III

Me resulta imposible describir lo horrible que resultó mi agonía durante la mañana del día siguiente. Sigue siendo para mí una pesadilla pavorosa, llena de momentos tan singulares, tan turbadores, que me resulta difícil relatarlos con exactitud. Lo más horripilante era que seguía alimentando la esperanza de reanimarme de repente por lo que, a medida que se acercaba la hora del entierro, un puro espanto me asfixiaba cada vez más.

Hasta la mañana no volví a tener conciencia de las personas y objetos que me rodeaban. El chirrido de la ventana me sacó de mi somnolencia. Madame Gabin acababa de abrirla de par en par. Debían de ser alrededor de las siete, pues se podían oír los gritos de los comerciantes en la calle, la voz aguda de una niña vendiendo alpiste, otra voz ronca anunciando zanahorias. Todo este alboroto del despertar parisino tuvo en un principio un efecto calmante: me parecía imposible que me fueran a enterrar en medio de tanta vida. Un súbito recuerdo me tranquilizó aún más. Me vino a la memoria un caso parecido al mío, cuando trabajaba en el hospital de Guérande. Un hombre durmió durante veintiocho horas con un sueño tan profundo que los médicos no se atrevían a aventurar un diagnóstico; al final, el hombre se incorporó de repente y pudo levantarse inmediatamente. Yo llevaba ya veinticinco horas durmiendo. Si me despertaba hacia las diez, aún estaría a tiempo.

Intentaba cobrar conciencia de quiénes se hallaban en la habitación y qué hacían. La pequeña Dédé debía de estar jugando en el rellano, pues al abrirse la puerta se oyó una risa infantil procedente de fuera. Simoneau no parecía estar ahí; ningún ruido delataba su presencia. Tan sólo se oían los zapatos de Madame Gabin arrastrándose por el suelo.

Por fin, alguien habló: «Querida —dijo la vecina—, debería usted tomarlo ahora, que aún está caliente; la reanimará». Hablaba a Marguerite y el leve goteo del filtro en la chimenea me indicó que estaba preparando café. «No es por nada —prosiguió—, pero yo lo necesito… A mi edad, trasnochar sienta muy mal. Y es tan triste, la noche, cuando hay una desgracia en casa… Pero tome usted café, querida, sólo una lagrimita.» Y obligó a Marguerite a tomar una taza.

—Mejor, ¿no? Está calentito y reconforta. Necesita usted fuerzas para aguantar hasta el final de la jornada… Y ahora, sea usted buena, vaya a mi habitación y espere ahí.

—No, quiero quedarme —respondió Marguerite con tono resuelto.

Su voz, que no había vuelto a oír desde la noche anterior, me conmovió profundamente. Era diferente, estaba rota por el dolor. ¡Ay!, ¡amada esposa! La sentía cerca de mí, como mi último consuelo. Sabía que no separaba la mirada de mí, que me lloraba con todas las lágrimas de su corazón.

Pero los minutos seguían corriendo. Se produjo, en el rellano, un ruido que no identifiqué en un principio. Parecía como si estuvieran haciendo una mudanza y un mueble se chocara contra las paredes demasiado estrechas de la escalera. Pero cuando escuché de nuevo las lágrimas de Marguerite, comprendí. Era el ataúd.

«Venís demasiado pronto —dijo Madame Gabin con tono malhumorado—. Ponedlo detrás de la cama.» ¿Pero qué hora era? Tal vez las nueve. Así que el ataúd ya estaba ahí. Podía verlo a través de la noche espesa, todo nuevo, con sus planchas apenas cepilladas. ¡Dios mío! ¿Acaso era el final? ¿Me iban a llevar en esa caja que sentía a mis pies?

Pero aún me aguardaba un supremo consuelo. Marguerite, a pesar de su flojera, quiso encargarse ella misma de vestirme. Lo hizo, ayudada por la vecina, con una ternura de hermana y de esposa. Sentía que volvía a sus brazos cada vez que me ponía una prenda. Se detenía, sucumbía a la emoción, me estrechaba, me bañaba con sus lágrimas. Me hubiera gustado devolverla el abrazo gritando «¡Estoy vivo!» pero seguía impotente, rendido como una masa inerte.

—¿Pero no se da cuenta que todo lo que le ponga es como tirarlo? —repetía Madame Gabin.

