EL HÓRRIDO aparato de la muerte, que aparece en el rastro de los jinetes mongoles, no ha sido pintado en este libro con todos sus detalles. La matanza, que arrojó pueblos enteros en el dolor de la muerte, ha sido narrada en las historias generales de los mongoles, escritas por europeos, mahometanos y chinos. No hemos aludido casi a escenas de carnicería como la destrucción de Kiev, la Corte de las Cabezas Áureas, como los mongoles llamaban a la antigua ciudadela, con sus domos dorados. El martirio de los viejos, las violaciones de las jóvenes, el acoso de los niños, terminó en una completa desolación, que llegó a ser más espantosa por la pestilencia y hambre que la acompañaron. Las emanaciones de los cuerpos corrompidos fueron tan intensas que aun huyen los mongoles de esos parajes, y los llaman «Mou-baing», la ciudad del dolor, los historiadores encontrarán un sentido esencial en esta inaudita mutilación de reconstrucción subsiguiente de razas humanas. El empuje de los mongoles, conducidos por Gengis Kan, está bien resumido por los autores de la Cambridge Medieval History. «Desenfrenados por el valor humano, fueron hábiles para vencer los terrores de los extensos desiertos, las barreras y montañas y mares, los rigores de los climas y los estragos del hambre y de la pestilencia. Ni los peligros les amedrentaban ni las plazas fuertes podían resistirles, ni las súplicas de perdón los conmovían… Estamos frente a un nuevo poder de la historia, con una fuerza que iba a dar un fin brusco, como un Deus ex machina, a muchos dramas que de otro modo podrían haber terminado en estancamiento o haber proseguido en un curso interminable».
Este «nuevo poder de la historia», la habilidad de un hombre para modificar la civilización humana, empezó con Gengis Kan y terminó con su nieto Kubilai, cuando el Imperio mongol empezó a deshacerse. No reapareció después.
No hemos intentado hacer aquí ni la apología ni la crítica de Gengis Kan. Hemos visto que la mayor parte de nuestros conocimientos acerca del conquistador, se basan en los informes dados por europeos persas y sirios medievales, que con los propios chinos, fueron las principales víctimas de la destrucción mongol. César escribió sus memorias de la conquista de las Galias. Alejandro tuvo a Arriano o Quinto Carcio. Encontramos en Gengis Kan, cuando contemplamos al hombre en su propio ambiente, un gobernante que no condenó a muerte a ninguno de sus hijos o gerentes, aunque Juchi y Kasar, su hermano, le ofrecieron ocasión para haber sido cruel. También pudo haber ejecutado a los oficiales que se dejaron derrotar. Embajadores de todos los países llegaron hasta él y volvieron felizmente. Ni vemos que martirizase a sus prisioneros, salvo en circunstancias excepcionales. Las naciones belicosas y allegadas fueron tratadas por él con benignidad, como lo fueron por sus descendientes los Karaitas, los ugures y «Lia-tung» —los hombres de hierro—, así como los armenios, georgianos y los restos de los cruzados. Gengis Kan procuraba salvar cuanto juzgaba que pudiera ser útil para sí o para su pueblo. El resto, lo destruía. Cuando avanzó, lejos de sus prados natales, y entró en civilizaciones extrañas, esta destrucción llegó a ser casi universal.
Actualmente empezamos a comprender cómo este inaudito aniquilamiento de vidas humanas y trabajos merecieron el anatema de los mahometanos; del mismo modo que el genio sin igual de Gengis Kan conquistó la veneración de los budistas. Gengis Kan no hizo la guerra al mundo por una religión, como Mahoma el profeta, o por afán de engrandecimiento personal y político como Alejandro y Napoleón. Esto es lo que nos ha despistado. La explicación del misterio descansa en la simplicidad primitiva del carácter mongol. Gengis tomó del mundo lo que deseaba para sí y sus hijos y lo hizo por medio de la guerra, porque no conocía otros caminos. Lo que no deseaba, lo destruía, porque no sabía qué hacer con ello.
DURANTE la mitad del siglo XII, llegaron a Europa noticias de las victorias de un monarca cristiano del Asia, «Johannes Presbyter, Rex Arwmeniae et Indiae», sobre los turcos. Investigaciones de nuestros días aseguran que esta primera noticia de un rey cristiano al Este de Jerusalén, viene de las narraciones acerca de las victorias ganadas sobre los mahometanos por Juan, alto condestable de Georgia, en el Cáucaso, región vagamente asociada entonces con Armenia y la india. Se recordó, que los tres Reyes Magos habían salido de esta región. El espíritu de cruzada muy encendido en Europa, y la historia de un soberano cristiano todopoderoso, en el Asia lejana, fueron muy divulgados. Los cristianos nestorianos, arrojados de Armenia a Catay, juzgaron conveniente escribir una carta al Pontífice Alejandro III, explicando que eran del Preste Juan y describiendo infinitos esplendores y maravillas, a la manera medieval, desfiles por el desierto, un séquito de setenta reyes, animales fabulosos y una ciudad sobre las arenas. En suma, un precioso sumario de los mitos de la época.
Pero lo que había de exacto en la descripción era lo correspondiente a Wang Kan (pronunciado por los nestorianos Uang Kan o «Rey Juan») de los Karaitas, que eran cristianos en su mayor parte. La ciudad de Karakorum pudo bien ser llamada la plaza fuerte de los olvidados nestorianos de Asia. Era una ciudad del desierto, y en ella había un emperador, que tenía Kanes o reyes por súbditos. Varias crónicas mencionan la conversión de un rey de los «Keritas». Marco Polo descubrió en Wang Kan al actor que desempeñaba el vago papel de Preste Juan.
1* Está mandado creer que existe solamente un Dios, creador de los cielos y de la tierra, único que da la vida y la muerte, la riqueza y la miseria, según le place, y que tiene sobre todas las cosas un poder absoluto.
2*. Los jefes de una religión, predicadores, monjes, personas que se dedican a las prácticas religiosas, almuédanos de las mezquitas, médicos y aquellos que bañan completamente los cuerpos, están exentos de las cargas públicas.
3* Está prohibido, bajo pena de muerte, que nadie, sea quien fuese, se proclame emperador, a menos que haya sido elegido previamente por los príncipes, oficiales y otros nobles mongoles en consejo general.
4*. Está prohibido ostentar títulos honoríficos a los jefes de las naciones y «clanes» súbditos de los mongoles.
5*. Está prohibido hacer la paz con un monarca, un príncipe o un pueblo, que no se haya sometido.
6*. Los hombres del ejército se dividen en decenadas, centenadas, millares y diez millares. Esta distribución sirve para movilizar el ejército en poco tiempo y para formar las unidades de mando.
7*. En el momento en que empieza una campaña, cada soldado recibirá sus armas de manos del oficial a cuyas órdenes sirva. El soldado deberá conservarlas y serán inspeccionadas antes de la batalla.
8*. Está prohibido, bajo pena de muerte, saquear al enemigo antes que el mando general dé el permiso. Pero, después que se concedía este permiso, el soldado podrá aprovechar las mismas ocasiones que el oficial y deberá conservar lo que haya recogido puesto que tiene que pagar su parte al depositario del emperador.
9*. Para tener adiestrados a los hombres del ejército, se celebrará una cacería cada invierno. Para esta ocasión se prohíbe a todo hombre del imperio matar entre los meses de marzo y octubre, ciervos, gamos, corzos, liebres, asnos salvajes y determinados pájaros.
10*. Esta prohibido degollar para comerlos, los animales cobrados; deberán ser atados, abierto el pecho y sacado el corazón por la mano del cazador.
11*. Está permitido comer sangre y entrañas de los animales, aun cuando estuviese prohibido antes de ahora.
12*. (Listas de privilegios e inmunidades concedidas a los jefes y oficiales del nuevo Imperio).
13". Todo hombre que no vaya a la guerra, deberá trabajar para el Imperio durante cierto tiempo, sin remuneración.
14*. Los hombres acusados de robo de un caballo o de un buey, o de una cosa de igual valía, serán condenados a muerte. Su cuerpo será cortado en dos partes. Para los hurtos la pena será de acuerdo con el valor de la cosa robada, un número determinado de palos: siete, diecisiete, veintisiete, hasta setecientos. Pero este castigo corporal puede conmutarse, pagando nueve veces el valor de la cosa robada.
15*. Ningún súbdito del imperio puede tomar por criado o esclavo a un mongol. Todo hombre, excepto en casos contados, deberá reunirse al ejército.
16*. Para impedir la huida de los esclavos extranjeros, está prohibido, bajo pena de muerte darles asilo, alimento o vestidos. Todo hombre que encuentre a un esclavo fugitivo y no lo devuelva a su dueño, será castigado con la misma pena.
17*. Las leyes del casamiento ordenan que cada hombre tenga su esposa. El casamiento entre el primero y segundo grados de parentesco, está prohibido. Un hombre puede casarse con dos hermanas o tener varias concubinas. Las mujeres atenderán el cuidado de la propiedad, comprando y vendiendo a su voluntad. Los hijos nacidos de la primera mujer serán honrados sobre los otros hijos y heredarán todo.
18*. El adulterio será castigado con la muerte, y los acusados de adulterio pueden ser muertos al punto.
19*. Si dos familias desean unirse y solamente tienen niños jóvenes, está permitido el casamiento de estos niños, si el uno es muchacho y la otra una muchacha. Si los niños mueren, el casamiento concertado puede contractarse, sin embargo.
20* Está prohibido bañarse o lavar los vestidos en agua corriente durante la tempestad.
21*. Los espías, testigos falsos y todos los hombres dados a vicios infames, o hechiceros, serán condenados a muerte.
