II

El Café de Paris, de la viuda Madame Mélanie Cartier, estaba situado en la Place du Palais, una gran plaza irregular, llena de pequeños olmos polvorientos. En Vauchamp se solía decir: «¿Vamos a donde la Mélanie?». Al final de la primera sala, bastante amplia, había otra sala, que llamaban «el diván»; muy estrecha, con los muros flanqueados de banquetas de moleskine y cuatro mesas de mármol en las esquinas. Ahí era donde Madame Cartier, desertando de la barra, que dejaba a cargo de su criada Phrosine, pasaba las soirées con algunos clientes habituales, los más íntimos, los que eran llamados en la ciudad: «Los caballeretes del diván». Era algo que daba renombre; los demás se dirigían a ellos con sonrisas llenas de desdén y de sorda envidia.

Madame Cartier había enviudado a los veinticinco años. Su marido, un carpintero carretero, había dejado boquiabierta a toda la ciudad al hacerse cargo del Café de Paris tras la muerte de un tío suyo. Un buen día volvió de Montpellier —a donde viajaba cada seis meses para proveerse de licores— con Mélanie bajo el brazo. Estaba mejorando el negocio y, junto a sus suministros, se trajo igualmente a una mujer a su gusto, seductora y que atrajera clientela. Nunca se supo de dónde la había sacado; pero en cualquier caso, no se casó con ella hasta probarla durante seis meses detrás de la barra. Las opiniones, sin embargo, estaban divididas en Vauchamp: según unos, Mélanie era estupenda; según otros, eran un gendarme. Era un mujerón, con las facciones acentuadas y un cabello fuerte que caía sobre sus cejas. Pero nadie podía negar su habilidad para «enredar a los hombres». Tenía unos hermosos ojos de los que abusaba plantándolos sobre sus caballeretes, que palidecían y se sentían más ligeros. Además, se decía que tenía un cuerpo soberbio y eso gusta mucho en el Midi.

Cartier murió de una manera un tanto extraña. Se rumoreó de una pelea entre esposos, de un absceso derivado de un puntapié propinado en el vientre. En cualquier caso, Mélanie se vio de repente en apuros, pues el café no prosperaba precisamente. El carretero se había bebido en absenta y jugado al billar el dinero heredado de su tío. Durante un tiempo, pareció que se iba a ver obligada a venderlo. Pero le gustaba la vida de café y el lugar parecía ideal para ser regentado por una dama. Tan sólo le faltaba algunos parroquianos fieles; que la gran sala estuviera siempre vacía no le importaba demasiado. Se limitó pues a empapelar el diván con papel blanco y dorado y a renovar el moleskine de sus banquetas. El primer parroquiano a quien dar compañía fue un boticario, al que siguieron un fabricante de fideos, un abogado y un magistrado jubilado. Así que el café permaneció abierto, a pesar de que el garçon no llegaba a servir ni veinte consumiciones al día. Las autoridades toleraban el lugar porque se guardaban las formas y, al fin y al cabo, mucha gente respetable se hubiera visto comprometida en caso de ser cerrado.

En la sala grande aún se reunían cuatro o cinco pequeños rentistas del vecindario que pasaban las tardes entre partidas de dominó. No parecieron notar la muerte de Cartier ni el cambio de ambiente del Café de Paris y mantuvieron sus hábitos. Pero el garçon cada vez tenía menos quehaceres así que Mélanie acabó despidiéndolo. Phrosine se encargaba de encender una sola lámpara en un rincón, donde los rentistas echaban la partida. De vez en cuando alguna bandada de jóvenes, atraídos y excitados por las historias que se contaban sobre Mélanie, invadía la sala, con risotadas escandalosas e intimidadas. Pero eran acogidos con aires de fría dignidad y la patrona, o bien no hacía acto de presencia o, si se hallaba en la sala, los aplastaba con un desprecio de mujer hecha y derecha que los reducía a balbuceos. Mélanie era demasiado inteligente como para dejarse llevar por chiquilladas. Mientras la sala grande permanecía sumida en la oscuridad, tan sólo iluminada en el rincón donde los rentistas movían mecánicamente sus fichas de dominó, ella misma se ocupaba de servir a los caballeretes del diván, sin reparar en gentilezas, permitiéndose incluso, en las horas de mayor abandono, la libertad de apoyarse en el hombro de alguno de ellos para seguir con atención alguna jugada fina de écarté.

