Una tarde, Hector le dijo a la pareja: «Mañana habrá gran marea… Podríamos aprovechar para ir a pescar camarones».
La propuesta fue acogida con entusiasmo por Estelle. ¡Sí, sí, había que ir a pescar camarones! Hacía tiempo que deseaba realizar esa expedición. Monsieur Chabre, sin embargo, puso un montón de objeciones. Para empezar, nunca pescaban nada. Además, era más sencillo comprar, por veinte céntimos, la pesca de alguna lugareña, sin necesidad de calarse hasta los riñones ni de despellejarse los pies. Pero tuvo que ceder ante el entusiasmo de su esposa. Los preparativos fueron considerables.
Hector se encargaba de traer las redecillas. Monsieur Chabre, a pesar de su miedo por el agua fría, declaró que se unía a la expedición; puesto que finalmente accedía a ir de pesca, quería hacerlo bien. Por la mañana, mandó que le engrasaran un par de botas. Se vistió con una combinación de tela blanca pero su mujer no logró que renunciara a su corbata, que anudó como si acudiera a una boda. La corbata era su protesta de caballero civilizado contra el desaliñado océano. En cuanto a Estelle, se puso simplemente su traje de baño y pasó por encima una blusa. Hector también fue en traje de baño.
Los tres partieron hacia las dos. Cada uno llevaba su redecilla al hombro. Había que andar media legua entre arena y algas para alcanzar una roca donde Hector aseguraba que había auténticos bancos de camarones. Guiaba a la pareja con decisión, atravesando grandes charcas, siempre en línea recta, sin preocuparse demasiado por los accidentes del camino. Estelle lo seguía animosamente, disfrutando del frescor de esos parajes húmedos donde sus piecitos chapoteaban. Monsieur Chabre, que iba el último, no veía en cambio por qué tenía que mojar sus botas antes de llegar al lugar de pesca, por lo que rodeaba concienzudamente las charcas, vadeaba los ríos cavados en la arena por las corrientes descendentes, buscaba los pasos más secos con una concentración de funámbulo, como un parisino buscando los adoquines que afloran en la calle Vivienne un día de lluvia y barro. Resoplaba y preguntaba cada dos por tres:
—¿Queda mucho, Monsieur Hector?… ¡Mire! ¿Por qué no pescamos aquí mismo? Se ven camarones, se lo aseguro… De hecho, están por todas partes, ¿no? Si basta con que eche la red en cualquier lado…
—Échela, échela, Monsieur Chabre —respondía Hector.
Y éste aprovechaba para retomar el aliento y lanzaba su redecilla en un charco del tamaño de una mano. Pero el agua del agujero estaba tan vacía y clara que no sacaba nada, ni un hierbajo. Retomaba entonces la marcha, con aires de dignidad, mordiéndose los labios. Pero, empeñado en demostrar que estaba todo infestado de camarones, iba perdiendo terreno hasta que acabó quedándose considerablemente rezagado.
El mar seguía bajando, retirándose a más de un kilómetro de la costa. El fondo pedregoso y rocoso se iba vaciando, desplegando un horizonte de desierto inundado, agreste, de una triste grandeza, parecido a una inmensa llanura devastada por una tormenta. A lo lejos tan sólo se veía una línea verde de mar que no paraba de retroceder, como si la tierra se lo estuviera bebiendo; surgían largas filas angostas de rocas negras que crecían poco a poco en el agua muerta. Estelle admiraba la inmensidad desnuda. «¡Qué grande es!», murmuraba. Hector le señalaba con el dedo ciertas rocas, bloques verdosos desgastados por la ola. «Ése —explicaba— tan sólo se descubre dos veces al mes. Es un buen sitio para pescar mejillones. ¿Ve usted esa mancha marrón? Son las Vaches-Rousses, el mejor lugar para ir a buscar bogavantes. Tan sólo aparecen a la vista en las dos grandes mareas del año… Pero apresurémonos. Nos dirigimos a esas rocas cuyo pico ya empieza a verse.»
