La vida, no era materia de gran importancia en el Gobi. Grandes llanuras, con vientos sofocantes, tendidas junto a las nubes. Lagos bordeados de cañas, visitados por las aves migradoras en su camino hacia las «tundras» del norte. El extenso lago Baikal, frecuentado por todos los demonios de las capas atmosféricas elevadas. En las claras noches del invierno, las luces septentrionales cabrillean en el horizonte. Los niños, en este rincón del desierto de Gobi, no son refractarios al sufrimiento. Han nacido para él. Apenas destetados de sus madres o de las yeguas, ya son aptos para valerse por sí mismos. Los primeros lugares junto al llar, en las tiendas familiares, pertenecen a los guerreros y a los huéspedes. Las mujeres, si bien pueden ocupar el lado izquierdo, han de estar distanciadas y los muchachos de ambos sexos se colocan donde pueden. Igual acontece con el alimento. En la primavera, cuando los caballos y las vacas dan leche en abundancia, todo va bien. Las ovejas engordan pronto, la caza es más abundante y los cazadores de la tribu cobran el ciervo y aun el oso, en lugar de dedicarse a animales como la zorra, la marta y la cebellina. De cada uno de ellos se carga la olla, y los hombres más fuertes toman la primera ración, las mujeres reciben la siguiente y los muchachos se disputan los huesos y relieves. Así es que lo que queda para los perros es bien poco. En el invierno, cuando el ganado enflaquece, los jóvenes no lo pasan tan bien. Entonces la leche existe solamente en forma de «kumis» (leche colocada en odres, fermentada y batida). Con ella se nutrirían e intoxicarían poco a poco los niños de tres a cuatro años, si les fuese factible obtener o hurtar alguna porción. Cuando la comida escasea, el mijo cocido sirve para entretener el hambre. El final de invierno es lo peor para los jóvenes. No puede sacrificarse el ganado sin graves mermas en los hatos. Por esta época, generalmente, los guerreros de la tribu roban las reservas alimenticias de otras tribus y se llevan su ganado y caballos. Los muchachos aprenden a organizar cazas, acosando a los perros y a las ratas con porras y flechas romas, y pronto aprenden a cabalgar sobre las ovejas, asiéndose a los vellones.
El sufrimiento fue la primera herencia de Gengis Kan, cuyo nombre al nacer era «Temujin» [1]. En la época de su nacimiento, su padre estaba ausente, luchando contra un enemigo llamado Temujin. En el lance, donde se ventilaban intereses importantes, salió triunfante. El adversario fue hecho prisionero, y el padre, al regresar, dio a su hijo el nombre del cautivo. Su vivienda era una tienda hecha de fieltro tendido sobre un armazón de palos entrelazados con una buena abertura en la parte superior, para la salida del humo. Estaba encalada y ornamentada con pinturas. Esta «yurta» o tienda era de una clase especial y se trasladaba por las praderas montada sobre un carro, tirado por una docena o más de bueyes. Eminentemente práctica, su forma de domo le permitía resistir los ataques del viento. Podía ser abatida si era preciso.
Las mujeres de los jefes —y el padre de Temujin era un jefe— poseían todas sus «yurtas» propias ornamentadas, en donde sus hijos vivían. Las muchachas tenían la obligación de atender a la «yurta» y mantener el fuego que ardía sobre la piedra, debajo de la abertura de salida. Una de las hermanas de Temujin, de pie sobre la plataforma, delante de la puerta, manejaba los bueyes cuando éstos se ponían en marcha. El eje de un carro podía enlazarse con el otro y de este modo rodaban chirriando por las praderas, en donde, con frecuencia no se divisaban ni arbustos, ni montículos. En la "yurta' se guardaban los tesoros familiares, tapices de Bokhara o Kabul, despojos probables de alguna caravana; cofres repletos de atavíos femeninos; vestidos de seda cambiados a algún marrullero mercader e incrustaciones de plata. Más importantes eran las armas, que pendían de las paredes: pequeñas cimitarras turcas, lanzas, carcajs de marfil, o bambú, flechas de diferente tamaño y peso y quizás escudos de cuero lacado. Estos frecuentemente, eran repartidos o comprados, pasando de mano en mano con los azares de la guerra.
Temujin, el futuro Gengis Kan, tenía muchas obligaciones. Los hijos de familia podían pescar en los arroyos que encontraban a su paso, al trashumar. Las yeguadas estaban a su cargo. Tenía que cabalgar en pos de los animales extraviados y buscar nuevos prados. Oteaban el horizonte para sus incursiones y pasaban muchas noches entre la nieve, sin poder calentarse. La necesidad les obligaba durante varios días a no desensillar ni guisar, y aun en ocasiones, a pasarse sin alimento alguno. Cuando la carne de carnero o de caballo abundaba, banqueteaban con ella y consumían cantidades increíbles, desquitándose de los días de privación. Sus diversiones consistían en carreras de caballos de veinte millas de ida y vuelta o en luchas en las cuales se rompían los huesos sin compasión. Temujin se hizo notar por su gran fuerza física y su habilidad para idear, que es sólo un modo de adaptación a las circunstancias. Llegó a ser el jefe de los luchadores. Pero él no se prodigaba: manejaba el arco bastante bien aunque no tanto como su hermano Kassar que era conocido por «el hombre-arco». Mas Kassar tenía miedo a Temujin. Ambos formaron una alianza contra sus osados hermanastros, y el primer incidente que de Temujin se relata es la muerte de uno de éstos, que le había robado un pescado. Para estos jóvenes nómadas, entre los cuales la venganza era un deber, el perdón carecía de valor.
