I

Morí un sábado a las seis de la mañana, tras tres días de enfermedad. Mi pobre mujer llevaba unos instantes rebuscando ropa en una maleta cuando, al levantar la cabeza y verme rígido, con los ojos abiertos y sin un soplo, acudió, creyendo que se trataba de un vahído, tocándome las manos, inclinándose sobre mi rostro. Tras lo cual, fue presa del pánico, se puso a tartamudear y estalló en lágrimas: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Está muerto!».

Yo podía oírlo todo, aunque débilmente, como si los sonidos llegaran de muy lejos. Tan sólo mi ojo izquierdo aún percibía una luminosidad confusa, una luz blanquecina en la que se fundían los objetos; el ojo derecho se hallaba totalmente paralizado. Era un síncope de todo mi ser, como si un rayo me hubiera fulminado. Mi voluntad estaba muerta, ni una sola fibra de mi cuerpo me obedecía. Y, en medio de este vacío, flotando sobre mis miembros inertes, sólo subsistía mi pensamiento, ralentizado y plomizo, pero dotado de una perfecta claridad de percepción.

Mi pobre Marguerite lloraba, arrodillada ante el catre, repitiendo con tono desgarrado: «¡Está muerto, Dios mío! ¡Está muerto!».

¿Era esto pues la muerte?: ¿este singular estado de torpeza?, ¿la inmovilidad de la carne mientras la inteligencia seguía activa? ¿Acaso mi alma se estaba demorando en mi cabeza antes de echarse a volar? Ya desde la infancia había sido víctima de crisis nerviosas. En dos ocasiones, siendo muy joven, unas fiebres agudas habían estado a punto de llevarme. A mi alrededor, todo el mundo se había acostumbrado a mi enfermiza salud; yo mismo prohibí a Marguerite que llamara a un médico cuando me fui a acostar un rato, la mañana de nuestra llegada a París, a este hotel amueblado de la calle Dauphine. Un poco de reposo sería suficiente, el viaje me había agotado. Sin embargo, sentía una angustia terrible. Habíamos abandonado bruscamente nuestra región, sin apenas nada, casi ni con qué aguantar hasta que yo cobrara el sueldo de mi primer mes, pues acababa de conseguir una plaza en la administración. ¡Y ahora una crisis fulminante acababa conmigo!

¿Era esto acaso la muerte? Yo me había imaginado una noche más oscura, un silencio más pesado. Ya desde muy pequeño he tenido miedo a la muerte. Como era muy endeble y la gente me dedicaba compasivas caricias, siempre pensaba que no iba a vivir demasiado, que me enterrarían pronto. Y la idea de estar bajo tierra me provocaba un espanto al que no podía habituarme, aunque me rondara día y noche. Al crecer, esta fijación no se disipó. A veces, tras días de reflexiones, creía haber vencido mis miedos. ¡Y bien!, ¡vale!, había que morir, ya está; todo el mundo moría tarde o temprano, por lo que no podía haber nada más natural y llevadero. Casi llegaba a alegrarme, conseguía mirar a la muerte a la cara. Hasta que un súbito escalofrío me helaba la sangre, me volvía a rendir a mis vértigos, como si una mano gigante me hubiera lanzado a un abismo oscuro. Mi fijación por la tierra volvía a invadirme y desbarataba todos mis razonamientos. Cuántas veces me había despertado sobresaltado en mitad de la noche, como si un aliento hubiera envenenado mi sueño, juntando ambas manos con desesperación, balbuciendo: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a morir!». Una angustia saturaba mi pecho; que la muerte fuera inevitable se me hacía más abominable en la turbación del despertar. Me costaba mucho volver a dormir, pues el sueño me inquietaba por su parecido a la muerte. ¡Y si me quedaba dormido para siempre! ¡Y si cerraba los ojos para no volver a abrirlos!