Cuando Estelle entró en el mar, la expedición se convirtió en una fiesta. Daba grandes zancadas, batiendo los pies con fuerza y riéndose de la espuma que formaba. Cuando el agua le llegó hasta las rodillas, tuvo que comenzar a luchar contra las corrientes, lo que la animaba a andar aún más deprisa, disfrutando de esa resistencia, de los remolinos rudos y continuos que fustigaban sus piernas.
«No se asuste usted —decía Hector—, el agua le llegará hasta la cintura, pero el fondo vuelve entonces a subir… Estamos llegando.» Y, en efecto, poco a poco fueron subiendo. Acababan de atravesar un pequeño brazo de mar y ya se hallaban sobre una amplia placa de rocas que las olas habían abandonado. Cuando la muchacha se giró, lanzó un gritito: estaban muy lejos de tierra firme. Piriac, ahí al fondo, a ras de costa, exhibía las pocas manchas de sus casas blancas y la torre cuadrada de su iglesia adornada con postigos verdes. Jamás había visto una extensión parecida, surcada bajo el radiante sol por franjas doradas de arena, por el sombrío verde de las algas, por los tonos húmedos y resplandecientes de las rocas. Parecía un inmenso perímetro de excavaciones con las ruinas del fin del mundo, ahí donde comenzaba la nada.
Estelle y Hector estaban a punto de lanzar sus redes por primera vez cuando llegó hasta ellos una voz quejumbrosa. Monsieur Chabre estaba plantado en mitad del pequeño brazo de mar. «¿Por dónde se pasa? —gritaba—. ¿Me oís? ¿Es todo recto?» El agua le llegaba hasta la cintura y no osaba dar ni un paso más, aterrado ante la idea de caer en un agujero y desaparecer. «¡A la izquierda!», le gritó Hector. Avanzó en ese sentido, pero como se hundía más, se detuvo de nuevo, paralizado por el miedo, incapaz incluso de volver hacia atrás. Se lamentaba en voz alta.
—Venga usted a echarme una la mano. Le aseguro que esto está lleno de agujeros. Los puedo sentir.
—¡A la derecha, Monsieur Chabre, a la derecha! —gritaba Hector.
Pero el pobre estaba tan gracioso, en medio del agua, con su redecilla al hombro y su elegante corbata, que Estelle y Hector no pudieron retener la risa. Finalmente, logró salir del atolladero, pero llegó muy conmocionado y dijo, furioso: «¡Que yo no sé nadar!».
Pero lo que ahora lo inquietaba era la vuelta. Cuando el muchacho les explicó que no convenía que la subida de la marea los sorprendiera en la roca, volvió a sentir la congoja.
—¿Pero usted me avisará, no?
—No tenga miedo; respondo por usted.
Así que se pusieron los tres a pescar. Rebuscaban en los agujeros con sus pequeñas redes. Estelle ponía en ello toda su pasión de mujer. Fue ella la primera en pescar algo: tres hermosos camarones rojos que se agitaban violentamente en el fondo de la redecilla. Se puso a lanzar grititos, pidiendo ayuda a Hector, pues esas bestezuelas tan animadas la inquietaban un tanto; pero según vio que bastaba con cogerlas por la cabeza para que dejaran de moverse, se envalentonó y las introdujo ella misma en la pequeña cesta que llevaba en bandolera. A veces sacaba todo un paquete de algas, por lo que tenía que rebuscar ella misma ahí dentro; un ruido seco, como un batir de alas, le advertía que había camarones dentro. Entonces trillaba las algas con delicadeza, sacándolas a pellizcos, recelosa ante esa maraña de extrañas plantas viscosas como peces muertos. De vez en cuando, lanzaba una ojeada a su cesta, impaciente por llenarla.
