El peligroso Kan de los mongoles había librado su primera batalla, saliendo victorioso. Podía llevar con dignidad el bastón de marfil o de cuerno, tamaño como una pequeña maza, que de derecho pertenece a un general o caudillo. Estaba obsesionado por el hambre de los hombres que le servían. Sin duda esta hambre tenía su origen en los años en que Borchu se apiadó de él y las flechas del torpe Kassar le salvaron la vida. Temujin no medía las fuerzas en términos de poder político, sobre el cual había meditado poco hasta entonces; ni de riqueza, que le parecía tener un uso limitado. Como mongol deseaba sólo lo que necesitaba. Su concepción de la fuerza era el hombre-poder. Cuando habló a sus héroes, les dijo que habían convertido en grava las rocas, derrocado los riscos y detenido el ímpetu de las aguas profundas.
Entre todas las cosas, la que más atraía su atención era la lealtad. La traición era pecado imperdonable entre los hombres del clan. Un traidor podía acarrear la destrucción total de un poblado o conducir la horda a la celada. La lealtad al clan —y al Kan, como se decía— era «el últimum desiderátum». «¿Qué se diría del hombre que por la mañana hiciese una promesa y la quebrantase por la noche?» Un eco de sus deseos para con sus hombres se percibe en su oración. El mongol acostumbraba a subir a la cima de una montaña rasa, que se creía morada de los «tengri», (espíritus de las capas atmosféricas superiores, que forjan los torbellinos, los truenos y todos los fenómenos terroríficos del firmamento infinito). Oraba a los cuatro vientos con su ceñidor sobre los hombros: «Dios infinito, ¡favoréceme!, envía a los espíritus de los aires superiores para que sean mis amigos. Mas sobre la tierra, envía hombres que me ayuden».
Y los hombres afluían hacia el estandarte de las nueve colas no por familias y tiendas, sino por centenares. Un nómada de clan, que luchó contra el anterior Kan, exponía los méritos de Temujin a los mongoles: «El permite a los cazadores —decía— conservar toda la caza muerta en las grandes monterías. Después de la batalla, cada hombre conserva su justa parte del despojo. A veces se quita el manto de los hombros y lo da como presente. A veces desmonta de su caballo para entregarlo a quien lo precisa». Ningún coleccionista ha dado jamás la bienvenida a una adquisición rara con más cordialidad que al Kan mongol saludaban estos andariegos.
Reunía Temujin a su alrededor una corte, sin chambelanes ni consejeros, pero formada de espíritus belicosos. Desde luego, Borchu y Kassar, sus primeros hermanos de armas, estaban allí. También Arghun, el tañedor de laúd y Bayán y Muhuli, dos astutos y batalladores generales, y Sao, el gran ballestero. Arghun parece haber sido un espíritu genial, además de un bardo. De él nos da una idea clara el hecho siguiente: Habiendo pedido el laúd predilecto de oro del Kan, lo perdió. El temperamento irritable del Kan sufrió un acceso de cólera. Temujin envió a dos de sus hombres para que asesinaran a Arghun. En lugar de hacerlo así, estos detuvieron al ofensor y le hicieron beber dos pellejos de vino y entonces lo llevaron. Al día siguiente lo sacaron de su letargo y lo dejaron, al alba, a la puerta de la «yurta» del Kan, exclamando: «La luz luce ya en tu "ordu"»[5] ¡oh, Kan!… Abre la entrada y muestra tu clemencia". Y aprovechando este momento de silencio, Arghun cantó:
Mientras el tordo canta tín-tan,
captúrale el halcón antes de la última nota.
Así la ira de mi señor cae sobre mí.
¡Ay! yo amo la fuente que corre; pero no soy ladrón.
Aun cuando el robo estaba castigado con la muerte, Arghun obtuvo el perdón. La suerte que el laúd corriera ha permanecido en el misterio hasta la fecha.
