Entre los arqueros habitantes de las tierras donde los días son largos, y de las altas montañas blancas — como los antiguos chinos describen a los bárbaros del norte—, existía una inclinación al buen humor, un impulso de risa. La vida era para ellos incesante trabajo; los elementos eran inhóspitos y el sufrimiento representaba la condición constante. Cualquier alivio de sus pesares daba, pues, ocasión a regocijos. Bastaba contemplar a Temujin y a sus mongoles para comprender que en ellos encarnaba la alegría. Su buen humor era en ocasiones tan ultrajante como su crueldad. Sus festines eran propios de Gargantúa. Los casamientos y los entierros ofrecían raras ocasiones para el «ikhüdür» festival. Semejante a una paz entre lobos fue la llegada de Temujin a la tienda, en el poblado del padre de Burtai. Varios centenares de jóvenes polvorientos y sucios irrumpieron inopinadamente. Llevaban la cara llena de grasa para proteger los alegres rostros contra el frío y los estragos del viento. Iban armados hasta los dientes y lucían pieles de oveja, jubones de cuero, petos horriblemente laqueados. Llevaban odres con agua sobre las baticolas de sus altas monturas y cruzaban a sus espaldas las lanzas.
«Cuando supimos la enemiga que contra ti había —dijo el padre de Burtai al Joven Kan— no pensamos verte vivo». Hubo una escena de risa e impetuoso regocijo. Activos sirvientes mataban y desollaban las ovejas y los caballos para las ollas. Los guerreros mongoles, que habían dejado sus armas a la puerta de la «yurta», sentados a la derecha del señor de la tienda; bebían chocando sus manos. Antes de cada plato un criado ofrecía vino a todos y un violín dejaba oír sus notas. Un tropel de jinetes de las llanuras batían los oídos de sus compañeros y semejaban dilatar sus gargantas con la leche fermentada y el vino de arroz, para despejarlas con facilidad y danzar zafiamente en sus botas de piel de ciervo.
En la tienda del jefe, el tercer día, Burtai, sentada a la izquierda, adornada con vestidos de fieltro blanco, las trenzas de sus cabellos recogidos, con monedas de plata y estatuillas en su tocado —un cono de corteza de abedul cubierto de ricas sedas y sostenido en cada oreja por el contrapeso del cabello trenzado—, permaneció silenciosa hasta el momento en que, separándose, corrió por entre las restantes tiendas, perseguida por Temujin. La ceremonia continuó, luchando con los hermanos y criados de éste, hasta que, finalmente, Burtai fue colocada sobre el caballo del jefe.
Breve «ikhüdür» fue éste de la belleza chata, que salía de su tienda subida en uno de los caballos de Temujin. Había aguardado su llegada cuatro años. Tenía ahora trece. Cabalgó, rodeando su talle y su pecho por ceñidores azules, seguida de sus sirvientes, que portaban un manto de cebellina, para ser presentada a la madre de Temujin. Ahora, era la esposa del Kan. Ella cuidaría de la «yurta». Si necesario fuese, ordeñaría a los animales, vigilaría los rebaños, cuando los hombres estuviesen en la guerra, haría fieltro para las tiendas, corsetería, prendas con fibras de tendones y haría sandalias y zuecos para los hombres. Estas eran sus obligaciones. Verdaderamente esta mujer se singularizaba por un destino superior a las demás. La historia la conoce por el nombre de Burtai Fidjen, la emperatriz, madre de tres hijos que ejercieron, hasta el postrer día, una dominación mayor que la de Roma. El manto de cebellina tuvo también su destino. Temujin consideró que el tiempo era ya propicio para visitar a Toghrul, el jefe de los Karaitas. Llevó a sus jóvenes héroes y el manto de cebellina como presente. Toghrul Kan parece haber sido un hombre íntegro, amante de la paz. Si él mismo no fue cristiano, su clan se componía en gran parte de cristianos nestorianos, que habían recibido su fe de los primeros apóstoles, San Andrés y Santo Tomás. Poseían las tierras ribereñas, donde se levanta ahora la ciudad de Urga, y aun cuando de raza turca, eran más industriosos que los mongoles. Temujin, en su primera visita a la corte del que se puede llamar su padre adoptivo, no tocó el punto de la ayuda de los poderosos Karaitas. Fue Toghrul quien abrió el camino de la alianza.
