En el regimiento, la noticia cayó como una bomba. ¡Alzafaldas había roto con la Mélanie! Al cabo de una semana, la cosa parecía comprobada, innegable: el capitán ya ni se asomaba por el Café de Paris; se decía que el boticario había ocupado su sitio aún caliente, para mayor desgracia del viejo magistrado. Y, lo que aún resultaba más increíble, el capitán Burle vivía enclaustrado en la calle de Récollets. Efectivamente, se recogía pronto y pasaba las veladas junto a la chimenea, tomando la lección al pequeño Charles. Su madre, que no le había insinuado ni una palabra sobre sus tejemanejes con Gagneux, mantenía ante él su severa rigidez, pero sus miradas decían que lo creía curado.
Quince días después, el mayor Laguitte se hizo invitar a cenar. Se sentía algo incómodo ante la idea de volver a encontrarse con Burle, no tanto por él mismo sino más bien por el propio capitán, pues temía despertar en él malos recuerdos. Sin embargo, puesto que Burle parecía reformado, quería darle un buen apretón de manos y tomar algo juntos. Era algo que le apetecía hacer.
Burle estaba en su habitación cuando llegó Laguitte. Fue Madame Burle la que lo recibió. Tras decir que venía a probar la sopa, añadió en voz baja:
—¿Y?
—Todo bien —respondió la anciana.
—¿Nada sospechoso?
—Nada en absoluto. Se acuesta a las nueve, nunca se ausenta y parece feliz.
—¡Ah, diantre! ¡Qué bien! —exclamó el mayor—. Ya sabía yo que bastaba con un buen empellón. Todavía le queda corazón, al muy bruto.
Cuando Burle apareció, le apretó las manos hasta casi hacerle daño. Ante la chimenea, antes de ir a la mesa, charlaron tranquilamente, ponderando las plácidas alegrías hogareñas. El capitán aseguraba que no cambiaba su casa ni por un reino, una vez que se había quitado los tirantes, puesto las pantuflas y tendido en su sofá. El mayor asentía, examinándolo detenidamente. Sin duda, la vida decente no lo ayudaba precisamente a adelgazar, pues estaba aún más inflado, con los ojos hinchados y los labios reventones. Hablaba como medio adormilado, bien aposentado en sus carnes, repitiendo: «¡No hay como la vida en familia!…¡Ah, la vida en familia!».
—Eso está muy bien —dijo el mayor, inquieto al verlo tan apoltronado—, pero tampoco exageremos. Haz un poco de ejercicio; déjate caer, de vez en cuando, por algún café…
—¿Un café?, ¿a qué fin? Aquí tengo todo lo que necesito. No, no, yo prefiero quedarme en mi casita.
Mientras Charles recogía sus libros, entró una criada para poner la mesa, lo que sorprendió a Laguitte.
—¡Vaya! ¿Ha cogido usted a alguien? —preguntó a Madame Burle.
—No me ha quedado otra —respondió ésta, suspirando—. Mis piernas ya no me aguantan y la casa estaba patas arriba… Por suerte, el viejo Cabrol me ha confiado a su hija. ¿Conoce usted a Cabrol, ese viejito que se encarga de barrer el mercado? No sabía qué hacer con Rose. La estoy enseñando un poco de cocina.
La criada salió.
—¿Qué edad tiene? —preguntó el mayor.
—Apenas diecisiete años. Es tonta y sucia, pero se conforma con diez francos al mes y no come más que sopas.
Cuando Rose regresó con un montón de platos, Laguitte, que no solía fijarse demasiado en las muchachas, la siguió sin embargo con la mirada, sorprendido de ver a una tan poco agraciada. Era pequeña, muy oscura, ligeramente jorobada; su cara era un tanto simiesca, con la nariz aplastada, una boca enorme y unas rendijas donde brillaban unos ojillos verduzcos. Una amplia riñonada y sus largos brazos le daban un aspecto muy sólido.