Una tarde, estos caballeretes, que finalmente se habían habituado a tolerarse entre ellos, tuvieron una desagradable sorpresa al hallar al capitán Burle instalado en el diván. Parece ser que había entrado casualmente por la mañana a tomarse un vermú y, estando solo con Mélanie, se pusieron a charlar. Cuando volvió por la tarde, Phrosine en seguida lo hizo pasar al diván.

Dos días después, Burle ya era el dueño y señor del lugar, sin que por ello dejaran de asistir el boticario, el fabricante de fideos, el abogado o el viejo magistrado. El capitán, pequeño y ancho, adoraba a los mujerones. En el regimiento lo habían apodado «Alzafaldas», debido a su insaciable hambre de mujeres, a sus incontenibles apetitos que satisfacía en cualquier lugar y de cualquier forma, tanto más violenta cuanto más carne hubiera a la que hincarle el diente. Cuando los oficiales, e incluso los simples soldados, se topaban con un buen odre reventón de carne prieta, cuyos encantos desbordaban en rolliza grasa, exclamaban, ya estuviera cubierta de harapos o de terciopelo: «¡Ésta es para el condenado Alzafaldas!». Y todas acababan pasando por sus manos; por la noche, en los barracones, muchos predecían que algún día las mujeres lo reventarían. Por lo que Mélanie, con toda la lozanía de su cuerpo de mujer, se hizo totalmente con él, con un poder irresistible. Él se rindió y se abismó en ella. Al cabo de quince días, había caído en un atolondramiento de gordinflón enamorado que se vacía por dentro sin dejar por ello de estar inflado. Sus ojillos, perdidos en medio de su abotagado rostro, seguían a la viuda a todas partes, con una mirada de perro apaleado. Este mujerón de fuerte pelambrera lo mantenía perdido en un continuo éxtasis. Por miedo a que lo pusiera a dieta, como él mismo decía, toleraba a los caballeretes del diván y entregaba hasta el último céntimo de su paga. Fue un sargento el que halló la expresión más acertada para describir la situación: «Alzafaldas ha encontrado su agujero y ya no va a salir de ahí». ¡Era un hombre enterrado!

Ya eran casi las diez cuando el mayor Laguitte irrumpió furiosamente en el Café de Paris. Tras la puerta, violentamente batida de par en par, se pudo ver durante unos instantes la Place du Palais, oscura, convertida en un pantano de fango líquido, en ebullición bajo la tremenda lluvia. El mayor, calado ya hasta los huesos, dejó tras de sí el rastro de un río según se dirigía al mostrador, donde Phrosine estaba leyendo una novela.

«¡Mala pécora! —gritó—. ¿Cómo te atreves a burlarte de un militar…? ¡Merecerías…!» Y alzó la manaza, amagando un tortazo de los que tumbarían a un buey. La pequeña criada reculaba, aterrada, mientras los rentistas burgueses miraban boquiabiertos, sin comprender nada. Pero el mayor no quiso entretenerse; empujó la puerta del diván y se dio de bruces con Burle y Mélanie, justo cuando ésta se dedicaba a dar zalameramente cucharaditas de ponche al capitán, como una gallina llenando el buche de su polluelo favorito. Esa noche tan sólo se habían dejado caer por ahí el magistrado jubilado y el boticario y ambos, poco animados, se habían retirado temprano. Así que Mélanie, que necesitaba trescientos francos para el día siguiente, aprovechaba la ocasión para ponerse mimosa. «Vamos, a ver ese pico… una por mamá, otra por papá… ¡A que está rico, gordito!» El capitán, sonrosadote, repantigado, con los ojos en blanco, chupaba la cucharilla con profundo deleite.

«¡Maldita sea! —berreó el mayor, plantado en el umbral—. ¡Así que ahora te dedicas a esconderte tras las faldas! ¡Me dicen que te has ido, me echan a la puerta, y mientras tú estás aquí, regodeándote!» Burle se sobresaltó, apartando el ponche. Mélanie, con un gesto de irritación, se adelantó, como para protegerlo con su cuerpo. Pero Laguitte clavó en ella su mirada, con ese aire tranquilo y resuelto bien conocido por las mujeres cuando ven venir una bofetada.

«Déjenos», dijo simplemente el mayor. Ella vaciló durante unos instantes, pero creyó sentir en su rostro la brisa de un tortazo así que, pálida de rabia, fue a reunirse con Phrosine en la barra.