No tardó Temujin en invocar la amistad del viejo Khan. Los feudos del Gobi ardían en guerra. Inesperadamente, un formidable clan bajó de las llanuras norteñas y entró en el campo mongol. Eran los «merkits» o «merguen», verdaderos bárbaros, descendientes de un grupo aborigen de la región, el pueblo del «helado mundo blanco», donde los hombres viajaban en trineos tirados por perros y renos. Eran guerreros y hombres del clan de donde Hulun había sido robada por el padre de Temujin, diez y ocho años antes. Probablemente, no habían olvidado su viejo agravio. De noche, con antorchas encendidas, irrumpieron en el «ordu» del joven Kan. Temujin salió a caballo y logró despejar el camino con sus flechas. Mas no pudo impedir que Burtai cayese en poder de sus contrarios, los cuales, para satisfacer su justicia de tribu, la entregaron a un pariente del hombre que había perdido a Hulun. Los guerreros del norte no gozaron durante mucho tiempo la posesión de la mujer del mongol. Temujin, falto de hombres con quienes intentar un ataque a los «merkits», se dirigió a su padre adoptivo, Toghrul, demandando la ayuda de los Karaitas. Su petición fue prontamente atendida, y mongoles y Karaitas descendieron al poblado de los invasores en una noche de luna. La crónica describe la escena y pinta a Temujin cabalgando por entre las desordenadas tiendas, gritando el nombre de su perdida esposa, y a Burtai, que, al oír su voz, corre a detenerle dándose a conocer. «He encontrado lo que buscaba» —dijo el joven mongol a sus acompañantes, a tiempo que echaba pie a tierra.
Aunque no estuviese cierto de que lo primero que naciera de Burtai fuese hijo suyo, su devoción hacia ella no decayó. No hizo distinción entre sus hijos. A pesar de tener otros hijos, los de Burtai fueron sus predilectos. Otra mujer y otros hijos no figuran más que como nombres vagos en su crónica.
Más que nunca, la intuición de Burtai temía los complots contra la vida de Temujin. La vemos arrodillada y llorosa delante del lecho: «Si tus enemigos destruyen héroes majestuosos como cedros, ¿qué será de los niños pequeños y débiles?»
No había tregua en la lucha entre los clanes del desierto. Los mongoles aun fueron los más débiles de los nómadas que se establecieron al otro lado de la gran muralla. La protección de Toghrul los conservó libres, durante algunos años, del cerco de las tribus occidentales; pero los Taidjuts y los tártaros del lago Buyar [4] arrollaron el Este, con toda la ojeriza de una vieja enemistad. Sólo a un organismo de extraordinaria fortaleza y a un instinto penetrante del peligro debió el Kan la vida.
En una ocasión, fue dejado por muerto entre la nieve, atravesado el pecho por una flecha. Dos compañeros lo descubrieron, restañaron la sangre y, derritiendo nieve en una vasija, lavaron la herida. La devoción de estos guerreros no se limitó a hacer esto, sino que robaron alimentos de un campo enemigo, cuando vieron al Kan postrado; y cuando los vientos azotaron la llanura echaron un capote de cuero sobre él para resguardarle. Otra vez visitaba la «yurta» de un Kan supuesto amigo, cuando descubrió un foso cavado debajo del tapiz en que se le había invitado a sentarse. Temujin salió ileso del peligroso trance.
