IV

¿Cuánto tiempo permanecí así? No sabría decirlo. Una eternidad y un segundo duran lo mismo en la nada. Yo no estaba, pero, poco a poco, fui recuperando la conciencia. Seguía dormido, pero esta vez me puse a soñar. Una pesadilla surgió del fondo negro de mi horizonte. Se trataba de una fantasía extraña que antaño me había atormentado a menudo cuando abría los ojos en la oscuridad y, debido a mi propensión a tener horribles imaginaciones, saboreaba el placer atroz de inventarme catástrofes.

Me imaginaba que mi esposa me esperaba en algún sitio, en Guérande, creo, y que yo había tomado un tren para ir a su encuentro. Cuando el tren pasaba por un túnel, de repente se producía un espantoso ruido, como el estrépito de un trueno. Acababa de producirse un doble derrumbamiento. Nuestro tren no había sufrido ni un golpe, los vagones estaban intactos, pero a ambos lados del túnel, delante y detrás de nosotros, la bóveda se había venido abajo y nos hallábamos en el corazón de una montaña, emparedados por bloques de rocas. Entonces comenzaba una larga y horrible agonía. No había esperanza alguna de salvamento; haría falta un mes para desescombrar los accesos y además, era un trabajo que exigía unas precauciones infinitas así como máquinas muy potentes. Estábamos aprisionados en una especie de cueva sin salida. Nuestra muerte no era más que una cuestión de horas.

A menudo, mi imaginación había trabajado pues con esta horrible situación. Elaboraba infinitas variaciones del drama. Contaba con más de cien personajes, hombres, mujeres y niños, como actores del mismo, toda una muchedumbre que me aportaba incesantemente nuevos episodios. Había algunas provisiones en el tren, pero se agotaban rápidamente y, sin llegar al extremo de comernos entre nosotros, un hambre intolerable nos impulsaba a pelearnos ferozmente por un último mendrugo de pan. Había un viejecillo que era zarandeado a puñetazos y agonizaba; había también una madre que luchaba como una tigresa para defender los tres o cuatro bocados reservados a su hijo. En mi vagón, dos recién casados lanzaban estertores abrazados, sin esperar nada, inmóviles. Se podía bajar a la vía, por lo que la gente rondaba alrededor del tren como fieras recién escapadas de una jaula, en busca de presa. Todas las clases sociales se mezclaban, un hombre millonario y un alto funcionario lloraban en el hombro de un obrero y lo tuteaban. Al cabo de poco tiempo, las lámparas se habían agotado; más adelante, los faros de la locomotora también acabaron apagándose. Para pasar de un vagón a otro, había que ir palpando las ruedas para no golpearse contra algo; así se llegaba hasta la locomotora, que se podía reconocer por su biela fría y por sus enormes lomos dormidos, potencia inútil, muda e inmóvil en la sombra. No había nada más espantoso que ese tren completamente emparedado bajo tierra, como un muerto viviente, con sus viajeros que iban agonizando uno a uno.

Me regocijaba con mi pesadilla, me entretenía con los detalles más espeluznantes. De vez en cuando, un alarido atravesaba las tinieblas. De repente, un vecino, cuya presencia desconocía y que yo no podía ver, se desplomaba sobre mi hombro. Pero lo que más me hacía sufrir era el frío y la falta de aire. Nunca he sentido tanto frío, era como si una capa de nieve cayera sobre mis hombros, como si me lloviera sobre el cráneo una humedad plomiza. Me asfixiaba y sentía como si la bóveda de roca se derrumbara sobre mi pecho, como si toda la montaña se apoyara sobre mí y me aplastara. De repente, resonó un grito triunfal. Hacía tiempo que creíamos escuchar a lo lejos un ruido sordo y nos aferramos a la esperanza de que los trabajos de rescate ya se aproximaban. Sin embargo, la salvación no llegó por ahí. Uno de nosotros acababa de descubrir un pozo en la bóveda del túnel; corrimos todos y descubrimos que en su parte superior se podía ver una mancha azul, del tamaño de un sello de lacre. ¡Oh, qué inmensa alegría desató esa mancha! Era el cielo, nos estirábamos hacia ella para respirar y se podían distinguir claramente unas motitas negras que se agitaban ahí arriba; se trataba sin duda de obreros que estaban instalando un torno para llevar a cabo nuestro salvamento. Un clamor ensordecedor: «¡Salvados! ¡Salvados!» brotó de todas nuestras gargantas mientras unos brazos temblorosos se alzaban hacia la pequeña mancha de azul pálido.

