IV

La inspección general estaba programada para finales de mes. El mayor contaba pues con diez días. Al día siguiente, se arrastró a trompicones hasta el Café de Paris, donde pidió una caña. Mélanie palideció al verlo y Phrosine se resignó a servirle la cerveza con miedo a recibir una bofetada. Pero el mayor no parecía buscar guerra; pidió una silla para estirar su pierna, tras lo cual se tomó la caña con la tranquilidad de cualquier cliente sediento. Llevaba una hora ahí cuando vio pasar por la Place du Palais a dos oficiales, al jefe de batallón Morandot y al capitán Doucet. Los llamó, agitando escandalosamente el bastón. «¡Venid a tomaros una cañita conmigo!», les gritó en cuanto se acercaron un poco. Los oficiales no se atrevieron a negarse. Cuando la criada ya les había servido, Morandot preguntó al mayor:

—¿Así que ahora usted para por aquí?

—Sí, la cerveza no está nada mal.

El capitán Doucet guiñó los ojos con travesura.

—¿Pertenece usted al diván, mayor?

Laguitte se echó a reír, pero no respondió. Entonces comenzaron a bromear sobre Mélanie, mientras el mayor alzaba los hombros con aire inocente. Al fin y al cabo, no dejaba de ser toda una mujer y muchos de los que fingían desdeñarla hubieran hecho en realidad muchas tonterías por tenerla. El mayor se giró hacia la barra y, con tono de buen chico, dijo: «¡Madame, más cañas!».

Mélanie estaba tan sorprendida que se levantó para servirles ella misma las cervezas. Cuando ya estaba ante la mesa, el mayor la retuvo; incluso se permitió la libertad de darle unas palmaditas en una mano que ella había posado en el respaldo de una silla. Acostumbrada como estaba a las carantoñas y caricias, se puso zalamera, pensando que el viejo escombro —como acostumbraba a llamarlo con Phrosine— ya chocheaba. Doucet y Morandot no paraban de intercambiar miradas. ¡Será posible! ¡El bueno del mayor había ocupado el lugar de Alzafaldas! ¡Ah, caramba, lo que se iban a reír en el regimiento!

De repente Laguitte, que a través de la puerta abierta vigilaba de refilón la Place du Palais, exclamó:

—¡Mirad, ahí va Burle!

—Sí, es su hora —dijo Phrosine, acercándose ella también—. El capitán pasa por ahí todas las tardes, al salir de la oficina.

El mayor, a pesar de su pierna, se levantó, tropezó con varias sillas y gritó: «¡Eh, Burle! ¡Ven para acá! ¡Tómate a una cañita, hombre!».

El capitán, estupefacto, incapaz de comprender qué podía hacer Laguitte en el café de Mélanie, con Doucet y Morandot, se dirigió hacia allá mecánicamente. Acababan de derrumbársele un montón de ideas hechas. Se detuvo en el umbral, aún dubitativo.

—¡Otra caña! —pidió el mayor, y girándose—. ¿Qué te pasa? ¡Entra pues y siéntate! ¡Que no te vamos a comer!

Cuando el capitán se sentó se produjo un momento de incomodidad general. Mélanie trajo la caña con un ligero temblor en las manos, torturada por el continuo temor a que se produjera una escena que supusiera el cierre del local. Ahora, la galantería del mayor la inquietaba. Trató de esquivar la invitación a tomar algo con los caballeros, pero el mayor, como si fuera el dueño de la casa, ya había pedido un anisete a Phrosine y Mélanie se vio obligada a sentarse entre él y el capitán. Repetía, de forma tajante: «Ante todo, respeto a las damas… ¡Seamos caballeros franceses, pardiez! ¡A la salud de madame!».

Burle, con los ojos clavados en su jarra, mostraba una sonrisa forzada. Los otros dos oficiales, superados por la situación, intentaron irse. Afortunadamente, la sala estaba vacía. Tan sólo estaban los pequeños rentistas en su mesa, echando la partida de la tarde, mirando de refilón a cada juramento, escandalizados de que hubiera tanta gente y dispuestos a amenazar a Mélanie con irse al café de la estación antes que tener que soportar una invasión de la tropa. Las moscas zumbaban, atraídas por la suciedad de las mesas, que Phrosine tan sólo limpiaba los sábados. Instalada en la barra, la pequeña criada había retomado su novela.