Según volvió a salir a por la sal y la pimienta, Laguitte, animado, exclamó:
—¡Pardiez! ¡Menudo adefesio!
—¡Bah! —murmuró Burle distraídamente—. Es muy dispuesta, hace todo lo que la pidas. Para lo que tiene que hacer, es suficiente.
La cena fue un éxito. Hubo puchero y ragú de cordero. Le pidieron a Charles que contara historietas de su colegio. Madame Burle, para demostrar lo encantador que era, le hizo varias preguntas: «¿No es cierto que quieres ser militar?». Una sonrisa se dibujaba en sus pálidos labios cuando el pequeño respondía, con la sumisión asustadiza de un perrillo amaestrado: «Sí, abuela». El capitán, con los codos plantados en la mesa, mascaba pausadamente, absorto. El calor ascendía; la única lámpara que iluminaba la mesa dejaba los rincones de la amplia sala sumidos en una vaga oscuridad. Flotaba un espeso bienestar, una intimidad de personillas poco afortunadas que no cambiaban de plato todos los días y que una fuente llena de natillas servidas en el último momento resultaba suficiente para colmar de felicidad.
Rose, cuyos fuertes pisotones ponían la mesa en danza mientras se afanaba detrás de los comensales, aún no había abierto la boca, hasta que se plantó cerca del capitán y le preguntó con un tono ronco:
—¿Monsieur va a querer queso?
—¿Eh?, ¿cómo? —Burle pegó un respingo—. ¡Ah! Sí, queso… ¡Pero coge bien el plato!
Cortó un trozo de queso de gruyer mientras la muchacha, ahí plantada, lo contemplaba desde sus rendijas. Laguitte se reía. Desde el comienzo de la cena, Rose le parecía una gran fuente de diversión. Bajó el tono de voz para susurrarle al capitán al oído: «No, en serio, ¡es pasmosa! Esa nariz y esa boca son lo nunca visto… Un día tienes que llevarla al coronel, para que la vea un rato. Eso lo distraerá un poco».
Su fealdad despertaba en él un entusiasmo paternal. Quería verla más de cerca. «Oye, hijita, ¿y yo? También yo quiero queso».
Se acercó con el plato y el mayor, con el cuchillo plantado en el gruyer, se extasiaba contemplándola, lanzado risillas al descubrir que una de las aletas de su nariz era más grande que la otra. Rose, imperturbable, se dejaba observar, a la espera de que el invitado terminara de reírse.
Recogió la mesa y desapareció. El capitán se quedó en seguida dormido, cerca de la chimenea, mientras el mayor y Madame Burle charlaban. Charles había retomado sus deberes. Flotaba una enorme paz por toda la sala, esa paz de las familias burguesas bien avenidas reunidas en torno al fuego. A las nueve, Burle se despertó bostezando y declaró que iba a acostarse; se disculpó, pero, muy a su pesar, los ojos se le cerraban. Cuando el mayor ya marchaba, media hora después, Madame Burle buscó en vano a Rose, para que lo acompañara con una lámpara hacia la salida, pero debía ya de haber subido a su habitación. Una auténtica gallina, la muchacha, que podía estar doce horas roncando a pierna suelta.
«No moleste a nadie —dijo Laguitte, ya en el rellano—. No es que mis piernas sean mejores que las suyas, pero con el pasamanos no me romperé nada… En fin, estimada madame, estoy feliz. Por fin se han acabado sus penurias. He estudiado detenidamente a Burle y le aseguro que no oculta ninguna triquiñuela… ¡Diantre! ¡Ya era hora que se liberara de las faldas! Cada vez iba a peor.»
El mayor se marchó encantado. Un hogar de gente decente, con los muros de cristal, donde no había manera de ocultar cochinadas.
