Jornada tercera

Salen cuatro GRANDES.

GRANDE 1º.—Tan sin tiempo me he venido

a consejo.

GRANDE 2º.—¿Qué ha de ser?

GRANDE 3º.—Algún antojo habrá sido,

para acabar de perder

el reino, como el sentido.

GRANDE 1º.—Él es mi rey natural,

mas no me parece bien

su proceder.

GRANDE 2º.—Siendo tal,

¿a quién le agrada?

GRANDE 4º.—Y ¿a quién

no le parece muy mal?

GRANDE 3º.—¡Perseguir con tanto exceso

un hermano, sin razón!

GRANDE 2º.—¡Pues tener al Duque preso

tantos años!

GRANDE 4º.—Malo es eso,

y peor es la ocasión.

GRANDE 3º.—Ya ¿qué honra habrá segura,

si es que es de todos cabeza,

por guardalla, la aventura?

GRANDE 1º.—Y ya de nuestra tibieza

por las calles se murmura.

GRANDE 2º.—¿Qué remedio puede haber?

GRANDE 3º.—Siendo rey, está en su mano

cuanto quisiere hacer.

GRANDE 4º.—El rey, en siendo tirano,

luego lo deja de ser.

GRANDE 1º.—Calla ahora.

GRANDE 2º.—¿Viene?

GRANDE 1º.—Sí.

GRANDE 3º.—Ya viene, y algún misterio

encierra el venir así.

GRANDE 4º.—Quien no se gobierna a sí,

mal gobernará a su imperio.

Salen el REY, la REINA, la INFANTA, el DUQUE y NÍSIDA; siéntanse en tres sillas, y el REY en medio.

REY.—No os maraville el ver que así os reciba,

en el mismo lugar, la misma alteza

que pudo coronar mi frente altiva,

dando el ligero peso a mi cabeza;

que, como sois pilares donde estriba

el supremo valor de mi grandeza

quiero con vuestro gusto, en quien confío,

dar nuevo ser al pensamiento mío.

Y para ver la causa si es bastante,

fundada en mi razón, pura y sencilla,

y porque el dalla oído no os espante,

como estar esperando os maravilla,

pues traigo prevenido lo importante

por si alguno me culpa antes de oílla.

Estadme atentos todos, que a millares

os daré las disculpas y ejemplares.

El que a Roma fundó, juez severo,

repudios en sus leyes consentía;

y así, Servilio Spurio fue el primero

que dellos se valió en dichoso día.

Pompeyo repudió, el Magno y fiero,

a Antístata y Mucía. Bien podía.

El César a Pompeya, Sila a Lelia,

Claudio César a Emilia, Plaucia y Elia.

A Pompeya, Nerón, y Constantino,

antecesor del fuerte Carlomagno,

de María dejó el ser divino,

sin dar por ello nota de tirano.

En Francia abrió Childerico el camino,

y Carlos y Luis le hicieron llano,

dejando, porque el mundo lo permita,

a Leonor, Aldoberta y Margarita.

A decir infinitos me obligaba,

mas porque no digáis que cito reyes

que, por su condición esquiva o brava,

no tuvieron o no guardaron leyes,

en la vieja el Señor licencia daba

que desde el rey hasta el que guarda bueyes

dejase su mujer honrada y bella,

con sólo que llegase a aborrecella.

Pues yo llegué a este punto, llegue el día

de mí con tantas veras deseado:

a mi mujer repudio. Ya no es mía.

Pues perdió mi valor, pierda mi lado.

Levántase la REINA de la silla.

GRANDE 1º.—¡Terrible crueldad!

GRANDE 2º.—¡Gran tiranía!

GRANDE 3º.—¡Extraña cosa!

GRANDE 4º.—¡Caso no pensado!

REY.—Ya Leonora también, porque conviene,

quito el derecho que en mi reino tiene.

No os admiréis, que yo decir podría

lo que Emilio, persona valerosa,

que al senado, que culpa le ponía

por dejar su mujer cuerda y hermosa,

mostrando el pie y zapato que traía,

de una obra sutil, bella y hermosa,

les dijo: «Aunque os parece tan perfeta,

nadie puede saber lo que me aprieta».

Y agora, por seguir de mi albedrío

el bien nacido y acertado gusto,

y por dar sucesor al reino mío,

pues es tan convenible como justo,

vuelve, Nísida, en brasa el pecho frío,

y trueca en gustos míos tu disgusto.

Y tú y tu padre, como prendas mías,

ocupad estas sillas, ya vacías.

REINA.—Ya, Rey, en esta ocasión,

aunque llore mis disgustos,

conozco bien tu razón,

porque son buenos tus gustos

y mis partes no lo son.

Pero el alma te asegura

que hubieran sido, señor,

iguales a la luz pura

de los cielos, si a mi amor

se igualara mi hermosura.

Pero aunque muchas tuviera,

llenas de belleza y gracia,

la tuya no mereciera;

que es tan grande mi desgracia,

que más que todas pudiera.

Aunque en suerte tan forzosa,

algo tengo de dichosa,

pues viéndome desta suerte,

si lo adviertes, en la suerte

te habré parecido hermosa.

En una cosa querría

que tu rigor se corrija,

pues ninguno merecía

este ángel desta hija,

que es tan tuya como mía.

Restitúyela en su estado,

que una madre desdichada

no le quita un padre honrado.

INFANTA.—No te ofrezca, madre amada,

más dolor ese cuidado.

De ver el tuyo perder,

dolor en mi pecho reina;

que por mí ya echo de ver

que mal podré yo ser reina

pues tú lo dejas de ser.

Por volverte a tu contento,

oyera el Rey, mi señor,

a sus pies mi sentimiento;

mas quitándome el valor,

me quita el atrevimiento.

REY.—El mudarme es excusado.

Subid, sentaos a mi lado.

¿Qué esperáis?

DUQUE.—Sólo esperaba

que te hablase quien te hablaba,

a su respeto obligado.

Mas, pues a obligarme vienes,

sabe, Rey, que mi opinión

no codiciara esos bienes

cuando tuvieras razón,

cuanto y más que no la tienes.

¿Qué honrados ejemplos fueron

los que a esto te animaron?

De reyes que no tuvieron

ley ninguna, o no guardaron

la de Dios, que merecieron.

Y si el mismo que la dio

en el Sinaí a Moisén

los repudios aprobó,

en aquélla estaba bien,

y en ésta de gracia no;

que ahora será violento

lo que entonces justo trato.

¿No advierte tu pensamiento

que entonces era contrato

lo que ahora es sacramento?

Deja tan ciegos antojos,

y da fuerzas al sentido,

volviendo el alma a los ojos;

que yo a mi reina he servido,

y me ofenden sus enojos.