Ignoro si los demás han sufrido también alguna vez estos mismos tormentos, solo sé que han asolado mi vida. La muerte siempre se ha alzado ante todo lo que he amado. Recuerdo los momentos de mayor felicidad con Marguerite. En los primeros meses de casados, cuando ella dormía a mi lado y yo soñaba despierto en nuestro futuro; inevitablemente, el temor a una separación fatal envenenaba mis alegrías, destruía mis esperanzas. Tal vez ocurriera al día siguiente, tal vez en una hora. Me sumía en un inmenso desaliento, me preguntaba qué sentido tenía la felicidad de nuestra unión si, tarde o temprano, acabaría en un desgarro tan cruel. Entonces mi imaginación se recreaba con la muerte. ¿Quién se iría primero, ella o yo? Cualquiera de las opciones me conmovía hasta las lágrimas, desplegando ante mí el cuadro de nuestras vidas rotas. Incluso en los mejores momentos de mi existencia sufrí pues este tipo de súbitas melancolías que nadie alcanzaba a comprender. Cuando la suerte me sonreía, la gente se extrañaba al verme sombrío. Era porque, de repente, mi fijación por la muerte había atravesado mi felicidad. El terrible pensamiento «¿Qué sentido tiene?» sonaba como un tañido en mis oídos.

Pero lo peor de todos estos tormentos es que hay que soportarlos con una especie de vergüenza secreta. No se osa confiar los males propios a nadie. A menudo, marido y mujer, tumbados uno junto a otro, deben de sentir el mismo estremecimiento al apagar la luz pero ninguno de los dos habla de ello, pues no se debe hablar de la muerte, al igual que no se deben pronunciar ciertas palabras obscenas. La tememos hasta el punto de no mentarla; la ocultamos como ocultamos nuestro sexo.

Estaba meditando todo eso mientras mi querida Marguerite sollozaba. Me apenaba mucho no poder calmar su tristeza diciéndole que yo no estaba sufriendo. Si la muerte no era más que esto, este desvanecimiento de la carne, había sido realmente desacertado temerla tanto. Era como un bienestar egoísta, un reposo en el que se disipaban todas mis preocupaciones. Mi memoria, sobre todo, estaba extraordinariamente viva. Toda mi existencia desfilaba ante mí como un espectáculo del que yo me sentía ajeno. Era una sensación extraña y singular que me divertía: como si una voz lejana me contara mi propia historia.

Había un rincón campestre, cerca de Guérande, en el camino a Piriac, cuyo recuerdo me perseguía. El camino gira por un pequeño bosque de pinos que desciende en desbandada por un montículo rocoso. Cuando tenía siete años, acudía ahí con mi padre, a una casa medio derruida; íbamos a comer crepes con los padres de Marguerite, unos paludiers que vivían, ya precariamente en aquella época, de las salinas circundantes. Luego recordé el colegio de Nantes, donde crecí entre el tedio de cuatro muros viejos, con el continuo deseo de recuperar al amplio horizonte de Guérande, contemplar las marismas saladas que se abrían desde la parte baja de la ciudad hasta donde se perdía la vista y el mar inmenso, desplegado bajo el cielo. Tras esto, los hechos de mi vida se fueron encadenando de forma oscura: mi padre murió, yo entré como empleado en la administración de un hospital, iniciándose para mí una existencia anodina, cuyas únicas alegrías consistían en las visitas dominicales a la vieja casa del camino a Piriac. Por ahí las cosas iban de mal en peor, pues las salinas ya no producían casi nada y toda la región se estaba sumiendo en una gran miseria. Marguerite no era aún más que una niña que me quería porque yo la sacaba a pasear en una carreta. Pero más tarde, la mañana en la que le pedí que se casara conmigo, comprendí, ante su gesto de espanto, que yo le parecía horrible. Pero sus padres me la dieron inmediatamente; una carga menos para ellos. Ella, sumisa, no se negó y se fue haciendo a la idea de ser mi esposa. El día de la boda, en Guérande, recuerdo que llovía a mares; y que, cuando regresamos a casa, Marguerite tuvo que quedarse en enaguas, pues su vestido estaba calado.