De todo el encuentro, en el fondo lo que más le gustaba era que ya no tendría que verificar las cuentas del capitán. No había nada que lo fastidiara tanto como el papeleo. En la medida en que Burle volviera a ser de confianza, él podría dedicarse a fumar sus pipas y a firmar papeles con los ojos cerrados. A pesar de lo cual, aún mantuvo un ojo abierto durante un tiempo. Pero los recibos eran auténticos, los saldos estaban perfectamente equilibrados, no había nada irregular. Al cabo de un mes, ya se dedicaba tan sólo a hojear rápidamente los recibos y a comprobar los saldos finales, como siempre había hecho.
Pero una mañana, de repente, su mirada se detuvo en una suma, no por desconfianza sino porque estaba encendiéndose la pipa; se percató que el total había sido forzado en trece francos para equilibrar el saldo; y no se trataba de un error de transcripción de cifras, pues las cotejó con los recibos. Le dio mala espina, pero no le dijo nada a Burle sino que se propuso repasar las sumas. A la semana siguiente, nuevo error: diecinueve francos de menos. Esta vez, la inquietud lo asaltó: se encerró con las cuentas y dedicó toda una agónica mañana a rehacerlo todo, recalculando todas las sumas, sudando la gota gorda, lanzando terribles juramentos, con la cabeza a reventar de números. Y, a cada nueva suma, constataba el miserable siseo de unos pocos francos: diez aquí, ocho allá, once acullá; en las últimas operaciones, menos aún: tres o cuatro francos; en una de ellas incluso, Burle había distraído tan sólo un franco y cincuenta céntimos. Desde hacía dos meses, el capitán se dedicaba pues a roer miguitas de la caja. Cotejando fechas, el mayor dedujo que la celebrada reunión tan sólo lo había refrenado durante apenas ocho días. Este descubrimiento fue la gota que colmó el vaso.
«¡Mil diablos endemoniados!» vociferaba solo, descargando puñetazos sobre las cuentas. «¡Esto es aún más asqueroso! Lo de los recibos falsos de Gagneux, por lo menos, tenía su audacia. Pero esto…, ¡demontre!, es más bajo que una criada sisando dos céntimos de la compra. ¡Mira que dedicarse a arañar las cuentas! ¡Para embolsarse franco y medio!… ¡Pardiez! ¿Dónde queda tu orgullo, miserable? ¡Hubiera preferido que te llevaras la caja entera y que te la fundieras en una noche de juerga con actrices!»
El siseo de poca monta le resultaba aún más indignante. También estaba furioso por haber sido burlado de nuevo por un medio tan simple y tonto como el falsear las cuentas. Se levantó y estuvo una hora dando vueltas en su gabinete, sin saber qué hacer, lanzando voces.
«Esto ya es definitivo; es un hombre acabado. Hay que hacer algo… Aunque le pegara un buen susto cada mañana, eso no iba a evitar que luego por la tarde se embolsara una monedita de tres francos… Pero ¡diablos!, ¿qué hace con ese dinero? ¡Si ya no sale, se acuesta a las nueve y todo parece tan decente y tranquilo en su casa! ¿Acaso el muy cerdo tiene nuevos vicios desconocidos?»
Volvió a su mesa y contó las cantidades distraídas, que sumaban quinientos cuarenta y cinco francos. ¿De dónde sacar tal cantidad de dinero? La inspección precisamente iba a ser dentro de poco. Bastaba que al maniático del coronel se le ocurriera comprobar alguna suma para que se descubriera el pastel. Esta vez Burle estaba acabado.
Esta idea calmó al mayor. Ya no lanzaba juramentos, estaba helado, imaginándose a Madame Burle, estirada y desesperada ante él. Estaba también tan angustiado por su propia suerte, que el corazón parecía a punto de salírsele del pecho.
«Veamos —murmuró—, lo primero que hay que hacer es aclarar qué historietas hay detrás de todo esto. Luego, ya habrá tiempo de actuar.»