Y cuando Dios soberano

no lo estorbara por eso,

saliera tu intento vano,

y, puesto a sus pies, la mano

mil veces la adoro y beso.

Arrodíllase delante la REINA.

REINA.—Eres honrado y piadoso.

REY.—Eres villano, eres fiero,

pero, sin tu gusto, espero

la mano de un cielo hermoso.

NÍSIDA.—Cortáramela primero,

pues de mi valor confío

y apruebo su parecer;

porque si el ser de mujer

es, por mi desdicha, mío,

también es suyo mi ser.

Ya no creer, como creo,

que tanto mi honor desdora

lo injusto de tu deseo,

por la Reina, mi señora,

a quien con lágrimas veo,

aunque mil reinos me des,

haré tus intentos vanos,

pues no hay humano interés

que me saque de sus manos

para besarle los pies.

Arrodíllase delante la REINA, y ella la abraza.

REINA.—Consuelo de mi tristeza,

abrazarme es lo mejor.

GRANDE 1º.—¡Grande hazaña!

GRANDE 2º.—¡Gran valor!

GRANDE 3º.—¡Gran esfuerzo!

GRANDE 4º.—¡Gran nobleza!

¡Gran desdicha, gran rigor!

¿A esta pena me condena?

Por los cielos soberanos

que me deja el alma llena

de rabia. ¿Todos, villanos,

os alegráis de mi pena?

Esto miro casi ciego.

Mas que me ha de dar confío

la venganza algún sosiego,

cuando con aliento mío

salga de mi pecho el fuego.

Todo lo pienso abrasar.

Llevad al Duque cruel

adonde solía estar,

y llevad también con él

su hija al mismo lugar.

Cárguente, pues me condenas,

de cadenas y de hierros,

como me cargas de penas.

DUQUE.—Más me espantan estos yerros

que el hierro de las cadenas.

REY.—Llevadlos luego, que es justo.

NÍSIDA.—Eso quiero y deso gusto.

REY.—Con tormentos destruillos,

que luego pienso seguillos

para conseguir mi gusto. Vase.

DUQUE.—Reina, consuélete el cielo.

NÍSIDA.—Mejore tu gusto y vida.

INFANTA.—¡Nísida!

NÍSIDA.—¡Infanta querida!

REINA.—Con vosotros va el consuelo

desta mujer afligida.

Abrázanse, y vanse el DUQUE y NÍSIDA por una parte, y la REINA y GRANDES por otra.

GRANDE 1º.—Pon límite a los extremos

de tu dolor.

REINA.—No podré.

GRANDE 2º.—Nuestras vidas te ofrecemos.

GRANDE 3º.—Y consuelo te daremos.

GRANDE 4º.—Cuando el Rey no te lo dé.

Vanse. Salen LEÓNIDO y un PASTOR viejo.

PASTOR.—Pues, como digo, hijo, huyeron todos,

y dejaron al joven mal logrado

revolcando en su sangre, y en sus brazos

a ti cubierto della. Así me dijo:

«Dalde baptismo y estimalde mucho;

que es hijo…», y acabó con harta lástima

de todos los presentes. Sospechamos

que algunos bandoleros, por roballe,

le quitaron la vida; y enterrándole,

yo te llevé a mi casa, y parecías

casi recién nacido, donde luego

mi mujer te dio el pecho, y sobre el tuyo,

al quitarte mantillas harto ricas,

te halló una cruz, y en ella una sortija,

que es la mesma que llevas de ordinario

al cuello, por mi ruego y tu obediencia.

Neguéte esta verdad por no perderte,

pero, al fin, tus honrados pensamientos

a buscar nuevo estado te obligaron.

El cielo afable, poderoso y santo,

a ti suerte te dé y a mí consuelo.

LEÓNIDO.—De nuevo, padre amado, te agradezco

la vida y la crianza que te debo;

y el ver que parto de tu humilde amparo

no te cause pesar, que yo esperaba

sólo tener edad para partirme

a buscar mi ventura, buena o mala;

que, aunque es verdad que sólo me dijiste

que en una peña, al sol, al aire, al hielo,

me hallaste, y lo demás callaste tanto,

nunca creí del pensamiento mío

que nacía de humilde y baja casta.

Dame tu bendición.

PASTOR.—Toma mis brazos.

Vase el PASTOR y sale CELAURO.

LEÓNIDO.—Ya, mi querida Infanta, más me animo

a esperar tus favores y mis glorias.

Tras ti me lleva el alma, que me tienes.

CELAURO.—¡Leónido!

LEÓNIDO.—¡Señor!

CELAURO.—¡Oh, joven fuerte,

oh, ángel de mi guarda, que te hallo

siempre presente a las desdichas mías!

Después que, como sabes, me llevaron

el alma, y me dejaste tan sin ella,

llevó cargo de darme aviso cierto

un criado del Duque, muy amigo,

y volver no le veo, con que he visto

volver al Duque preso a su castillo,

que es el que ves tan cerca de nosotros.

No sé qué novedad habrá obligado

a mi hermano cruel, o qué habrá hecho

de mi Nísida hermosa.

LEÓNIDO.—No te aflijas.

¿Qué nombre tiene el que llevaba el cargo

de avisarte?

CELAURO.—Celandino.

LEÓNIDO.—Iré a buscalle

a la corte y, no hallándole, posible

será informarme yo si algún suceso

te promete disgusto.

CELAURO.—Eres divino,

eres remedio de las penas mías.

Guíete el cielo mientras yo te aguardo

tan cerca del camino que no puedas

pasar sin que te vea.

LEÓNIDO.—Adiós, yo parto

a buscarte consuelo en pena tanta,

(y a ver también a mi querida Infanta).

Vanse y salen el REY, y el DUQUE, maniatado y con una cadena, y NÍSIDA, y tres CRIADOS, con dos fuentes, en la una una daga y en la otra un vaso de veneno.

DUQUE.—Ten respeto y ten recelo,

que serán intentos vanos,

como me quitas las manos,

quitar la justicia al cielo.

¿Eres cristiano? ¿Eres hombre?

O… ¿he sido vasallo infiel?

NÍSIDA.—Si es tirano y es cruel,

¿para qué le buscas nombre?

DUQUE.—¿En qué Libia te criaste?

¿Qué haces?

REY.—Calla, traidor,

que has de temer mi rigor,

pues mi favor no estimaste.

DUQUE.—¿Temes tú al del cielo justo?

REY.—Para darte más pesar,

tú mismo le has de rogar

que te ofenda y me dé gusto,

o ese tu pecho importuno

pasará esta daga fiera.

DUQUE.—Aunque mil pechos tuviera,

y cien mil en cada uno.