—Déjeme, quiero que lleve puesto lo mejor que tenemos —respondía Marguerite con la voz entrecortada.

Comprendí que me estaba vistiendo como en nuestro día de bodas. Había traído mi traje a París, donde no esperaba ponérmelo más que en las grandes ocasiones.

Se desplomó en el sofá, agotada por el esfuerzo que acababa de realizar.

De repente, Simoneau habló. Acababa de llegar.

—Ya están abajo —murmuró.

—Vale, ya era hora —respondió Madame Gabin, bajando también el tono de voz—. Dígales que suban, hay que acabar con esto.

—Es que temo que la pobre muchacha sufra un ataque de desesperación…

La vecina meditó un momento y dijo:

—Escuche, Monsieur Simoneau, va usted a obligarla a ir a mi habitación… No quiero que esté aquí. Es un favor que la hacemos… Según se la lleve, despacharemos el asunto en un abrir y cerrar de ojos.

Estas palabras me conmocionaron. ¡Y qué impotencia cuando presencié la horrible lucha que se iba a entablar! Simoneau se acercó a Marguerite suplicándole que no se quedara en la habitación.

—Se lo imploro, venga usted conmigo, ahórrese un dolor inútil.

—No, no —repetía mi mujer—, me quedo, quiero quedarme hasta el final. Piense que sólo lo tengo a él en este mundo y que, cuando ya no esté aquí, me quedaré sola.

Sin embargo, cerca del catre Madame Gabin bisbisaba al oído del muchacho: «Llévesela pues, agárrela, llévesela en brazos, si es necesario». ¿Acaso iba a atreverse Simoneau a forzar así a Marguerite, a llevársela contra su voluntad? En seguida sonó un grito. Quise alzarme con un impulso furioso, pero los resortes de mis músculos estaban quebrados. Y me quedé rígido, sin poder ni siquiera levantar los párpados para ver lo que estaba pasando ahí, delante de mí. La lucha se prolongaba, mi mujer se agarraba a los muebles repitiendo: «¡Ay, por favor, por favor, monsieur!… ¡Suélteme, no quiero!».

Pero él debía de haberla tomado en sus vigorosos brazos, pues Marguerite ya tan sólo lanzaba algunos lamentos infantiles. Se la llevó y los sollozos se fueron perdiendo; pero yo me los seguía imaginando, él grande y fornido, llevándosela contra su pecho, colgada de su cuello; ella, desolada, rota, abandonándose, dejándose ya llevar donde él quisiera.

«¡Diablos! ¡Ha costado lo suyo! —murmuró Madame Gabin—. ¡Ahora, vamos! ¡Aprovechemos que tenemos vía libre!»

Yo estaba enloquecido por los celos, había vivido la escena como un rapto abominable. Es cierto que no podía ver a Marguerite desde el día anterior, pero hasta entonces por lo menos había podido escucharla. Ahora, todo había terminado, acababan de robármela; un hombre se la había llevado antes incluso de estar yo enterrado. Y estaba con ella, al otro lado del tabique, consolándola, ¡tal vez incluso abrazándola!

La puerta se volvió a abrir y resonaron unos pasos pesados en la habitación. «¡Deprisa, deprisa! —repetía Madame Gabin—. ¡La muchacha puede volver en cualquier momento!» Hablaba con unos desconocidos que tan sólo contestaban con gruñidos. «No soy de su familia, tan sólo soy una vecina. No gano nada con esto. Me ocupo de sus asuntos por pura bondad. Y no es que sea algo muy alegre, que digamos… Sí, sí, he pasado la noche aquí. Y no hacía precisamente calorcito, a las cuatro de la mañana. En fin, qué le voy a hacer… de buena, tonta.»

En ese momento, colocaron el ataúd en medio de la habitación y lo tuve claro: estaba condenado, puesto que no me reanimaba. Mis pensamientos perdían claridad, todo daba vueltas a mi alrededor, me envolvía un humo negro; estaba tan agotado que me pareció un alivio poder por fin dejar de aferrarme a cualquier esperanza.

—No han escatimado en madera —dijo la voz ronca de un enterrador—. La caja es demasiado larga…

—¡Mejor! Así estará más cómodo dentro —replicó otro, con tono de chanza.