Cuando por fin se quedaron a solas, el mayor Laguitte se plantó delante del capitán Burle con los brazos en jarra e, inclinándose, le gritó en plena cara: «¡Cerdo!». El capitán, desconcertado, quiso enfadarse pero no le dio tiempo. «¡A callar!, ¡que buena me la has jugado! ¡Hacer esto a un amigo! Me has colado recibos falsos que bien podrían dar con nuestros huesos en galeras. ¿Te parece todo esto normal? ¿Te parece normal hacerme esta jugarreta, a mí, que nos conocemos desde hace treinta años?»

Burle se desplomó en su silla con el rostro lívido. Un escalofrío febril estremecía todos sus miembros. El mayor prosiguió vociferando y descargando puñetazos en las mesas mientras daba vueltas por la sala.

—¡Así que ahora te dedicas a sisar, como un vulgar ratero de poca monta, y todo por esta mulastra!… Si todavía hubieras robado por tu madre, sería otra cosa. Pero ¡demontre!, lo que me saca realmente de quicio es que nos distraigas dinero para venir a traerlo a este cuchitril… ¡Dime!: ¿qué tienes en la mollera para liarte, a tu edad, con semejante sargentaza! ¡Y no me mientas, que acabo de pillaros haciendo cochinaditas!

—Pues tú tampoco te quedas corto con tu vicio del juego… —tartamudeó el capitán.

—¡Sí, diablos, soy un podrido jugador! —replicó el mayor, más furioso aún ante la impertinencia—. ¡Yo me juego hasta los calcetines y no es precisamente algo que aporte gran gloria al ejército francés! Pero ¡maldita sea!, ¡yo juego, no robo!… ¡Revienta tú, si es lo que quieres!, ¡deja morir de hambre a tu vieja y al mocoso!, ¡pero respeta la caja y no metas en líos a tus amigos!

Se calló. Burle mantenía la mirada fija, con aspecto de imbécil. Durante un momento, tan sólo se oían los taconeos del mayor.

—¡Y encima estás sin blanca! —prosiguió éste con enojo—. ¿Qué te parecería verte rodeado de gendarmes? ¡Ay, cretino!

Por fin se calmó y lo levantó, tomándolo por la muñeca.

—¡Venga, ven! Hay que hacer algo inmediatamente; no quiero acostarme con todo esto rondándome la cabeza… Tengo una idea.

En la sala grande, Mélanie hablaba muy exaltada, aunque en voz baja, con su criada. Cuando vio salir a los dos hombres, se atrevió a acercarse para decirle a Burle, con tono aflautado:

—¿Cómo, capitán, ya nos deja usted?

—¡Sí, ya se va! —respondió Laguitte con brutalidad—. ¡Y estate segura que jamás volverá a poner los pies en tu sucio antro!

La pequeña criada, asustada, tiró del vestido de su ama. Ésta tuvo la desafortunada idea de murmurar «Borrachuzo». El mayor lanzó de repente el bofetón que le ardía en la mano desde hacía un tiempo. Pero ambas mujeres se agacharon oportunamente, así que tan sólo golpeó el moño de Phrosine, aplastando el bonete y rompiendo su peine. Los pequeños rentistas lanzaron una exclamación de indignación. «¡Diablos, larguémonos de aquí!» dijo Laguitte, empujando a Burle a la calle. «Como me quede un rato más, me lío a tortazos con todos ahí dentro.»

Una vez fuera, para atravesar la plaza tuvieron que chapotear hasta los tobillos. La lluvia, empujada por el viento, chorreaba por sus rostros. Mientras el capitán avanzaba en silencio, el mayor se puso a reprocharle sus tejemanejes aún con mayor viveza. ¡Linda noche para andar callejeando!, ¿no le parecía? Si no hubiera hecho tantas tonterías, ambos estarían ya calentitos en sus camas, en vez de estar chapoteando por ahí. Tras lo cual, se puso a despotricar contra Gagneux. ¡Un cretino cuya carne estropeada ya había provocado tres cólicos a todo el regimiento! Dentro de ocho días terminaba el contrato con él. ¡No volverían a adjudicárselo ni aunque fuera el propio diablo!

