En los tiempos de Kabul Kan, bisabuelo, y de Yesukai padre de Temujin, los yakka mongoles habían gozado de una especie de señorío en el norte del Gobi. Como mongoles, habían tomado para sí lo mejor de las tierras de pastos, que se extienden desde el este del lago Baikal al grupo de montañas que se conocen por el nombre de Khingan en los límites de la moderna Manchuria. Estas tierras de pasto, al norte de las arenas arrebatadas al Gobi, entre los dos fértiles valles de los pequeños ríos Kerulón y Onón, eran muy codiciadas. Las colinas estaban cubiertas de abedules y abetos; la caza era abundante, el agua copiosa, debido al derretimiento de las nieves. Estas circunstancias eran bien conocidas de los clanes, que habían estado primeramente bajo el dominio del mongol y estaban ahora preparándose para arrebatar sus posesiones a Temujin, niño de trece años. Estas posesiones eran de inestimable valor para los nómadas: fértiles praderas, no demasiado frías en el invierno y ganado de los cuales sacaban para las necesidades de la vida, pelo para hacer fieltro y cuerdas con qué reforzar las «yurtas», huesos para las flechas, cuero para las monturas, «kumiss», sacos y arneses.
Temujin, al parecer, había logrado escapar. Pero nada podía hacer para soslayar el vendaval que se le venía encima. Sus vasallos, como podemos llamarles, irresolutos, no estaban dispuestos a pagar a un muchacho el tributo en ganado que daban al Kan. Fuertes en las montañas, guardaban sus rebaños de las asechanzas de los lobos y de las inevitables pequeñas irrupciones primaverales. Las crónicas relatan que Temujin lloraba solitario en su «yurta». Después empezó su misión de mando. Tenía que alimentar a sus hermanos menores, hermanas y hermanastros, sobre todo a su madre, que conocía bastante bien el inevitable desastre que sobrevendría al primogénito. Inevitable, sí, porque cierto guerrero, Targutai, descendiente también de Burchikun, el de los ojos grises, se había proclamado señor del norte del Gobi. Targutai, jefe de los Taidjuts, era enemigo tradicional de los mongoles. Y Targutai, que había convencido a la mayor parte de los súbditos de Temujin a juntarse bajo su estandarte, quiso acosar al joven Kan de los mongoles, como el viejo lobo acecha y mata al cachorro, ávido de ejercitar el señorío de la manada.
La persecución empezó sin previo aviso. Un tropel de jinetes galopó sobre la «ordu» mongol, la tienda oficial. Otros volvieron a atraer a la gente que se había alejado. Targutai mismo se dirigió hacia la tienda donde se alzaba el estandarte. Temujin y sus hermanos huyeron ante el ataque de los guerreros. Kassar, el resistente hombre-arco, sobre la grupa de su jaco, envió sus flechas a los enemigos. La vida de Hulun era sólo sufrimiento, viendo que a Targutai únicamente le importaba Temujin.
Y así empezó la persecución. Los Taidjuts pisaban los talones de los muchachos. Los perseguidores no se dieron gran prisa. El sendero estaba reciente y limpio, y los nómadas estaban acostumbrados a seguir el rastro de un caballo durante varios días, si fuese necesario. En cuanto Temujin se descuidase, le darían alcance. Instintivamente procedieron los muchachos a librar sus cabezas, aprovechando las condiciones del terreno, desmontando en ocasiones para cortar los árboles y colocarlos sobre el estrecho sendero, estorbando de este modo la persecución. Cuando el crepúsculo llegó, estaban ya fraccionados. Los hermanos más pequeños y las hermanas se ocultaron en una cueva. Kassar se desvió, y el mismo Temujin se dirigió hacia una montaña, propicio refugio. En ella se ocultó durante algunos días, hasta que el hambre le obligó a arriesgarse y hacer una tentativa en el campo de los Taidjuts perseguidores. Fue visto, sorprendido y llevado a presencia de Targutai, el cual ordenó se le pusiera, un «khang» (yugo de madera que descansaba sobre los hombros y sujetaba las manos a los extremos). Atraillado fue conducido por los guerreros, que regresaron a sus tierras con el ganado capturado. Así permaneció imposibilitado hasta que en una ocasión en que los guerreros salieron a solazarse, fue dejado en poder de un solo guardián. La obscuridad se enseñoreaba del campo y el joven mongol no estaba dispuesto a perder esta oportunidad para su fuga. En la obscuridad de la tienda golpeó al guardián en la cabeza con el extremo del «khang» hasta dejarlo sin sentido. Corrió fuera de la tienda. La luna salía y una media luz se extendía por el bosque donde estaba el campamento instalado. Saltó al monte y caminó hacia un río que el día anterior cruzara. Al oír los ruidos que sus perseguidores hacían, se metió en el agua y se sumergió entre los juncos, dejando sólo la cabeza fuera. Así vio a los jinetes Taidjuts escudriñar la orilla, buscándolo y observó cómo uno de los guerreros, que le había visto, titubeaba y, al fin, se marchaba sin delatarle. Metido en el «khang» encontrábase Temujin casi tan desamparado como antes. Valióse entonces de la intuición y de la osadía para hacer lo que hizo. Dejó el río, volvió al campo y se deslizó en la tienda del guerrero que le había visto sin traicionarle. Era un extranjero, que por casualidad se había detenido con los cazadores de este otro clan: Al aparecer el muchacho como llovido del cielo, el hombre quedó más espantado que Temujin. Pero se compadeció y consideró que lo mejor que podía hacer era desembarazarse de él. Separó el «khang», quemó sus fragmentos y ocultó a Temujin en un carro cargado de lana. Hacía calor entre la lana suelta. Ingrato era el lugar para continuar en él. Además habían venido los guerreros a requisar la tienda y habían metido sus lanzas por entre la lana. Una de ellas hirió a Temujin en una pierna.