REY.—Y si ella el de mis antojos

no aprueba y tiene por bueno,

ha de pagar con veneno

el que me dio por los ojos;

porque en este vaso está,

y tan cruel como cierto.

NÍSIDA.—El de oírte no me ha muerto,

y ése ¿matarme podrá?

Inútiles medios trazas

contra mi honrada aspereza.

DUQUE.—Pues que es mía su nobleza,

vencerá tus amenazas,

que es razón.

REY.—Que no hay razones.

Mueve en mi favor los labios.

DUQUE.—Para decir mis agravios

y contar tus sinrazones.

Pero acabe tu rigor

con esa daga esta vida,

que la boca de la herida

podrá decillas mejor;

que para decir tu mengua,

con mi agravio averiguada,

le dará mi sangre honrada

con cada gota una lengua,

y quizá con mis alientos

alguna te alcanzará,

y tocándote podrá

darte honrados pensamientos.

Pero no querrán los cielos,

porque, para hacerte honrado,

harto limpia te la han dado

tus bien nacidos agüelos.

Mas vence en esta jornada,

en un tirano homicida,

una maldad adquirida

a una nobleza heredada.

Destas injurias te venga.

¿Qué esperas? Dame la muerte,

que mi lengua ha de ofenderte

todo el tiempo que la tenga.

REY.—¡Dalde!

DUQUE.—Dame, no repares.

REY.—Pero no, dejalde estar;

que pues mata con pesar

ha de morir con pesares.

Y tú, rigurosa, exenta.

DUQUE.—Ahora sí, el alma siente penas.

REY.—O bebe, o consiente

con mi gusto y en su afrenta.

Aquí el escoger te toca:

mira cuál tienes por bueno,

el ardor deste veneno

o el aliento desta boca,

que reina te puede hacer,

como tu valor merece.

DUQUE.—Mira, hija, que te ofrece

lo que imposible ha de ser,

pues la ley, que vive en ti,

de Cristo, no da lugar.

REY.—Mira que puedes ganar

dos vidas con sólo un sí.

DUQUE.—Precia el alma, y no la vida.

REY.—Sé con entrambos piadosa.

NÍSIDA.—Si del uno estoy quejosa,

por el otro estoy corrida.

Déjame, padre y señor,

que contra tales intentos

me esfuerzan mis pensamientos,

que son hijos de mi honor.

Y tú, demonio infernal,

que das en desierto voces,

pues que tan bien me conoces,

¿por qué me tratas tan mal?

¿De tu aliento he de gustar,

enemigo, cuando fuera

tal que subirme pudiera,

como me puede bajar?

Y, pues me le ofreces, di,

¿por qué me diste a escoger?,

¿qué veneno puede haber

menos fiero para mí?

Dame el que está en ese vaso,

que a darme salud te inclina,

porque será medicina

a las desdichas que paso.

Pues que con él me darás,

como tú, enemigo, sabes,

la purga de los jarabes

que ha mil siglos que me das.

DUQUE.—¡Oh, hija, más que dichosa!

Muere, y mi muerte dilata.

REY.—Eres extremo de ingrata,

con ser extremo de hermosa,

y pues por mi desventura

tan mal a tratarme vienes,

que ya aborrezco desdenes,

como adoro tu hermosura,

y con este presupuesto,

bebe el veneno.

NÍSIDA.—Aquí estoy.

REY.—Con mi aliento te lo doy,

porque te mate más presto.

Dale el veneno, y aliéntale.

NÍSIDA.—Eres del todo cruel,

pues por venir desa suerte

le temo más que la muerte

que viene escondida en él.

Pero ya. (Mas ¡ay de mí!,

que esta desdichada empresa

por ti, Celauro, me pesa,

porque al fin te pierdo a ti.

De que soy tuya me acuerdo,

y que en morir te destruyo,

mas también mi honor es tuyo,

y te ofendo si le pierdo).

Está dudando.

DUQUE.—¡Cielo justo!

REY.—¡Cielo santo!

NÍSIDA.—(Viva, pues por ti le estimo…)

REY.—Con lo que duda me animo.

DUQUE.—De lo que duda me espanto.

NÍSIDA.—(…Y muera yo, pues abona

tan buen parecer mi suerte).

REY.—Toma, en lugar de la muerte,

mis reinos y mi corona,

pues tú sola la mereces.

DUQUE.—En tu intento persevera,

que otra corona te espera

del martirio, a que te ofreces.

REY.—Deja tu injusta porfía,

ocasión de mis enojos.

DUQUE.—Hija mía de mis ojos,

sé honrada, pues eres mía.

¿Qué dudas? ¿Dó está el valor?

¿Quién te detiene y demuda?

La que su honor pone en duda,

harto pierde de su honor.

REY.—Calla, infame.

NÍSIDA.—Padre, espera;

que ya…

DUQUE.—En tu valor espero.

NÍSIDA.—¡Ay, Celauro, por ti muero,

y por ti vivir quisiera!

DUQUE.—¿Aun ahora dudas más?

REY.—Vuelve, mi bien, por los dos.

NÍSIDA.—Padre, adiós; Celauro, adiós.

DUQUE.—Pues por él mueres, a él vas.

Haz, hija, lo que te toca.

NÍSIDA.—¡Ay, Celauro!

REY.—¿Qué hacer quieres?

Espera un poco.

DUQUE.—No esperes.

REY.—¡Tapalde la infame boca!

Que hace eternos mis enojos,

esforzando su querella.

DUQUE.—Cuando no pueda con ella,

su lengua pondré en mis ojos

y entenderáme.

REY.—¡Traidor!

¡Y aun ésos te sacarán!

DUQUE.—Mis agravios le hablarán,

que son lenguas de mi honor.

El REY está tapándole la boca y los ojos al DUQUE.

NÍSIDA.—¡Ah, Rey! ¿No basta el efeto

que hace tu crueldad en mí,

sino en mi padre?

REY.—Por ti

se le guarda algún respeto.

NÍSIDA.—Y tú, de mi pecho fiel

confía, padre y señor,

que ofendes a mi valor

pues tan poco fías dél;

pero verás mis aceros…

Va a beber el veneno, y detiénela el REY.

REY.—Detente. ¡Extraños rigores!,

¿que son mis brazos peores

que los de la muerte fieros?

¿Cómo a ser tan malo vengo?

Pero ¿cómo puede ser?

Que algo bueno he de tener

por el buen gusto que tengo.

¿Por qué a la muerte te ofreces,

y no a mi amor inmortal?

NÍSIDA.—Porque escojo el menor mal,

y tan malo me pareces,

que el morir tengo por justo,

porque imaginando estoy

que no soy buena, pues soy

tan agradable a tu gusto.

REY.—¿Tanto a aborrecerme vienes?

