A los gritos de Marguerite siguió un portazo y una voz que exclamaba: «¿Qué pasa, vecina?… ¿Otra crisis?».
Reconocí la voz. Era de una señora ya madura, Madame Gabin, que vivía en la puerta de al lado. Desde nuestra llegada se había mostrado muy amable, conmovida por nuestra precaria situación. En seguida nos contó su historia. Un propietario despiadado había vendido hasta sus muebles el invierno pasado, por lo que desde entonces se alojaba en este hotel con su hija Adéle, una chiquilla de diez años. Ambas se dedicaban a recortar pantallas de papel, pero apenas si ganaban cuarenta céntimos con este trabajo.
«¡Dios mío! ¿Acaso todo ha terminado?», preguntó, bajando el tono de voz. Comprendí que se estaba acercando. Me miró, me tocó y prosiguió, emocionada: «¡Pobre pequeña! ¡Pobre pequeña!».
Marguerite, agotada, sollozaba como una niña. Madame Gabin la levantó, la sentó en el sofá cojo que se hallaba cerca de la chimenea e intentó consolarla.
«Venga, que le va a dar algo… Que su marido se haya ido no significa que deba usted hundirse en la desesperación. Claro que cuando yo perdí a Gabin estaba como usted; pasé tres días sin probar bocado. Pero eso no apañó nada, al contrario, me hundió más… Venga, por el amor de Dios, sea usted razonable.»
Poco a poco, Catherine se fue calmando. Estaba exhausta, aunque de vez en cuando un nuevo ataque de lloros sacudía todo su cuerpo. Mientras tanto, la vecina tomó las riendas con una autoridad que rozaba la rudeza.
«No se preocupe usted por nada —repetía—. Precisamente, Dédé acaba de ir a cobrar la producción; entre vecinos, hay que ayudarse… ¡Vaya!, aún no han deshecho ustedes las maletas; pero hay trapos en la cómoda, ¿no?» Oí cómo la abría, sin duda para coger una servilleta que extendió en la mesilla. Después, rascó una cerilla por lo que supuse que estaba encendiendo una de las velas de la chimenea para colocarla a mi lado, a modo de cirio. Podía seguir cada uno de sus movimientos en la habitación, hasta la menor de sus acciones. «¡Pobre monsieur! —murmuró—. Es una suerte que haya escuchado sus gritos, querida.» De repente, la difusa luz que aún percibía por mi ojo izquierdo desapareció. Madame Gabin sin duda acababa de cerrarme los párpados, aunque no había sentido sus dedos sobre los mismos. Cuando comprendí lo ocurrido, un ligero escalofrío se amparó de mí.
La puerta se volvió a abrir. Dédé, la niña de diez años, entró gritando con su tono chillón.
—¡Mamá, mamá! ¡Ah, ya sabía yo que te iba a encontrar aquí!… Toma, el dinero, tres francos y cuatro céntimos… He traído también para veinte docenas de pantallas…
—¡Chitón! ¡Silencio! —repetía, en vano, su madre.
Como la niña seguía parloteando, le mostró el catre. Dédé enmudeció de golpe; pude sentir su inquietud, mientras retrocedía hacia la puerta.
—¿Monsieur está durmiendo? —preguntó en tono muy bajo.
—Eso es, vete a jugar —respondió Madame Gabin.
Pero la niña no se iba. Debía de estar observándome con ojos como platos, asustada, comprendiendo vagamente lo que ocurría. De repente, pareció presa de un ataque de pánico y huyó corriendo, tropezándose con una silla. «¡Está muerto!, ¡oh, mamá!, ¡está muerto!»
Volvió a reinar un profundo silencio. Marguerite, derrumbada en el sofá, ya no lloraba. Madame Gabin seguía rondando por la habitación, hablando entre dientes. «Los niños de hoy en día lo saben todo. Mire ésta. ¡Dios sabe que la educo correctamente! Cuando la envío a hacer algún recado o a llevar la producción, controlo el tiempo para que no ande trasteando por ahí… Da igual, lo sabe todo, le ha bastado un vistazo para comprender qué pasaba. Sin embargo, sólo una vez ha visto a un muerto, a su tío François, y en esa época sólo tenía cuatro años… En fin, ¡ya no hay infancia, qué quiere usted que le diga!» Se interrumpió a sí misma y cambió de repente de tema. «¡Pero, niña, hay que pensar en todo el papeleo! La declaración en el ayuntamiento, todos los detalles del entierro… No está usted en condiciones de ocuparse de todo eso, déjemelo a mí. Pero tampoco quiero dejarla sola… ¡Oiga! Si me lo permite usted, voy a ver si Monsieur Simoneau está en su cuarto.»
