La gran pena de Monsieur Chabre era no tener hijos. Se había casado con una Catinot, de la familia Desvignes et Catinot, con la rubia Estelle, hermosa muchacha de dieciocho primaveras. Llevaba cuatro años buscando descendencia, ansioso, consternado, herido en su amor propio por la inutilidad del esfuerzo.
Monsieur Chabre era un comerciante de grano ya retirado. Había amasado una bonita fortuna. Aun habiendo llevado una vida contenida y austera de burgués obsesionado con hacerse millonario, a sus cuarenta y cinco años se arrastraba ya como un anciano. Su rostro macilento, desgastado por las preocupaciones comerciales, era tan anodino y banal como un mostrador. Se desesperaba, pues un hombre que ha ganado unas rentas de cuarenta y cinco mil francos tiene, qué duda cabe, todo el derecho del mundo a extrañarse de que resulte más difícil ser padre que ser rico.
La linda Madame Chabre tenía entonces veintidós años. Era encantadora, con su tez de melocotón maduro y sus cabellos dorados como un sol derramándose por la nuca. Sus ojos verdiazulados parecían balsas de agua tan serenas como perturbadoras. Cuando su marido se lamentaba de la esterilidad de su unión, ella estiraba su flexible abdomen, acentuando aún más sus turgentes caderas y pechos; la sonrisa que arqueaba levemente sus labios decía claramente: «¿Acaso es culpa mía?». En sus círculos de relaciones, Madame Chabre era considerada una persona con una educación impecable y una reputación sin mácula, moderadamente devota y bien disciplinada en los buenos hábitos burgueses por una madre inflexible. Tan sólo las finas aletas de su blanca naricita delataban a veces unas palpitaciones estremecidas que hubieran puesto en alerta a cualquier otro marido.
El médico de la familia, el doctor Guiraud, hombre rechoncho, de fino ingenio y siempre sonriente, ya había mantenido varias conversaciones privadas con Monsieur Chabre. Le explicó hasta qué punto la ciencia aún está atrasada en estas cuestiones. ¡No, hombre, no!, ¡hacer un niño no es tan sencillo como plantar un árbol! Sin embargo, siempre optimista, le había prometido estudiar su caso. Así que, una mañana de julio, le vino a decir:
—Debería usted ir a tomar unos baños, estimado amigo… Sí, resultan excelentes. Y sobre todo, coma usted muchas caracolas, no coma otra cosa más que caracolas.
Monsieur Chabre vio renacer la esperanza y le preguntó con viveza:
—¿Caracolas, doctor? ¿Usted cree que las caracolas…?
—¡En efecto! Es un tratamiento que está teniendo mucho éxito. Como oye: coma todos los días ostras, mejillones, almejas, erizos de mar, lapas, incluso bogavantes y langostas.
Y, según se retiraba, añadió distraídamente, desde el umbral de la puerta: «No se entierren ustedes. Madame Chabre es joven y necesita distracciones… Vayan a Trouville. Ahí el aire es muy bueno».
Tres días después, la pareja Chabre partía de viaje. Si bien el comerciante retirado consideró que no valía la pena ir a Trouville, donde se iba a gastar una locura de dinero. Se podía comer caracolas en muchos otros sitios; en cualquier rincón perdido resultarían incluso más abundantes y baratas. En cuanto a las distracciones, sobraban. Al fin y al cabo, no se trataba de un viaje de placer.
Un amigo había aconsejado a Monsieur Chabre la pequeña playa de Pouliguen, cerca de Saint-Nazaire. Tras un viaje de doce horas, el día que pasaron en Saint-Nazaire le resultó tremendamente aburrido a Madame Chabre; se trataba de una ciudad naciente, con sus calles nuevas trazadas con escuadra y cartabón, aún llena de canteras de construcción. Fueron a visitar el puerto, merodearon por las calles, con sus panaderías a mitad de camino entre los oscuros colmados de pueblo y las enormes pastelerías lujosas de ciudad. En Pouliguen, por otro lado, no quedaba ya ni una sola casa para alquilar. Las pequeñas villas de planchas y yeso que rodeaban la bahía como barracas de feria, pintarrajeadas de colores chillones, ya estaban invadidas por los ingleses y por ricos comerciantes de Nantes. Por otro lado, Estelle hizo una mueca ante tales arquitecturas, en las que artistas aburguesados habían dado rienda suelta a su imaginación.