NÍSIDA.—Tanto, que te estoy mirando

y mil muertes me estás dando

por una que me detienes.

REY.—Mucho mi paciencia pruebas.

¡Bebe el veneno, traidora!

NÍSIDA.—¡Jesús mil veces!

REY.—Señora,

espérate, no lo bebas.

Mas ¿qué digo?, ¿por qué no?

La vida quisiera darte,

mas ¿mi hermano ha de gozarte,

ya que no te gozo yo?

De vosotros soy vencido,

celos: muera mi enemiga,

que a mayor daño se obliga

un celoso aborrecido.

Ya, ingrata, el morir es cierto,

bebe el veneno.

NÍSIDA.—Sí haré.

REY.—Aunque la muerte me dé

el pesar de haberte muerto.

NÍSIDA.—Padre, adiós.

DUQUE.—Hija, serás,

Bebe NÍSIDA el veneno.

de honor puro, claro espejo.

NÍSIDA.—Ya, mi Celauro, te dejo.

REY.—¡Espera, no bebas más!

Para poderme matar

deja la metad siquiera.

NÍSIDA.—Porque favor pareciera,

no te lo quise dejar.

REY.—¿Que, aun envuelta en un favor,

la muerte no quiso darme?

Conoció bien que el matarme

hubiera sido el mayor.

DUQUE.—Hija, yo, que te animaba,

te seguiré donde vas;

que siempre se siente más

la muerte que más se alaba.

NÍSIDA.—¿Tú lloras, padre querido,

cuando tu honor se asegura?

DUQUE.—No soy de piedra por ventura,

aunque de toque lo he sido.

REY.—Pero rabio, estoy de modo

que de mí mismo no sé;

pero, pues esto acabé,

ya pienso acabar con todo.

Daré a mi hermano la muerte

que él ha dado a mi esperanza.

Sea larga la venganza,

pues fue tan corta la suerte.

Habla aparte con los CRIADOS.

Oíd: Celauro vendrá

aquí, donde pierdo el seso,

obligado del suceso,

que yo sé que lo sabrá.

Si a muerte no le condena,

si no le quita el vivir

el pesar de ver morir

a su gloria y a mi pena,

esperalde a la salida

para que podáis matalle,

donde el más oculto valle

tenga su muerte escondida.

Esto haced, imaginando

que yo por su causa muero

y en mi palacio os espero,

(donde os mataré en llegando).

Alto, por el DUQUE.

Matad ese infame, abismo

de su maldad y mis penas,

o quitalde las cadenas,

para que se mate él mismo.

Quitan las cadenas al DUQUE.

Que, pues a tal punto llego,

por los cielos soberanos,

que, cuanto alcancen mis manos,

verá su sangre y mi fuego.

Todo lo pienso acabar,

pues mi esperanza acabó,

para al fin morirme yo

de cansado de matar.

Vanse el REY y los CRIADOS.

DUQUE.—Mi hija, mis ojos bellos,

pues ya pienso darte abrazos,

dame tus divinos brazos,

y llévame al cielo en ellos.

NÍSIDA.—¡Padre mío!

DUQUE.—¡Hija mía!

Acompañarte imagino,

que es muy áspero el camino

y has menester compañía.

NÍSIDA.—No, señor.

DUQUE.—Penas son éstas

para no hacerse mortales.

¡Ay santo honor, mucho vales,

pero a mí mucho me cuestas!

Por justo precio te das

a mis pensamientos buenos;

que, al fin, si no vales menos

no pudieras costar más.

NÍSIDA.—¡Ay Celauro! ¡Ay triste suerte!

¡Ay padre amado! ¡Ay de mí!

Adorándote viví,

y vengo a morir sin verte.

Amigo dulce ¿qué harás,

muerta el alma que te adora?

Más siento mi muerte agora

por lo que tú sentirás.

(¿Diré a mi padre mi empleo?

Ocúpame la vergüenza;

mas no hay cosa que no venza

el ansia deste deseo.

Yo se lo quiero decir;

mas ¿si me querrá escuchar?

¡Si lo pudiese obligar

a que lo hiciese venir!)

DUQUE.—¿Hace el veneno su efeto?

NÍSIDA.—Aún no tiene tanto brío.

Cierto pensamiento mío

me tiene el pecho inquieto.

El cielo justo lo ordena

para que en esta ocasión…

DUQUE.—Descansa tu corazón,

dame parte de tu pena.

NÍSIDA.—¿Y si es culpa?

DUQUE.—Si la has hecho,

viendo que la pagas ya,

¿adónde, hija, estará

más secreta que en mi pecho?

Descansar puedes conmigo,

que mi palabra te doy

que honrado padre te soy,

y he de serte fiel amigo.

NÍSIDA.—Consuelo y ánimo das

a esta triste.

DUQUE.—Hija querida,

quisiera darte la vida.

NÍSIDA.—Oye, para darme aún más:

por tu gusto me crié,

de tres años no cabales,

con la Reina, mi señora,

y deste tirano, madre.

Permitió el cielo que fuese,

dando principio a estos males,

cuando de la misma edad

era Celauro el Infante;

y como, padre del alma,

siempre en ocasiones tales

suele hacer los gustos unos

el ser unas las edades,

tanto fuimos desde entonces

el uno al otro agradables,

que nuestras almas conformes

vieron efetos notables;

pues las amas, en llorando

tiernos de niños y amantes,

iban a buscar al uno

para que el otro callase.

Muchas cosas te dijera

de ternezas semejantes,

que a enternecerte bastaban,

y pudieran disculparme;

que aunque ha tanto que pasaron

no fuera mucho acordarme,

pues tan presentes las tengo,

como si ahora pasasen.

Con ellas y con los años

crecieron las voluntades,

y tanto, que el niño amor,

con nuestra edad, se hizo grande.

Pues, como grande, en efeto,

pudo a Celauro obligalle

a más fuertes sentimientos

y a mayores libertades.

Palabra me dio de esposa

para que yo le otorgase

la prenda más deseada

y difícil de alcanzarse.

Aquí me acaba la pena

que, con esto, pienso darte,

porque, rendida a su gusto,

ninguno pude negalle.

Un año le tuvo, y cuando

fue a padecer en la cárcel,

a mí me dejó en el mes

donde la muerte esperase.

Libróme Dios de sus manos,

sacando a su luz un ángel

a quien escondió la tierra;

el cómo, el cielo lo sabe.

Lo que agora te suplico,

si es posible, amigo, padre,

que quien me quiso en la vida,

en la muerte venga a honrarme,

dándome mano de esposo,

pues estando tú delante,

harás con tu bendición

que la del cielo me alcance.

Mas ya ha rato que el veneno

se esfuerza por acabarme;

¿qué mucho, pues ha tenido

mil cosas que le ayudasen?