«¿Y bien? ¿No brindas con madame? —dijo con rudeza el mayor a Burle—. ¡Un poquito de educación, por favor!» Y, como Doucet y Morandot volvían a hacer amago de levantarse, prosiguió: «¡Esperad, demontre! Nos vamos juntos… ¡Por culpa de este animal, que nunca ha sabido comportarse!».

Los dos oficiales permanecieron de pie, sorprendidos por la brusca ira del mayor. Mélanie intentó poner paz, con su risa de mujer complaciente, tomando los brazos de ambos hombres. Pero Laguitte prosiguió: «No, déjeme… ¿Por qué no quiere brindar? ¡No dejaré que la insulte, madame!, ¿está claro? ¡Ya empiezo a estar harto de este cerdo!». Burle, muy pálido tras el último insulto, se levantó y dijo a Morandot: «¿Pero qué le pasa? ¿Me hace venir para insultarme?… ¿Acaso está borracho?».

«¡Mil diablos endemoniados!», vociferó el mayor. Se puso de pie, temblando sobre sus piernas, y sacudió un buen tortazo al capitán. Mélanie tuvo el tiempo justo de agacharse para evitar que la alcanzara de pasada. Se montó un buen jaleo. Phrosine comenzó a lanzar gritos desde la barra, como si la estuvieran pegando a ella. Los pequeños rentistas se atrincheraron detrás de su mesa, temiendo que todos esos soldados desenfundaran sus sables y comenzaran a masacrarse. Pero Doucet y Morandot habían tomado al capitán por los brazos, impidiéndole que saltara a la garganta del mayor y lo condujeron poco a poco hacia la salida. Una vez fuera, lograron calmarlo un poco, echando toda la culpa a Laguitte. El coronel mismo decidiría sobre el asunto, pues se comprometieron a ir a someterlo a su criterio, en calidad de testigos del mismo. Cuando lograron que Burle se marchara, regresaron al café donde estaba Laguitte, muy emocionado, con los ojos llenos de lágrimas, pero fingiendo tranquilidad, apurando su caña.

—Escuche, mayor —dijo el jefe de batallón—, lo que acaba de hacer está muy mal… El capitán no tiene su mismo rango, por lo que sabe que no le permitirán batirse en duelo con usted.

—Bueno, eso ya lo veremos —respondió el mayor.

—¿Pero qué le ha hecho a usted? Si ni siquiera ha dicho nada… Dos viejos camaradas, ¡es absurdo!

El mayor hizo un gesto vago.

—¿Qué más da? Me irrita.

No pudieron sacarle más información; jamás se supo nada más sobre los motivos, pero no por ello el escándalo fue menos enorme. En suma, todo el regimiento acabó opinando que la Mélanie, enrabietada por haber sido abandonada por el capitán, había hecho que el mayor lo abofeteara, pues también había caído bajo sus garras y debía de haberle contado historietas abominables sobre Burle. ¿Quién lo hubiera dicho de ese pellejo de Laguitte, que siempre decía horrores de las mujeres? Y ahora era él el que había caído. A pesar del alzamiento general contra Mélanie, el suceso en realidad la hizo más popular y fascinante que nunca, temida y deseada a la vez, de manera que sus negocios comenzaron a ir viento en popa.

Al día siguiente, el coronel convocó al mayor y al capitán. Los sermoneó con dureza, reprochándoles por deshonrar al ejército al frecuentar tugurios infames. ¿Cómo resolver el entuerto, puesto que no podía autorizarlos a batirse en duelo? Ésta era la cuestión que desde el día anterior se debatía apasionadamente en todo el regimiento. Unas simples excusas parecían inaceptables, debido al tortazo; sin embargo, puesto que Laguitte apenas se tenía en pie por su cojera, se pensaba que tal vez se impusiera una reconciliación, si el coronel así lo exigía.

—Veamos —prosiguió el coronel—, ¿me aceptan ustedes como árbitro?

—Perdón, mi coronel —interrumpió el mayor—. Vengo a traer mi dimisión… Hela aquí. Esto lo soluciona todo. Fije usted el día del duelo.

Burle lo miró estupefacto. Por su parte, el coronel se creyó en el deber de realizar algunas observaciones: «Esta determinación que usted toma es muy grave, mayor… No le quedan más que dos años para su retiro…».

Pero de nuevo Laguitte lo interrumpió, diciendo con rudeza:

—Eso es asunto mío.