Aconsejaron a los viajeros buscar alojamiento en Guérande. Llegaron el domingo al mediodía y Monsieur Chabre sintió en seguida un arrebato de exaltación, aunque no fuera precisamente de naturaleza poética. Se quedó maravillado a la vista de esta joya medieval tan bien conservada, con su recinto fortificado y sus profundos portalones, coronados de matacanes. Estelle contempló la silenciosa villa rodeada de paseos arbolados y en las balsas de agua de sus ojos sonrieron mil ensoñaciones. El coche seguía rodando, el caballo pasó al trote bajo una puerta y las ruedas danzaron sobre el agudo adoquinado de las callejuelas. Los Chabre aún no habían intercambiado una palabra al respecto.
«¡Vaya agujero! —murmuró por fin el comerciante retirado—. Los puebluchos de las afueras de París están mejor construidos…»
Según el matrimonio descendía del coche delante del hotel Commerce, situado en el centro de la ciudad, al lado de la iglesia, justo salieron de la misma los asistentes a la misa dominical. Mientras su marido se ocupaba de las maletas, Estelle se acercó unos pasos, interesada por el desfile de feligreses, muchos de los cuales iban ataviados de forma muy original. Se veían paludiers, con sus blusas blancas y sus pantalones bombachos, que viven en el vasto desierto de marismas que se extiende entre Guérande y Le Croisic. Había también aparceros, una raza aparte, con su corta chaqueta de trapo y su amplio sombrero redondo. Pero Estelle se quedó sobre todo fascinada por el rico atavío de una jovencita. Una cofia puntiaguda ceñía sus sienes, su corsé rojo, con amplias mangas abiertas, lucía una pechera de seda ornada de vistosas flores. Un cinturón con bordados dorados y plateados ceñía sus tres faldas de tela azul superpuestas y de pliego prieto, mientras un largo delantal de seda naranja descendía dejando al descubierto sus medias de lana roja y sus pies cubiertos por unas pequeñas chinelas amarillas.
«¡Cualquier cosa!» exclamó Monsieur Chabre, que acababa de plantarse detrás de su mujer. «No hay como venir a Bretaña para ver semejante carnaval.»
Estelle no contestó. Un gran mozo de una veintena de años salía de la iglesia, dando su brazo a una anciana dama. Su tez era muy blanca, su aspecto altivo y lucía una melena rubia leonina. Era un gigante, de amplias espaldas y brazos musculosos, a pesar de lo cual parecía todo ternura y delicadeza, con su rostro barbilampiño y sonrosado como una muchacha. Como Estelle lo estaba observando fijamente, admirada por su gran hermosura, giró la cabeza, la miró durante un segundo y se ruborizó.
—¡Vaya! —murmuró Monsieur Chabre—. He aquí uno por lo menos con aspecto de persona. Podría ser un magnífico carabinero.
—Es Monsieur Hector —comentó la sirvienta del hotel, que lo había oído—. Acompaña a su mamá, Madame de Plougastel… ¡Oh, es un chaval bien dulce y decente!
Durante la comida en la mesa del hotel, los Chabre asistieron a una encendida discusión. El registrador de la propiedad, que acostumbraba a comer en el hotel, se puso a ensalzar las virtudes de la vida patriarcal imperante en Guérande, sobre todo la decencia moral de la juventud. Según él, la educación religiosa era la principal garante de la inocencia de los habitantes de la comarca. Y citaba ejemplos, aportaba hechos. Pero un viajante de comercio, llegado por la mañana con un cargamento de bisutería, se burlaba contando cómo había visto, a lo largo del camino, a los mozos y mozas retozando detrás de las cercas. Ya le gustaría a él ver la reacción de los paisanos del lugar si les pusieran ante las narices a damas de buen ver. Acabó bromeando sobre la religión, los curas y las monjas, hasta que el registrador de la propiedad arrojó la servilleta y se marchó, soliviantado. Los Chabre comieron sin decir palabra, el marido furioso por las cosas que se llegaban a oír en los hoteles y la esposa tranquila y sonriente, como si no hubiera comprendido nada.
Dedicaron la tarde a visitar Guérande. En la iglesia Saint Aubin hacía un fresco delicioso. Se pasearon pausadamente, levantando la mirada hacia sus altas bóvedas, bajo las cuales los haces de columnillas se lanzaban como cohetes. Se detuvieron a observar las pintorescas esculturas de los capiteles, que mostraban a verdugos serrando en dos a sus víctimas o asándolos en parrillas, que alimentaban con enormes fuelles. Tras lo cual recorrieron las cinco o seis calles de la villa y Monsieur Chabre se reafirmó en su juicio: definitivamente, era un agujero, sin actividad comercial ninguna, una de esas antiguallas medievales que tarde o temprano sería demolida. Las calles estaban desiertas, bordeadas de casas de tejados a dos aguas, apretujadas las unas contra las otras, como viejecitas cansadas. Tejados puntiagudos, atalayas cubiertas de placas de pizarra clavadas, torretas haciendo esquina, restos de esculturas desgastadas por el tiempo, formaban rincones silenciosos como museos descansando al sol. Estelle, que desde que se había casado devoraba novelas románticas, lanzaba miradas lánguidas hacia las ventanas de vidrieras. Soñaba con Walter Scott.