Mortales bascas me aprietan

de su ardor incomportable.

Ya, padre, pues te ofendí,

es muy justo que lo pague.

Ya el consuelo que te pido

vendrá tarde, aunque le llames;

que siempre a los desdichados,

no llega, o llega tarde.

DUQUE.—Hija mía… Mas de modo

llega furiosa la muerte,

que no puedo responderte

sino que es desdicha todo.

Sale, CELAURO y CELANDINO, criado.

CELAURO.—Pues no ha sido menester,

para hallarte, poca dicha.

DUQUE.—Llega, y mira tu desdicha

para podella creer.

CELAURO.—¡Cielo! ¿Qué humano albedrío

a esto fue poderoso?

¡Eclipsado sol hermoso!

¡Luz del alma!

NÍSIDA.—¡Amigo mío!

CELAURO.—¿Que esto la suerte permita?

NÍSIDA.—Y yo lo permito ya,

por este bien que me da,

esta vida que me quita.

Ahora la muerte venga,

que no me hallará quejosa;

pero has de hacer una cosa

para que entero le tenga.

Mi padre, de nuestro amor,

sabe lo más importante;

dame la mano, bastante

a darme gusto y honor.

¿Eres mi esposo?

CELAURO.—Sí soy.

NÍSIDA.—Y yo soy tuya también;

dame la mano.

CELAURO.—Mi bien,

ya era tuya, y te la doy.

NÍSIDA.—¡Alegre y dichosa palma!

¡Esposo amigo!

CELAURO.—¡Señora!

NÍSIDA.—No me la dejes ahora

hasta que me deje el alma,

¿Que ya eres mío de veras?

CELAURO.—Y ¿cuándo tuyo no fui?

NÍSIDA.—¡Qué gloria hubiera en mí

si largos años lo fueras!

Pero es tan corta mi suerte,

que vengo a pagalle parte

de la gloria del ganarte

con la pena del perderte.

CELAURO.—¿Perderme? Contigo irá

al cielo un alma, que fuera

tras la tuya, aunque supiera

que era cierto el ir allá.

Pues ¿habías de morirte,

y yo no morir de enojos?

Desangrado por los ojos

moriré para seguirte.

DUQUE.—¿Quién no muere contemplando

suceso tan lastimero?

Yo, de enternecido muero,

y de muerto estoy callando.

NÍSIDA.—¡Ah Señor! No llores tanto…

CELAURO.—Llorando, quiero morir.

NÍSIDA.—…Porque yo venga a sentir

más que mi muerte tu llanto.

Ya muero.

CELANDINO.—¡Infelice hombre!

NÍSIDA.—¡Ay esposo! ¡Ay muerte! Espera.

¿Cómo es posible que muera

quien puede darte ese nombre?

CELAURO.—¡Mi bien, mi bien! ¡Suerte esquiva,

tu inclemencia ha sido mucha!

DUQUE.—Quien esto mira y escucha,

¿cómo es posible que viva?

NÍSIDA.—¿A quién daré mis querellas?

El Rey…

CELAURO.—¿Para qué le nombras?

NÍSIDA.—El Rey entre oscuras sombras,

líbrate, Celauro, dellas.

Padre, Celauro, ¿qué has hecho?…

el furor al Rey aplaca,

que de tus brazos me saca,

pues no puede de tu pecho.

Tuya soy.

DUQUE.—¡Hija querida!

CELAURO.—Ese temor no te asombre.

DUQUE.—En la muerte muestra el hombre

las costumbres de la vida;

y esto bien claro se vio

en el ángel que estoy viendo,

pues muere agora temiendo

lo que viviendo temió.

Virgen del cielo piadosa,

ayudalde. ¡Hija querida!

¿no me respondes?

CELAURO.—Mi vida,

¿óyesme, querida esposa?

¿Sordos, amiga del alma,

a mis voces tus oídos?

DUQUE.—Ya de todos los sentidos

llevó la muerte la palma.

CELAURO.—Y ¿no la lleva de mí?

DUQUE.—¡Jesús mil veces, Señor!

¡Favor aquí!

CELAURO.—¡Aquí favor!

DUQUE.—Ya es muerta.

CELAURO.—¿Ya es muerta?

DUQUE.—Sí.

Ya al cielo te levantas,

ya sus claras estrellas

con inmortales pies pisas y mides.

Ya entre las almas santas

escuchas mis querellas,

y a todo el Cielo mi consuelo pides.

Si con mi gusto mides

el tuyo, pide al cielo

que me lleve tras ti, y tendré consuelo.

En penas tan notables,

por mi mano arrancadas

……………..

……………..

………………

no cubre el cielo vuestra blanca nieve,

que aunque este cielo llueve,

con mortales desmayos,

no arroja nieve, porque engendra rayos;

serán mi venganza,

iguales con mi mengua,

pues acude al dolor mi sangre fría

con tan justa esperanza.

CELAURO.—¡Ah, cielo! Dame lengua,

o quítame la vida, ya no mía,

pues ha llegado el día

que al alma triste asombra,

viendo su claro sol trocado en sombra.

Si sueño o devaneo,

¿es verdad o es engaño?

¡Muerta Nísida! Cielo, dulce esposa…

Pero ¿cuál es el daño?

Que es mío y no lo creo.

Mas tu mano es injusta y poderosa,

que a mi Nísida hermosa

me llevas, ciclo amigo.

¡Mil veces de lo dicho me desdigo!

Ya sé que en un cristiano

fue loco pensamiento;

mas pagaráme el alma, que he perdido,

aquella injusta mano

que ha sido el instrumento

de mi justo castigo; si lo ha sido,

de mí fue merecido.

Mas ¿es bien empleado

que pague un ángel lo que yo he pecado?

Mas ¿qué estoy esperando?

Págueme el Rey y el mundo

el triste eclipse de mis luces bellas,

tantas almas sacando,

que al cielo, y al profundo,

le faltará lugar donde ponellas;

pero, si estoy sin ellas,

¿qué vitoria o qué palma

has de poder llevar, brazo sin alma?

Si tú fuiste alimento,

mi bien, del alma mía,

si en todas mis acciones te invocaba,

si con tu dulce aliento

volaba, si quería

alcanzar los favores que alcanzaba

¿cómo no imaginaba

que, siendo en flor cogida

tu beldad, acabase así mi vida?

Pero ¿fue por ventura

Píramo más amante?

¿Tengo menos valor o menos daños?

En mayor desventura

¿seré menos costante?

……………

Saca la espada para matarse, y le detiene el DUQUE.

DUQUE.—¡Oh sucesos extraños!

¡Hijo!

CELAURO.—Ya me corrijo,

padre del alma, pues me llamas hijo.