La violencia de ese clamor fue lo que me despertó. ¿Dónde me hallaba? Aún en el túnel, sin duda. Estaba tendido cuan largo era y sentía, tanto a derecha como a izquierda, unas duras paredes que presionaban mis costillas. Quise levantarme, pero me golpeé duramente la cabeza. ¿Acaso la roca me rodeaba por todas partes? La mancha azul había desaparecido, el cielo ya no estaba ahí, ni siquiera a lo lejos. Seguía asfixiándome, los dientes me castañeaban y un escalofrío recorría todo mi cuerpo.

De repente, lo recordé todo. El horror erizó todos mis cabellos; sentí el espanto babeando sobre mí, de la cabeza a los pies, como si de hielo derretido se tratara. ¿Acaso ya había superado el síncope que durante horas me había mantenido rígido como un cadáver? Sí, podía moverme, pasear las manos a lo largo de las planchas del ataúd. Me faltaba algo por comprobar: abrí la boca y pronuncié unas palabras, llamé a Marguerite de forma instintiva. Pero había lanzado un alarido y mi voz, dentro de esa caja de pino, tenía un tono tan ronco y horrible que me asusté a mí mismo. ¡Dios mío!, ¿era pues real?, por fin podía moverme, gritar que seguía vivo, aunque nadie oiría mi voz; ¡estaba atrapado, aplastado bajo tierra!

Realicé un esfuerzo sobrehumano para calmarme y pensar. ¿Había alguna manera de salir de ahí? Por momentos, me volvía a asaltar la pesadilla, mi cerebro aún no estaba muy despejado y mezclaba la fantasía del pozo de aire y de la mancha de cielo con la realidad de la fosa en la que me ahogaba. Abrí los ojos desmesuradamente, mirando a las tinieblas. ¡Tal vez pudiera ver algún agujero, una rendija o una gota de luz! Pero tan sólo unos chispazos atravesaban la noche, unos puntos rojos que se expandían y desaparecían. Nada, un abismo negro, insondable. Por fin fui recuperando la lucidez, aparté esa estúpida pesadilla. Iba a necesitar toda mi cabeza bien despejada si pretendía salir vivo de ésta.

En un principio, consideré que el peligro más inmediato era la creciente asfixia. Sin duda, había podido permanecer tanto tiempo con poco aire gracias al síncope que mantenía suspendidas mis funciones vitales; pero ahora que mi corazón volvía a latir y mis pulmones a respirar, iba a morir de asfixia si no me liberaba en breve. Sentía igualmente un tremendo frío y temía que pudiera ampararse de mí ese aturdimiento letal que acaba con los hombres atrapados en la nieve.

Mientras me repetía que me tenía que calmar, sentía conatos de locura asaltando mi cabeza. Apelé a la tranquilidad, concentrando mi mente en recordar todo lo que sabía sobre entierros. Me hallaba sin duda en una concesión de suelo por cinco años, lo que hacía las cosas más difíciles: en Nantes me había fijado que las fosas comunes, en su continuo vaivén de entierros, solían dejar al aire los pies de los últimos ataúdes. Me hubiera bastado, en tal caso, con romper una tabla para escapar. Pero si me hallaba en un agujero totalmente relleno, tenía sobre mí una espesa capa de tierra que se convertía en un obstáculo terrible. Había oído decir que en París se enterraba a seis pies de profundidad. ¿Cómo atravesar una masa tan enorme? Y en cuanto lograra romper la tapa, ¿no entraría la tierra como arena fina, llenándome los ojos y la boca? Sería la muerte, y una muerte especialmente abominable, ahogado en arena.