Cuando los Chabre salieron de la ciudad para rodearla, asintieron con la cabeza; había que admitir que era realmente encantadora. Las murallas de granito no mostraban ni una brecha, doradas al sol, intactas como el primer día. Pendones de hiedra y de madreselva se descolgaban de los matacanes. En las torres que flanqueaban la muralla habían crecido arbustos, retamas doradas y alhelíes flamígeros, cuyos penachos de flores ardían en la claridad celeste. Alrededor de la villa se extendían paseos umbríos entre grandes árboles, olmos centenarios, bajo cuyo frescor la hierba crecía. Se caminaba suavemente, como sobre una alfombra, siguiendo los antiguos fosos, aquí colmados, allá convertidos en estanques cuyas musgosas aguas dibujaban extraños reflejos. Los abedules lanzaban sus troncos blancos contra la muralla. Capas de plantas exhibían sus verdes melenas. Haces luminosos perforaban el follaje haciendo brillar rincones misteriosos, cavidades de poternas, donde tan sólo las ranas, con sus brincos bruscos y confusos, turbaban el silencio macerado de los siglos muertos.
«¡Hay diez torres, las he contado!», exclamó de repente Monsieur Chabre, cuando regresaron a su punto de partida.
Estaba impresionado sobre todo por las cuatro puertas de la ciudad, con sus estrechos y profundos portales por donde no podían pasar dos coches a la vez. ¿No resultaba acaso ridículo mantenerse encerrados de esa manera en pleno siglo diecinueve? Si por él fuera, arrasaría todas esas puertas y esas murallas de ciudadela fortificada, perforadas de arpilleras, ¡cuyos muros eran tan espesos que se podría construir en su lugar dos edificios de seis alturas!
«¡Sin hablar —añadía— de todo el material que se obtendría de la demolición del murallón!»
Llegaron al Mail, amplio paseo elevado que trazaba un cuarto de círculo, desde la puerta Este hasta la puerta Sur. Estelle permanecía sumida en ensueños, frente al admirable horizonte que se extendía a leguas vista, más allá de los tejados de la villa. Primero se desplegaba una banda de naturaleza poderosa, de pinos retorcidos por los vientos marinos, arbustos nudosos, toda una oscura vegetación; tras la cual se extendía un desierto de marismas, la inmensidad desnuda, con sus espejos cuadrados y las motas blancas de montoncitos de sal que se incendiaban sobre la capa grisácea de la arena. Más lejos, confundiéndose con el cielo, el Océano profundo y azul. Había tres velas que parecían tres golondrinas blancas.
«He aquí de nuevo el mozo de esta mañana —dijo de repente Monsieur Chabre—. ¿No te recuerda al pequeño de los Larivière? Si tuviera una joroba, sería exactamente como él.»
Estelle se giró suavemente. Pero Hector, plantado en el borde del Mail, con aire absorto también ante las vistas del mar lejano, no pareció darse cuenta de que lo estaban observando. Entonces, la muchacha retomó su paseo, lentamente. Usaba su larga sombrilla a modo de bastón. Al cabo de una decena de pasos, el lazo de la sombrilla se desató. Los Chabre oyeron entonces una voz detrás de ellos.
—Madame, madame…
Era Hector que había recogido el lazo.
—Mil gracias, monsieur —dijo Estelle, con su tranquila sonrisa.
Parecía muy dulce y muy honesto, el buen mozo. En seguida se ganó la simpatía de Monsieur Chabre, que le confesó que no tenían claro qué playa elegir e incluso le pidió consejo. Hector, extremadamente tímido, balbuceó: «No creo que hallen ustedes lo que buscan ni en Croisic ni en el burgo de Batz —decía, mostrando en las lejanía los campanarios de dichos pueblos—. Les aconsejo que vayan a Piriac…».
Y aportó más detalles. Piriac se hallaba a tres leguas. Tenía un tío que vivía en los alrededores. Ante las preguntas de Monsieur Chabre, afirmó que las caracolas abundaban por aquella zona.
La muchacha daba golpecitos en la hierba con la punta de su sombrilla. El mozo no osaba alzar la vista hacia ella, como si su presencia lo perturbara enormemente.
—Guérande es una villa encantadora, monsieur —dijo por fin Estelle, con su voz aflautada.
—¡Oh, sí, realmente deliciosa! —balbuceó Hector, devorándola de repente con la mirada.