El conde de Verteuil tiene cincuenta y cinco años. Pertenece a una de las familias más ilustres de Francia y posee una gran fortuna. Mal avenido con el gobierno, siempre ha buscado todo tipo de ocupaciones, aportando artículos a revistas científicas, lo que le ha valido una plaza en la Academia de las ciencias morales y políticas, se ha dedicado a los negocios, apasionándose sucesivamente por la agricultura, la ganadería y las bellas artes. Incluso, durante un corto periodo de tiempo, ha sido diputado, distinguiéndose por su oposición recalcitrante al gobierno.
La condesa Mathilde de Verteuil tiene cuarenta y cinco años. Aún se la cita como la rubia más adorable de París. La edad parece haber blanqueado su piel. Siempre fue un tanto delgada; ahora, al madurar, sus hombros han adquirido la redondez de una fruta sedosa. Nunca ha sido tan hermosa como ahora. Cuando aparece en un salón, con sus cabellos dorados derramándose por el satén de su pecho, parece que se produce el amanecer de un astro; las muchachas de veinte años la envidian.
La vida en pareja del conde y de la condesa es uno de esos asuntos de los que no se habla. Se casaron como se casan a menudo en su mundo. Incluso se asegura que durante seis años vivieron muy bien juntos. En esa época tuvieron un hijo, Roger, que ahora es teniente, y una hija, Blanche, a la que han casado el año pasado con Monsieur de Bussac, relator. Siguen conviviendo por sus hijos. Aunque hace años que se han separado, han quedado como buenos amigos, aunque en el fondo siempre movidos por el egoísmo. Se consultan las decisiones; en público, siempre se presentan como la pareja perfecta; pero luego cada uno se encierra en su habitación, donde reciben a sus amigos íntimos a su libre albedrío.
Sin embargo, una noche, Mathilde regresa de un baile hacia las dos de la mañana. Su dama de compañía la desviste y cuando se va a retirar le dice: «Esta noche, Monsieur el Conde se encuentra un poco indispuesto».
La condesa, medio dormida ya, gira perezosamente la cabeza. «Ah», murmura. Se tumba y añade: «Despiértame mañana a las diez; espero a la modista».
Al día siguiente, durante el desayuno, como el conde no hace acto de presencia, la condesa primero pide nuevas de él y luego se decide a subir a verlo. Lo halla en la cama, muy pálido pero guardando la compostura. Ya han venido tres médicos, han charlado en voz baja y han dejado instrucciones; volverán por la tarde. Es atendido por dos criados que no paran quietos, manteniendo el gesto grave y mudo, amortiguando el ruido de sus pisadas en las alfombras. La enorme habitación dormita con fría severidad; no hay ni un trapo fuera de su sitio, ni un mueble descolocado. Es la enfermedad decorosa e impecable, ceremoniosa, que espera visitas.
—¿Sufrís pues, amigo mío? —pregunta la condesa según entra.
El conde se esfuerza en sonreír.
—¡Oh! Estoy un tanto fatigado —responde—. Tan sólo necesito un poco de reposo… Os agradezco la visita.
Pasan dos días. La habitación conserva su dignidad; cada cosa está en su lugar, las pociones van desapareciendo sin dejar ni una mancha. Los rostros bien rasurados de los criados no se permiten ni siquiera un gesto de aburrimiento. Sin embargo, el conde sabe que está en peligro de muerte; ha exigido a los médicos que le digan la verdad y se ha puesto en sus manos, sin un pero. La mayor parte del tiempo lo pasa con los ojos cerrados, o bien con la mirada fija ante él, como si reflexionara sobre su soledad.
En el mundo exterior, la condesa cuenta que su marido está sufriente. No ha alterado un ápice de su rutina cotidiana, come, duerme y se pasea a sus horas. Una vez por la mañana y otra por la noche, acude en persona para saber cómo se encuentra.
—¿Qué tal? ¿Os sentís mejor, amigo mío?
—Claro, mucho mejor; os lo agradezco, mi querida Mathilde.
—Si lo deseáis, me quedo a vuestro lado.
—No, no es necesario. Julien y François se bastan… ¿Para qué fatigaros?
Se entienden bien entre ellos; han vivido separados e insisten en morir separados. El conde experimenta ese placer amargo del egoísta que prefiere abandonar el mundo solo, evitándose embarazosas comedias de dolor. Abrevia lo más posible, por su bien y el de la condesa, el fastidioso tête-à-tête supremo. Su última voluntad consiste en desaparecer sin perder la compostura, como hombre de mundo que no quiere molestar ni incomodar a nadie.
Sin embargo, una noche siente que ya no le queda más que un soplo, sabe que no va a ver amanecer. Cuando la condesa sube a hacer su visita rutinaria, le dice, forzando una última sonrisa: «No os vayáis… No me siento bien».