22*. Los oficiales y jefes que falten a su deber o no acudan a la llamada del Kan, serán muertos, especialmente los de los distritos apartados. Si su falta es menos grave deberán venir en persona ante el Kan.
Estos ejemplos de las leyes de Gengis están traducidos de Pétit de la Croix, que explica que no le ha sido posible obtener una lista completa de las leyes —«Yassa Gengiscani»—. Recogió estas veintidós reglas de varias fuentes: los cronistas persas, Fray Rubriquis y Carpini. Esta lista es notoriamente incompleta y procede de fuentes extranjeras. La explicación de la curiosa ley décima se encuentra probablemente en prejuicios religiosos, así como la forma de sacrificar el ganado para ser comido. La regla undécima parece publicada para dejar establecido un posible modo de alimento en tiempos de hambre. La ley vigésima, relativa al agua y al trueno, la explica Rubriquis diciendo que se propone evitar que los mongoles (que sentían terror del trueno) se arrojasen a los lagos y ríos durante una tormenta. Pétit de la Croix dice que el «Yassa» de Gengis Kan fue continuado por Timuti-lang. Babar, el primero de los moghuls (mongoles) de la India, dice: «Mis abuelos y mi familia observaron siempre, religiosamente, las reglas de Chengiz. En sus cortes, sus festivales y entretenimientos, en sus decaimientos y medros, nunca actuaron contrariamente a las instituciones de Chengiz». (Memoirs of Babar Emperor of Hindustan. Edición Erskine y Leyden, 1826, página 202).
ES UN error común, y casi natural, entre los historiadores, el describir el ejército mongol como una dilatada multitud. Ni el mismo doctor Stanley Lane-Poole, una de las autoridades modernas más sobresalientes, puede resistir a la inevitable tentación y hablar de «Ohingkiz-Khan, seguido por hordas de nómadas, sin número como las arenas del mar». (Turkey: «Historia de las Naciones»). Pero nuestro conocimiento de los mongoles ha avanzado suficientemente, rebasando las ideas de Mateo Paris y los monjes medievales. Estamos seguros de que la horda de Gengis Kan no era, como la de los hunos, una masa migratoria, sino un disciplinado ejército de invasión. El personal de la horda está enumerado del modo siguiente por sir Henry Howorth:
Guardia Imperial | 1.000 |
Centro a las órdenes de Tulí | 101.000 |
Ala derecha | 47.000 |
Ala izquierda | 52.000 |
Otros contingentes | 29.000 |
TOTAL | 230.000 |
Esta es al parecer, la fuerza del ejército en la época de la guerra contra el sultán y en el Oeste. Es, pues, la mayor fuerza reunida por Gengis Kan. Los demás contingentes constaban de 10.000 catayanos y de las fuerzas mandadas por el Idikut de los ugures y el Kan de Amalyk. Los dos últimos fueron enviados de nuevo, después que la invasión empezó. El brillante erudito León Cadun, sostiene que el ejército mongol no rebasó el número de 30.000. Siendo tres cuerpos de ejército iguales, en este conjunto, además de los 20.000 de Juchi y los aliados, la hueste podría llegar, según este cálculo, a la suma de 150.000 guerreros. Y sin duda, no podía haber subsistido número mayor que éste, durante un invierno, en los áridos valles del Asia superior.
El ejército acaudillado por Gengis Kan, al tiempo de su muerte, constaba de cuatro cuerpos, con la Guardia Imperial, esto es, unos 130.000 hombres útiles, así como a las poblaciones de las tierras del Gobi podemos aproximar el total a no más de 5.000.000 almas. De este número no podrían reunirse más de 200.000 efectivos. El brigadier Sir Percy Sykes, en su «Persia» dice, respecto a los mongoles: «Que fueron débiles numéricamente y batallaron a miles de millas de su base». Los cronistas mahometanos exageran habitualmente, atribuyendo a la horda la cuantía de quinientos a ochocientos mil hombres. Pero es evidente que Gengis Kan realizó, durante los años de 1219-1223 la notable hazaña militar de sojuzgar el país que se extiende del Tibet al mar Caspio, con sólo 100.000 hombres, y desde el Dniéper al mar de la China con no más de 250.000 en total. Y de este número, probablemente sólo la mitad fueron mongoles. Las crónicas mencionan 50.000 aliados turcomanos, al final de la campaña. Las fuerzas de Juchi aumentaron por las gentes del desierto de Kinchak. En China, los antepasados de los coreanos manchúes actuales, pelearon bajo el estandarte mongol. En el reinado de Ogotai, hijo de Gengis Kan, la mayoría de las tribus turcas del centro del Asia se unieron a los mongoles que les dieron plétora de lucha. Esas tribus facilitaron la mayor parte del ejército con el cual Ogotai y Batu conquistaron el Oriente de Europa. Sin duda, Ogotai tenía más de medio millón efectivo de guerreros en sus ejércitos, y Mangu y Kubilai, nietos de Gengis Kan, doble número.
LA HORDA de Gengis Kan seguía un plan fijo al invadir una comarca. Este método obtuvo éxito constante, hasta que los mongoles fueron rechazados por los mamelucos, en su avance sobre Egipto, a través del desierto de Siria, hacia 1270.
1°. Una «Kurultai», o consejo general, era convocada en los cuarteles generales del Ka Kan. Todos los altos jefes, excepto aquellos que obtenían autorización para permanecer en el servicio activo, habían de asistir al consejo, donde se discutía la explanada el plan de campaña, determinándose los caminos y escogiéndose las diferentes divisiones para el servicio.
2°. Los espías eran enviados y los delatores eran interrogados.
3°. El país era invadido a la vez por distintos puntos, las divisiones separadas o cuerpos de ejército tenía cada una su general en jefe, que iba hacia un objetivo determinado. Tenía libertad para maniobrar y para atacar al enemigo, según su voluntad, pero mantenía el contacto con los generales del Kan u orkhon.
4°. Las divisiones separadas colocaron cuerpos de observación delante de las grandes ciudades fortificadas, en tanto que el distrito circundante era asolado. Los abastecimientos se obtenían del país, y si la campaña iba a ser de larga duración, se establecía una base temporal. Raramente se defendieron los mongoles en una plaza fuerte. Eran más aptos para sitiarla. Una «tuman» permanecía con los cautivos y las máquinas para el trabajo de sitio, en tanto que el grueso de las fuerzas se ponía en movimiento.
Cuando se enfrentaban en el campo con un ejército enemigo, los mongoles seguían uno de estos dos métodos: Si era posible, sorprendían al enemigo por medio de una marcha forzada de día y de noche, concentrándose dos o más divisiones mongolas, a una hora dada, en el lugar de la batalla. Así sucedió en la destrucción de los húngaros, cerca de Pesth, en 1241. Si esto no podía hacerse, rodeaban al enemigo y envolvían un flanco mediante la rápida «tulughna» o «vuelta de estandarte». Otro recurso era fingir la huida y retirarse durante varios días, hasta que las fuerzas enemigas quedaban separadas de sus bases y protección. Entonces los mongoles montaban caballos de refresco y volvían al ataque. Esta maniobra ocasionó el desastre a la poderosa hueste rusa cerca de Dniéper. Con frecuencia, en esta retirada ficticia, los mongoles extendían sus líneas hasta que el enemigo quedaba envuelto sin haberse apercibido. Si las tropas enemigas se reunían en masa y luchaban bravamente, podían abrir la línea envolvente mongola y batirse en retirada. Entonces solían ser atacadas en su marcha. Tal fue el destino del ejército de Bokhara.
Muchos de estos recursos fueron puestos en práctica por los autores primitivos, lo Hiung-nu, de quienes descendían, en parte, los mismos mongoles. Los catayanos se acostumbraron a maniobrar en columnas de caballería, y los mismos chinos conocían todas las reglas de la estrategia. Esto permitió a Gengis Kan tener el inflexible acierto y la rara habilidad de hacer lo justo en el momento justo y mantener a sus hombres bajo una disciplina de hierro: "Dicen los chinos, que condujo sus ejércitos como un dios. La forma en que movía los grandes cuerpos de hombres sobre largas distancias, sin esfuerzo aparente; el juicio que mostraba en la dirección de varias guerras en comarcas distantes unas de otras; su estrategia en regiones desconocidas, siempre alerta y sin vacilación; su precaución para intervenir en otras empresas; los sitios que llevó a término feliz; sus brillantes victorias; la serie de «soles de Austerlitz», todo esto combinado constituye un cuadro junto al cual no pueden presentar los europeos nada que lo sobrepase, si verdaderamente tienen alguno que contenga la comparación«. Así sintetiza Demetrio Boulger el genio militar del gran Mongol («A Short History of China», página 110).
CONOCEMOS muy mal las invenciones de los chinos, antes de que Gengis Kan y sus mongoles se abriesen camino por este Imperio excesivamente recluido. Después de 1211, oímos hablar frecuentemente de la pólvora. Se utilizaba en los «ho-pao» o lanza-fuegos. En un asedio, se menciona el «hopao», quemando y destruyendo torres de madera. La explosión de la pólvora en los lanza-fuegos, hacía «un ruido como trueno, que se oía a una distancia de cien li». Esto equivalía a treinta millas. Pero, probablemente, es una exageración. En el sitio de Kaifong, en 1232, un cronista chino dice lo siguiente: «Cuando los mongoles excavaron hoyos en la tierra, para estar a cubierto de los proyectiles, decidimos envolver con hierro las máquinas llamadas «chien-tien-lei» (una especie de lanza-fuegos) y colocarlas en los lugares donde estaban los zapadores mongoles. Explotaron aquellas y volaron en fragmentos hombres y defensas».