Me puse a palpar concienzudamente a mi alrededor. El ataúd era grande, podía mover los brazos con facilidad. No hallé ninguna fisura en la tapa. A derecha e izquierda, las planchas, aunque burdas, eran resistentes y sólidas. Deslicé un brazo plegado por mi pecho para palpar por la cabecera y descubrí, en la plancha del extremo, un nudo que parecía ceder levemente a la presión. Trabajé dificultosamente hasta que logré romper el nudo; hundiendo el dedo hacia fuera, palpé una tierra grasa, arcillosa y húmeda. Esto no me avanzaba gran cosa. Incluso me arrepentí de haber quitado el nudo, no fuera ser que entrara tierra por ahí. Me dediqué entonces a probar otra cosa: me puse a dar golpes por todo el ataúd para buscar alguna bolsa de aire que hubiera podido quedar por azar, a derecha o a izquierda. Pero por todas partes la madera me devolvía el mismo sonido. Pasé a probar con los pies, dando pataditas, y me pareció escuchar un sonido más claro en el extremo de la caja. Aunque tal vez no fuera más que un efecto sonoro de la madera.

Comencé empujando levemente, con los brazos hacia delante, cerrados en puños. Pero la madera resistía. Pasé a usar las rodillas, haciendo palanca con los pies y los riñones. No se produjo ni un chasquido. Acabé empujando con todas mis fuerzas, empleando todo el cuerpo, con tanta violencia que mis maltratados huesos gritaban de dolor. Fue entonces cuando me volví loco.

Hasta ese momento había resistido a los vértigos, a los brotes de furia que me asaltaban por momentos, como vapores ebrios. Y sobre todo, había evitado gritar, pues comprendía que si caía en eso, estaba perdido. Pero entonces, de repente, estallé en gritos, en alaridos. Era superior a mí, los gritos salían solos de mi garganta, como si mi cuerpo se desinflara. Pedía socorro con una voz que me era desconocida, que me enloquecía un poco más a cada nuevo aullido, que decía que no quería morir. Y me puse a arañar la madera con las uñas, retorciéndome con convulsiones de fiera enjaulada. ¿Cuánto tiempo duró esta crisis?, lo ignoro, pero aún puedo sentir la implacable solidez del ataúd en el que me debatía, aún puedo escuchar la barahúnda de gritos y de sollozos que resonaban entre las cuatro planchas. Persistía en mí una endeble lucecita de razón que intentaba retenerme, pero en vano.

Siguió un tremendo abatimiento. Me puse a esperar a la muerte, sumido en una dolorosa somnolencia. El ataúd era sólido como la piedra, jamás iba a lograr quebrarlo y la certeza de mi impotencia me dejaba inane, incapaz de realizar más esfuerzos. Además, un nuevo sufrimiento se había sumado al frío y a la asfixia: el hambre. Estaba a punto de desfallecer. En breve, ese nuevo suplicio se hizo intolerable. Intenté, con el dedo, coger un poco de tierra a través del agujero del nudo y me la comí, lo que incrementó aún más mis tormentos. Comencé a morderme un brazo pero sin osar llegar a la sangre; mi propia carne me atraía, me lamía la piel con ganas de clavar los dientes.

¡Ay, cómo deseé la muerte en esos momentos! Me había pasado la vida temiéndola y ahora la quería, la reclamaba; toda oscuridad era poca para mí. ¡Qué infantil me resultaba ahora ese temor al sueño sin sueños, al silencio y a las tinieblas eternas! La muerte era buena pues suprimía el ser de golpe y para siempre. ¡Ay, cómo deseaba poder descansar como las piedras, fundirme en la tierra, dejar de ser!