«El humo de mi casa se esfumará y el fuego se extinguirá antes que ellos te encuentren», había dicho, ceñudo, al fugitivo su protector, al mismo tiempo que le daba provisiones y leche y un carcaj con dos flechas añadiendo: «Ahora marcha ya con tu madre y hermanos». Y, Temujin, montado en un caballo prestado encontró que su situación no era en nada distinta de la pintada por el extranjero. El campo estaba cubierto por las cenizas de los hogares; sus ganados estaban perdidos; su madre y hermano andaban errantes. Siguió su rastro, y encontró, oculta y hambrienta, a su familia, la austera Hulun, el valeroso Kassar y el hermanastro Belgutai que le idolatraba. Vivían con vigilancia especial, viajando de noche, con sólo ocho caballos en fila. Iban hacia el campo de un amigo, que moraba lejos. Cazaban los animales más repulsivos, como la marmota, y se contentaban con peces en lugar de carnero. En esta ocasión aprendió Temujin a librarse de celadas, y a romper las líneas de sus perseguidores. No; no seria capturado una segunda vez.
En aquella época pudo haber huido de sus ancestrales tierras. Pero el joven Kan no estaba dispuesto a abandonar su herencia a sus enemigos. Visitó las dispersas instalaciones del clan, demandando gravemente el tributo que como Kan le pertenecía de los cuatro animales: camello, oso, caballo y oveja, para ayudar a su madre. Se sabe que rehusó hacer dos cosas. Burtai, la de los ojos grises esperaba aún su llegada, para sostenerle en su tienda. El padre de Burtai era un hombre poderoso, un caudillo de muchas lanzas. Pero Temujin no hizo ninguna gestión cerca de él. Ni apeló tampoco al anciano e influyente Toghrul, jefe «provisor» de los turcos Karaitas, que había bebido el juramento de compañerismo con Yesukai, lo que facultaba al hijo para, en caso de necesidad, pedirle ayuda como padre adoptivo. Este hubiera sido un modo sencillo quizás de levantar en las praderas a los Karaitas, el pueblo del Preste Juan de las Indias, que vivía en ciudades amuralladas y poseía tesoros reales, piedras preciosas, telas, armas pulidas y hasta tiendas con tejido de oro. Pero: «ir como mendigo, con las manos vacías, pensó Temujin, es conquistar el desprecio, no la amistad». Y se afirmó en esta determinación, que no era una muestra de orgullo, sino el recto modo de pensar de los yakka mongoles. El Preste Juan estaba obligado a ayudarle, ya que un juramento de amistad en el Asia superior tiene más valor que la palabra de un rey. Pero Temujin no quería utilizar a este señor de ciudades y de maravillosos hechos, hasta poder llegar ante él como aliado y no como fugitivo.
Mientras tanto, sus ocho caballos fueron robados. El robo de los ocho caballos merece ser relatado por entero en la crónica. Vagabundos Taidjuts fueron los ladrones.
Belgutai estaba ausente en ese momento, montado sobre un noveno caballo, yegua alazana que Temujin había arrancado de las garras de Targutai. Andaba cazando marmotas, cuando llegaron los emisarios del joven Kan: «Los caballos han sido robados» —dijeron—. Esto era una cosa seria, que ponía a todos los hermanos a merced de cualquier algara que llegase. Belgutai ofrecióse a ir por ellos. «No podrías seguirlos y encontrarlos» —objetó Kassar—. «Yo iré». «Vosotros no podríais encontrarlos» —dijo Temujin— «y si los encontrarais, no podríais acarrearlos. Yo iré».