Estos paladines del Kan fueron conocidos por el Gobi con el nombre de «Kiyat» o torrentes furiosos. Dos de ellos. Chepé Noyon, el Príncipe flecha, y Subotai Bahadur, el valiente, eran muchachos en aquella época. Más tarde llevaron la devastación allende los noventa grados de longitud. Chepé Noyon aparece en escena como un joven perteneciente a un clan enemigo, ansioso de pelea, que fue rodeado por los mongoles acaudillados por Temujin. No tenía caballo y pidió uno ofreciéndose a pelear con cualquiera de los mongoles. Temujin accedió a su petición y entregó al joven Chepé un veloz caballo careto. Cuando hubo montado, Chepé se abrió paso por entre los mongoles y escapó. Volvió a poco diciendo que deseaba servir al Kan. Mucho tiempo después, cuando Chepé Noyon se encontraba cazando por T'ian Shan y por Gutchluk, del Catay Negro, juntó una manada de mil caballos caratos y los envió al Kan, como presente y testimonio de que no había olvidado el incidente que le salvó la vida.
Menos impetuoso que el joven Chepé, pero más sagaz, era Subotai del Uriankhi. En él radicaba parte del espanto que causaban las hazañas de Temujin. Antes de emprender un combate contra los tártaros, el Kan llamó a un oficial para que dirigiese el primer ataque. Vino Subotai. Temujin le explicó su misión y le indicó que seleccionase un centenar de guerreros para que le sirviesen de escolta. Subotai replicó que no necesitaba ninguno y que quería ir solo a la vanguardia de la horda. Temujin, vacilante, dióle al fin permiso para partir, y Subotai marchó al campo de los tártaros, a quienes dijo que había abandonado al Kan y deseaba unirse a su clan. Les convenció de que la horda mongol estaba lejos, y logró que se encontrasen desprevenidos cuando los mongoles descendieron sobre ellos y los dispersaron.
«Yo te libertaré de tus enemigos —había prometido Subotai al joven Kan—como el fieltro protege del viento. Esto es lo que haré por ti».
«Cuando capturemos una mujer hermosa y espléndidos garañones —afirmaban sus paladines— te lo entregaremos todo a ti. Si desobedecemos tus órdenes o armamos nuestro brazo contra ti, déjanos en los lugares de peligro».
«Yo era semejante a un hombre dormido cuando llegasteis hasta mí —contestó Temujin a sus héroes—. Antes estaba sentado entre pesares y vosotros me levantasteis».
Aclamáronle por lo que ya era en realidad, por Kan de los Yakka mongoles, y él repartió entre los guerreros los honores, tomando como principio el carácter del cada uno. Borchu pudo sentarse más cerca en la '«kurultai», asamblea de jefes, y figuró en el número de los que tuvieron derecho a llevar el arco y carcaj del Kan. Otros fueron jefes de aprovisionamiento y cuidaron de los rebaños. Otros se encargaron de las «kibitkas» y de los criados. Kassa, que tenía fuerza física y no mucho juicio, fue nombrado porta-espada. Temujin cuidaba de descubrir hombres sagaces, jefes osados, caudillos de horda armada. Conocía el valor de la astucia, que frena la cólera y aguarda el momento propicio para desencadenarla. En realidad, la verdadera esencia del carácter mongol es la paciencia. A los hombres que eran valientes y temerarios, les dejaba el cuidado de las «kibitkas» y todos los servicios importantes. Los torpes eran dedicados a guardar los ganados. De un caudillo dijo: «Ningún hombre es más valiente que Yessutai. Ninguno tiene sus raras prendas. Pero como en las largas marchas no se cansa, ni siente hambre, ni sed, cree que sus oficiales y soldados no sufren tampoco de tales penalidades. Por eso no es propio para el alto mando. Un general debe pensar en el hambre y en la sed y comprender los sufrimientos de los que están a sus órdenes, y economizar el esfuerzo de sus hombres y animales».