Otra vez, en los tiempos de Kubilai Kan: «El emperador… ordenó que se descargase un cañón; la detonación causó pánico entre las tropas enemigas». El doctor Herbert Gowen, de la Universidad de Washington, cita una referencia japonesa a estas armas mongolas, tomadas del siglo XIV: «Esferas de hierro, como balones, eran enviadas, con un sonido como de ruedas de carro rodando por una pendiente escarpada, y acompañadas de ráfagas semejantes a relámpagos».
Está claro que los chinos y los mongoles conocían el efecto detonante del cañón, y también que sus lanza-fuegos fueron empleados principalmente para incendiar y amedrentar al enemigo. No sabían calcular el cañón e hicieron pocos progresos en estos proyectiles, pendientes aun de la torsión maciza y del contrapeso de las máquinas de sitio. Estos mismos mongoles atravesaron la Europa central, en 1233-40, y llegaron hasta lo que es hoy Rusia, Polonia y Rusia Polaca, en vida del monje Schwartz. Freiburg estaba dentro del área de su conquista y el monje alemán pudo muy bien meditar sus inventos a unas trescientas millas de una guarnición mongola. (En justicia, para reivindicar a Schwartz debemos añadir que no está comprobado que los mongoles usaran la pólvora en Europa. Pero debe consignarse que los mercaderes negociaban con ellos constantemente y venían a las ciudades europeas).
Volviendo a Fray Roger Bacon, encontramos que, al parecer, no fabricó pólvora para utilizarla en público, aunque indica la existencia de este compuesto y sus cualidades fulminantes. Roger Bacon lo encontró sirviéndose de la geografía y otros conocimientos por el fraile Guillermo de Rubruk, que fue enviado por San Luis de Francia como mensajero a los mongoles. «El Opus Majus», de Roger Bacon, dice respecto al libro de Guillermo de Rubruk: «Que yo lo he visto y he hablado con su autor». (Contra esto puede argüirse que el libro de Rubruk no hace mención de la pólvora, y que no podemos creer que llegase a conocerla durante su estancia de medio año en la corte mongola, aun cuando la primera mención que Bacon hace de la pólvora y sus componentes, nitro y azufre, antecede escasamente, al regreso de Rubruk de su viaje). Quede al juicio de cada cual el estimar la circunstancia de que los dos ostensibles inventores de la pólvora, en Europa, viviesen durante los sesenta y cinco extraordinarios años en que Europa fue sacudida por las invasiones mongolas, y tuviesen contacto de algún género con los mongoles.
Es de evidencia innegable que las armas de fuego y el cañón aparecieron en Alemania en tiempos del monje Schwartz. El cañón fue ideado y desarrollado rápidamente en Europa, y pasó al Asia por la vía de Constantinopla y de los turcos. De modo que ya encontramos a Babar, el primero de los moghuls, equipado con cañones de gran calibre, manejados por rumis (turcos), en 1525. Y el primer cañón de metal fue construido en China por los jesuítas, en el siglo XVII. Contemplamos asimismo el curioso espectáculo de los cosacos europeos, invadiendo y atacando los dominios de los tártaros, en 1581, con mosquetes, en tanto que los hombres del Asia arrastraban un cañón descargado, ignorantes de su uso y esperando volar a los invasores.
En resumen: los chinos fabricaron la pólvora y comprendieron sus cualidades explosivas mucho antes que los monjes Bacon y Schwartz; pero hicieron poco uso de ella en la guerra. Los europeos, ¿la tomaron de ellos o la descubrieron por sí mismos? es este un problema no solucionado aún. Pero los europeos fueron sin duda, los que construyeron el primer cañón útil. Probablemente no se conocerá la verdad jamás. Es curioso que Mateo París y Tomás de Spalato y otros cronistas medievales hablen del terror inspirado por los mongoles, que llevaban consigo en las batallas el humo y las llamas. Esto puede ser una alusión a la estratagema practicada con frecuencia por los ejércitos del Gobi, que incendiaban las hierbas secas del país y avanzaban detrás de las llamas. Pero, probablemente, se refiere al empleo por los mongoles de la pólvora, que aun no se conocía en Europa. Carpini da una referencia curiosa de una especie de lanzador de llamas, utilizado por los jinetes mongoles y accionado por un fuelle. De todos modos, esta aparición de las llamas y el humo, entre los mongoles, fue aceptada por nuestros cronistas medievales como señal de que eran demonios.
CUANDO las divisiones mongoles, a las órdenes de Subotai y de Chepé Noyon, iban abriéndose camino a través del Cáucaso, encontraron y derrotaron un ejército de cristianos georgianos. Rusudan, reina de los georgianos, envió una carta al Pontífice por mediación de David, obispo de Ani, en la que manifestaba que los mongoles habían desplegado ante sus filas un estandarte que llevaba la cruz y que esto había hecho creer a los georgianos que los mongoles eran cristianos.
Otra vez, en la batalla de Liegnitz, relatan los cronistas polacos, que aparecieron los mongoles con «un gran estandarte, llevando un emblema semejante a la letra griega X». Un historiador hace notar que esto puede haber sido un dibujo de los «chamanes», para ridiculizar la cruz, y que el emblema estaría formado por dos colas de oveja cruzadas, utilizadas frecuentemente por los «chamanes» en sus adivinaciones, y lo exhibirían para producir terror entre las nubes de humo que surgían de las vasijas llevadas por los portaestandartes, vestidos de largas hopalandas. No es verosímil que caudillos militares tan inteligentes como los Orkhones, intentaran engañar al enemigo con una cruz. Es probable que los cristianos nestorianos, que formaban en las filas mongolas, marchasen con la cruz, y que sus sacerdotes fuesen vistos en Liegnitz, llevando acaso incensarios.
EL CHOQUE entre los mongoles y los europeos no se verificó durante la vida de Gengis Kan, sino después del gran consejo de 1233, durante el Kanato de Ogotai. Brevemente referido, he aquí lo que aconteció: Batu, el hijo de Juchi, marchó hacia el oeste con la horda para tomar posesión de las tierras sobre las que Subotai galopara en 1223. Desde 1238 al otoño de 1240, Batu, el «espléndido», cruzó los «clanes» del Volga, las ciudades rusas y las estepas del mar Negro. Finalmente, sitió Kiev y envió columnas para invadir la Polonia occidental o, mejor, la Rutenia, puesto que la Polonia estaba entonces dividida en principados. Cuando, en marzo de 1241, se derritieron las nieves, estaban los cuarteles generales mongoles al norte de los Cárpatos, entre la moderna Lemberg y Kiev, Subotai, el genio director de la campaña, tenía enfrente los siguientes enemigos: Boleslao el Casto, señor de Polonia; más allá, al norte, en Silesia, Enrique el Piadoso, con un fuerte ejército de treinta mil polacos, bávaros, caballeros teutones y templarios de Francia, que se habían ofrecido como voluntarios para detener esta invasión de bárbaros; a unas cien millas detrás de Boleslao, el rey de Bohemia estaba movilizando un ejército aun mayor y recibiendo contingentes de Austria, Sajonia y Brandeburgo; sobre el frente izquierdo de los mongoles, Miceslao de Galitzia y otros señores estaban preparándose para defender sus tierras en los Cárpatos; sobre el ala izquierda mongola, más apartada, la hueste magiar de Hungría, con cien mil hombres, estaba reuniéndose bajo la bandera del Rey Bela IV, más allá de los Cárpatos. Si Batu y Subotai torcían hacia el Sur, a Hungría, dejaban a su izquierda al ejército polaco. Si avanzaban al Poniente, para encontrar a los polacos, quedaban los húngaros sobre su flanco. Subotai y Batu estaban, al parecer, perfectamente enterrados de los preparativos de las huestes cristianas. Sus expediciones de exploración, el año anterior, les habían facilitado valiosos informes sobre el país y los monarcas enemigos. En cambio, los reyes cristianos tenían pocas noticias de los movimientos de los mongoles. Tan pronto como la tierra estuvo bastante seca para que sus caballos pudieran moverse en ella, maniobró Batu, a despecho de los lodazales del Pripet y de los húmedos bosques que motean las comarcas de los Cárpatos, y dividió su hueste en cuatro cuerpos de ejército, enviando los más poderosos contra los polacos, a las órdenes de dos generales de confianza, nietos de Gengis Kan: Kaidu y Baibars. Esta división se movió rápidamente hacia el oeste y encontró a las fuerzas de Boleslao, cuando los polacos perseguían a algunos contingentes de exploración mongoles. Los polacos pelearon con su habitual bravura, pero fueron derrotados. Boleslao huyó a Moravia y los restos de sus hombres se retiraron al norte, hacia donde los mongoles no les persiguieran. Era el 18 de marzo. Cracovia fue incendiada y los mongoles de Kaidu y Baibars se apresuraron en busca del duque de Silesia, antes de que éste juntase sus fuerzas con los bohemios. Encontraron el ejército de Enrique el Piadoso, cerca de Liegnitz, el 9 de abril. De la batalla, que a este encuentro siguió, no tenemos informes de testigos. Solamente sabemos que las fuerzas alemanas y polacas cedieron ante el empuje del estandarte mongol y fueron casi exterminadas. Enrique y sus barones, hasta el último hombre, perecieron, como también los Hospitalarios. Dícese que el gran Maestre de los Caballeros Teutones pereció en el campo, con nueve templarios y quinientos hombres de armas.[26] Liegnitz fue quemado por sus defensores, y al día siguiente de la batalla, Kaidu y Baibars encontraron al ejército más poderoso de Wenceslao, rey de Bohemia, a cincuenta millas de distancia. Wenceslao se movió rápidamente cuando los mongoles aparecían y desaparecían. Su cuidadoso orden de batalla, demasiado potente para ser atacado por la división mongola no pudo alcanzar los jinetes de Catay, que cargaban en sus montes y saqueaban Silesia y la hermosa Moravia. Finalmente, los mongoles burlaron a Wenceslao, haciéndole marchar hacia el Norte, en tanto que ellos volvían al Sur a reunirse con Batu. «Y sé —escribe Ponce d'Aubon a San Luis— que todos los barones de Alemania y el rey y toda la clerecía y todos en Hungría han tomado la cruz para ir contra los tártaros. Y si lo que nuestros hermanos nos han dicho es verdad, si son vencidos por la voluntad de Dios, estos tártaros no encontrarán nada firme hasta su tierra».