Dame tu honrado ejemplo,

pon tus pies en mi boca,

llega tu pecho al mío, ya defunto.

Con cuanto en ti contemplo,

me regala y me toca;

que en efeto tomó de todo punto,

en infelice punto

su ser divino aquella

que fue mi sol y la eclipsó mi estrella.

DUQUE.—No ha de estar desa suerte

un pecho como el tuyo.

¡Yo le consuelo, mísero cuitado!

¿No ves que con tu muerte

más mi vida destruyo?

CELAURO.—Moriré, pues que me quieres, consolado.

¿Quiéresme, padre amado?

DUQUE.—Pues en tus brazos muero,

y te estoy consolando, bien te quiero.

CELAURO.—Pero ¿Nísida muerta,

y yo, muriendo, vivo?

Y ¿no voy a vengar en un tirano

afrenta que es tan cierta,

dolor que es tan esquivo?

Muera a mis manos mi enemigo hermano,

que el cielo soberano,

pues voy furioso y loco,

si de mí le defiende, no hará poco.

DUQUE.—Hijo querido, espera.

CELAURO.—No me des ese nombre

hasta vengar mi afrenta y tus enojos.

DUQUE.—Mejor lo considera;

que siempre yerra el hombre

que se deja llevar de sus antojos.

CELAURO.—No llevará en despojos

la tierra tu hija bella

hasta que yo, vengado, venga a vella.

Cortaré la cabeza

al Rey en su palacio.

DUQUE.—Mira que es imposible, cobra acuerdo.

CELAURO.—De mi mal la aspereza

no sufre más espacio.

Dirás que estaba loco, si me pierdo;

que fuera no ser cuerdo,

si al insufrible peso

destos pesares no perdiera el seso.

Comienza, espada mía,

a ser, como imagino,

rigor del cielo, y de la tierra espanto.

Vase CELAURO con la espada desnuda.

DUQUE.—Estorbarle querría

su loco desatino,

si me diese lugar mi amargo llanto.

Llevaréisme entretanto

ese ángel, prenda amada,

por mil causas dichosa y desdichada.

Llévanse los CRIADOS a NÍSIDA, y vanse todos y salen los tres CRIADOS a quien mandó el REY matar a CELAURO.

CRIADO 1º.—Que me pesa te confieso,

mas sirvo a mi rey.

CRIADO 2º.—No hay duda.

CRIADO 3º.—La espada lleva desnuda.

CRIADO 1º.—O trae perdido el seso,

o su desdicha adevina.

CRIADO 2º.—Sus acciones son de loco:

ya camina poco a poco,

ya corre, y ya no camina,

ya voces y ojos levanta

al cielo, ya los compone

y ya en la tierra los pone

callando.

CRIADO 3º.—Por Dios, que espanta.

CRIADO 1º.—Ya llega.

CRIADO 2º.—El lugar mejor

es para darle la muerte.

CRIADO 3º.—Ya es costumbre de la suerte

a traiciones dar favor.

Todo esto dicen como que ven venir a CELAURO, y pónense a un lado del tablado, y sale CELAURO.

CELAURO.—Esposa, dame la mano,

y recibe estos abrazos.

Mas ¿qué hacéis, cansados brazos?

Todo es señas y aire vano.

¿No vi tu hermosa figura

y tus espaldas después?

La muerte sin duda es

el envés de la hermosura.

¿Huyes? Seguirte no puedo,

porque ya el pecho desmaya.

Para que a vengarte vaya

dame valor, y no miedo.

¿Qué horror es éste? ¡Ay de mí!

Que a espantarte no te obligo…

O llévame allá contigo,

o no me dejes sin ti.

Oye ¿conmigo rigores?

Éntrase como que va tras aquella sombra que finge representalle la imaginación, y síguenle los CRIADOS.

CRIADO 1º.—Ahora va descuidado:

dale tú por ese lado

y yo por éste.

CELAURO.—¡Ah traidores!

Vuelve a salir por la otra parte.

¿No veis que mi brazo fuerte

para vengarme no es malo?

Pero ¡en mi sangre resbalo,

y tropiezo con mi muerte!

El cielo justo y benino

a esta muerte me condena,

aunque esta muerte no es pena,

pues consuelo la imagino.

Mas por áspero camino

este consuelo me envía,

Nísida; que bien podía

hacer como entonces fuera,

porque en tus brazos muriera

quien en tu pecho vivía.

¿Dónde está, querida esposa,

aquel acertado empleo,

aquel llegar con deseo

de mirar tu cara hermosa,

el verte alegre o quejosa,

el beber tu dulce aliento,

el celar mi pensamiento

del viento, porque pensaba?…

Pero todo al fin se acaba,

resuelto en ceniza, al viento.

Por vengarte, gloria mía,

quisiera ser de importancia;

………………

hubiera sido en Hungría.

Pero, loca fantasía,

no es bien que así te remontes.

No hay cristianos Rodamontes.

Nísida, al cielo pedilde

que me dé la muerte humilde

entre estos soberbios montes.

Cristiano en efeto soy;

procuradme allá la palma,

porque ya, esposa del alma,

a veros con Cristo voy.

¡Ay, cielo!

Sale LEÓNIDO.

LEÓNIDO.—Del todo estoy

sin sentido, o estas voces

son lastimeras y atroces.

¿Qué es lo que mis ojos ven?

¿Qué veo? ¿A quién miro?

CELAURO.—¿A quién?

Tu amigo, ¿no me conoces?

LEÓNIDO.—Señor, ¡qué gran desventura!

¿Cúya es la mano cruel?…

CELAURO.—¿Cúya preguntas? De aquel

que ha tanto que lo procura.

Mas, pues el cielo te envía

siempre a que me des favores,

pues ahora los mejores

quiero para el alma mía.

Soy en efeto cristiano,

y aunque malo pude ser,

quisiera ahora tener

la cruz bendita en la mano.

LEÓNIDO.—¿Cómo a mi dolor resisto?

CELAURO.—Hazla de palo siquiera;

que la cruz es la bandera

de los soldados de Cristo.

LEÓNIDO.—Una traigo aquí harto bella,

que no la aparto de mí;

creo que con ella nací,

porque murieses con ella.

Saca la cruz de esmeraldas y zafiros y tómala en la mano CELAURO.

CELAURO.—Para mi bien la trujiste.

LEÓNIDO.—Misterios del cielo son.

CELAURO.—Casi muerto el corazón

me salta. ¿Qué me dijiste?

¿Qué sentidos me enseñaron?

¿Con ella naciste, amigo?

Dime.

LEÓNIDO.—Que con ella, digo,

recién nacido me hallaron;

que yo de mi nacimiento

no pude más alcanzar.

CELAURO.—Del todo vuelvo a cobrar

el casi perdido aliento.

