Los Chabre habían alquilado en Piriac el primer piso de un caserón cuyas ventanas daban al mar. En el pueblo tan sólo había fondas bastante vulgares, por lo que se vieron obligados a emplear a una vecina para que les cocinara. Pero sus platos eran un tanto singulares: asados reducidos a cenizas y salsas de colores sospechosos, ante los cuales Estelle prefería comer tan sólo pan. Pero, como decía Monsieur Chabre, no habían ido ahí en busca de placeres gastronómicos. Él, de hecho, tampoco probaba nunca los asados ni las salsas. Se atiborraba de caracolas, mañana y tarde, tan concienzudamente como un enfermo tomándose su medicamento. Lo peor es que detestaba a todos esos bichos que eran nuevos para él, con sus formas extrañas, habituado como estaba a la cocina burguesa, sosa y relavada, conservando aún un gusto infantil por los dulces. Las caracolas, saladas, picantes, sublevaban su boca con sabores tan fuertes e imprevisibles que no podía disimular una mueca al tragarlas; pero estaba dispuesto a engullir las que hicieran falta, tal era su obstinación por ser padre.
«¡Querida, si es que no comes ni una!», gritaba a menudo a Estelle. Le exigía que comiera tantas como él. Era necesario para asegurar el resultado, afirmaba. No obstante, Estelle argüía que el doctor Guiraud nunca había hablado de ella. Pero él replicaba que lo lógico era que ambos se sometieran al tratamiento. Entonces la muchacha se mordía los labios y lanzaba claras miradas hacia su marido, fofo e insulso. Una sonrisa irreprimible marcaba un leve hoyuelo en su mentón. Se callaba, pues no le gustaba herir a los demás. Sin embargo, finalmente, tras descubrir un buen criadero de ostras, comenzó a incluir una docena de ellas en cada comida. No es que sintiera personalmente que las necesitaba, es que la encantaban.
La vida en Piriac era de una monotonía somnolienta. Había tan sólo tres familias de bañistas, un panadero mayorista de Nantes, un antiguo notario de Guérande, hombre sordo como una tapia y de gran ingenuidad, un matrimonio de Angers que se pasaba el día pescando, con el agua hasta la cintura. Todo ese mundillo se mostraba muy discreto. Se saludaban cuando se cruzaban y poco más. En el muelle desierto, la principal distracción podía consistir en ver, muy de vez en cuando, alguna pelea entre dos perros.
Estelle, acostumbrada al bullicio parisino, se hubiera aburrido mortalmente si Hector no se hubiera dedicado a visitarlos a diario. Se convirtió en el gran amigo de Monsieur Chabre tras un paseo que dieron juntos por la costa. Monsieur Chabre, en un momento de efusión, confió al joven el motivo de su viaje, escogiendo cuidadosamente, eso sí, los circunloquios más castos para no ofender la candidez del buen mozo. Cuando terminó de exponer científicamente por qué comía tantas caracolas, Hector, estaba tan estupefacto que hasta olvidó ruborizarse y lo miró de la cabeza a los pies, sin ocultar su sorpresa de que un hombre pudiera necesitar llevar a cabo tal régimen. A pesar de lo cual, al día siguiente se presentó en su casa con un paño lleno de almejas que el comerciante retirado aceptó con reconocimiento. Desde entonces, siempre acompañaba su visita con un presente de caracolas, curtido como estaba en las artes de la pesca y puesto que conocía hasta la última roca de la bahía. Le regalaba mejillones soberbios que iba a recolectar cuando bajaba la marea, erizos de mar que abría y limpiaba pinchándose los dedos, lapas que arrancaba de las rocas con la punta de su cuchillo, todo tipo de bichos que denominaba con nombres bárbaros y que no había probado ni él mismo. Monsieur Chabre, encantado por todo el dinero que se ahorraba, se deshacía en agradecimientos.
Ahora Hector ya tenía un buen pretexto para su visita diaria. Siempre que llegaba con su paño y se encontraba con Estelle decía lo mismo: «Traigo unas caracolas para Monsieur Chabre». Y ambos sonreían, con los ojos medio cerrados y relucientes. Les hacía gracia el asunto de las caracolas de Monsieur Chabre.
A Estelle, Piriac le parecía pues un lugar encantador. Todos los días, tras el baño, se daba un paseo con Hector. Su marido los seguía a distancia, pues le pesaban las piernas y a menudo avanzaban demasiado deprisa para él. Hector mostraba a la joven los antiguos esplendores de Piriac: ruinas de esculturas, puertas y ventanas con frisos vegetales delicadamente tallados. La villa de antaño había venido a menos hasta convertirse en un pueblillo perdido, con las calles salpicadas de estiércol y de casas desvencijadas y negruzcas. Pero emanaba una soledad tan deliciosa que Estelle superaba a zancadas montones de desperdicios para interesarse por el menor resto de muralla o para lanzar ojeadas sorprendidas al interior de las casas, en cuya tierra batida se desparramaban auténticos batiburrillos de miseria. Hector la hacía detenerse a contemplar higueras soberbias con sus largas hojas de cuero velludo, tan abundantes en los jardines y que extendían sus ramas sobre las vallas bajas. Se perdían por las callejuelas más estrechas, se inclinaban sobre los brocales de los pozos para ver en el fondo de los mismos sus reflejos sonrientes en el agua clara y blanca como un espejo, mientras, detrás de ellos, Monsieur Chabre digería sus caracolas, resguardado bajo la percalina verde de su sombrilla que siempre llevaba encima.