Mas cuando el señor de los templarios escribía esto, la hueste húngara estaba ya vencida. Subotai y Batu, con tres divisiones, pasaron los Cárpatos. El flanco derecho entró en Hungría, desde Galitzia; y el izquierdo, bajo el mando de Subotai, descendió a través de Moldavia. Fueron destruidos los pequeños ejércitos en su marcha y las tres columnas reunieron sus fuerzas ante Bela y los húngaros, cerca de Pesth. Empezaba entonces abril, precisamente antes de la batalla de Liegnitz. Subotai y Batu, que no tenían noticias de lo que estaba sucediendo en el Norte, despacharon una división para establecer comunicación con los nietos de Gengis Kan, sobre el Oder. El pequeño ejército del obispo de Ugolino avanzaba contra ellos. Se retiraron a una región pantanosa y envolvieron a los temerarios húngaros. El obispo huyó con tres compañeros, únicos supervivientes. En el ínterin, Bela empezó a cruzar el Danubio con sus huestes: croatas, alemanes y magiares, con los templarios franceses que se habían establecido en Hungría. En total, cien mil hombres. Los mongoles se retiraron lentamente ante ellos. Batu, Subotai y Mangu, conquistador de Kiev, habían dejado el ejército e inspeccionado el lugar escogido para la batalla, que era la llanura de Mohi, enmarcada en sus cuatro lados por el río Sayo, las colinas de viñedos de Tokay, los «sombríos bosques, y la gran colina de Lómnitz». Los mongoles se retiraron cruzando el río y dejando intacto un ancho frente de piedra. Prosiguieron hacia un monte, al lado opuesto, a unas cinco millas. La hueste de Bela les siguió ciegamente y «acampó en la llanura de Mohi», con toda su pesada impedimenta, maceros, caballería cubierta de malla y séquito. Fueron colocados mil hombres sobre el lado opuesto del puente y exploraron el bosque, sin encontrar rastro alguno del enemigo. Por la noche, Subotai tomó el mando de la derecha mongola, describiendo un amplio círculo sobre el río donde él había observado que podía vadearse, y construyó un puente para cruzarlo más cómodamente. Apuntaba la aurora, y el avance de Batu tomó la dirección del puente, sorprendiendo y aniquilando los destacamentos que lo guardaban. Sus principales fuerzas fueron lanzadas a cruzarlo y siete catapultas dispararon sobre los caballeros de Bela, que intentaron detener el ímpetu de los jinetes al cruzar el puente. Los mongoles surgieron rápidamente dentro de las desordenadas formaciones de sus enemigos con el terrible estandarte de las nueve colas de yak, rodeado por el humo de los fuegos que llevaban en vasijas los «chamanes». («Una enorme cara gris con larga barba —así lo describe un europeo—, produciendo un humo pestilente»). No titubearon los bravos paladines de Bela. La batalla fue obstinada y no cesó hasta cerca del mediodía. Entonces Subotai acabó su movimiento de flanco y apareció detrás de las tropas de Bela. Cargaron los mongoles y deshicieron a los húngaros. Al igual de los caballeros teutónicos en Liegnitz, murieron los templarios, hasta el último hombre, sobre el campo.[27]
Las filas de los mongoles partieron hacia el Oeste, dejando cubierto el camino a través del desfiladero, por donde la hueste de Bela había avanzado hacia la llanura. Los húngaros huyeron y fueron perseguidos despacio. Durante dos días, los cuerpos de los europeos cubrieron los caminos. Cuarenta mil cayeron. Bela, separado de sus compañeros supervivientes, abandonó a su hermano moribundo, el arzobispo asesinado. Por la gran rapidez de su caballo se libró de la persecución, se ocultó a lo largo de la ribera del Danubio, fue perseguido y huyó a los Cárpatos. Con el tiempo llegó al mismo monasterio que albergó a su hermano Boleslao el Casto, rey de Polonia.
Los mongoles asaltaron Pesth e incendiaron los suburbios de Gran. Avanzaron por Austria hasta Nieustadt, esquivaron las lentas huestes de alemanes y bohemios y bajaron hasta el Adriático, saqueando las ciudades a lo largo de la costa, excepto Ragusa. En menos de dos meses habían recorrido Europa, desde el nacimiento del Elba hasta el mar, y habían derrotado tres ejércitos grandes y una docena de ejércitos menores, tomando por asalto todas las ciudades, excepto Olmutz, que hizo una gran defensa bajo Yaroslao de Stemberg, con doce mil hombres.
Ninguna segunda Tours salvó al occidente de Europa de un desastre inevitable.[28] Los ejércitos aptos sólo para moverse en masa y conducidos por monarcas incompetentes, como Bela o San Luis de Francia, fueron valientes, pero inhábiles para conseguir éxito contra el rápido maniobrar de los mongoles, dirigidos por generales como Subotai, Mangu y Kaidu, veteranos de toda una vida de lucha en dos continentes. Pero la guerra no llegó a su éxito final. Un correo de Karakorum trajo a los mongoles la noticia de la muerte de Ogotai y la orden de regresar al Gobi. Allí, en el consejo, un año después, la batalla de Mohi salió a relucir de nuevo. Batu acusó a Subotai de haber tardado en llegar al campo de batalla, causando la pérdida de muchos mongoles. El viejo general contestó agriamente: «Recuerda que el río no era profundo delante de ti y había ya un puente. Donde yo crucé, el río era profundo y tuve que construir un puente». Batu admitió la veracidad de estos dichos y no volvió a inculpar a Subotai.
YA HEMOS dicho lo suficiente para demostrar que los ejércitos mongoles poseían varias ventajas sobre los europeos de la época. Eran más ágiles. Durante la invasión de Hungría, Subotai cabalgó con su división doscientas noventa millas en menos de tres días. El mismo Ponce d'Aubon dice que los mongoles podían marchar en un sólo día, tan lejos «como desde Chartres a París». «Ningún pueblo del mundo— afirma un cronista contemporáneo[29], hablando de los mongoles — es tan hábil, sobre todo para luchar en campo abierto y derrotar al enemigo por la bravura personal o práctica de la guerra». Esta opinión la confirma Fray Carpini, que fue enviado al mongol, no mucho después de la terrible invasión de 1238-1242, para exhortar al pagano a que cesase de matar cristianos. «Ni un solo reino o provincia puede resistir a los tártaros». Y añade: «Los tártaros pelean más por la estratagema que por la misma fuerza». Este valeroso sacerdote, que parece haber tenido interés por temas militares, dice que los «tártaros» eran menos numerosos y carecían de la estatura y fuerza física de los europeos. Y para estimular a los monarcas europeos (que siempre tomaban el mando de sus huestes en la guerra, sin tener en cuenta los méritos que se necesitan para semejante caudillaje) a que modelasen su sistema militar sobre el de los mongoles, dice: «Nuestros ejércitos deben estar ordenados según el sistema de los tártaros y con las mismas rigurosas leyes de guerra. Si es posible, deberá escogerse el campo de batalla en una llanura, donde todas las cosas sean visibles desde todos los lados. El ejército no pretenderá formar un solo cuerpo sino muchas divisiones. Se enviarán exploradores por todas partes. Nuestros generales deberán conservar las tropas alerta día y noche, y siempre armadas, prontas para la batalla, así como los tártaros están siempre vigilantes como demonios». «Si los príncipes y gobernantes cristianos quieren resistir a su avance, es requisito indispensable el hacer causa común y formar consejo unido».
Carpini no deja de explicar las armas de los mongoles, aconsejando a los soldados europeos que perfeccionen las suyas. "Los príncipes de la cristiandad deberán tener muchos soldados armados con fuertes arcos, ballestas y artillería, con la que los tártaros aterran. Además, deberán tener soldados armados con buenas masas de hierro o con hachas de largo mango. Las flechas de punta de acero deben templarse a la manera tártara, sumergiéndolas, mientras están calientes, en agua mezclada con sal, lo que les facilita la penetración en las armaduras. Nuestros hombres deberán tener buenos yelmos y armaduras impenetrables, para sí y sus caballos. Y aquellos que no estén armados deberán continuar el camino de los que lo están. Carpini había recibido una fuerte impresión de la devastadora ballestería de los mongoles, hijos de la guerra. «Hieren y matan con flechas, hombres y caballos, y, cuando los hombres y caballos son destrozados de esta forma, entonces cargan contra ellos».
Por este tiempo, el emperador Federico II, el mismo que sostuvo la famosa contienda contra el Pontífice, recabó la ayuda de otros príncipes y escribió al rey de Inglaterra: «Los tártaros son hombres de baja estatura, pero de fuertes miembros, nervios resistentes, valientes y osados, dispuestos siempre a arrojarse al peligro a una indicación de su jefe… Pero — y esto no lo podemos decir sin lamentarlo—, si antiguamente iban cubiertos de pieles y armaduras de hierro, ahora van equipados con armaduras finas y útiles, despojos de los cristianos; de modo que podemos ser heridos ignominiosa y dolorosamente por nuestras propias armas. Además van montados sobre mejores caballos y se sustentan de alimentos escogidos, y lucen vestidos menos rudos que los nuestros». Por el tiempo en que escribió esto, el emperador Federico fue requerido por el victorioso ejército mongol para ser súbdito del gran Kan. Los términos propuestos eran ingenuos, desde el punto de vista mongol, pues el emperador y su pueblo debían entregarse cautivos, y sólo de este modo podían salvar sus vidas.[30] El emperador había de ir él mismo a Karakorum y estar allí con un oficial de postas elegido para él. A esto contestó amablemente Federico que conocía las aves de presa lo bastante para desempeñar el cargo del halconero del Kan.