Mientras, inconscientemente, mis manos seguían palpando y paseándose por la madera. De repente, algo pinchó mi pulgar izquierdo y el leve dolor disipó mi aturdimiento. ¿Qué había sido eso? Volví a palpar y hallé un clavo que se había hundido atravesado, sin llegar a clavarse en el borde del ataúd. Era muy largo y puntiagudo. Su cabeza se hallaba al otro lado de la tapa pero sentí que se movía.

A partir de ese momento, me concentré en una sola idea: hacerme con ese clavo. Pasando mi mano derecha sobre el vientre, comencé a moverlo. Apenas cedía, resultaba muy trabajoso. Cambiaba a menudo de mano, pues la izquierda, mal situada, se cansaba enseguida. Mientras luchaba denodadamente con el clavo, desarrollé todo un plan de acción en la cabeza. Ese clavo era mi salvación, tenía que serlo. ¿Pero estaba aún a tiempo? El hambre me torturaba cruelmente y tuve que detenerme un momento, presa de un vértigo que me aflojaba las manos, con el espíritu vacilante. Antes, había chupado la sangre que salía de mi herida en el pulgar, así que finalmente me decidí a hundir los dientes en un brazo, a beberme mi propia sangre; el dolor me azuzó y ese licor tibio y agrio que empapaba mi boca me reanimó. Retomé la lucha contra el clavo a dos manos y logré arrancarlo.

A partir de entonces, recuperé la esperanza. Mi plan era bien sencillo. Hundí la punta del clavo en la tapa y tracé una línea recta lo más larga posible, repasándola con el clavo a fin de abrir una fisura. Mis manos se estaban entumeciendo pero yo me obstinaba furiosamente. Cuando ya creía haber profundizado suficientemente en la madera, se me ocurrió girarme boca abajo y presionar la tapa con los riñones, alzándome con las rodillas y los codos. Pero aunque la tabla crujió, aún no se quebró. La hendidura no era suficientemente profunda. Tuve que volver a ponerme de espaldas y retomar la labor, lo que me resultó muy penoso. Finalmente, decidí realizar un nuevo intento y esta vez la tapa se rompió de cabo a rabo.

Ciertamente, aún no estaba salvado pero la esperanza me inundó el corazón. Dejé de empujar, por temor a provocar un hundimiento que me hubiera enterrado definitivamente. Mi plan consistía en servirme de la tapa como parapeto mientras intentaba cavar una especie de pozo en la tierra. Desgraciadamente, la labor presentaba serias dificultades: se desprendían espesos terrones de tierra obstaculizando las planchas y dificultando mis maniobras; jamás alcanzaría así la superficie, había ya hundimientos parciales que me plegaban el espinazo y me hundían la cara en la tierra. El pánico estaba volviendo a apoderarse de mí cuando, según me estiré para buscar un punto de apoyo, me pareció sentir que la plancha que había a mis pies cedía bajo la presión. Así que me puse a golpearla violentamente con los talones, pensando que tal vez hubiera ahí una nueva fosa que estuvieran preparando.

De repente, mis pies golpearon al vacío. Había acertado: había una fosa recién excavada. Me bastó con remover una fina capa de tierra para salir a la misma. ¡Dios mío! ¡Me había salvado!

Me quedé un momento tumbado de espaldas, mirando hacia el cielo, en el fondo del agujero. Era de noche, miles de estrellas brillaban en un azul aterciopelado. De vez en cuando soplaba una brisa que me bañaba en una tibieza primaveral, en un aroma a árboles. ¡Dios mío! Me había salvado, respiraba, tenía calor y lloraba, balbuceaba, con las manos devotamente tendidas hacia el espacio. ¡Oh, qué alegría estar vivo!