Para conservar su autoridad sobre esa corte de «venenosos luchadores» necesitaba el joven Kan toda su formidable decisión y un sutil y equilibrado sentido de la justicia. Los jefes que se agruparon junto a su estandarte fueron indomables como vikingos. La crónica relata que el padre de Burtai apareció con sus acompañantes y sus siete hijos mayores en presencia del Kan. Cambiaron presentes, y los siete hijos, ocuparon su puesto entre los mongoles. En particular venía uno que era «chamán» y se llamaba Tebtengri. Como «chamán», se le suponía capaz de abandonar su cuerpo y de penetrar en el espíritu del mundo. Poesía el don de la profecía. Tebtengri tenía una ambición insaciable. Después de pasar algunos días en las diferentes tiendas de los jefes, él y algunos de sus hermanos se lanzaron sobre Kassar y le aporrearon a palos y puñaladas. Kassar se quejó al Kan Temujin. «Tú, que blasonabas de que ningún hombre era igual a ti en fuerza y maña, —le replicó su hermano—, ¿por qué consentiste que te golpearan?» Mohíno, Kassar dejó sus propios cuarteles en el «ordu» y se alejó de Temujin. En el ínterin, Tebtengri visitó al Kan. «Mi espíritu —le dijo— ha escuchado palabras en el otro mundo y conoce la verdad por los cielos mismos. Temujin regirá a su pueblo por algún, tiempo; pero luego gobernará Kassar. Si no acabas con Kassar, tu dominio no tendrá larga duración».
La falacia del hechicero produjo efecto en el Kan, que no pudo olvidar lo que tomó por profecía. Llegada la noche montó sobre su caballo y marchó con una pequeña escolta de guerreros a apresar a Kassar. Las nuevas de lo que sucedía llegaron hasta Hulun, su madre, la cual ordenó a sus sirvientes que dispusieran un carro, tirado por un diligente camello, para partir en pos del Kan. Hulun llegó hasta la tienda de Kassar, pasando por entre los guerreros que la custodiaban… Al entrar a la «yurta» principal, encontró a Temujin frente a frente con Kassar, que estaba arrodillado, con la capa y la faja quitadas. Arrodillada Hulun, desnudó su pecho y dijo a Temujin: «Los dos habéis bebido de estos pechos. Temujin, tú posees muchos dones. Pero Kassar sólo tiene la fuerza y la destreza para lanzar sus flechas sin marrar. Cuando los hombres se han rebelado contra ti, él los ha abatido con sus flechas». El joven Kan permaneció en silencio hasta que la indignación de su madre hubo cesado. Entonces salió de la «yurta», diciendo: «Cuando obré así lo hice por temor. Ahora estoy avergonzado».
Tebtengri continuaba recorriendo las tiendas e incitando a la rebelión. Propalaba revelaciones sobrenaturales, que eran como las bases de su trama. Ganó bastantes partidarios; y como tenía el alma ambiciosa, creyó que podía minar la influencia del joven guerrero. Temiendo llegar al conflicto con Temujin, él y sus compañeros visitaron a Temugu, el hermano menor del Kan, y le obligaron a humillarse ante ellos. La tradición prohibía el uso de las armas para decidir la contienda entre mongoles. Pero después de este acto del «chamán», Temujin llamó a Temugu, y le dijo: «Hoy vendrá Tebtengri a mi tienda, trátale como te plazca». La situación era violenta, Munlik, jefe de clan y padre de Burtai, había ayudado al Kan en muchas guerras y, por consiguiente, le había honrado. Tebtengri mismo era «chamán», adivino y hechicero. Temujin, el Kan, esperaba desempeñar en la contienda el papel de juez, mas no para satisfacer sus propios deseos.
Hallábase solo en la tienda, sentado ante el fuego, cuando penetró Munlik con sus siete hijos. Les saludó y se sentaron a su derecha. Temugu entró. Como es natural, todas las armas habían quedado a la entrada de la «yurta». El hermano del Khan, cogiendo a Tebtengri por los hombros, le dijo: «Ayer fui obligado a arrodillarme ante ti. Pero hoy mediré mis fuerzas contigo». Mientras luchaban, los otros hijos de Munlik se pusieron de pie. «¡No continuéis aquí —gritó Temujin— salid afuera!»