CUANDO Batu y Subotai regresaron de Europa, en 1242, un terror difuso de otra invasión mongola obligó a los soberanos de la cristiandad a actuar en varias formas. Inocencio IV convocó el Concilio de Lyon, para discutir, entre otros asuntos, alguna defensa de la cristiandad. El incauto San Luis declaró que si los tártaros aparecían de nuevo, la caballería francesa moriría en defensa de la Iglesia. Y así provocó las desastrosas cruzadas de Egipto, enviando, en diferentes veces, sacerdotes y mensajes a los mongoles, al sur del Caspio, mandados en aquel tiempo por Baichu Kan. Una de esas embajadas fue enviada al Kan, a Karakorum, con regocijante resultado. El cronista medieval Joinville nos dice que cuando los enviados se presentaron con sus insignificantes presentes, el Kan se volvió hacia los nobles, congregados a su alrededor, y les dijo: «Señores, aquí está la sumisión del rey de los francos, y aquí está el tributo que nos ha enviado».
Los mongoles requirieron frecuentemente a Luis a que hiciera sumisión a su Kan, le diera tributo y fuera protegido, como otros gobernantes, por el poder del Kan. Le advirtieron, también, que no hiciera la guerra a los Selyuks del Asia Menor, con los que estaban aliados. Luis, algunos años después, envió a la corte del Kan al vigoroso e inteligente Rubriquis; pero cuidó de instruir al monje para que no se presentase como un enviado, dejando que su viaje fuese interpretado como un acto de sumisión. Entre las cartas que Luis recibió de la horda, existe una mencionando el hecho de que muchos cristianos se encontraban entre los mongoles: «Nosotros venimos con autoridad y poder para anunciar que todos los cristianos están exentos de servidumbre e impuestos en las tierras mahometanas y son tratados con honor y reverencia. A ninguno se le molestaba en sus bienes, y aquéllas de sus iglesias que han sido destruidas se reconstruyen y se les permite hacer sonar sus chapas».[31] Es verdad que hubo varias esposas cristianas de los IL-Khanes mongoles de Persia y que armemos cristianos les sirvieron como ministros. Restos de cruzados, abandonados en Palestina, pelearon en ocasiones en las filas mongolas. Y el IL-Kan Arghun reconstruyó iglesias que habían sido destruidas en las guerras anteriores. Un iracundo mahometano escribe que, en el año 1259, el IL-Kan mongol Hulagu ordenó, en toda Siria, qué «todo religioso de una secta podrá proclamar abiertamente su fe, y esto ningún muslime lo condenará. Desde este día, no hubo un sólo cristiano del pueblo o de las clases elevadas, que no mostrase sus adornos más finos».
Cualquiera qué fuese su inclinación hacia los cristianos, en Palestina, los caudillos mongoles desearon sinceramente la ayuda de los ejércitos europeos contra los mahometanos; y, en 1274, enviaron al Pontífice una embajada de diez y seis hombres, y otra después a Eduardo I de Inglaterra, que contestó con buena provisión de casuística (ya que no tenia intención de ir a Jerusalén): «Observamos la resolución que habéis tomado de librar la Tierra Santa de los enemigos del cristianismo. Esto es grato para nosotros y os damos las gracias. Pero ahora no podemos enviaros noticias ciertas respecto de la época de nuestra llegada a Tierra Santa».
Entretanto, el pontífice mandó otros enviados a Baichu, cerca del Caspio. Estos ofendieron mucho a los mongoles, porque no sabían el nombre del Kan y disertaban sobre los pecados del derramamiento de sangre. Los mongoles decían que el pontífice debía ser muy ignorante, si no sabía el nombre del hombre que regía todo el mundo; y que para destrozar a sus enemigos, estaban bajo el mando del mismo hijo de los cielos. Baichu estuvo tentado de ejecutar a los desdichados sacerdotes; pero les perdonó y los despidió, porque, después de todo, sólo eran enviados. La contestación de Baichu, en una carta, a los emisarios de Inocencio IV, es digna de anotarse: «Por orden del Kan supremo, Baichu Noyon envío estas palabras: «Papa, ¿no sabes que tus enviados han, llegado a nosotros con tus cartas? Tus enviados han proferido palabras llenas de viento. No sabemos si lo hicieron por orden tuya. De modo que te enviarnos este mensaje: Si deseas reinar sobre la tierra y el agua, tu patrimonio, deberás venir tú mismo, Papa, a nosotros, y presentarte ante quien reina sobre la superficie de toda la tierra. Y si tú no vienes, no sabemos lo que acontecerá. Dios sólo lo sabe. Únicamente sería bueno que nos enviases mensajeros para decir si vendrás o no y si vendrás en amistad o no».[32] No necesitamos decir que Inocencio V no hizo el viaje a Karakorum. Ni los mongoles volvieron a la Europa central. Pero no porque la caballería de la Europa oriental los contuviese. En Nieustadt, de Austria, habían avanzado a casi seis mil millas de sus tierras natales. Subotai y el bravo Tulí habían muerto. Batu, el hijo de Juchi, estaba muy contento con Sari, su ciudad dorada sobre el Volga. La guerra civil ardía a lo largo de las extensiones del Asia. Cesó la marcha de las hordas hacia Occidente, a fines del siglo XIII, Los mongoles saquearon Hungría y se retiraron a las llanuras del Volga.
El relato publicado en un diario de Londres, que el profesor Pedro Kozloff había encontrado e identificado el lugar del enterramiento del mongol, despertó, recientemente, gran interés. Esta relación fue negada por el profesor Kozloff, según un cable de Leningrado, enviado a «New York Times» el 11 de noviembre de 1927. El profesor Kozloff, relatando los resultados de su última excursión por Kara Khoto, al sur del Gobi, durante los años 1925-26 y los restos de la antigua cultura escrita sibeliana encontrada allí, indica que el lugar de la tumba de Gengis Kan se desconoce aún.
Existen muchas tradiciones contradictorias respecto a este sepulcro desaparecido. Marco Polo lo menciona vagamente, suponiendo que está entre las tumbas de los últimos soberanos mongoles. Reshid-el-Din dice que Gengis Kan fue enterrado en una colina llamada Yakka Kuruk, cerca de Urga, lugar mencionado frecuentemente por Ssanang Setzen. Quatremere y otros la identificaron con la Khanula, cerca de Urga. Pero todo esto es dudoso. El Archimadrita Palladius, dice: «En los documentos del período mongol no existen indicaciones ciertas sobre el lugar del enterramiento de Gengis Kan». Una tradición más moderna, citada por E. T. C. Werner, coloca la tumba del conquistador en el país de los sordos, en Etjen Koro. Aquí celebran hacia el día veintidós del tercer mes una ceremonia los príncipes mongoles. Las reliquias del gran Kan —una montura, un arco y otros objetos— son llevados al lugar del enterramiento, que no es una tumba, sino un campamento cercado por montones de piedras. Se levantan dos tiendas de fieltro blanco, que contienen, al parecer, un cofre de piedra, cuyo contenido se desconoce. Mr. Werner cree que los mongoles aciertan al afirmar que los restos del conquistador descansan en este campamento, guardados por quinientas familias que conservan aún derechos especiales. Está situado más allá de la Gran Muralla, al sur de la curva del Hoang, próximo a los 40° de latitud Norte y a los 109° de longitud Este. En demostración de su aserto cita palabras del príncipe mongol de Kalachin, descendiente de Gengis Kan. Y ésta quizás sea una prueba más valiosa que los vagos y contradictorios informes de las crónicas.[33]
Pocos hombres han tenido un papel más difícil que representar en la vida que este catayano, que capturó la mirada de Gengis Kan. Fue uno de los primeros chinos que cabalgó con la horda. Los mongoles no se hicieron fácilmente prácticos en el estudio de la filosofía, la astronomía y la medicina. Un oficial que se distinguía por su pericia como constructor de arcos, dio vaya al alto y barbado catayano: «¿Qué asuntos tiene un hombre de libros entre una compañía de guerreros?» —preguntó. «Para hacer arcos finos —contestó Ye-Lui Chut-sai— se necesita un carpintero; pero cuando se trata de gobernar un imperio, se precisa un hombre de sabiduría». Llegó a ser un favorito del viejo conquistador; y durante las largas marchas hacia el oeste, en tanto que los otros mongoles reunían ricos despojos, el catayano coleccionaba libros, tablas astronómicas, hierbas medicinales. Ye-Lui Chut-sai anotó la geografía de la marcha, y cuando una epidemia diezmó la horda, saboreó su venganza de filósofo en los oficiales que se habían burlado de él. Les administró ruibarbo y los curó.
Gengis Kan le estimaba por su integridad y Ye-Lui Chut-sai no perdía oportunidad de condenar las matanzas, que marcaban el sendero de la horda. Existe una leyenda, según la cual, en los desfiladeros del alto Himalaya vio Gengis Kan en un sendero la maravillosa aparición de un animal, de figura semejante a la de un ciervo, pero de color verde y con un solo cuerno. Llamó a Ye-Lui Chut-sai para que le diese la explicación del fenómeno y el catayano contestó gravemente: «Este extraño animal se llama Kiutuan. Conoce todos los lenguajes de la tierra y ama a todos los hombres vivos y tiene horror de los asesinatos. Su aparición es indudablemente un aviso a ti ¡oh mi Kan! para que abandones esta conducta».