Una de las mayores diversiones de Estelle eran las ocas y los cerdos, que se paseaban en manada, libremente. Al principio, los cerdos la asustaban, con sus movimientos bruscos; esas masas de grasa corriendo sobre finas patas hacían que temiera que se chocaran contra ella y la derribaran en cualquier momento. Eran además bastante sucios, con la panza siempre negra de barro y el hocico embadurnado, olisqueando el suelo. Pero Hector le aseguró que los cerdos eran totalmente inofensivos. A partir de entonces, se lo pasaba en grande observando sus carreras inquietas a la hora de la pitanza y se maravillaba ante su ropaje de seda rosa, fresco como un vestido de gala, cuando acababa de llover. También se divertía con las ocas. A menudo dos bandadas de ocas coincidían, llegadas cada una por su lado, en un montón de desperdicios, al final de un callejón. Parecían saludarse chasqueando con los picos, se entremezclaban y comían todas juntas restos de verduras. Una de ellas, subida en la cima del montón, con los ojos bien abiertos y el cuello estirado, sólidamente plantada en sus patas y con el plumón blanco de su panza inflado, exhibía una majestuosidad tranquila de soberana, con su gran nariz amarilla; mientras las demás, con el cuello plegado, rebuscaban en el montón, ofreciendo un concierto ronco. De repente, la gran oca descendía lanzando un grito y las de su banda la seguían, con el cuello tendido en la misma dirección, desfilando al paso, con un contoneo de animales tullidos. Si por casualidad pasaba un perro, los cuellos se tendían aún más y arreciaban los silbidos. Entonces, la muchacha batía las palmas y seguía el majestuoso desfile de los dos cortejos que regresaban a sus casas, como personas importantes apresuradas por asuntos no menos importantes. Otra de sus diversiones consistía en contemplar el baño de los cerdos y de las ocas, cuando por la tarde bajaban a la playa como las personas.
El primer domingo, Estelle creyó conveniente acudir a misa. En París, no era practicante, pero en el campo la misa era una distracción, una ocasión para vestirse y dejarse ver. De hecho, allí estaba Hector, leyendo un enorme devocionario de cubierta desgastada. No dejaba de mirarla por encima del libro, manteniendo el tono serio pero con los ojos tan relucientes que se adivinaban sonrisas. A la salida, le ofreció su brazo para atravesar el pequeño cementerio que rodeaba a la iglesia. Por la tarde, tras el oficio de las vísperas, había otro espectáculo: una procesión hasta un calvario plantado a la salida del pueblo. Un campesino abría la marcha, portando un estandarte de seda violeta briscada de oro y de asta roja. Seguían dos largas filas de mujeres ampliamente espaciadas; en medio caminaba la jerarquía: un cura, un vicario y el preceptor de un castillo cercano, cantando a pleno pulmón. Finalmente, detrás, siguiendo un estandarte blanco llevado por una gruesa muchacha de fornidos brazos, trotaba la tropa de feligreses, en un estrépito de zuecos que recordaba a una manada en desbandada. Cuando la procesión atravesaba el puerto, los estandartes y las cofias blancas de las mujeres destacaban a lo lejos, ante el luminoso azul del mar; este pausado desfile al sol adquiría entonces aires de gran pureza.
El cementerio emocionaba mucho a Estelle, si bien normalmente no le gustaban mucho las cosas tristes. El día que llegaron, sintió un escalofrío al ver todas esas tumbas bajo su ventana. La iglesia se hallaba en el puerto, rodeada de cruces cuyos brazos se tendían hacia las inmensidades de las aguas y del cielo; las noches ventosas, los soplos de alta mar lloraban en ese bosque de túmulos negros. Pero pronto se acostumbró a ese duelo, tal era la dulzura y alegría que rodeaba al pequeño cementerio. Ahí los muertos parecían sonreír entre los vivos. Y es que el cementerio se interponía en el camino que llevaba al mismo centro de Piriac y, como tan sólo estaba cercado por un murete bajo, la gente no tenía reparos en pasarlo de una zanjada y seguir las avenidas del camposanto, apenas visibles entre los densos matorrales. Los niños acostumbraban a jugar ahí, manadas de pequeñuelos correteando por las losas de granito. Los gatos, agazapados bajo los arbustos, brincaban bruscamente, persiguiéndose; a menudo se podía escuchar los maullidos de gatas en celo y ver sus siluetas erizadas y sus colas fustigando el aire. Era un rincón delicioso, invadido de plantas enloquecidas, de hinojos gigantescos con sus amplias umbelas amarillas cuyo aroma resultaba tan penetrante que, tras un día caluroso, alientos anisados procedentes de las tumbas perfumaban a todo Piriac. Por la noche, ¡se transformaba en un parque tan tranquilo y dulce! Toda la paz del pueblo dormido parecía emanar del cementerio. Las sombras ocultaban las cruces, paseantes rezagados se sentaban en bancos de granito pegados al murete mientras el mar, en frente, hacía rodar su oleaje que una brisa salada espolvoreaba por todo el cementerio.