A la entrada de la «yurta» tres fornidos atletas esperaban este instante, aleccionados por Temugu o por el Kan. Cuando salió Tebtengri se apoderaron de él, le rompieron la columna vertebral y lo arrojaron a un lado. Inerte quedó junto a la rueda de un carro. «Tebtengri me forzó a arrodillarme ayer —gritó Temugu a su hermano el Kan—; ahora, cuando quise medir mis fuerzas con él, cayó y no se levantará».
Munlik y sus seis hijos salieron a la puerta y contemplaron el cuerpo del «chamán». Entonces, apesadumbrado y confuso, el viejo jefe volvióse hacia Temujin y le dijo: "¡Oh, Kan!… Te he servido «hasta este día». El significado de estas palabras estaba claro. Sus seis hijos hicieron ademán de saltar sobre el mongol. Temujin se mantuvo sereno. No tenía armas ni había camino para salir de la «yurta», excepto la entrada. En lugar de pedir auxilio, habló severamente al irritado viejo: «¡Aparta! Quiero salir». Sorprendidos ante este inesperado mandato, Munlik y sus hijos le abrieron paso y Temujin saltó de la tienda al puesto de guardia de sus guerreros. Hasta aquí el asunto no era más que un incidente en las interminables contiendas que rodeaban al pelirrojo Kan. Pero deseaba evitar, a ser posible, una venganza de sangre con el clan de Munlik. Una mirada al cuerpo del «chamán» le informó de que Tebtengri había muerto. Ordenó que su propia «yurta» fuese trasladada de manera que cubriera el cuerpo, y dejó cerrada la puerta de entrada.
Durante la noche, Temujin ordenó a dos de sus hombres que colocasen el cuerpo del hechicero sobre la abertura del techo de la tienda. Cuando la curiosidad empezó a cundir entre los hombres del «ordu», respecto del adivino, Temujin alzó la puerta y les explicó: «Tebtengri conspiraba contra mis hermanos y les pegó. Ahora los espíritus de los cielos se han llevado su vida y su cuerpo». Pero a Munlik, cuando estuvieron solos, le habló de nuevo gravemente: «Tú no has enseñado la obediencia a tus hijos, aunque precisan de ella. Ese quiso hacerse mi igual. Y he dado fin a su vida. En cuanto a los otros, he prometido perdonarles la vida en todo caso. Pongamos término a este asunto».[6]
No había terminado, sin embargo, la contienda de tribus en el Gobi, la lucha de los grandes clanes, el pillaje y la caza. Aun cuando los mongoles eran aún uno de los pueblos más débiles, cien mil tiendas seguían ya el estandarte del Kan. Su astucia los protegía, su fiero valor enardecía a los guerreros. En lugar de unas cuantas familias, la responsabilidad de un pueblo pesaba sobre los hombros del Kan. Temujin podía dormir tranquilo durante las noches; sus ganados, aumentados por el tributo debido al Kan, prosperaban confortablemente. No contaba más de treinta años de edad, se hallaba en la plenitud de su vigor y sus hijos marchaban ahora con él, mirando alrededor en busca de esposas, como él, en otro tiempo, viajara por las llanuras al lado de Yesukai. Había recogido su herencia que quisieron arrebatarle sus enemigos. Pero alguna otra cosa bullía en su mente, un plan a medio trazar, un deseo aun inexpresado: «Nuestros mayores nos han dicho siempre —dijo un día en el consejo— que diferentes corazones e inteligencias no pueden estar en un cuerpo. Pero yo intentaré lograrlo. Yo extenderé mi autoridad sobre mis vecinos».
Reunir a los «venenosos luchadores» en una confederación de clanes; hacer de sus enemigos tradicionales sus súbditos; tal era su pensamiento. Y empezó a realizarlo, con toda su gran paciencia.