Jornada segunda

Salen LEÓNIDO y ROSELA.

LEÓNIDO.—Y dime, Rosela mía,

¿solos papeles te dan

para el galán que te envía?

ROSELA.—Lo que traigo te diría,

mas ¿si me azotan?

LEÓNIDO.—No harán,

mi niña. Yo te daré

dos cintas para el trenzado.

ROSELA.—Leónido, sabrás que

su misma cara me ha dado

para que le diese.

LEÓNIDO.—¿A fe,

su retrato? Muestra, a vello.

ROSELA.—Malos años, no haré tal.

LEÓNIDO.—Yo te mando de coral

una sarta para el cuello.

ROSELA.—Y ¿otras niñas me verán

con ella?

LEÓNIDO.—Y hermosa y grave

por ella te llamarán.

ROSELA.—Y ¿si mi madre lo sabe

y me azota?

LEÓNIDO.—Qué no harán.

ROSELA.—Tómala.

LEÓNIDO.—¡Qué hermosa dama!

¿Su nombre acaso sabrías?

ROSELA.—Nise o Nísida se llama.

LEÓNIDO.—¿La que anda ha tantos días

en las lenguas de la fama;

por quien Celauro ofendido,

emprendió aquella jornada,

que tan infelice ha sido,

que en la mar perdió su armada

y en la tierra fue vencido?

¿Si es él el que está en su casa,

porque una infelice suerte

a mayores daños pasa?

ROSELA.—No lo sé, lágrimas vierte,

y entre suspiros se abrasa;

de ordinario, el que le dije,

pobre infante, llora mucho.

LEÓNIDO.—Siempre el alma se me aflige

cuando sus cosas escucho;

tú, niña, el hablar corrige.

ROSELA.—No dije palabras tales.

Ya sé que este Bercebú

del Rey procura sus males,

y no todos dan corales

por saberlo, como tú.

LEÓNIDO.—Esta imagen vuelvo a ver,

que sin duda es milagrosa.

Más es ángel que mujer.

¿Quieres hacer una cosa?

ROSELA.—¿Tantas cosas he de hacer?

LEÓNIDO.—Préstamele un rato.

ROSELA.—¿El qué?

LEÓNIDO.—Por tu fe, hermosa zagala.

ROSELA.—Tanto harás, que te diré

que te vayas noramala.

LEÓNIDO.—Rosela, yo te daré

una patena y, colgada

de las sartas, te estará

muy bien.

ROSELA.—Y yo, desdichada,

iré a mi madre sin nada,

y azotaráme.

LEÓNIDO.—No hará;

no digas que te la dio

esa dama, y puedes ir;

y en volviéndotela yo,

dásela, y podrás decir

que el dalla se te olvidó.

ROSELA.—¡Con qué de cosas me obliga!

¿En efeto me has de dar

sarta y patena?

LEÓNIDO.—Sí, amiga.

ROSELA.—Voyme, pues lo ha de pagar

el envés de la barriga.

Vase.

LEÓNIDO.—Dios te guíe. Aquí sentado

contemplaré esta figura.

¡Oh soberano traslado!

¿Qué tienes en la hermosura,

que entretienes el cuidado?

Con un tierno sentimiento,

que gloria del alma es,

te ha cobrado el pensamiento

un amor sin interés

y una pasión sin tormento.

De suerte el alma le siente,

que este amor, aunque inmortal,

que tengo a tu dueño ausente,

le imagina natural,

pues no le causa accidente;

no el deseo de inquieto

le causa, y es peregrina

la que produce este efeto,

pues como a cosa divina

le tengo amor y respeto.

Pondréte en el corazón,

pues solemnizan sus alas,

mi Nísida, esta ocasión;

con tu nombre las regalas,

sin duda que tuyas son.

De hoy más tendré por mi dueño,

a tu retrato, en tu nombre.

Sueño me da y no pequeño;

mas venturoso es el hombre

que sólo se rinde al sueño.

Sale la INFANTA de monte, sola.

INFANTA.—¡Que una corcilla herida

tenga ligereza tanta!

Corriendo vengo, y corrida,

más ligera que Atalanta,

y por ligera perdida.

Mi gente atrás he dejado

un cuarto de legua y más,

y un caballo he reventado,

que, de puro espoleado,

al viento dejaba atrás.

Allí está un hombre dormido.

Poca pena le darán

celos, ausencia ni olvido…

Y en su traje es muy galán.

El rostro no me ha ofendido,

ni erraré cuando le mire,

aunque a su esperanza aspire,

porque yo querría el hombre,

ni tan feo que me asombre,

ni tan bello que me admire.

Galán es, no hay que dudar.

Sus buenos hados le den

cuanto llegue a desear,

que yo no puedo negar

que me ha parecido bien.