Se dirigió al despacho de Burle. Desde la acera de en frente, atisbó una falda que desaparecía por el hueco de su puerta. Pensando que estaba a punto de descubrir todo el pastel, se deslizó detrás y se puso a la escucha. Se trataba de Mélanie, reconoció su tono aflautado de mujerón. Se quejaba de los caballeretes del diván, hablaba de una letra que no sabía cómo iba a poder pagar; que los alguaciles ya estaban llamando a la puerta de su casa, que iba a tener que venderlo todo. Pero como el capitán apenas decía nada, salvo que no tenía ni un céntimo, acabó deshaciéndose en lágrimas. Se puso a tutearlo, llamándole «mi niño favorito». Pero por mucho que desplegara sus mayores encantos, éstos no parecían surtir ningún efecto, pues la voz sorda del capitán seguía repitiendo: «¡Imposible! ¡Imposible!». Al cabo de una hora, Mélanie por fin se fue, hecha una furia. El mayor, estupefacto por el giro de los acontecimientos, esperó un momento antes de entrar en el despacho, donde el capitán se había quedado solo. Lo halló perfectamente tranquilo así que, a pesar de sus ganas de mandarlo tres veces al infierno, se contuvo, decidido como estaba a llegar antes hasta el fondo del asunto.
No había nada sospechoso en el despacho. Delante de la mesa de madera negra, sobre el asiento de rejilla del capitán, había un decente cojín de cuero; en un rincón, la caja del dinero parecía sólidamente cerrada, sin una sola muesca. El verano se acercaba y por la ventana se escuchaba el trino de un canario. Todo estaba en un orden impecable; de las cajas de cartón emanaba un olor a legajos que inspiraba confianza.
—¿No era la fulana de la Mélanie ésa que acaba de salir? —preguntó Laguitte.
Burle alzó los hombros y murmuró:
—Sí. Ha venido haciéndose la zalamera a ver si lograba trincharme doscientos francos… Pero no le he dado ni un franco, ¡ni diez céntimos!
—¡Vaya! —replicó el mayor, sondeándolo—. Pues me habían comentado que habíais vuelto a arrejuntaros…
—¿Cómo?… ¡Qué va, para nada! Ya estoy harto de todas esas pelanduscas.
Laguitte se retiró, más estupefacto aún. ¿Qué había hecho pues con los quinientos cuarenta y cinco francos? ¿Acaso, el muy rastrero, había dejado las faldas para pasarse al vino y a la bebida? Se propuso intentar sorprender a Burle en su propia casa, esa misma tarde; tal vez pegando la hebra con él y con su madre lograra descubrir algo. Pero esa misma tarde su pierna comenzó a dolerle de una forma intolerable; no iba nada bien desde hacía algún tiempo, incluso se había tenido que resignar a usar un bastón, para no ir por ahí a trompicones, como un cojitranco. Pero el bastón lo desesperaba; solía decir, con rabia contenida, que ya era un inválido. A pesar de todo, juntó toda su fuerza de voluntad, se levantó del sofá y se puso en manos de su bastón para arrastrarse por la oscura noche hasta la calle de Récollets. Sonaron las nueve cuando llegó. El portal estaba entreabierto. Iba resoplando por el tercer piso cuando escuchó ruido de voces en el piso superior. Creyó reconocer la voz de Burle y se acercó con curiosidad. Al fondo del pasillo, a la izquierda, una puerta dejaba pasar un haz de luz; al ruido de sus pisadas, la puerta se cerró y se encontró de repente sumido en la oscuridad más absoluta.
«¡Qué bobada! —se dijo—. Alguna cocinera que se va a acostar…»
A pesar de todo, se acercó lo más cautelosamente posible hasta la puerta para pegar el oído a la misma. Se oían dos voces charlando. Se quedó boquiabierto: se trataba del cerdo de Burle y del monstruo de la criada, Rose.