De desangrado moría,

y con la alegre ocasión,

va acudiendo al corazón

la sangre que antes salía.

LEÓNIDO.—Con tus muertas alegrías

consuelas mi pecho fiel.

CELAURO.—Lee, amigo ese papel,

que ha que guardo muchos días.

Dale el papel, y léele LEÓNIDO.

LEÓNIDO.—«Amigo, de las señas que han de llevar los que tienen cargo de buscar a nuestro perdido hijo, es la más esencial, que llevaba al cuello una cruz de esmeraldas y zafiros, y en ella una sortija de un diamante».

¿Qué es lo que mirando estoy?

¿Qué he ganado y qué he perdido?

CELAURO.—Hijo del alma querido,

tu padre, aunque muerto, soy.

LEÓNIDO.—De nuevo ahora naciera,

cobrando valor profundo,

cuando la opinión del mundo

por tu hijo me tuviera.

Mas con el dolor crecido

cerca de la muerte estoy.

Desdichado soy, pues soy

antes muerto que nacido.

CELAURO.—No, hijo mío, eso no;

que otra fénix has de ser,

pues vienes a renacer

cuando quedo muerto yo.

LEÓNIDO.—Sola tu desdicha heredo.

CELAURO.—Paga por mí tus abrazos;

pon en tu cuello mis brazos,

que aun abrazarte no puedo.

LEÓNIDO.—El pecho sangre despida,

que sólo lágrimas llora.

CELAURO.—¡Ay, hijo!, y ¿qué diera ahora

por una sola hora de vida?

Mas, pues tan corta es mi suerte,

que mucha menos espero,

mirar por tu vida quiero

antes que llegue mi muerte.

LEÓNIDO.—Mira, señor, por el bien

del alma, y déjame a mí.

CELAURO.—Pues ¿no ves, hijo, que así

miro por ella también?

¿Qué medio hallaré mejor

con que deje averiguado

que es mío el ser que te he dado,

y que es tuyo mi valor?

Mas ya imagino y confío

que todo el mundo, y Hungría,

en viendo una firma mía,

te tendrán por hijo mío.

¿Con qué escribiré? ¡Ah, cruel!

LEÓNIDO.—¿Eso ahora te congoja?

CELAURO.—Mas ¿no es esta sangre roja?

Y ¿no es blanco este papel?

Entrad, valerosa mano,

y estimad mi buen acuerdo,

pues de la sangre que pierdo

sale el remedio que gano.

Metiéndose la mano en el pecho y sacando sangre de la herida, escribe en las espaldas del papel, y déjese caer en los brazos de LEÓNIDO.

Tenme.

LEÓNIDO.—¡Valor extremado!

¿Qué pecho de duro acero

no se enternece?

CELAURO.—Ya muero,

hijo, con menos cuidado.

Agora, mi prenda amada,

para que a tu honor acudas,

si con tu mano me ayudas,

yo te ceñiré mi espada.

Pues a tu lado la pones,

recibe mi bendición,

y espera mi maldición

si la empleas en traiciones.

LEÓNIDO.—En mi mano ten por cierto

que ha de ser honrada y fiera.

CELAURO.—Otra cosa te dijera:

hijo mío, el Rey me ha muerto.

Tu eres honrado y podrás…

mas, por ser del cielo amigo,

que te vengues no te digo,

sino que ofendido estás.

LEÓNIDO.—Ninguna pena, señor,

esos cuidados te den;

que tú me lo dices bien,

y yo lo entiendo mejor.

CELAURO.—Abrázame; que la palma

ofrezco ya.

LEÓNIDO.—Moriré de pesar.

CELAURO.—Y cuando esté

del todo el cuerpo sin alma,

adonde el Duque, tu agüelo,

está, llevalle podrás,

y junto le enterrarás

de mi Nísi…

LEÓNIDO.—¡Justo cielo!

¡Qué! ¿Me dejas y te vas?

¡Padre tan presto perdido!

Sin duda te he conocido

para perderte no más.

Ya partiste ¡Cielo santo!,

si me queréis consolar,

no me escuchéis el llorar

hasta convertirme en llanto.

Porque se acaben los días

que han de hacerme eterna guerra,

haced, ojos, en la tierra,

un mar de lágrimas mías.

¡Ay, ojos, qué bien hacéis!,

pues con sangre la mezcláis,

porque así me consoláis,

creyendo que la veréis.

Pero la tierna tristeza

suspended, fiera esperanza,

y lo que ha de ser venganza

no se convierta en terneza.

Y así juro y prometo, en este punto,

por todo cuanto bueno habita el cielo,

de por sí cada cosa, y todo junto,

a la sangre heredada de mi agüelo,

por quien es bien que mi valor remonte,

y a la que riega y entristece el suelo,

poniendo por testigos a este monte,

campos, árboles, plantas y espesura,

con que adorna y compone su horizonte,

de no mirar del cielo la luz pura,

ni a la tierra, ni a mí, que puedo hacello,

ocupado en mirar mi desventura,

ni mirar de Leonora el rostro bello,

ni ponerme vestido más honrado,

ni cortarme la barba y el cabello,

de ir ardiendo al calor, al frío helado,

y de nunca el acero desta espada

en vaina se ha de ver, ni yo en poblado,

de no llevar la cara levantada,

de no comer sino silvestre fruta,

con los dientes cogida y arrancada,

como bruto animal y bestia bruta,

y si mi tierno llanto y mi querella

me viniese a dejar la boca enjuta,

de no buscar el agua y no bebella

sin primero enturbiar su claro hermoso,

quitando la ocasión de verme en ella,

de no ofrecerme al sueño o al reposo,

sino al tronco de un árbol arrimado,

vigilante de mi agravio, y no medroso,

hasta que el brazo ahora levantado,

tan lleno de valor y de osadía,

me saque de ofendido y de obligado,

hasta poder beber helada y fría,

enjugando estas lágrimas que bebo,

del Rey la sangre, injustamente mía,

para vengar entonces, como debo,

ofensas hechas al valor altivo

deste segundo Aquiles, a quien llevo

muerto en los hombros, y en el alma vivo.

Vase LEÓNIDO, llevándose a su padre muerto en los brazos, y sale el REY.

REY.—Injusta mano mía,

de ti salió el rigor que me tormenta;

quité la luz al día,

y agora, en las tinieblas de mi afrenta,

me consume y me asombra,

del muerto sol, la imaginada sombra.

Quien tal hizo, ¿qué espera?

¿Es verdad que maté mi prenda amada?

¡Ay, alma injusta y fiera,

de algún demonio entonces incitada!

¡Ay, corazón! ¿Qué has hecho?

Salta a pedazos de mi airado pecho.