Quiere salvaguardarla de las malas lenguas; ella, por su parte, estaba esperando una señal al respecto, así que se instala en la habitación. Los médicos también se quedan junto al agonizante. Los dos criados prosiguen su servicio con la misma premura silenciosa. Se ha hecho llamar a los hijos, Roger y Blanche, que ya están cerca de la cama, al lado de su madre. Hay otros parientes instalados en una habitación cercana. La noche transcurre así, en una espera grave. Por la mañana vienen a darle los últimos sacramentos y el conde comulga ante todo el mundo, como para dar su último apoyo público a la religión. Una vez terminada la ceremonia, ya puede morir.
Pero no parece tener prisa, incluso recupera fuerzas con el fin de evitar convulsiones y otras escenas escandalosas. Su respiración, en la amplia y severa habitación, parece el desajustado ruido de un reloj trastornado. Desde luego, es la muerte de un hombre de esmerado decoro. Una vez que ha abrazado a su mujer y a sus hijos, los aparta con un gesto, se gira hacia la pared y muere solo.
Entonces, uno de los médicos se inclina sobre él, le cierra los ojos y dice, a media voz: «Ya está».
En medio del silencio, comienzan a elevarse suspiros y lágrimas. La condesa, Roger y Blanche se han arrodillado y lloran entre sus manos juntas; no se puede ver su rostro. Al poco, los dos hijos se llevan a su madre quien, llegada al umbral de la puerta, marca su desesperación bamboleándose en un último sollozo. Desde ese momento, el muerto pasa a manos de las pompas fúnebres.
Los médicos parten, cabizbajos y con aire de vaga desolación. Se pide a la parroquia que envíe a un cura para velar el cuerpo. Los dos criados se quedan con el cura, sentados en sus sillas, rígidos y dignos; se acerca el esperado final de su servicio. Uno de ellos se percata de una cuchara olvidada sobre un mueble; se levanta y la guarda con viveza en su bolsillo, para que la habitación recupere su orden impecable.
Llegan ruidos de martillazos procedentes de abajo, del gran salón: se trata de los tapiceros que están preparándolo para convertirlo en capilla ardiente. El embalsamamiento ocupa todo el día; se cierra la puerta y dejan a solas al embalsamador con sus ayudantes. Cuando al día siguiente bajan al conde engalanado, para exponerlo; presenta una frescura juvenil.
Desde las nueve de esta mañana de exequias, la casa se llena de murmullos. El hijo y el yerno del difunto reciben al tropel de visitantes en un salón de la primera planta; se inclinan y muestran una cortesía discreta de personas afligidas. Todas las fuerzas vivas están presentes: la nobleza, el ejército, la magistratura; hay incluso senadores y miembros del Institut.
A las diez por fin el cortejo se pone en marcha hacia la iglesia. El coche fúnebre es de primera, empenachado con plumas, ornado de telas con franjas plateadas. Un mariscal, un duque viejo amigo del difunto, un antiguo ministro y un académico llevan las cintas del féretro. Roger de Verteuil y Monsieur de Bussac encabezan el cortejo, seguidos de una tropa de gente enguantada y encorbata de negro, todos personajes importantes que resoplan entre la polvareda y avanzan con el trote de un rebaño en desbandada.
Todo el barrio tomado por el desfile se agolpa en las ventanas; numerosas personas forman vallas humanas en las aceras, se descubren y miran pasar, meneando la cabeza, el coche fúnebre triunfal. La circulación queda interrumpida por una fila interminable de coches fúnebres, casi todos vacíos; los ómnibus y coches simón se aglomeran en los cruces; se pueden oír los juramentos de los cocheros y los restallidos de los látigos. Mientras tanto, la condesa de Verteuil se ha quedado en su casa, encerrada en su habitación; ha dejado dicho que está rota por las lágrimas. Repantigada en una tumbona, se entretiene jugueteando con la hebilla de su cinturón, contemplando el techo, relajada y soñadora.
En la iglesia, la ceremonia dura cerca de dos horas. Todo el clero está en zafarrancho; desde primera hora de la mañana, sólo se ven curas atareados corriendo en sobrepelliz, lanzando órdenes, enjugándose la frente y sonándose la nariz con estruendo. En medio de la nave cubierta de negro flambea un catafalco. Por fin, el cortejo se ha ordenado, las mujeres a la izquierda y los hombres a la derecha; el órgano lanza sus lamentos, los chantres gimen sordamente y los niños del coro cantan con agudos sollozos; de los tederos se elevan altas llamas verdes que tiñen con su fúnebre palidez la pompa de la ceremonia.
—¿No iba a cantar Faure? —pregunta un diputado a su vecino.