«Es curioso —repetía Monsieur Chabre—, no pesco nada.» Como no se atrevía a aventurarse en los huecos de las rocas, incomodado además por sus grandes botas llenas ya de agua, lanzaba su redecilla en la arena y tan sólo atrapaba cangrejos; cinco, ocho, hasta diez cangrejos de golpe. Pero le daban un miedo terrible, así que luchaba con ellos para expulsarlos de su red. De vez en cuando, se giraba y observaba con ansiedad si el mar seguía bajando. «¿Está usted seguro de que baja?», preguntaba a Hector. Éste se limitaba a asentir con la cabeza.
Hector pescaba como un airoso mozo que conocía los mejores sitios. A cada vez, sacaba puñados de camarones. Cuando lanzaba su redecilla cerca de Estelle, metía el producto de su pesca en la cesta de la muchacha. Ella se reía, guiñaba un ojo hacia el lado donde se hallaba su marido y se llevaba el índice a los labios. Estaba deliciosa, inclinada sobre el largo palo de la red o bien metiendo casi su rubia cabeza en la misma, iluminada por la curiosidad de ver qué había atrapado. Cuando soplaba la brisa, el agua que goteaba de la red salía volando como lluvia, cubriendo a Estelle de rocío mientras su blusa también volaba y se ceñía a su cuerpo, dibujando la elegancia de su fina silueta.
Llevaban ya casi dos horas pescando cuando Estelle se paró para respirar un poco, jadeante, con sus mechones felinos empapados de sudor. A su alrededor, el desierto seguía siendo inmenso, de una paz soberana; tan sólo el mar se estremecía, con un creciente frufrú rumoroso. El cielo, incendiado por el sol de las cuatro, mostraba un azul pálido, casi gris. Pero a pesar de ese tono descolorido de pura brasa, no hacía calor pues el agua exhalaba un frescor que barría y lavaba la cruda claridad. Lo que más entretenía a Estelle era ver en el horizonte y en todas las rocas una miríada de puntos negros que se destacaban claramente. Eran, como ellos, pescadores de camarones, con una silueta de una finura increíble, pequeños como hormigas, ridículas miniaturas en la inmensidad, pero cuyos más mínimos perfiles podían distinguirse claramente, como la línea curvada de la espalda cuando lanzaban sus redes o los brazos tendidos y gesticulantes, parecidos a febriles patas de moscas, cuando trillaban su pesca, luchando contra las algas y los cangrejos.
—¡Le aseguro que está subiendo! —gritó Monsieur Chabre con angustia—. ¡Mire!, ¡esa roca antes estaba descubierta!
—Claro que sube —acabó respondiendo Hector con impaciencia—. Y es precisamente cuando sube cuando se pueden pescar más camarones.
Pero Monsieur Chabre ya estaba al borde de un ataque de nervios. La última vez que había lanzado la redecilla, había sacado un pez muy extraño, un diablo de mar, que le había pegado un buen susto, con su monstruosa cabeza. Estaba harto.
—¡Vayámonos! ¡Vayámonos! —repetía—. Es de tontos hacer imprudencias.
—¡Pero si es que se pesca mejor cuando el mar sube! —respondía su esposa.
—¡Y vaya si sube! —añadió Hector a media voz, con cierta maldad.
En efecto, las olas crecían, devorando las rocas de forma cada vez más clamorosa. Un oleaje violento invadía de golpe toda una lengua de tierra. Era un mar conquistador, que recuperaba pulgada a pulgada los dominios que llevaba siglos barriendo con sus corrientes. Estelle había descubierto un charco cubierto de largas algas, flexibles como melenas, donde estaba cogiendo unos camarones enormes, abriendo una zanja entre la vegetación, dejando tras de sí el surco de un segador. Se debatía, no quería salir de ahí.
—¡Pues peor para ti!, ¡yo me voy! —exclamó Monsieur Chabre, con la voz cargada de lágrimas—. Esto no tiene sentido, vamos a morir todos.