Y así lo hizo, montando sobre la fatigada yegua alazana, tomando el rastro de los cuatreros y siguiéndolos durante tres días. Llevaba consigo tasapo, que colocó entre la montura y la espalda del caballo, para ablandarlo, y preservarlo del calor. La yegua no había salido hacía tiempo y para una carrera importante resultaba un animal tardo. Los Taidjuts, que hubieran podido cambiar un animal por otro, quedaban fuera de su vista. Al cuarto día, el joven mongol encontró a un guerrero de su misma edad, ordeñando una yegua a la vera del sendero. «¿Has visto ocho caballos y algunos hombres guiándolos?» —preguntó Temujin, refrenando—. «Sí; al amanecer, ocho caballos cruzaron ante mí. Te mostraré el camino que tomaron». Después de una segunda mirada sobre el mongol, el extraño joven ocultó entre los arbustos su saco de cuero, atándolo antes, y dijo: «Tú estás cansado e impaciente. Mi nombre es Borchu. Marcharé contigo en seguimiento de los caballos».
El fatigado alazán quedó pastando y Borchu ató y ensilló un caballo blanco, perteneciente al ganado de su custodia, y lo ofreció a Temujin. Tomaron de nuevo el rastro, y tres días después divisaban el campamento de los Taidjuts, con los caballos robados pastando en sus aledaños. Los jóvenes recogieron los caballos. Pero pronto fueron seguidos por los guerreros, uno de los cuales, montando un garañón blanco y armado de lazo se lanzó en su persecución.
Borchu se ofreció a tomar el arco de Temujin y volver en busca de los perseguidores. Pero Temujin no se mostró propicio a ello. Continuaron en los caballos hasta que la luz del día empezó a desaparecer y el guerrero del garañón blanco estaba lo bastante próximo para usar de la cuerda. «Estos hombres pueden herirte —dijo el mongol a su nuevo camarada—. Yo usaré del arco». Se inclinó, puso una flecha en el arco y la dirigió contra el Taidjut; que cayó de la silla. Los otros refrenaron sus cabalgaduras al llegar a él. Los dos jóvenes corrieron presurosos en la noche, llegando sanos y salvos al campamento del padre de Borchu con los caballos. Refirieron su hazaña. Borchu se apresuró a ir en busca del odre de leche, para templar la ira de su padre. «Cuando le vi fatigado e inquieto —explicó— me fui con él». El padre, dueño de un rebaño numeroso, la escuchó con satisfacción. Los relatos de las aventuras de Temujin, habían corrido de tienda en tienda. Y dijo: «Sois jóvenes. Sed amigos y leales».
Dieron al joven Kan alimento y llenaron un odre de leche de yegua, dejándole marchar, seguido de cerca por Borchu, a quien el joven jefe había tomado para sí. Borchu llevaba un presente de pieles negras para la familia. «Sin ti —había dicho Temujin— no hubiera podido encontrar y conducir estos caballos. De modo que la mitad son tuyos». Pero a esto replicó Borchu: «Si yo tomase lo que es tuyo, ¿cómo podrías llamarme amigo?»
Ni Temujin ni el bravo joven eran tacaños. Temujin era generoso y nunca olvidó a los que le sirvieron. También fue enemigo temible para los que le traicionaron.
«Como un mercader confía en sus géneros para medrar —aseguraba a sus compañeros—, los mongoles ponen su única esperanza en su braveza». En él se revelaban las virtudes y crueldades de otra raza nómada; los árabes. En los caracteres débiles confiaba poco, y sospechaba de todos fuera de su clan. Aprendió a aparear su astucia con el engaño de sus enemigos. Pero cuando daba su palabra a alguien de su propio séquito, era inconmovible. «El incumplimiento de la palabra —dijo años después— es odioso en un caudillo». Aun en su clan, que aumentaba ahora con el retorno de los guerreros que habían seguido a su padre, su señorío descansaba sólo en su buena táctica para eludir a sus enemigos y en la posesión, afirmada por atracción o engaño, de los pastizales más feraces, que dejaba a sus compañeros. Sus ganados y armas, por costumbre de la tribu, pertenecían a todos, no al Kan. El hijo de Yesukai conservaba la alianza de sus hombres, mientras pudiera protegerlos. La tradición, ley de la tribu, permitía a los guerreros del clan elegir otro señor si Temujin decaía en la continua y cruel lucha de las tierras nómadas. Pero la astucia conservó vivo a Temujin. Su creciente sabiduría, sus proezas físicas y sus desvelos retuvieron a su alrededor el núcleo del clan. Los jefes que invadieron la fértil región, entre el Kerulón y el Onon, podrían arrojarle de las colinas a la llanura; pero no lograrían acorralarlo. «Temujin y sus hermanos —se dijeron— aumentan en fortaleza». Pero únicamente en Temujin brillaba el fuego de un inextinguible designio esplendoroso. Podía ya ser dueño de su herencia. En esta época, fue en busca de Burtai para hacerla su primera esposa.