—Creo que sí —responde éste, un antiguo prefecto, gran galán que lanza de lejos sonrisas a las mujeres.
Y cuando por fin un chorro de voz se eleva de la nave estremecida, comenta a media voz, balanceando la cabeza con regocijo: «¡Escuche! ¡Qué método!, ¡qué potencia!».
El cantor ha seducido a todos los asistentes. Las damas, con una difusa sonrisa en los labios, recuerdan sus soirées en la ópera. ¡Este Faure tiene realmente talento! Un amigo del difunto llega a decir: «¡Nunca ha cantado tan bien!… ¡Es una pena que el pobre de Verteuil no pueda escucharlo, con lo que le gustaba!».
Los chantres, con sus capas negras, se pasean alrededor del catafalco. Una veintena de sacerdotes complican la ceremonia, saludan, repiten frases en latín, agitan hisopos. Finalmente, los propios asistentes desfilan ante el féretro, los hisopos pasan de mano en mano. Todo el mundo va saliendo, tras dar la mano a la familia. Una vez fuera, un día luminoso ciega al público.
Es una espléndida mañana de junio. Ligeras briznas revolotean por el aire cálido. En la plazuela delante de la iglesia se producen avalanchas y empujones. El cortejo se toma su tiempo para reorganizarse. Hay quienes aprovechan la confusión para esfumarse. La zona sigue atestada de vehículos cuando, a doscientos metros, al final de una calle, se ve un balanceo de plumas del coche fúnebre avanzando y desapareciendo. De repente, se oyen portazos y el brusco trote de los caballos en los adoquines. Los cocheros logran ponerse en fila y el cortejo se dirige hacia el cementerio.
En los carricoches, la gente se acomoda; se diría un tranquilo paseo hacia el Bois atravesando un París primaveral. Como han perdido de vista el coche fúnebre, olvidan rápidamente el entierro y surgen las conversaciones, las damas hablan del verano, los caballeros de sus negocios.
—Entonces, querida, ¿os vais de nuevo a Dieppe este verano?
—Sí, supongo. Pero en todo caso, no hasta agosto… El sábado partimos a nuestras propiedades en el Loira.
—Entonces, amigo mío, descubrió una carta y se batieron en duelo. ¡Oh!, sin demasiada violencia, algún que otro rasguño… Si esa misma tarde cené con él en el club. Incluso me ganó veinticinco luises.
—La reunión de los accionistas es pasado mañana, ¿no? Quieren nombrarme miembro del comité, pero estoy tan ocupado… no sé si aceptaré.
El cortejo lleva un tiempo siguiendo una avenida. Una fresca sombra se derrama de los árboles y una luz gozosa canturrea en la verdura. De repente, una dama atolondrada se asoma por la portezuela y se le escapa: «¡Vaya! ¡Esto es encantador!».
El cortejo acaba de entrar precisamente en el cementerio de Montparnasse. Las voces se acallan, ya no se oye más que el chirrido de las ruedas en la arena de la avenida. Hay que seguirla hasta el final, pues el panteón de los Verteuil se halla al fondo a la izquierda. Se trata de una gran tumba de mármol blanco, con una especie de capilla adornada con innumerables esculturas. Posan el féretro ante la puerta de la capilla y comienzan los discursos.
Hay cuatro. El antiguo ministro retraza la vida política del difunto, que presenta como un genio humilde, que hubiera salvado a Francia si no hubiera desdeñado tanto las intrigas palaciegas. A continuación, un amigo habla de las virtudes privadas de aquel que hoy todo el mundo llora. Tras lo cual, un desconocido toma la palabra como delegado de una sociedad industrial de la que el conde de Verteuil era presidente honorífico. Finalmente, un hombrecillo de aspecto gris expresa la pérdida que supone para la Academia de ciencias morales y políticas.
Mientras tanto, los asistentes curiosean por las tumbas vecinas y leen las inscripciones en las lápidas de mármol. Los que tienden el oído captan tan sólo palabras sueltas. Un viejecillo de labios afilados, tras escuchar: «… las cualidades del corazón, la generosidad y la bondad de las personas de carácter…», alza el mentón y murmura: «Claro, claro. Si yo lo conocía bien. ¡Era un perro!».
El viento se lleva las palabras del último adiós. Una vez que los sacerdotes bendicen el cuerpo, la gente se retira y tan sólo se quedan, en una esquina apartada, los enterradores bajando el féretro. Las cuerdas rozan sordamente, el ataúd de roble cruje. Monsieur el conde de Verteuil ya está en casa.
La condesa no se ha movido de su tumbona. Sigue jugueteando con su cinturón, con la mirada en el techo, perdida en ensueños que, poco a poco, provocan un rubor en sus mejillas de deliciosa rubia.