Partió el primero, sondeando desesperadamente la profundidad de los agujeros con el palo de su red. Cuando ya se hallaba a doscientos o trescientos metros, Hector por fin logró que Estelle se decidiera a seguirlo. «El agua nos va a llegar hasta los hombros —dijo, sonriente—. Un auténtico baño para Monsieur Chabre… ¡Mire cómo se hunde ya!»
Desde el comienzo de la expedición, el muchacho mostraba el comportamiento ambiguo y preocupado de un enamorado que se ha jurado declararse pero que no logra reunir el valor para hacerlo. Cuando metía sus camarones en la cesta de Estelle, intentaba rozar sus dedos. Pero, evidentemente, estaba furioso consigo mismo por su cobardía. Así que, si Monsieur Chabre se ahogaba, tampoco pasaba nada; por primera vez, se dio cuenta de que le resultaba molesto.
«¿Sabe? —le dijo a Estelle, de repente—. Debería usted montarse a mi espalda, yo la llevaré… Sino, va usted a acabar calada hasta los huesos… ¿Qué le parece? ¡Suba pues!» Y tendió el cuello hacia ella. Pero Estelle rechazó la propuesta, incomodada y ruborizándose. Pero él la atrajo hacia sí, afirmando que era responsable de su salud. Así que montó, posando ambas manos sobre los hombros del mozo. Éste, sólido como una roca, enderezó la espalda como si llevara un pajarillo en su cuello. Le dijo que se sujetara bien y se puso a avanzar a zancadas en el agua.
—¿Por la derecha, no?, Monsieur Hector… —gritaba la voz suplicante de Monsieur Chabre, que ya tenía el agua a la altura de los riñones.
—Sí, a la derecha; siempre a la derecha.
Como el marido les daba la espalda, temblando de miedo al sentir el agua subiéndole hasta las axilas, Hector se arriesgó y besó una de las manitas que tenía en un hombro. Estelle quiso retirar las manos, pero él le dijo que no se moviera o que no respondía de ella. Así que siguió cubriendo sus manos de besos. Estaban frescas y saladas, bebía en ellas la amarga voluptuosidad marina.
«Se lo ruego, pare —repetía Estelle, afectando indignación—. Está usted abusando… Si vuelve a hacerlo, me tiro al agua.» Pero él volvía a hacerlo y ella no se tiraba al agua. La tenía sólidamente cogida por los tobillos, mientras devoraba sus manos sin decir ni una palabra, simplemente acechando lo que aún sobresalía del agua de Monsieur Chabre, un lamentable resto de espalda que amenazaba con hundirse a cada paso.
—¿A la derecha, dice usted? —imploraba el desdichado.
—¡No, mejor a la izquierda!
Monsieur Chabre dio un paso en la nueva dirección y lanzó un grito. Acababa de hundirse hasta el cuello, su corbata se ahogaba. Mientras Hector, a sus anchas, soltaba su declaración.
—La amo, madame…
—Cállese usted, monsieur, no se lo permito.
—La amo, la adoro… Hasta ahora, el respeto me había sellado la boca…
No la miraba, seguía dando sus grandes zancadas, con el agua hasta el pecho. Estelle no pudo reprimir una carcajada; la situación era muy graciosa. «Venga, cállese» insistió, con tono maternal, dándole una palmada en el hombro. «Sea usted bueno y sobre todo, ¡no me deje caer!»
La palmada llenó a Hector de satisfacción: era un sí. Y como el esposo estaba a punto de naufragar, el muchacho le gritó alegremente: «¡Ahora, siga recto!».
Cuando por fin llegaron a la playa, Monsieur Chabre, avergonzado, quiso dar una explicación.
—A punto he estado de perecer, ¡palabra! —tartamudeaba—. Ha sido por culpa de las botas…
Pero Estelle abrió su cesta, que estaba repleta de camarones, y se los mostró.
—¿Cómo? ¡Has pescado todo eso! —exclamó estupefacto—. ¡Eres toda una pescadora!
—¡Oh! —respondió ella, sonriendo y mirando a Hector—. Monsieur me ha enseñado bien.