—Indudablemente… ¡Pues vale! Voy a tramitar su dimisión y, en cuanto sea aceptada, fijaré un día para el duelo.

Este desenlace dejó a todo el regimiento patidifuso. ¿Qué pasaba por la cabeza del diablo del mayor como para querer rebanarse el cuello con su viejo camarada Burle? Así que se volvió a hablar de Mélanie y de su imponente atractivo femenino; todos los oficiales fantaseaban ahora con ella, encendidos ante la idea de que debía de estar muy bien para lograr que un viejo duro de pelar como Laguitte se embalara así por ella. El jefe de batallón, Morandot, coincidió con el mayor y no le ocultó sus inquietudes. Si no moría en el encuentro, ¿cómo iba a vivir?, pues carecía de fortuna y la pensión por la cruz de oficial y el dinero de su jubilación, reducido a la mitad, apenas le alcanzarían para comer. Mientras Morandot hablaba de esta guisa, Laguitte mantenía sus grandes ojos abiertos y plantados en el vacío, sumido en su muda tozudez de cráneo estrecho. Cuando el otro le preguntó sobre su odio contra Burle, repitió su frase, acompañada de un gesto vago: «Me irrita. ¿Qué más da?».

Cada mañana, en la cantina de la pensión de oficiales, la primera pregunta siempre era: «¿Y bien? ¿No ha llegado ya esa dimisión?». Había gran expectativa en torno al duelo, se debatía especialmente sobre su posible desenlace. La mayor parte pensaba que Laguitte sería ensartado en apenas tres segundos, pues resultaba absurdo pretender batirse a su edad, con una pierna paralizada que no le permitiría ni lanzarse en ataque. Pero otros hacían un gesto con la cabeza. Ciertamente, Laguitte nunca había sido ningún prodigio de inteligencia; era incluso famoso desde hacía dos décadas por su estupidez, pero eso no quitaba que antaño fuera uno de los mejores espadachines del regimiento. Habiendo comenzado su carrera como enfant de troupe, había logrado ganarse sus galones de jefe de batallón gracias a su bravura de hombre de sangre caliente que desdeñaba cualquier peligro. Burle, muy al contrario, era un espadachín mediocre y tenía fama de cobarde. En fin, todo estaba por ver. La emoción iba aumentando pues la maldita dimisión no acababa de llegar.

El que estaba más inquieto, más alterado, era sin duda el propio mayor. Habían pasado ya ocho días; la inspección general iba a comenzar pasado mañana. Y seguía sin llegar nada. Temblaba sólo ante la idea de haber abofeteado a su viejo amigo y de haber presentado su dimisión para nada, sin lograr retrasar el escándalo ni un minuto. Si moría en manos de Burle, se libraría de tener que asistir al lamentable asunto; y si era él el que mataba a Burle, como esperaba, taparían el escándalo en seguida; salvaría así el honor del ejército y el pequeño podría ingresar en Saint-Cyr. Pero ¡diablos!, ¡esos chupatintas del ministerio tenían que despabilarse un poco! El mayor ya no podía tenerse quieto; podía vérsele rondando por correos, acechando a las cartas, interrogando al personal de guardia del coronel. Ya no dormía, todo le daba igual, se desesperaba sobre su bastón, cojeaba horriblemente.

En víspera de la inspección, iba de nuevo a visitar al coronel cuando se quedó paralizado al ver, a tan sólo unos pasos, a Madame Burle, que llevaba a Charles al colegio. No la había vuelto a ver y ella, por su parte, se había enclaustrado en su casa. Sintió un vahído y se apartó a un lado de la acera, para dejársela entera a ella. Ninguno de los dos se saludó, lo que hizo que el niño lo mirara con ojos llenos de sorpresa. Madame Burle, fría, altiva, rozó al mayor sin inmutarse. Él, cuando ya se alejaban, los miraba con una mezcla de aturdimiento y de enternecimiento.

«¡Diablos! ¡Ya no soy nada!», gruñó, tragándose las lágrimas.

Según iba a entrar en el despacho del coronel, un capitán le dijo:

—¡Pues bien! Ya está, el papel acaba de llegar.

—Ah… —murmuró él, muy pálido.

Y volvía a ver a la anciana alejándose, con el niño cogido de la mano, con su implacable rigidez. ¡Diantre! ¡Y pensar que llevaba ocho días esperando tan ardientemente la llegada de ese trozo de papel y que ahora le revolvía por dentro todas las entrañas!