Marguerite no respondía. Yo asistía a todas estas escenas como si me hallara muy lejos. Me parecía a veces estar volando, como un rayo sutil, por toda la habitación mientras un extraño, una masa informe, reposaba inerte en el catre. Hubiera preferido que Marguerite hubiera rechazado la ayuda de ese Simoneau. Había aparecido tres o cuatro veces durante mi enfermedad. Estaba alojado en una habitación cercana y se mostraba muy servicial. Madame Gabin nos había contado que sólo estaba de paso por París, que había venido a cobrar viejas deudas de su padre, retirado en provincias y recientemente fallecido. Era un buen mozo, bien hermoso y fuerte. Yo lo detestaba, tal vez porque era muy amable. Nos había visitado la noche anterior y sufrí mucho cuando lo vi sentado junto a Marguerite. ¡Ella parecía tan linda y tan blanca a su lado! ¡Y él la miraba tanto, mientras ella le sonreía, diciendo que era muy amable por interesarse tanto por nosotros!
«Aquí está Monsieur Simoneau», anunció Madame Gabin, ya de vuelta. Él entró suavemente y en cuanto Marguerite lo vio, estalló de nuevo en lloros. La presencia de este amigo, del único hombre que conocía aquí, despertó en ella de nuevo el dolor. Él no intentó consolarla. Aunque no podía verlo, en medio de las tinieblas que me envolvían, podía evocar su figura con claridad, turbada y triste al hallar a la pobre muchacha sumida en tal desesperación. Con todo, ¡qué hermosa debía de estar, con sus cabellos rubios sueltos, la cara pálida y sus adorables manitas de niña ardientes de fiebre!
«Me pongo a su disposición, madame —murmuró Simoneau—. Si le parece bien que me encargue de todo…» Ella respondió sólo con frases entrecortadas.
Madame Gabin acompañó al muchacho a la puerta y pude oír que le hablaba de dinero, cuando ambos pasaron a mi lado. Era todo muy costoso y ella temía que la pobre niña no tuviera ni un céntimo. En cualquier caso, podían preguntárselo. Simoneau no quiso ni oír hablar del tema, no estaba dispuesto a que se atormentara más a Marguerite. Iba a pasar por el ayuntamiento y a encargar el funeral.
Cuando reinó de nuevo el silencio, me pregunté cuánto tiempo iba a durar esta pesadilla. Yo estaba vivo, puesto que percibía hasta el mínimo acontecimiento exterior. Cada vez veía más claro lo que me estaba pasando: debía de tratarse de un caso de esos de catalepsia de los que había oído hablar. Ya en mi niñez, en la época de mis crisis nerviosas, sufrí síncopes de varias horas. Evidentemente, se trataba de una crisis de la misma naturaleza que me mantenía rígido, como muerto, confundiendo a todo el mundo que me rodeaba. Pero, a no muy tardar, el corazón relanzaría sus latidos y la sangre volvería a circular relajando los músculos; me despertaría y podría consolar a Marguerite. Gracias a estos razonamientos, me armé de paciencia.
Mientras tanto, pasaban las horas. Madame Gabin había traído su comida. Pero Marguerite se negaba a probar bocado. Transcurrió así la tarde. Por la ventana, que estaba abierta, entraban los ruidos de la calle Dauphine. Un ligero tintineo metálico del candelero sobre la mesilla me indicó que acababan de cambiar la vela. Simoneau por fin reapareció.
—¿Qué tal? —le preguntó a media voz la vecina.
—Todo está arreglado —respondió—. El cortejo fúnebre será mañana a las once… No se preocupe usted por nada y, sobre todo, no hable de estas cosas delante de esta pobre muchacha.
—El médico de los muertos aún no ha venido —señaló Madame Gabin.
Simoneau fue a sentarse cerca de Marguerite, le transmitió ánimos y se quedó callado.
¡El cortejo fúnebre era al día siguiente a las once! Estas palabras retumbaban en mi cráneo como un tañido. ¡Y el médico ése que no llegaba, el médico de los muertos, como decía Madame Gabin! Él se daría cuenta en seguida de que yo estaba simplemente paralizado. Y haría lo que hiciera falta, sabría cómo despertarme. Yo lo esperaba con una angustia insoportable.
Sin embargo, el día fue pasando. Madame Gabin, para no perder su tiempo, había traído pantallas. Incluso, tras pedir permiso a Marguerite, hizo venir a Dédé, pues, como ella decía, no le gustaba dejar a la niña sola demasiado tiempo. «Venga, pasa —dijo al traerla a nuestra habitación— y no hagas tonterías; no mires hacia ese lado o te las tendrás que ver conmigo.» Le prohibió que me mirara, pues no le parecía decente. Dédé seguramente lanzaba vistazos de vez en cuando, pues podía oír las tortas que le daba su madre en los brazos, repitiendo enfadada: «¡A trabajar o te vas de aquí! Y esta noche este señor irá a tirarte de los pies».