Se alegraron de que yo no pesara demasiado, pues tenían que bajar tres pisos. Me estaban cogiendo por los hombros y por los pies, cuando Madame Gabin se enfadó de repente. «¡Maldita mocosa! —gritó—. Tiene que andar husmeando por todas partes… Espera, que te voy a enseñar yo a mirar por las rendijas.» Era Dédé, que había entreabierto la puerta y asomado su cabeza despeinada. Quería ver cómo metían al señor en la caja. Resonaron dos potentes tortazos seguidos de un estallido de sollozos. Cuando la vecina regresó, se puso a charlar sobre su hija con los hombres que me introducían en el ataúd.

—Tiene diez años. No es mala, pero sí una curiosa… No la pego a diario, sólo cuando tiene que obedecerme.

—¡Oh, bueno! —dijo uno de los enterradores—. Todas las niñas son iguales… En cuanto hay un muerto en algún sitio, siempre están rondando.

Me habían tendido cómodamente, tanto que me parecía seguir en la cama, sin una sola molestia, aunque con el brazo izquierdo algo presionado contra una plancha. Según ellos, cabía muy bien gracias a mi pequeño tamaño. «¡Esperen! —exclamó Madame Gabin—, he prometido a su esposa que le pondría una almohadilla bajo la cabeza.» Pero los hombres tenían prisa, así que remetieron la almohadilla con cierta rudeza. Uno de ellos buscaba el martillo por todas partes, entre juramentos. Se lo habían dejado olvidado abajo y tuvieron que ir a por él. Posaron la tapa y sentí un estremecimiento en todo el cuerpo cuando hundieron el primer clavo de dos martillazos. Ya era un hecho, me podía despedir de la vida. Los clavos fueron entrando uno a uno, al cadencioso son del martillo. Parecían empaquetadores sellando una caja de frutos secos, con una pericia despreocupada. A partir de entonces, los sonidos tan sólo me llegaban ensordecidos y prolongados, retumbando de una forma peculiar, como si el ataúd de pino se hubiera convertido en una gran caja de resonancia. La última frase que llegó hasta mis oídos en el hotel de la calle Dauphine fue una frase de Madame Gabin: «Bajad poco a poco y no os fiéis de la rampa del segundo piso, que está un poco suelta».

Me llevaban. Tenía la sensación de flotar en un mar picado. A partir de entonces, mis recuerdos se difuminan. Aunque sí recuerdo que, a pesar de todo, mi única preocupación en ese momento, bastante absurda pero inconsciente, consistía en fijarme en la ruta que seguíamos hacia el cementerio. No conocía realmente ni una sola calle de París e ignoraba la ubicación exacta de los grandes cementerios, cuyos nombres había escuchado alguna vez, pero eso no me impedía concentrar los últimos esfuerzos de mi inteligencia en intentar adivinar si girábamos a la derecha o a la izquierda. El coche fúnebre traqueteaba con rudeza sobre los adoquines. A mi alrededor, el rodar de los coches y el pisoteo de los paseantes generaban un clamor confuso amplificado por la sonoridad del ataúd. Al principio, pude seguir el itinerario con bastante claridad. Se produjo entonces una parada, me sacaron a pasear y comprendí que estaba en la iglesia. Pero cuando el coche se volvió a estremecer al ponerse en marcha, perdí toda noción de los lugares que atravesamos. Unas campanadas me advirtieron que pasábamos junto a una iglesia; un ritmo más suave y continuo me hizo pensar que seguíamos una alameda. Era como un condenado de camino al cadalso, aturdido, esperando el golpe de gracia que no llegaba.

El coche fúnebre se detuvo y me sacaron de él. El asunto se despachó con presteza. Ya no escuchaba ruidos, me sentía como en un lugar desierto, bajo los árboles y con el vasto cielo sobre mi cabeza. Pero algunas personas habían venido en cortejo, los inquilinos del edificio, Simoneau y otros, pues llegaron hasta mí algunos susurros. Hubo un salmo, un cura farfulló algo en latín. Comenzaron a sonar pasos durante un par de minutos, hasta que, de repente, sentí que me hundía, mientras los ángulos del ataúd rascaban las cuerdas como si fueran arcos, produciendo un sonido de contrabajo desafinado. Era el final. Un impacto terrible, como el estampido de un cañonazo, estalló a la izquierda de mi cabeza; un segundo impacto resonó a mis pies; otro, más violento aún, chocó a la altura de mi vientre, con tanto estrépito que creí que había partido el ataúd en dos. Entonces, me desmayé.