El duelo tuvo lugar a la mañana del día siguiente, en el patio del cuartel, detrás de un murete. Corría un aire vivificador bajo un reluciente sol. Casi tuvieron que llevar en brazos a Laguitte. Llegó apoyándose en el hombro de uno de sus testigos y en su bastón. Burle, con el rostro inflado y amarillento, parecía dormir de pie, como quien no ha pegado ojo durante la noche de bodas. Nadie intercambió ni una palabra; todos querían que el asunto terminara cuanto antes.

Fue el capitán Doucet, uno de los testigos, el que dio la señal de comienzo. Retrocedió y dijo: «¡Caballeros! ¡Adelante!».

Burle atacó en seguida, con la idea de tantear a Laguitte y saber qué esperar de la situación. Desde hacía diez días, este asunto se había convertido en una pesadilla absurda para él; estaba casi totalmente perdido. Algún atisbo de sospecha lo rondaba a veces, pero lo descartaba enseguida con un escalofrío, pues era a la muerte a lo que se enfrentaba y se negaba a creer que un amigo pudiera jugarle esta mala pasada para intentar arreglarlo todo. Por otro lado, la horrible cojera de Laguitte le daba un poco de aliento. Lo heriría en el hombro y asunto terminado.

Durante un par de minutos, sus hierros se cruzaron con el típico chasquido metálico. De repente, el capitán hizo un quiebro y lanzó un ataque. Pero el mayor, recuperando su muñeca de antaño, hizo una terrible parada de quinta; si hubiera contraatacado, el capitán hubiera resultado ensartado de parte a parte. Éste retrocedió precipitadamente, lívido, sintiéndose en manos de su rival, que acababa de perdonarle la vida… por el momento. Ahora lo entendía: se trataba efectivamente de una ejecución.

Sin embargo Laguitte, plantado sobre sus piernas lisiadas, esperaba como una estatua de piedra. Los dos adversarios se observaron en silencio. En los ojos enturbiados de Burle apareció una súplica, un ruego de gracia; ya sabía por qué iba a morir y, como un niño, juraba que nunca lo volvería a hacer. Pero la mirada del mayor permaneció implacable; el honor era el dueño de la misma y asfixiaba toda su ternura de buen hombre.

«¡Acabemos!», murmuró entre dientes.

Esta vez fue él quien atacó. Se vio un relámpago, su sable flambeó cruzando de derecha a izquierda, volvió y se plantó, con una estocada recta y fulgurante, en el pecho del capitán, que se desplomó como un peso muerto, sin un solo grito.

Laguitte soltó el sable, contemplando al pobre cebón de Burle tendido patas arriba, con la panza al aire. El mayor repetía una y otra vez, enfurecido y roto por la emoción: «¡Mil diablos endemoniados!».

Sus dos testigos tuvieron que llevárselo en brazos, pues sus piernas ya no le respondían y no podía andar ni con el bastón.

Dos meses más tarde, el anciano mayor se arrastraba por una soleada y desierta calle de Vauchamp, cuando volvió a toparse frente a frente con Madame Burle y el pequeño Charles. Ambos vestían un estricto luto.

Quiso evitarlos, pero las piernas no le respondían y se dirigieron directamente hacia él, sin frenar ni acelerar el paso. Charles seguía con su dulce rostro asustado de niña. Madame Burle mantenía su rígida altivez, más dura y seca que nunca. Como Laguitte se apartó, metiéndose en el ángulo de una puerta cochera, para despejar su camino, ella se detuvo bruscamente ante él y le tendió la mano. El mayor dudó un instante pero acabó estrechándola, pero se puso a temblar de pies a cabeza, sacudiendo el brazo de la anciana. Intercambiaron en silencio miradas enmudecidas.

«Charles —dijo por fin la abuela—, da la mano al mayor». El niño obedeció sin comprender. Laguitte estaba muy pálido, apenas osaba rozar los delicados dedos del pequeño. Entonces, comprendiendo que debía decir algo, tan sólo se ocurrió lo siguiente:

—¿Sigue usted pensando en que vaya a Saint-Cyr?

—Claro, en cuanto tenga la edad —respondió Madame Burle.

A la semana siguiente, una fiebre tifoidea se llevó a Charles. La víspera, su abuela le había vuelto a leer la batalla del Vengeur, para aguerrirlo; durante la noche el delirio se amparó de él. Murió de miedo.