Bajo Ogotai, hijo de Gengis Kan, el catayano administró el imperio y se las ingenió para quitar la aplicación de los castigos de mano de los mongoles, nombrando magistrados para este cometido y recaudadores para cuidar de los tesoros. Su ingenio ágil y su valor sereno complacieron a los conquistadores profanos, que supo someter a su influencia. Ogotai era un gran bebedor y Ye-Lui Chut-sai tuvo motivo para desearle una vida todo lo larga que fuese posible. No teniendo efecto sobre el Kan las amonestaciones, el catayano le llevó un vaso de hierro, en el cual había habido vino, durante algún tiempo. El vino había corroído el fondo del vaso. "Si el vino —le dijo— ha corroído este hierro, juzga lo que habrá hecho en tus intestinos. Ogotai, impresionado con la demostración, se moderó en su afición, aun cuando ésta fue la causa real de su muerte. En una ocasión, irritado por un acto de su canciller, puso en prisión a Ye-Lui Chut-sai. Pero después cambió de parecer y ordenó que fuese libertado. El catayano no quería salir de su celda y Ogotai envió a preguntar por qué no aparecía en la corte. «Tú me nombraste ministro —dijo el sabio en su respuesta—. Tú me has colocado en prisión. Soy, pues, culpable. Tú me concedes la libertad. Soy, pues, inocente. Es fácil, para ti, hacer de mí un pasatiempo. Pero ¿cómo voy a dirigir los asuntos del imperio?». Fue restablecido en su cargo, para bien de muchos millones de seres humanos. Cuando Ogotai murió, la administración salió de las manos del viejo catayano y fue entregada a un mahometano, llamado Abd-el-Rahman. La pesadumbre que le causaron las opresoras medidas del nuevo ministro, apresuró la muerte de Chut-sai. Creyendo que había acumulado grandes riquezas durante su vida bajo los Kanes, algunos oficiales mongoles registraron su residencia. No encontraron más tesoro que un ordenado museo de instrumentos musicales, manuscritos, mapas, tablillas y piedras, sobre las cuales estaban grabadas inscripciones.
El hijo, que sucedió en el trono al conquistador, se encontró señor de medio mundo, casi a pesar suyo. Ogotai poseía el buen humor y la tolerancia de los mongoles, sin la crueldad de sus hermanos. Pudo sentarse en la tienda-palacio de Karakorum, sin hacer otra cosa que escuchar a los que desmontaban, para prosternarse ante el trono del Kan. Sus hermanos y oficiales sostenían las guerras, y Ye-Lui Chut-sai se cuidaba de recaudar los impuestos. Ogotai, ancho de cuerpo y plácido de espíritu, ofrece en todos sus actos el curioso cuadro de un bárbaro benévolo, que se apropió los despojos de Catay, las mujeres de una docena de imperios y la yeguada de incontables pastizales. Sus actos son marcadamente contrarios a la realeza. Cuando sus oficiales protestaban de su costumbre de dar audiencia a cualquiera que quisiera verle, replicaba que pronto marcharía de este mundo, y su única morada perenne sería el recuerdo de los hombres.
No gustó de los tesoros reunidos por los monarcas persas e indios. «Son necios —dijo y lo hacen mal. No se llevarán nada con ellos, cuando salgan de este mundo». Los astutos mercaderes mahometanos oyeron el rumor de su incauta generosidad, y no dejaron de acudir en tropel a su corte, con multitud de mercancías y una elevada nota de precios. Estas notas eran presentadas al Kan, por la noche, cuando se sentaba en público. Al principio, los nobles cortesanos protestaron de que los mercaderes abusaran absurdamente. Ogotai asintió. «Ellos vienen esperando sacar provecho de mí —dijo, y yo no quiero que regresen chasqueados».
Sus viajes a otros países extraños tuvieron el mérito de los de Harun al Rashid. Gustaba de conversar con los caminantes, que encontraba al azar, y en cierna ocasión, quedó impresionado por la pobreza de un anciano, que le entregó tres melones. No teniendo el Kan, en esta ocasión, ni plata ni ricas telas, ordenó a una de sus esposas que recompensase al mendigo con las perlas de sus zarcillos, que eran de gran tamaño y precio. «Sería mejor ¡Oh, mi señor! —protestó ella—, citarlo mañana en la corte y darle dinero, que será de mayor uso para él que estas perlas». «El verdadero pobre —replicó el práctico mongol— no puede esperar hasta mañana. Además, las perlas no tardarán mucho en volver a mi tesoro».
Ogotai tenía por la caza la afición de un mongol y gustaba de presenciar los combates y las carreras de caballos. Cantores y gimnastas venían a la corte, desde el lejano Catay y las ciudades de Persia. Cuando empezaron las disensiones que, con el tiempo, dividieron las dinastías mongolas, la contienda entre mahometanos y budistas, persas y chinos (lucha que molestó al hijo de Gengis Kan), su sencillez de pensamiento derrotó en ocasiones a los intrigantes. Cierto budista vino al mongol con el cuento de que Gengis Kan se le había aparecido en sueños y le había dado una orden: «Ve y ruega a mi hijo que extermine a todos los creyentes mahometanos que son una raza depravada». La severidad del difunto conquistador hacia los pueblos del Islam era bien conocida y una «yarligh» u orden del gran Kan, comunicada en sueño era asunto importante. Ogotai meditaba entre tanto: «¿Se dirigió a ti Gengis Kan por boca de un intérprete?» —preguntó al fin—. "No, ¡oh mi Kan! Me habló él mismo. «¿Y conoces tú la lengua mongol?» —insistió Ogotai—. Era un hecho evidente que el hombre del sueño no hablaba sino el turco. «Entonces has mentido —replicó el Kan—, pues Gengis Kan únicamente hablaba el mongol». Y ordenó que el enemigo de los mahometanos fuese condenado a muerte.
En otra ocasión unos saltimbanquis chinos entretenían a Ogotai con una representación de circo. Entre los titiriteros observó el Kan la figura de un anciano con turbante, largos bigotes blancos que era arrastrado a la cola de un caballo. Entonces pidió que el chino le explicase el significado de aquello: «Esta es la forma —respondieron los directores del circo— en que los guerreros mongoles arrastran a los cautivos muslimes». Ogotai ordenó que la representación fuese suspendida y que su servidumbre trajese de sus tesoros las telas más ricas, las alfombras y trabajos más preciosos de China y Persia. Demostró a los chinos que sus mercancías eran inferiores a las de Occidente, y añadió: «En mi dominio no existe un solo mahometano rico, que no tenga varios esclavos chinos, pero ningún poderoso[34] tiene esclavos mahometanos. También sabéis que Gengis Kan publicó la orden de que se daría un premio de cuarenta piezas de oro al matador de un mahometano, en tanto que él no consideró la vida de un chino digna del precio de un asno. ¿Cómo entonces, os atrevéis a burlaros de los mahometanos?». Y arrojó de la corte a los saltimbanquis y titiriteros.
Narración de la llegada de fray Rubruquis a Lashgar o viaje a La Corte de Mangu Kan, nieto de Gengis Kan[35]
Solo dos europeos nos han dejado una descripción de los mongoles, antes que la residencia de los Kanes fuese trasladada a Catay. Uno es el monje Carpini y el otro el corpulento fray Rubruquis, que caminó con valeroso ánimo por Tartaria, convencido de que podía ser atormentado hasta la muerte. En nombre de su real señor San Luis de Francia, llegó no como un enviado de su rey sino como un emisario de paz, con la esperanza de que los paganos conquistadores pudieran ser persuadidos de refrenar sus ataques contra Europa. Sólo llevaba por compañero a otro monje hermano, sumamente medroso. Constantinopla, quedó tras ellos, a la izquierda; y las estepas del Asia les envolvieron. Helado hasta la medula y medio hambriento, fue dando tumbos por espacio de tres mil millas. Los mongoles le habían equipado con pieles de oveja, calzado de cuero y angarinas de piel y, como era corpulento y pesado, escogían para él, cuidadosamente, un caballo para cada día, durante el largo viaje desde la frontera del Volga. Fue un misterio para los mongoles este hombre de largas vestiduras, descalzo, que llegaba de la lejana tierra de los francos, este hombre que ni era mercader ni embajador, que no llevaba armas ni presentes, ni tampoco podía aceptar una recompensa. Y es, en efecto, un cuadro curioso éste del corpulento y dogmático fraile, que había salido de la agobiada Europa, para ver al Kan, un pobre jinete, pero no un humilde miembro de las grandes comitivas que viajaban hacia el Este por el desierto (Yeroslao, duque de Rusia, los señores catayanos y turcos, los hijos del rey de Georgia, el enviado del califa de Bagdad y los grandes Sultanes de los sarracenos). Con mirada escrutadora Rubriquis ha observado la corte de los conquistadores nómadas, donde los «barones» bebían miel en copas incrustadas de gemas y cabalgaban sobre pieles de ovejas con sillas ornamentadas con trabajos de oro. De esta forma describe su llegada a la corte de Mangu Kan.
"En diciembre, día de San Esteban, llegamos a una gran llanura donde no se divisaba una loma. Al día siguiente llegamos a la corte del gran Kan. Nuestro guía tenía una casa asignada para el y se nos dio una pequeña cabaña para los tres, estancia insuficiente para nuestra impedimenta y lechos y un pequeño fuego. Llegaron varios hombres a nuestro guía con una bebida hecha de arroz, en botellas de largo cuello. Esta bebida no difería del mejor vino, excepto que olía de distinto modo. Fuimos llamados afuera e interrogados acerca de nuestros asuntos. Un secretario me dijo que nosotros solicitábamos la ayuda de un ejército tártaro contra los sarracenos; y esto me extrañó porque yo no conocía las cartas de Su Majestad[36] que no solicitaba un ejército sino solamente aconsejaba al Kan que fuera amigo de todos los cristianos.