—Me prometiste tres francos —decía la criada con rudeza—. Dámelos.
—Cariñito, te los traeré mañana —insistía Burle, suplicante—. Hoy no ha podido ser… Ya sabes que siempre cumplo mis promesas.
—O me das tres francos o ya estás saliendo de aquí.
Ya debía de haberse desvestido y de estar sentada en el borde de su cama de correas, pues crujía a cada uno de sus movimientos. El capitán, de pie, pataleaba, hasta que se acercó.
—Sé buena, anda. Hazme un sitio.
—¡Quieres dejarme en paz! —gritó Rose, con tono torcido—. A que me pongo a gritar y le cuento todo a la vieja… ¡No hay sitio hasta que no me des tres francos!
No había manera de que cambiara de opinión; parecía una bestia tozuda que se negaba a avanzar.
Burle se enfadó, lloró y, finalmente, para ablandarla, sacó de su bolsillo un tarro de confitura que había cogido del armario de su madre. Rose lo aceptó y lo vacío de inmediato, sin pan, con el mango de un tenedor que había en su cómoda. Estaba delicioso. Pero cuando el capitán creía haberla conquistado, volvió a rechazarlo con el mismo obstinado gesto: «¡No hay confituras que valgan! ¡Yo quiero los tres francos!».
Tras esta última exigencia, el mayor alzó su bastón como para partir la puerta en dos. Estaba a punto de estallar. ¡Mil demonios! ¡Maldita buscona! ¡Hacer tal cosa a un capitán del ejército francés! Ya se había olvidado de la falta de Burle, tan sólo pensaba en estrangular a ese horror de mujer, a esa descarada. ¡Cómo se atrevía a andar con exigencias, semejante adefesio! ¡Era ella la que tenía que pagar! Finalmente, se retuvo para seguir escuchando.
—Me apena mucho lo que me haces —repetía el capitán—. Yo que he sido tan bueno contigo… Te he regalado un vestido, unos pendientes y un pequeño reloj. Pero ni siquiera te pones mis regalos.
—¡Vaya! ¿Para qué? ¿Para estropearlos? Papá se encarga de guardar bien mis cosas.
—¿Y todo el dinero que me has sacado?
—Papá me lo guarda también.
Se produjo un silencio. Rose estaba meditando.
—Escucha, si me prometes que mañana me traes seis francos, te hago un sitio. Ponte de rodillas y jura que mañana me traes seis francos… ¡No, no, de rodillas!
El mayor, estremecido, se alejó de la puerta y se quedó en el rellano, adosado al muro. Las piernas se le iban solas y blandía su bastón como si fuera un sable, en la oscura noche de la escalera. ¡Ay, diantre! ¡Ahora entendía por qué el cochino de Burle ya no salía de casa y se acostaba a las nueve! ¡Bonita conversación, ya te digo! ¡Y con una sucia pécora que ni el último de la tropa recogería de un montón de basura! «¡Pero, maldita sea! —exclamó el mayor—. ¡Para esto, mejor que se hubiera quedado con Mélanie!»
¿Y ahora qué? ¿Entraba y los molía a palos a ambos? Ésta fue su primera idea, pero en seguida se apiadó de la pobre anciana de la madre. Lo mejor era dejarlos con sus marranadas. El capitán ya era un caso perdido. Cuando un hombre caía tan bajo, ya no se podía hacer nada por él, salvo echarle una paletada de tierra encima para acabar de enterrarlo, como a una bestia podrida, para que no contamine al resto del mundo. Y por mucho que alguien le hundiera la nariz en su propia mierda, volvería a lo mismo al día siguiente; acabaría sisando céntimos para comprar dulces que ofrecer a pordioserillas pulgosas. ¡Mil demonios! ¡Con el dinero del ejército francés! ¡Y el honor de la bandera! ¡Y el apellido Burle, hasta ahora respetado, él lo estaba arrastrando por las cloacas! ¡Mil diablos endemoniados, esto no podía acabar así!