Ambas, madre e hija, se habían instalado en nuestra mesa. Podía escuchar perfectamente el ruido de sus tijeras recortando las pantallas, operación muy delicada que sin duda exigía unos cortes milimétricos, pues no iban muy deprisa; yo seguía cada movimiento con atención, para combatir mi creciente angustia.
En la habitación tan sólo sonaba el ruidito de las tijeras. Marguerite, vencida por la fatiga, debía de haberse dormido. En dos ocasiones, Simoneau se levantó. Me torturaba el abominable pensamiento de que aprovechara el sueño de Marguerite para rozar con los labios sus cabellos. No conocía a ese hombre, pero sentía que amaba a mi mujer. La pequeña Dédé lanzó una risilla que me irritó aún más.
«¿De qué te ríes, idiota? —le preguntó su madre—. ¡A que te echo al rellano!… Venga, responde, ¿qué te hace tanta gracia?» La niña balbució que no se había reído, que había tosido. Yo me imaginaba que había visto a Simoneau agachándose sobre Marguerite y que eso le había hecho gracia.
La lámpara estaba encendida cuando llamaron a la puerta. «¡Ah!, aquí está el médico», dijo la mujer. Y, en efecto, era el médico. No dio ni una explicación de su enorme retraso. Sin duda había tenido que subir muchas escaleras a lo largo de la jornada. La lámpara iluminaba muy tenuemente la habitación, por lo que preguntó:
—¿El cuerpo está aquí?
—Sí, monsieur —respondió Simoneau.
Marguerite se levantó, temblorosa. Madame Gabin expulsó a Dédé al rellano, porque una niña no tenía por qué asistir a escenas como éstas; intentaba incluso llevar a mi mujer hacia la ventana, para ahorrarle semejante espectáculo.
El médico se acercó a paso rápido; adivinaba en él cansancio, prisas, impaciencia. ¿Me tocó una mano? ¿Posó la suya en mi corazón? No sabría decirlo. Pero me dio la impresión que simplemente se agachó con indiferencia.
—¿Quiere que acerque la lámpara para iluminarlo? —propuso Simoneau diligentemente.
—No es necesario —respondió el médico distraídamente.
¿Cómo que no era necesario? ¡Ese hombre tenía mi vida entre sus manos y no consideraba necesario llevar a cabo un examen a fondo! ¡Yo no estaba muerto! ¡Me hubiera gustado gritar que yo no estaba muerto!
—¿A qué hora murió? —preguntó.
—A las seis de la mañana —respondió Simoneau.
Un furioso sentimiento me sublevaba por dentro, bajo las terribles cadenas que me inmovilizaban. ¡Ay!, ¡qué rabia no poder hablar, no poder mover nada!
El médico añadió: «Este clima tan cargado es malo… No hay nada tan agotador como los primeros días de primavera». Y se fue alejando y con él se me iba la vida. Yo me ahogaba en gritos, lágrimas e insultos, que desgarraban mi garganta convulsa por la cual ya no circulaba ni un aliento. ¡Ay, el muy miserable!, ¡cuya práctica profesional lo había convertido en un autómata y que acudía al lecho de los muertos como quien cumple con una simple formalidad! ¡Ese hombre no tenía pues ni idea! ¡Toda su ciencia no era sino un engaño, puesto que no era capaz de distinguir de un vistazo a un vivo de un muerto! ¡Y ahora se iba! ¡Se iba!
«Buenas noches, monsieur», dijo Simoneau. El médico debió de inclinarse ante Marguerite, que ya había vuelto mientras Madame Gabin cerraba la ventana. Tras lo cual, salió de la habitación y oí sus pasos bajando por la escalera.
Todo había acabado, estaba condenado. Mi última esperanza acababa de esfumarse con ese hombre. Si no lograba reanimarme antes del día siguiente a las once, me iban a enterrar vivo. Y este pensamiento era tan horrible que perdí conciencia de todo lo que me rodeaba. Fue como un desmayo dentro de la propia muerte. El último ruido que oí fueron los tijeretazos de Madame Gabin y de Dédé. El velatorio había comenzado. Ya nadie hablaba. Marguerite se había negado a irse a acostar en la habitación de la vecina. Permanecía ahí, medio recostada en el fondo del sofá, con su linda cara pálida, los ojos cerrados con las pestañas empapadas de lágrimas, mientras que Simoneau se mantenía silencioso en la sombra, sentado frente a ella, mirándola.