"Los mongoles, entonces, preguntaron si haríamos las paces con ellos. A esto yo contesté que no habiendo agravios, el rey de los franceses no tenía motivo para la guerra. Si la sostenía sin causa, confiábamos en el auxilio de Dios. A esto parecieron todos maravillarse, exclamando: «¿No venís para hacer la paz?».
"Al día siguiente fui a la corte, descalzo, de lo cual se asombraron las gentes. Pero un muchacho húngaro que estaba entre ellos y conocía nuestra orden[37] les explicó la razón. Entonces un nestoriano, que era el primer secretario de la corte, nos hizo muchas preguntas y volvimos a nuestro alojamiento. En el camino, al final del palacio, hacia el Este, vi una pequeña casa con una cruz diminuta sobre ella. Me regocijé de esto, suponiendo que había algunos cristianos en ella. Entré resueltamente y encontré un altar bien abastecido, que tenía un paño de oro decorado con imágenes de Jesucristo, la Virgen, San Juan Bautista y dos ángeles, adornados sus cuerpos y vestidos con perlas pequeñas. Sobre el altar había una gran cruz de plata, resplandeciente de gemas y muchos bordados. Delante, ardía una lámpara con ocho luces. Junto al altar vi sentado a un monje armenio un tanto atizado y enjuto en un peludo capote y ceñido de hierro bajo sus ásperas vestiduras. Antes de saludar al monje nos prosternamos sobre el suelo cantando el «Ave Regina» y otros himnos, y el monje se unió a nuestras preces. Después, nos sentamos con el monje que tenía un modesto fuego en un caldero delante de él. Nos dijo que él (un ermitaño de Jerusalén), había llegado un mes antes que nosotros. Cuando hubimos conversado un rato, marchamos a nuestro alojamiento e hicimos un poco de caldo de pescado y mija, para nuestra casa. Nuestro guía mongol y sus compañeros estaban beodos. En la corte se tuvo poco cuidado de nosotros. Tan grande era al frío que a la mañana siguiente las puntas de los dedos de mis pies estaban heladas y no pude caminar mucho tiempo descalzo. Desde el tiempo en que las escarchas empiezan, hasta mayo y aun después, no cesó de helar todas las noches y todas las mañanas. Y en tanto que estuve allí el frío que se levantaba con el viento mataba multitud de animales. La gente de la corte[38] nos trajo capotes de piel de carnero y calzones y calzado que mí compañero y el intérprete aceptaron. Hacía el 5 de enero entramos en la corte. Se nos preguntó qué acatamiento haríamos al Kan, y yo dije que veníamos de un país lejano y con su venia cantaríamos alabanzas a Dios, que nos había conducido hasta allí con felicidad y después haríamos cuanto pudiera complacer al Kan. Entonces pasaron los emisarios a presencia de éste y le relataron cuanto nosotros habíamos dicho. Volvieron y nos condujeron a la entrada del zaguán, levantaron el fieltro, que pendía ante el umbral. Nosotros cantamos «A Salís ortus cardine». Registraron nuestros vestidos para averiguar si llevábamos armas ocultas e hicieron que nuestro intérprete entregase su cinto a uno de los guardas de la puerta. Cuando entramos nuestro intérprete quedó de pie junto a la mesa que estaba bien provista de leche de yegua. Nosotros fuimos colocados en bancos delante de las mujeres. Toda la casa estaba colmada en paños de oro, y en un hogar, situado en el centro, había fuego de espinos, ajenjo, raíces y estiércol de vaca. El Kan estaba sentado sobre un canapé con una espléndida piel como de foca. Era un hombre romo, de mediana estatura, de unos cincuenta y cinco años de edad. A su lado estaba sentada una de sus esposas, preciosa y frágil mujer. También una de sus hijas, vigorosa, joven, estaba sentada sobre otro canapé, cerca de él. Esta vivienda había pertenecido a la madre de esta hija, que era cristiana. La hija era ahora la dueña. Fuimos interrogados si beberíamos vino de arroz o leche de yegua o hidromiel, pues usan estas tres clases de bebidas durante el invierno. Contesté que no sentíamos placer de beber y nos contentaríamos con lo que el Kan se sirviese ordenar. Así, pues, se nos sirvió vino de arroz, del que yo gusté un poco sin respeto. Después de un largo intervalo durante el cual el Kan, que tenía un arco sobre sus rodillas, se solazó con halcones y otras aves, se nos ordenó hablar. El Kan tenía un intérprete nestoriano: el nuestro había bebido tanto licor en la mesa que estaba casi embriagado. Yo me dirigí el Kan en la forma siguiente:
«Nosotros damos las gracias y alabanzas a Dios que nos ha traído de tan remotas partes del mundo a la presencia de Mangu Kan, sobre el cual derramó tan grande poder. Los cristianos de Occidente, especialmente el rey de los franceses, nos envían a vos con sus cartas, suplicándonos nos permitáis estar en vuestro país, puesto que nuestra misión es enseñar a los hombres la ley de Dios. Por eso nosotros rogamos a Su Alteza nos permita permanecer allí. No poseemos ni oro, ni plata, ni piedras preciosas que ofrendar; pero nos ofrecemos nosotros mismos para prestar servicio». El Kan contestó en estos términos: «Como el sol extiende sus rayos por doquiera, así nuestro poder y el de Batu se extiende por todas partes. No precisamos, pues, de vuestro oro ni de vuestra plata». Yo supliqué a Su Alteza que no se disgustase conmigo por haber mencionado el oro y la plata, porque yo hablé tan sólo para mostrar claramente nuestro deseo de servirle. Hasta aquí yo había entendido a nuestro intérprete. Pero estando ya bebido, no podía pronunciar palabra inteligible. Parecióme que el Kan estaba también bebido. Sin embargo, conservé mi tranquilidad. Entonces nos hizo levantarnos y sentarnos de nuevo y, después de unas palabras de cumplimiento, abandonamos su presencia. Uno de los secretarios e intérpretes salió con nosotros y estuvo muy preguntón acerca del reino de Francia, especialmente si había abundancia de ovejas, ganado y caballos, como si ellos intentasen hacerlo todo suyo. Designaron a uno para que cuidase de nosotros. Íbamos adonde el monje armenio, cuando llegó el intérprete diciendo que Mangu Kan nos concedía dos meses para continuar allí hasta que el frío extremo pasase.
A esto yo contesté: «Dios conserve a Mangu Kan y le conceda larga vida. Hemos encontrado a este hombre, que nos parece un santo varón, y con gusto nos quedaremos y oraremos con él por el bienestar del Kan», (Durante los días de fiesta vinieron cristianos a la corte y rogaron por él, y bendijeron su copa, luego que los mahometanos hubieron hecho lo mismo. Después de ellos vinieron los sacerdotes paganos.[39] El monje Sergio pretendió que él, únicamente, creía en los cristianos; pero en esto Sergio mintió. El Kan no creía en nadie, pero todos seguían a su corte como las moscas a la miel. Da a todos y todos piensan que ellos son sus familiares y todos anhelan prosperidad para él).
Fuimos a nuestra vivienda, que encontramos muy fría, pues no teníamos combustible, y aun cuando era de noche estábamos en ayunas. Más el que había de cuidar de nosotros nos proveyó de alguna leña y algo de alimento. Nuestro guía de viaje, que estaba ahora para regresar a Batu, pidió una alfombra para nosotros. Nos la dio y partió en paz. El frío se hizo más riguroso y Mangu Kan nos envió tres capotes de piel, con el pelo hacia fuera, los cuales recibimos muy agradecidos. Comprendimos que no disponíamos de locales adecuados para orar por el Kan; nuestra cabaña era tan pequeña que escasamente podíamos abrir nuestros libros después de encendido el fuego, por la cantidad de humo. El Kan envió a decir al monje que se complacería con nuestra compañía. Nos recibió alegremente y, después de esto, estuvimos en una casa mejor.
Estando nosotros ausentes, el mismo Mangu Kan llegó y se instaló en un reclinatorio de oro en el cual se sentó con la reina, frontero al altar. Se nos mandó buscar y un alabardero nos registró, por si teníamos armas ocultas. Llevando una Biblia y un breviario en mi pecho, hice primero una reverencia ante el altar y después presté mi obediencia a Mangu Kan, que deseó que le llevasen nuestros libros y preguntó el significado de las miniaturas de que estaban adornados. Los nestorianos, porque nosotros no teníamos a nuestro intérprete, le contestaron como ellos particularmente pensaran. Deseando cantar un salmo, según nuestra costumbre, cantamos el Veni Sáncte Spíritus. Después salió el Kan. Pero la reina se quedó y distribuyó donativos.
Yo reverenciaba al monje Sergio como mi obispo. En algunos casos obró de una forma que me desagradaba mucho; pues se hizo un gorro con plumas de pavo real y una pequeña cruz de oro. Pero yo estaba muy contento por la cruz. El monje, a instigación mía, rogó que le dejasen llevar la cruz en lo alto de una lanza y Mangu le concedió permiso para llevarla del modo que le pareciese conveniente. Por eso fuimos alrededor de Sergio para honrar la cruz, cuando se proveyó de una bandera, sobre una caña tan larga como una lanza; y la llevamos por todas las tiendas de los tártaros cantando Vexilla regis proudent, con gran pesar de los mahometanos que estaban envidiosos de nuestro favor y de los sacerdotes nestorianos que envidiaban, a su vez, el beneficio que sacaban de su uso.
