierno, el norte de China no podía producir lo suficiente para sustentar a la horda. Al lado había vecinos guerreros, que era necesario mantener a distancia. En la estación próxima, Gengis Kan no realizó sino pequeñas incursiones, lo suficiente para evitar que los catayanos descansasen demasiado. La guerra, en sus primeros hechos importantes, había quedado en tablas. Al contrario de Aníbal, no podía Gengis dejar guarniciones en las ciudades conquistadas del imperio. Sus mongoles, no habituados a luchar durante esta época allende las murallas, podían ser aniquilados por los catayanos durante el invierno. Una serie de victorias en el campo, ganadas para proteger los movimientos de sus escuadrones y unirlos en marchas veloces contra los ejércitos catayanos, habían dado por resultado la reclusión de las fuerzas enemigas dentro de las murallas. Gengis había llegado a la vista misma de Yan-King, esforzándose por alcanzar al emperador. Pero el señor de China no podía ser arrojado de la inexpugnable ciudadela. Mientras tanto, los ejércitos chinos obtenían ventaja contra los hombres de Liao-tung y los jinetes de Hia, que apoyaban los flancos del Kan. En estas circunstancias, otro jefe nómada cualquiera habría permanecido al exterior de la Gran Muralla, con su botín de las pasadas estaciones y el prestigio de las victorias ganadas sobre el gran poder chino. Pero Gengis Kan, herido, era, sin embargo, inexorable; iba ganando en experiencia y provecho en tanto que el desaliento empezaba a hacer presa en el Áureo Emperador. Este desaliento aumentó cuando crecieron las primeras hierbas en la primavera de 1214. Tres ejércitos mongoles invadieron Catay por diversos puntos. Hacia el sur, los tres hijos del Kan cortaron una extensa faja a través del Shan-si. Al norte, Juchi cruzó la línea de Khingan y unió sus fuerzas a los hombres de Liao-tung. Entretanto, Gengis Kan, con el centro de la horda, alcanzaba las playas del gran Océano, más allá de Yen-King. Los tres ejércitos maniobraban con método nuevo. Permanecían separados. Deteníanse para sitiar las ciudades más poderosas, reuniendo a la gente del país y empujando los prisioneros por delante en el primer asalto. Con frecuencia los catayanos no abrían sus puertas. Al mismo tiempo economizaban sus vidas, en tanto que todo en el país era aniquilado o capturado, las cosechas pisoteadas y quemadas, los ganados robados y los hombres, mujeres y niños pasados a cuchillo. Ante esta guerra a «outrance», varios generales catayanos fueron con sus mandos al mongol y quedaron instalados en las ciudades tomadas, en unión de otros oficiales de Liao-tung. El hambre y la enfermedad —dos de los cuatro jinetes del Apocalipsis— seguían de cerca las incursiones del mongol. A través de la línea celeste pasaron las milicias de la horda, los interminables carros, los rebaños de bueyes, los estandartes enastados. Cuando la estación alcanzaba a su término, la enfermedad se enseñoreó de la horda. Los caballos estaban débiles y enfermos, Gengis Kan, con el centro del ejército, acampaba cerca de las murallas de Yen-King, y sus oficiales le instaban al asalto de la ciudad. Pero rehusó, de nuevo, enviando un mensaje al Áureo Emperador, con estas palabras: «¿Qué pensáis ahora de la guerra entre nosotros? Todas las provincias, al Norte del Río Amarillo, están en nuestro poder. Vuelvo a mi tierra; pero ¿permitirás que mis oficiales se retiren sin presentes que les halaguen?»
Esta era una petición extraordinaria por lo que se refiere al Kan; pero constituía un rasgo de sagacidad, producto del astuto espíritu de los mongoles. Si el Áureo Emperador otorgaba la demanda, tendría Gengis con qué recompensar a sus oficiales y satisfacer la impaciencia de éstos. El prestigio del trono del dragón se resentiría en cambio grandemente. Algunos consejeros catayanos, que conocían la enervante situación de la horda, aconsejaron al emperador que sacase de Yen-King sus fuerzas y las dirigiese contra los mongoles. No se sabe el resultado que esta resolución hubiese tenido. Pero el monarca chino había sufrido demasiado para obrar audazmente. Envió, pues, a Gengis Kan quinientos jóvenes, muchas muchachas esclavas y un rebaño de caballos cargados de seda y oro. Concertóse una tregua y los chinos se obligaron a permitir a los aliados del Kan, a los principales Lia, que permanecieran en Liao-tung sin ser molestados. Además, el Kan pedía que, si había de existir una tregua entre ellos, se le diese una esposa de sangre imperial. Y le fue enviada en efecto, una dama de la familia reinante.
Gengis Kan volvió al Gobi en otoño. Pero en el interior de su desierto quitó la vida a la multitud de esclavos que había traído la horda —acto de injustificada crueldad—. (Parece haber sido costumbre entre los mongoles, cuando después de una campaña volvían a su país, matar a todos los prisioneros, excepto los artesanos y los sabios. Pocos esclavos, quizás ninguno, aparecen en la tierra mongol en esta época. Un grupo de cautivos desnutridos no podría haber cruzado a pie la extensión estéril que rodeaba la morada de los nómadas. En lugar de libertarlos, daban fin de ellos con la misma facilidad con que se desechan las prendas viejas. La vida humana no tenía valor para los nómadas, que deseaban sólo despoblar las tierras fértiles para mejor proveerse de pastos. Y al final de la guerra contra Catay, jactábanse de que un caballo podía, sin obstáculo, cruzar el perímetro de muchas ciudades chinas). No se sabe si Gengis Kan pudo o no dejar en paz a Catay. Pero el Áureo Emperador actuó por su propia cuenta y, dejando a su hijo mayor en Yen-King, huyó hacia el Sur. «Anunciamos a nuestros súbditos que cambiamos nuestra residencia a la capital del Sur». Así decía el decreto imperial. Era este un gesto de debilidad, para conservar el honor. Los consejeros, los gobernadores de Yan-King, los viejos nobles chinos, todos le suplicaron que no abandonase a su pueblo. Pero él lo hizo. Y la insurrección siguió a su fuga.