Una noche Estelle, que regresaba cogida al brazo de Hector, sintió ganas de atravesar el solitario cementerio. A Monsieur Chabre la idea le pareció demasiado novelesca y protestó vivamente mientras seguía por el muelle. El paseo era tan angosto que tuvo que desasirse de Hector. Al pasar entre los enmarañados matorrales, su falda iba haciendo un turbador frufrú. El olor de los hinojos era tan fuerte que las gatas en celo no huían a su paso, pasmadas bajo el follaje. Según entraban en la sombra de la iglesia, Estelle sintió en su cintura la mano de Hector. Se asustó y lanzó un chillido.
—¡Qué boba soy! —dijo, cuando salieron de la sombra—. Pensé que era un espectro que venía a llevarme.
Hector lanzó una carcajada y explicó:
—¡Oh! ¡Sería una rama, algún hinojo que ha fustigado sus faldas!
Se detuvieron, observaron las cruces a su alrededor, la profunda calma de la muerte los enternecía; sin añadir ni una palabra, se fueron, muy conmovidos.
«¡Te has asustado! ¡Lo he oído! —dijo Monsieur Chabre—. ¡Te está bien merecido!»
Cuando la marea estaba alta, solían ir a ver llegar los barcos sardineros, por distracción. Cuando se acercaba una vela hacia el puerto, Hector la señalaba al matrimonio. Pero el marido, al cabo de la sexta embarcación, declaraba que siempre era lo mismo. Estelle, al contrario, no parecía cansarse de ello y cada vez le gustaba más acudir al malecón. A menudo se echaba a correr. Brincaba sobre las grandes piedras desencajadas, en un vuelo de faldas que intentaba retener con una mano para no caerse. Llegaba jadeante, con las manos en la blusa, echándose hacia atrás para recuperar el aliento. A Hector le parecía encantadora, así despeinada, con su aire travieso y sus maneras de chicazo.
Mientras tanto, el barco ya había echado amarras y los pescadores descargaban cestas de sardinas que lanzaban destellos plateados, azules, rosas zafíreos y rubíes pálidos. Entonces, el muchacho daba siempre las mismas explicaciones: cada cesta contenía mil sardinas que se vendían a un precio fijado cada mañana según la abundancia de la pesca; los pescadores se repartían el producto de la venta tras dejar un tercio del mismo al patrón del barco. En seguida se hacía la salazón, en unas cajas de madera agujereadas para dejar pasar el agua de la salmuera. Pero, poco a poco, Estelle y su compañero de correrías dejaron de interesarse por las sardinas. Seguían yendo a verlas pero no se paraban a mirarlas, se echaban a correr y regresaban con una lentitud lánguida, contemplando el mar en silencio.
—¿Tenían buena pinta, las sardinas? —les preguntaba siempre Monsieur Chabre, a su regreso.
—Sí, muy buena —contestaban ellos.
Los domingos por la noche había en Piriac un espectáculo de baile al aire libre. Los mozos y las mozas del lugar, cogidos de la mano, giraban durante horas repitiendo el mismo refrán en el mismo tono sordo y rítmico. Esas voces rústicas, ronroneando con el crepúsculo de fondo, lograban crear un ambiente de encanto primitivo. Estelle, sentada en la playa, con Hector a sus pies, escuchaba, perdiéndose rápidamente en sus ensoñaciones. El mar iba subiendo, como una enorme caricia. Las olas rompían en la arena con tonos de pasión que se apaciguaban de repente, muriendo su gemido con el agua que se retiraba, en un murmullo lastimero de amor domado. La muchacha soñaba con ser amada así, por un gigante al que trataría como a un niño pequeño.
—Debes de aburrirte en Piriac, querida —inquiría de vez en cuando el marido.
Ella se apresuraba a responder:
—Para nada, querido, te lo aseguro.
Ella se divertía en ese agujero perdido. Las ocas, los cerdos y las sardinas adquirían una gran importancia. El pequeño cementerio le resultaba muy alegre. La vida somnolienta, la soledad poblada únicamente por el panadero de Nantes y el notario sordo de Guérande, le parecía más bulliciosa que la ruidosa vida de París. Al cabo de quince días, Monsieur Chabre, que se aburría soberanamente, quiso regresar a París. Las caracolas ya debían de haber hecho su efecto, afirmaba. Pero ella exclamó: «¡Oh, querido, pero si no has comido bastante!… Necesitas más, eso te lo digo yo».