Cerca de Karakorum. Mangu tenia una gran corte, rodeada de tapias de ladrillo, como nuestros prioratos. Dentro de ella había un gran palacio, donde el Kan celebraba festines dos veces al año, en Pascua de Resurrección y en el verano, desplegando toda su magnificencia. Siendo indecente tener vasijas alrededor del vestíbulo del palacio como en una taberna, Guillermo Bouchier, el orfebre de París construyó un gran árbol de plata fuera de la media entrada del vestíbulo. En las raíces del árbol había cuatro leones de plata, de los cuales manaba leche pura de vaca. Sobre las cuatro grandes ramas del árbol, había serpientes de oro enroscadas, que despedían arroyos de vinos de varias clases. El palacio es semejante a una iglesia, con tres naves y dos filas de pilares. El Kan se coloca sobre un lugar alto, en la parte Norte, donde puede ser visto de todos. El espacio entre el Kan y el árbol de plata queda vacío, para el ir y venir de los coperos y mensajeros, que llevan presentes. Al lado derecho del Kan se sientan los hombres y al lado izquierdo las mujeres. Únicamente una mujer se sienta a su lado, aunque no tan alto como él.
Excepto por lo que se refiere al palacio, Karakorum no es tan hermosa como la ciudad de Saint Denis. Tiene dos calles principales: La de los mahometanos, donde se celebran los mercados, y la calle de los catayanos, llena de artesanos. También hay muchos palacios, en los cuales viven los secretarios del Kan. Hay, asimismo, mercados para el mijo y el grano, las ovejas y los caballos, los bueyes y los carros. Existen doce templos con ídolos, dos mezquitas mahometanas y una iglesia nestoriana.
Cerca del domingo de Pasión salió el Kan de Karakorum, con sus tiendas más pequeñas[40] solamente. El monje y nosotros le seguimos. Durante el viaje tuvimos que atravesar un país montañoso, donde tropezamos con vientos fuertes, mucho frío y nieve. Cerca de media noche, el Kan nos llamó, al monje y a nosotros, rogándonos suplicásemos a Dios que la tormenta cesase, pues los animales de su comitiva, en su mayor parte jóvenes, estaban para morir. El monje envió por incienso, deseando ponerlo sobre las brasas: pero el viento y la nieve, que habían durado dos días, cesaron. El domingo de Ramos estábamos cerca de Karakorum, y al alborear el día bendijimos las ramas de sauce, que no tenían brotes. Hacía las nueve de la mañana entramos en la ciudad, llevando la cruz en alto y atravesando la calle de los sarracenos. Marchamos a la Iglesia, de donde salieron los nestorianos en procesión a nuestro encuentro… Después de la misa y ya de noche, Guillermo Bouchier, el orfebre, nos dio una sorpresa en su alojamiento. Tenía una esposa, nacida en Hungría; y encontramos allí también a Basílico, hijo de un inglés. Después de comer nos retiramos a nuestra cabaña, la cual, como el oratorio del monje, estaba cerca de la Iglesia nestoriana, iglesia que, por su tamaño, era un hermoso edificio, con el techo cubierto de seda bordada en oro.
Para celebrar la fiesta de Resurrección permanecimos en la ciudad. Había una gran cantidad de húngaros, alanos, rutemos, rusos, georgianos y armenios que no habían recibido el sacramento desde que fueron hechos prisioneros. Los nestorianos me suplicaron celebrase la fiesta. No tenía vestiduras ni altar. Pero el orfebre me facilitó ropas y me hizo un oratorio sobre una carroza pintada decentemente con historias de las Escrituras. Hizo también una caja de plata y una imagen de la Virgen bendita.
Hasta ahora yo había esperado la llegada del rey de Armenia y de cierto sacerdote alemán que también debía venir. No sabiendo nada del rey y temiendo la crudeza del invierno, envié a preguntar el parecer del Kan, si debíamos permanecer o dejarle. Al día siguiente llegaron hasta mí algunos de los primeros secretarios del Kan, un copero mongol y otros jefes sarracenos. Estos hombres me suplicaron, en nombre del Kan, que le dijese el lugar de donde había llegado hasta él. A esto contesté que Batu me había ordenado llegar al Kan, a quien yo no tenía nada de decir en defensa de ningún hombre, a menos que repitiera las palabras de Dios, si él pudiera oírlas. Después me preguntaron qué palabras podrían decir, pensando que yo intentaría profetizar prósperos acontecimientos, como otros lo habían hecho. Pero yo les dije: «A Mangu yo le diré que Dios le ha concedido muchas cosas; pues el poder y las riquezas de que goza no le vienen de los ídolos budistas». Entonces me preguntaron si había estado yo en los cielos y qué sabía yo de los mandamientos de Dios. Y fueron a Mangu diciendo que yo les había dicho que él era un idólatra budista, que no observaba los mandamientos de Dios. Pasada la mañana, el Kan envió de nuevo diciendo que sabía que no teníamos mensaje para él, pero que veníamos para rogar por él, como otros sacerdotes lo hacían. No obstante, deseaba saber si alguno de nuestros embajadores había estado alguna vez en su país. Entonces, yo declaré todo lo que sabía respecto a David y Fray Andrés, todo lo cual se anotó y se presentó a Mangu.
En Pentecostés fui llamado a la presencia del Kan. Antes de ir, el hijo del orfebre, que entonces era mi intérprete, me informó de que los mongoles habían dispuesto enviarme a mi propio país y me lo advertía para que no dijera nada en contra. Cuando estuve delante del Kan me arrodillé. El Kan me preguntó si yo había dicho a sus secretarios que él era un budista. A esto yo contesté: «Señor mío yo no dije eso». «Yo creo bien que no lo has dicho así —contestó—, pues es una palabra que no debías decir». Después extendiendo hacia mí el báculo sobre el que se apoyaba, dijo: «No te asustes». A esto yo contesté sonriendo que si yo hubiera tenido miedo, no hubiera llegado hasta allí. «Nosotros los mongoles creemos que no hay sino un Dios —dijo después— y tenemos el corazón elevado hacia él». Entonces respondí: —'«Que Dios os conserve ese espíritu, pues sin su don, nada puede ser». —'«Dios ha dado a la mano dedos diferentes —añadió—, y ha dado diversos caminos al hombre. Os ha otorgado las escrituras que sin embargo no observáis. Seguramente no está en las escrituras el que uno de vosotros vitupere al otro». «No —le dije—, y ya signifiqué a su alteza, desde el principio, que no disputaría con nadie». «Yo no he hablado de ti —dijo. Del mismo modo que no está en vuestras escrituras que un hombre se aparte de la justicia por razón de beneficio». A esto contesté que yo no había venido por dinero, habiendo rehusado siempre lo que se me ofrecía. Y uno de los secretarios, que estaba presente, manifestó que yo había rehusado una barra de plata y una pieza de seda. «Yo no hablo de eso —dijo el Kan—. Dios os ha dado las escrituras y vosotros no las observáis. Pero El nos ha dado adivinos y nosotros hacemos lo que éstos nos ordenan y vivimos en paz». Bebió cuatro veces —pensé yo—, antes de decir esto. Entretanto, yo aguardaba atentamente a que el Kan expusiera más casos respecto a su fe. Habló de nuevo y dijo: «Has estado aquí durante largo tiempo y es mi deseo que regreses. Has dicho que te atreves a no llevar contigo a mi embajador. ¿Llevaréis, pues, a mi embajador o mis cartas?». A esto contesté que si el Kan pudiera hacerme comprender sus palabras y ponerlas por escrito, yo las llevaría gustoso a la más elevada de mis autoridades. Entonces me preguntó si queríamos tener oro o plata, y yo contesté que no estábamos acostumbrados a aceptar tales cosas, aunque no podíamos salir de su país sin su ayuda. Explicó que él proveería a nuestra necesidad, y nos preguntó a qué distancia queríamos que se nos llevase. Yo le dije que era suficiente que nos transportase a Armenia. «Yo haré que seáis llevados allá —contestó—; después de lo cual, mirad vosotros por vosotros mismos. Hay dos ojos en una sola cabeza aunque ambos miren un objeto. Vinisteis de Batu y podéis retornar a él». Entonces, después de una pausa, como si meditase, dijo: «Tenéis un largo camino que hacer. Reunid abundante provisión de alimento, para estar en condiciones de soportar el viaje».
Así les ordenó darme de beber y yo salí de su presencia para emprender el retorno.
Un capitulo poco conocido de la historia es el del contacto de los mongoles con los armenios y los cristianos de Palestina, después de la muerte de Gengis Kan. Hulagu, su nieto, hermano de Mangu, que era entonces Kan, dominó la Persia, la Mesopotamia y la Siria a mediados del siglo XIII. Lo que insertamos a continuación está tomado de la Cambridge Medieval History, volumen IV, página 175.
«Conforme a la experiencia de más de un siglo, los armenios no podían confiar en la alianza de sus vecinos latinos.[41] Haithon, rey de armenios, puso su confianza no en los cristianos, sino en los paganos mongoles, que durante medio siglo habían demostrado ser los mejores amigos que jamás tuvo Armenia. En los comienzos del reinado de Haithon, los mongoles… hicieron un buen servicio a los armenios, conquistando a los Selyuks. Haithon celebró una alianza ofensiva y defensiva con Baichu,[42] el general mongol y en 1244 llegó a ser tributario del Kan Ogotai. Diez años después, él en persona, rindió homenaje a Mangu Kan y cimentó la amistad entre las dos naciones por una larga estancia en la corte mongola. El resto de su reinado fue ocupado por la lucha contra los mamelucos, cuyo avance septentrional fue contrarrestado, afortunadamente, por los mongoles. Haiton y Hulagu unieron sus fuerzas en Edessa, para emprender la conquista de Jerusalén, dominada por los mamelucos».