Los mongoles, aumentado ahora su número hasta 13.000 guerreros, tomaron la ruta, abandonando los prados de verano, para ganar la región de la invernada. Habían desparramado por un extenso valle sus carros cubiertos, las «kibitkas» o tiendas-carros, compasándose al lento caminar del ganado, cuando llegó la noticia de que una horda de enemigos había aparecido en lontananza y se movía aceleradamente hacia ellos. Ningún príncipe heredero de Europa se enfrentó jamás con situación semejante. Los enemigos eran 30.000 Taidjuts acaudillados por Targumi. Huir significaba hacer el sacrificio de las mujeres, del ganado y de las posesiones del clan. Concentrar los hombres y salir al encuentro de los Taidjuts era exponerse a ser rodeado por un número mayor de individuos, que diezmarían o dispersarían a los guerreros. En esta crisis de la vida nómada, cuando el clan se enfrentaba con la destrucción, requeríase rápida decisión y acción. Prontamente y de un modo perfecto conjuró Temujin el peligro. Ordenó a sus guerreros que montasen a caballo y los concentró bajo los diversos estandartes. Los colocó en líneas de escuadrones, quedando protegido un flanco por el bosque; en el otro flanco formó un extenso cuadrado con las «kibitkas». Dentro de él metió al ganado. Las mujeres y los niños fueron instalados en las tiendas y armados con arcos. Hecho esto, Temujin se dispuso a resistir el combate de los treinta mil, que ya cruzaban el valle en orden de batalla, distribuidos en escuadrones de a quinientos y repartidos en filas de a cien. Las dos líneas primeras llevaban armaduras hechas de dos pesadas placas de hierro, horadadas y anudadas con correas, y yelmos de resistente hierro, forrados de cuero laqueado, con penachos de crin de caballo. Sus cabalgaduras iban enjaezadas y llevaban los cuellos, pechos y flancos cubiertos de cuero. Los jinetes llevaban escudos y lanzas, con penacho de crin cerca de las puntas. Estas filas de jinetes armados se detuvieron para que por entre ellas pasasen las filas posteriores, en las cuales formaban hombres protegidos sólo por cueros y armados con jabalinas y arcos. Estos, montados sobre caballos veloces, giraron enfrente de los mongoles y empuñaron sus armas, protegiendo el avance de la caballería pesada. Los hombres de Temujin, armados y equipados de modo idéntico, resistieron el empuje con nubes de flechas lanzadas por los potentes arcos, reforzados con cuerno. Esta escaramuza cesó cuando la caballería ligera volvió a girar en su posición, tras de las filas armadas, y el grueso de los escuadrones avanzó al galope. Entonces Temujin lanzó a sus mongoles al encuentro. Tenía sus clanes dispuestos en dobles escuadrones de a mil jinetes. Aun cuando disponía sólo de tres unidades, mientras que los Taidjuts tenían sesenta bandas, la carga de sus más nutridas formaciones resistió el avance y deshizo los primeros escuadrones. Entonces Temujin pudo arrojar sus fuertes masas contra los escuadrones ligeros enemigos. Los mongoles, evolucionando tras el estandarte de las nueve colas de yak, cambiaron las armas de mano. A esto siguió una de las más terribles refriegas de la estepa. Hordas montadas, vociferando con rabia, cerraron bajo las nubes de flechas, empuñando sables cortos y sacando de las sillas a sus enemigos por medio de lazos y arpones adaptados a los extremos de las lanzas. Cada escuadrón batallaba en mando separado; la lucha se sostenía en todos los ámbitos del valle, y los guerreros, dispersos en una carga, volvían a concentrarse de nuevo. Esto continuó hasta que vino el crepúsculo. Temujin había logrado una victoria decisiva. Cinco o seis mil enemigos habían caído. Setenta jefes desfilaron ante él con las espadas y las aljabas colgando de sus cuellos.
Algunos relatos dicen que el Kan mongol condenó a los setenta a ser hervidos vivos en grandes calderas, para escarmiento. En éste un rasgo de crueldad muy poco probable, porque el joven Kan, aunque sentía poca compasión por ellos, conocía el valor de los robustos cautivos y, sin duda, prefirió servirse de ellos. (Véase la nota I, «Las matanzas», al final del libro).