Ésa fue toda mi juventud. Llevábamos viviendo una temporada ahí cuando, de repente un día, al volver a casa, sorprendí a mi esposa desecha en lágrimas. Estaba hastiada de esa vida, quería partir a otro lugar. Al cabo de seis meses, yo había logrado ahorrar algún dinero, céntimo a céntimo, gracias a trabajos suplementarios. Un viejo amigo de mi familia había logrado encontrarme una plaza en París, así que me llevé a mi querida niña, para que ya no llorara más. Ya en el tren, no paraba de reír. Por la noche, como los asientos de tercera eran muy duros, la puse sobre mis rodillas para que pudiera dormirse tranquilamente.

Así fue mi pasado. Ahora, acababa de morir en el estrecho catre de un hotel amueblado mientras mi esposa, arrodillada en el suelo, se lamentaba. La mancha blanca que aún percibía mi ojo izquierdo iba palideciendo poco a poco, pero podía recordar claramente la habitación. A la izquierda había una cómoda, a la derecha, una chimenea, sobre la cual un reloj averiado, sin péndulo, marcaba las diez y seis minutos. La ventana daba a la calle Dauphine, oscura y profunda. Parecía como si todo París desfilara bajo ella, provocando tal bullicio que podía oír el temblor de los cristales.

No conocíamos a nadie en París. Habíamos adelantado nuestro viaje, hasta el lunes siguiente no me esperaban en mi trabajo. Desde que me vi obligado a guardar cama, tuve una extraña sensación de encarcelamiento, de haber sido arrojados por el tren hasta esta habitación, aún desconcertados por quince horas de traqueteo ferroviario, aturdidos por el griterío callejero. Mi esposa me había atendido con su sonriente dulzura de siempre, pero yo podía sentir hasta qué punto estaba turbada. De cuando en cuando se acercaba a la ventana para lanzar una ojeada a la calle, pero regresaba en seguida toda pálida, asustada por el gran París que desconocía totalmente, que rugía de forma tan terrible ahí fuera. Si yo no me despertaba, ¿qué iba a ser de ella?, ¿sola en esta ciudad inmensa, sin el apoyo de nadie, ignorándolo todo?

Marguerite había tomado una de mis manos que colgaba inerte del borde de la cama y cubriéndola de besos, repetía enloquecida: «Olivier, respóndeme… ¡Dios mío! ¡Está muerto! ¡Está muerto!».

La muerte no era pues la nada, puesto que yo podía oír y razonar. Lo que me horrorizaba desde mi infancia era la nada. No podía imaginarme la desaparición de mi ser, la supresión total de lo que era y para siempre, por los siglos de los siglos, sin que jamás pudiera volver. Cuando en un periódico leía una fecha del futuro o una referencia al siglo que viene, sentía un escalofrío: seguramente yo ya no viviera para entonces y ese año del futuro que no iba a ver, en el que ya no iba a estar, me llenaba de angustia. ¿Acaso todo el mundo no estaba en mí y no se iba a acabar cuando yo me fuera?

Siempre había tenido la esperanza de poder soñar la vida, una vez que me hubiera muerto. Pero esto no era sin duda la muerte. Seguramente me iba a despertar a no muy tardar. Sí, en breve me iba a agachar y a abrazar a Marguerite, para secar sus lágrimas. ¡Qué alegría, volvernos a encontrar! Descansaría aún un par de días y acudiría a ocupar mi puesto en la administración. Comenzaríamos una nueva vida, más dichosa, más rica. Pero sin prisas. Antes me sentía agobiado. Marguerite no debería desesperarse tanto, lo único que me pasaba es que no tenía fuerzas para girar la cabeza en la almohada y sonreírle. Dentro de un rato, cuando repitiera «¡Está muerto! ¡Dios mío! ¡Está muerto!», la abrazaría y murmuraría muy bajito, para que no se asustara: «Que no, mi niña. Sólo estaba durmiendo. Como puedes ver, estoy vivo y te quiero».