«¡Depende de mí!, ¡yo escojo a quien quiero! —rugía el mayor—. ¡Prefiero que me corten un brazo antes que ese envenenador gane un ochavo más a nuestra costa!» Y se tropezó, cayendo en un riachuelo que lo cubría hasta las rodillas; con la voz ahogada entre juramentos, añadió: «¿Sabes lo que te digo? Que voy a subir a su casa… Tú me esperas en la puerta… ¡A ver si ese crápula tiene lo que hay que tener y todavía se atreve a ir mañana a hablar con el coronel, como ha amenazado!… ¡Con un carnicero, demonios!, ¡mira que comprometerte con un carnicero! ¡Ah, estarás orgulloso! ¡Esto no te lo perdono en la vida!».

Llegaron a la Place aux Herbes. La casa de Gagneux estaba a oscuras, lo que no impidió a Laguitte propinar violentos aldabonazos en la puerta hasta que le abrieron. El capitán Burle se quedó solo en la espesa noche, pero ni siquiera se le ocurrió ponerse a cubierto. Permaneció plantado en una esquina del mercado, de pie bajo una lluvia torrencial, con un zumbido en la cabeza que le impedía pensar. No se aburrió, porque había perdido la percepción del tiempo. La casa, con su puerta y sus ventanas cerradas, parecía muerta; él simplemente la miraba. Cuando el mayor salió, al cabo de una hora, al capitán le pareció que apenas acababa de entrar.

Laguitte, con aspecto sombrío, no dijo nada. Burle no se atrevió a preguntarle. Durante unos instantes se buscaron en las tinieblas, intuyendo dónde estaba cada uno, tras lo cual retomaron el paso por las calles oscuras donde el agua corría como si se tratara del lecho de un río. Andaban así uno junto a otro, lejanos y enmudecidos; el mayor, sumido en su silencio, ya ni siquiera lanzaba juramentos. Sin embargo, como volvieron a pasar por la Place du Palais y el Café de Paris seguía iluminado, palmeó el hombro de Burle diciéndole:

—Como vuelvas a entrar en ese antro…

—¡No te preocupes! —respondió el capitán, antes de que acabara la frase.

Y le tendió la mano, pero Laguitte replicó:

—No, no, te acompaño hasta la puerta de tu casa. Así me aseguro que por lo menos esta noche no vuelves ahí.

Continuaron andando hasta la calle de Récollets, donde ambos ralentizaron el paso. Ya frente a su puerta, el capitán, tras haber sacado su llave del bolsillo, por fin se decidió a preguntar:

—¿Y bien?

—¡Y bien! —repitió el mayor con rudeza—. Soy tan canalla como tú… Sí, he cometido una canallada… ¡Ay! ¡Maldita sea! ¡Vete al diablo! Nuestros soldados seguirán comiendo vaca podrida durante los próximos tres meses.

Y le explicó que Gagneux, el muy sinvergüenza, era un sibilino que, poco a poco, se había llevado el gato al agua: no iba a ir a hablar con el coronel, incluso iba a perdonar los dos mil francos sustituyendo los recibos falsos por verdaderos firmados por él, a cambio de que el mayor le garantizara la próxima adjudicación del suministro de carne. El asunto estaba cerrado. «¿Qué te parece? —lanzó Laguitte—. ¡Ya tiene que ganar, el muy canalla, para soltarnos tan alegremente dos mil francos!»

Burle, mudo de emoción, había aferrado las manos del mayor. Tan sólo fue capaz de balbucear unos confusos agradecimientos. La indecencia que acababa de cometer su amigo para salvarlo le había llegado al corazón.

El mayor gruñó: «Es la primera vez que hago algo parecido. Pero había que hacerlo… ¡Qué diablos! Mira que no tener ni dos mil francos ahorrados… Es para cogerle asco al juego y no volver a tocar ni una carta. ¡Peor para mí! Si es que no tengo ni donde caerme muerto… Pero escucha: ¡como vuelvas a hacer algo parecido, la próxima vez no te va a ayudar ni el propio Belcebú!».

El capitán lo abrazó y entró en su casa. El mayor permaneció un momento ante su puerta para asegurarse de que se acostara. Sonaron las doce y la lluvia seguía barriendo la oscura ciudad, así que se dirigió dificultosamente hacia su casa. Estaba apenado por la suerte de sus hombres. Se detuvo para decir en alto, en un tono lleno de piadosa ternura: «¡Pobres diablos! ¡Van a tener que comer vaca reseca por dos mil francos!».