Pero un instante después, el mayor ya se había ablandado. ¡Si por lo menos tuviera él los quinientos cuarenta y cinco francos! Pero no tenía nada. La noche anterior, en la cantina de la pensión militar, tras haberse emborrachado con coñac como un cadete, lo había perdido todo en el juego. ¡Se le estaba bien merecida la cojera! ¡Lástima que no hubiera reventado!
Dejó a los dos tortolitos que retozaran, descendió y llamó a Madame Burle. Pasaron unos buenos cinco minutos hasta que la anciana vino a abrirle.
—Discúlpeme —dijo—. Pensaba que esa marmota de Rose seguía por aquí… Tendré que ir a sacudirla un poco de su cama.
Pero el mayor la retuvo.
—¿Y Burle? —preguntó.
—¡Oh! Ese lleva roncando desde las nueve… ¿Quiere usted ir a llamar a la puerta de su dormitorio?
—No, no… Tan sólo quería darle a usted las buenas noches.
En el comedor, Charles, sentado como siempre ante la mesa, acababa de terminar su traducción. Pero parecía aterrorizado; sus manitas blancas temblaban. Su abuela, antes de enviarlo a la cama, le leía relatos de batallas, para desarrollar en él el espíritu heroico familiar. Esa noche, la historia del Vengeur, una nave repleta de moribundos tragada por el vasto océano, a punto estuvo de provocar en el niño una crisis nerviosa, llenándole la cabeza de horribles pesadillas.
Madame Burle pidió al mayor que asistiera al final de la lectura. Tras la misma, cerró el libro con gran solemnidad con las palabras del último marinero: «¡Viva la República!». Charles estaba más pálido que una sábana.
—¿Lo has oído? —dijo la anciana—. El deber de todo soldado es el de morir por la Patria.
—Sí, abuela.
Dio un beso en la frente de Madame Burle y se fue, tembloroso, a acostarse en su enorme habitación, donde el mínimo crujido de la madera le provocaba sudores fríos.
El mayor se había quedado escuchando con gravedad. Sí, ¡diablos!, el honor era el honor; no podía dejar que el cretino de Burle deshonrara a la pobre vieja y al mocoso. Puesto que el chaval sentía tanta afición por la vida militar, tenía que poder entrar en la Escuela de Saint-Cyr con la cabeza bien alta. Sin embargo, el mayor no acababa de decidirse a intentar un plan de lo más audaz que lo rondaba tras haber escuchado ahí arriba la historia de los seis francos, cuando Madame Burle tomó la lámpara para acompañarlo. Según pasaban ante la habitación del capitán, ella se sorprendió al ver la llave en la puerta, lo que no era habitual. «Entre usted pues a verlo —le dijo ella—, no es bueno que duerma tanto, se está embruteciendo.» Y antes de que se lo pudiera impedir, abrió la puerta y se quedó helada al hallar el dormitorio vacío. Laguitte se ruborizó, mostrándose tan avergonzado, que ella lo comprendió todo de golpe, conectando mil pequeños detalles. «¡Usted lo sabía! ¡Usted lo sabía! —tartamudeaba—. ¿Por qué no me advirtió?… ¡Dios santo! ¡En mi casa, al lado de su hijo, con esa lavandera, con ese monstruo! ¡Ha vuelto a robar!, ¿no es así? Lo presiento.» Se quedó estirada, blanca, rígida; añadió, con un tono duro: «¿Sabe lo que le digo?, ¡que preferiría que estuviera muerto!».
Laguitte tomó sus dos manos y las mantuvo durante un momento apretadas entre las suyas. Tras lo cual desfiló, pues un nudo le atravesaba la garganta y a punto estaba de echarse a llorar. ¡Ay, mil demonios, ahora ya estaba decidido a intentarlo!