Temujin llegó a conocer cosas de más enjundia que la animosidad de los muchachos. Su madre, Hulun, mujer hermosa había sido arrebatada por su padre a una tribu guerrera en su boda y llevada a la tienda de su desposado. Hulun, sagaz y cauta, se adaptó a las circunstancias después de algunos llantos. Pero todos en la «yurta» sabían que había de llegar el día en que vinieran los hombres de su tribu a vengar el ultraje. Durante la noche, junto a la enorme hoguera de estiércol, Temujin escuchaba los cuentos de los juglares, de esos viejos que saltan de carro en carro, portando su templado violín y cantando con voz ronca las hazañas de los notables héroes de la tribu. Era sabedor de su fuerza, de su derecho y de su señorío. ¿No era el primogénito de Yesukai el valiente, Kan de los Yakka o Gran Mongol, dueño de cuarenta mil tiendas? En los relatos de los juglares aprendió que descendía de preclaro linaje, de los Burchikun u hombres de ojos grises. Escuchó la historia de su antepasado, Kabul Kan, que había mesado las barbas al emperador de Catay y había muerto envenenado a consecuencia de ello. Supo que el blasfemo hermano de su padre fue Toghrul, Kan de los Karaitas, el más poderoso de los nómadas de Gobi, que dio nacimiento en Europa a las leyendas del Preste Juan de las Indias. [2]
Por esta época el horizonte de Temujin estaba limitado a las tierras de pasto de su tribu, los yakka mongoles. «No poseemos ni una céntima parte de Catay —había dicho al muchacho un sabio consejero— y la única razón que hay para esto es que somos nómadas, llevamos nuestras provisiones con nosotros y hacemos nuestra peculiar guerra. Cuando podemos saqueamos; cuando no podemos, nos ocultamos. Si no empezamos a construir poblaciones y cambiamos nuestros hábitos ancestrales, no prosperaremos. Los .monasterios y templos engendran la dulzura de carácter. Pero únicamente la fiereza y temperamento belicoso dominan el mundo». [3]
Cuando acabó su aprendizaje de pastor, se le permitió cabalgar con Yesukai. Según las descripciones, el joven Temujin era de buena presencia, pero se hacía notar más por la fortaleza de su cuerpo y sus francas maneras, que por la belleza de su físico. Debió ser alto, de hombros elevados y piel de color blanco tostado. Sus ojos, distantes de una frente oblicua, no estaban sesgados. Eran de matiz verde o azul agrisado en el iris, con pupilas negras. Largo cabello rojizo le caía en trenzas sobre las espaldas. Hablaba muy poco y sólo después de meditar lo que iba a decir. De temperamento independiente, poseía el don de acumular firmes amistades. Sus enamoramientos eran tan repentinos como los de su padre. Padre e hijo estaban una noche en la tienda de un guerrero extranjero, cuando la atención del joven fue atraída por la muchacha de la tienda. De repente preguntó a Yesukai si podría tomarla por esposa. —Es joven —objetó el padre—. Cuando sea más vieja —indicó Temujin—, estará bastante bien.
Yesukai observó a la muchacha, que tenía nueve años de edad y era bella. Llamábase Burtai —nombre que derivaba de un legendario antepasado de la tribu— la de ojos grises.
—Es pequeño —observó secretamente el padre de ella, gozoso por el interés que los mongoles mostraban, — pero no obstante se puede mirar. Y aceptó a Temujin: «Tu hijo tiene cara franca y ojos brillantes». El próximo día quedó ajustado el pacto y el Kan mongol cabalgó dejando a Temujin hacer conocimiento con su esposa y suegros futuros.
Pocos días después un mongol llegó galopando, y dijo que Yesukai, que había pasado la noche en la tienda de ciertos enemigos, había sido probablemente envenenado, estaba postrado y preguntaba por Temujin. Aun cuando el joven corrió a todo galope de su caballo, cuando llegó al «ordu» o tienda oficial del clan, su padre había muerto. Algo más había acontecido durante su ausencia. Los notables del clan habían cambiado impresiones, y dos tercios de ellos, abandonando la causa del jefe, partieron en busca de otros protectores. Temían confiar sus familiares y ganado a un joven inexperto. «El agua honda se ha agotado —dijeron —la piedra resistente se ha roto. ¿Qué hemos de hacer con una mujer y su hijo?»
Hulun, sabia y valerosa, hizo lo que pudo por evitar la deserción del clan. Tomó el estandarte de las naves colas de yak y corrió en pos de los desertores; conferenció con ellos y persuadió a algunas familias para que volviesen con sus ganados y carros. Ahora Temujin, Kan de los yakka mongoles estaba sentado sobre el caballo blanco. Pero sólo tenía a su alrededor los remanentes del clan y estaba convencido de que todos los enemigos seculares de los mongoles sabrían aprovechar la muerte de Yesukai para vengarse en su hijo.