Ya rabio, ya me admiro,

ya lloro, ya me aíro, ya recelo.

Desde la tierra miro

la espada, a tu justicia, impíreo cielo,

y que la pide aquella

que fue mi sol, y la eclipsó mi estrella.

¿Cómo perdí el sentido?

¿Qué culpas cometí a mi pena iguales?

Vosotros habéis sido

causa de todo, celos infernales;

que tan penosos duelos

¿quién pudiera causarlos, sino celos?

Sale un GRANDE.

GRANDE.—Sabe, señor, que en tu palacio tienes

casi todos los grandes de tu tierra,

y de gente de lustre hay infinita,

y del vulgo, hasta niños y mujeres.

REY.—Y ¿qué la causa ha sido?

GRANDE.—Haber llegado

unos hombres villanos en el traje,

y en los hombros traían unas andas,

que, cubiertas de luto y de tristeza,

dieron admiración, y así los siguen

con el deseo de saber la causa.

Ellos, callando a todo, aquí han llegado,

y dejando las andas a la puerta

desta sala, licencia pide el uno

para hablarte en presencia de tu corte.

Dime tu gusto ahora.

REY.—Extraños modos

de proceder; ve y diles que entren todos.

Vase el GRANDE.

¿Qué habrá sido la ocasión

desta novedad? Sin falta

que es en mi daño, pues salta

en mi pecho el corazón.

Salen cuatro GRANDES y el PASTOR viejo, y LEÓNIDO, en hábito de villano, con la espada desnuda, y otra gente.

LEÓNIDO.—(Valedme, pecho alterado). (Aparte).

Pues aquí obligado llego

de vuestro acero, en el fuego

de mis agravios templado,

aunque honrado, de ofendido

hice, Rey, esta jornada,

con esta desnuda espada

y este vestido, vestido.

Porque así se representa

a la razón. Que me ayuda,

aquí, mi verdad desnuda,

y aquí, vestida, mi afrenta.

Y así pide, en la presencia

de tu corte, mi esperanza,

a tu justicia venganza,

o para hacella licencia.

También con la causa vengo

que me obliga a pretendella,

porque gustando de vella,

veas la razón que tengo.

Mas licencia me has de dar,

porque si hecho de ver

que no lo quieres hacer,

me la pueda yo tomar.

REY.—Sea así, que tal estoy,

y tal me contemplo aquí,

que aun para matarme a mí

licencia también te doy.

Corre una cortina LEÓNIDO, y parecen en unas andas CELAURO y NÍSIDA muertos, y el DUQUE a sus espaldas.

LEÓNIDO.—Mira, pues.

REY.—¡Ay, cielo airado!

Dale, y cae a los pies de CELAURO y NÍSIDA; llegan los grandes y gente a querelle matar, y el DUQUE le ampara.

LEÓNIDO.—¡Toma traidor!

REY.—¡Ay rey triste!

LEÓNIDO.—La licencia que me diste

para matarte he tomado.

REY.—Justo castigo me envía

el cielo.

GRANDE.—¡Muera el traidor!

DUQUE.—Matadme a mí, que es mejor,

pues que la venganza es mía.

¿Es posible que os altera,

deudos míos, pueblo amado,

que quien hizo este pecado

le pague desta manera?

GRANDE 3º.—¿De un villano el desatino

mata al Rey? Muerte merece.

DUQUE.—En el traje lo parece,

y es mi nieto y su sobrino.

Hijo es éste del Infante

y de mi hija y su esposa.

Su suerte maravillosa

es muy cierta, no os espante.

Sosegaos, y aquesta firma

ved que afirma esta verdad,

y estotras señas mirad,

que del todo lo confirma,

Toma de manos de CELAURO el papel que escribió lleno de sangre y de las manos de NÍSIDA la cruz que llevaba al cuello.

que esta cruz que aquí se ve

es la que al cuello traía.

Yo la conozco por mía,

como de mi hija fue.

PASTOR.—Y yo digo que con ella

lo hallé, y lo puedo jurar,

y muchos testigos dar

de que pudo merecella.

GRANDE 4º.—¡Gran secreto el alto cielo

nos descubrió en este día!

GRANDE 2º.—Sin duda el cielo lo envía,

y ha de ser nuestro consuelo.

GRANDE 4º.—Pues que vimos sus extremos,

gobernará nuestra grey.

¿Queréisle por vuestro rey?

TODOS.—Por nuestro rey le queremos.

DUQUE.—No pronunciará mi boca

lo que dijisteis agora;

que a la Infanta, mi señora,

de derecho el reino toca.

GRANDE 4º.—¡Dueño queremos varón!

TODOS.—Todos lo mismo decimos.

GRANDE 1º.—Por nuestro rey lo elegimos.

DUQUE.—No consiento en su elección.

Y tú, ¿lo admites?

LEÓNIDO.—Señor,

sí admito.

DUQUE.—¡Gran desatino!

Traidor eres.

LEÓNIDO.—Ya imagino

el cómo no ser traidor.

Calle, que yo seré fiel.

GRANDE 4º.—Reciba, pues, tu persona

deste reino esta corona,

que si ahora es de laurel,

con mayor solemnidad,

que yo por todos lo juro,

llevarás la de oro puro

que otorgó su santidad

del pontífice romano,

en aquel dichoso día,

a Esteban, que fue en Hungría

el primero rey cristiano.

Ahora con voz altiva

digan todos, como es ley:

¡Viva nuestro nuevo rey!

TODOS.—¡Nuestro rey mil años viva!

Sale la REINA, y la INFANTA, cubiertas de luto.

REINA.—Si, mis húngaros valientes,

fue vuestro valor profundo,

con ser asombro del mundo,

ejemplo de extrañas gentes,

si en vosotros puede tanto

ley, justicia, ¿qué razón…?

LEÓNIDO.—Sosiega tu corazón

y pon riendas a tu llanto.

Atajarte quise ahora

por satisfacerte más,

y tú, Leonora, verás

si es constante quien te adora.

De mi mano has de gustar

que esta corona te dé;

que yo sólo la tomé

para podértela dar.

Quítase la corona y pónela a la INFANTA.

INFANTA.—Oblígame tanto el vella

de tu mano en esta parte,

que no te pago sin darte

a mi persona con ella.

Y tanto en mi pecho está,

esto, estimado por justo,

que daré licencia al gusto,

si mi madre me la da.

REINA.—No te la puedo negar.

Pues es justa, yo la doy.

DUQUE.—Y yo, hijos, tal estoy,

que casi pierdo el pesar…

LEÓNIDO.—Pues doy principio a esta gloria…

INFANTA.—Por hacer, sin fin, mi bien.

LEÓNIDO.—Y para dalle también,

alegre, a tan triste historia.

Fin de la comedia del Amor constante.