Pero a mi valor, amor,

en esta ocasión le pones;

mas tú me le das mayor;

¿que quien no tiene ocasiones,

qué hace en tener valor?

Pero ¿qué en la mano tiene?

¿No es retrato aquello? Sí.

Burlarle ahora conviene,

pues uno que tengo aquí

tan al propósito viene.

Truécale el retrato.

Llamará mano cruel

la que le quitó el retrato,

y a su dueño poco fiel;

y yo tendré muy buen rato

si me conoce por él,

que sin duda a mí vendrá,

pues le dejo puerta abierta,

con la ocasión que le da

mi burla. Voyme, que ya

me parece que despierta.

Vase.

LEÓNIDO.—Tente, espera. ¿Puede ser?

¿No es muy bueno? Que soñaba

que el corazón me arrancaba

la mano de una mujer…

Y antes me daba contento

que pesar. En un abismo

de confusiones me siento.

O me engaña el pensamiento,

o es éste su rostro mismo,

o es verdad que siempre sueño,

o estoy loco. ¿No tenía,

habrá rato harto pequeño,

un retrato, a quien decía

que era esclavo de su dueño?

Y ¿no le tuve en mi palma,

como mi alma, aquel rato?

¿Quién me deja en esta calma?

¿Quién me ha trocado el retrato,

y con el retrato el alma?

Tuve un tierno sentimiento

sin interés ni disgusto;

pero ya en el pecho siento

el interés, para el gusto,

y para el alma el tormento.

Imaginar es mejor

que es permisión de los cielos:

tal es del pecho el ardor,

que sólo me faltan celos

para entender que es amor.

Sale la INFANTA y cuatro o cinco CABALLEROS de acompañamiento.

CABALLERO 1º.—… Y como te vi volar,

quité el rigor a la espuela.

INFANTA.—Nunca alcanza, si no vuela,

el que procura alcanzar.

Tenlo por averiguado:

a más de uno ha sucedido,

volando, quedar corrido

de nunca haber alcanzado.

LEÓNIDO.—¿Qué gente es ésta? ¿A qué, ahora,

me vinieron a estorbar?

INFANTA.—Allí está. Yo he de gustar

de lo que me dice agora.

LEÓNIDO.—El rostro que estoy mirando

¿no es el que en la mano tengo?

Casi a persuadirme vengo

que aun ahora estoy soñando.

Pero no. Imagino bien,

que estoy despierto. ¿No es cierto?

Mas, soñar y estar despierto,

suele suceder también.

¿Tengo sentido? ¿Estoy loco?

¡Con qué de ilusiones lucho!

¿No me hablo? ¿No me escucho?

¿No me miro? ¿No me toco?

Ni sueño ni estoy dormido,

cierta esta gloria será.

INFANTA.—Gusto de ver cuál está,

elevado y suspendido.

CABALLERO 1º.—¿Qué hace aquí aquel villano?

INFANTA.—Dejalde, que bien se emplea.

CABALLERO 2º.—Con la vista se pasea

desde tu rostro a su mano.

CABALLERO 3º.—¡Oh, qué gentil bobarrón!

CABALLERO 4º.—Loco sin duda será.

CABALLERO 1º.—¿No le miras cuál está?

Llega a dalle un pescozón.

Dale un pescozón.

CABALLERO 3º.—Señor tonto, sobre amante,

ahora te volverás.

Que siempre caen atrás

los que no miran delante.

LEÓNIDO.—(Si el agravio que me toca

no vengo con estos brazos,

arrojaré, hecho pedazos,

el corazón por la boca.

¿Cómo mi rabia infinita

con esta gente no cierra?

Pero las venganzas yerra

el que así las precipita.

Si espada no traigo al lado,

el matarme será cierto.

¡Qué bueno quedaré muerto,

y sobre muerto, afrentado!)

INFANTA.—¡Que le den esta ocasión,

y venganza no procura!…

Mal empleada hermosura.

CABALLERO 4º.—No aprovecha la lición.

INFANTA.—Viendo un cobarde ofendido,

más necia que él he quedado;

que no puede ser honrado

hombre que no es atrevido.

LEÓNIDO.—(¡Oh, que buena traza es

la que a mi afrenta acomodo!)

¿Piensan que lo saben todo?

¡Si me conociesen, pues…!

Luego verán claro indicio,

si me quieren escuchar,

de que en todo este lugar

no hay hombre de más juicio.

¡No es tan agudo y tan pronto

el hijo del sacristán!

INFANTA.—Él es tonto y es galán,

que viene a ser galán tonto.

CABALLERO 1º.—Bello animal ¿qué hacer sabes?

LEÓNIDO.—Si puedo, yo os lo haré ver.

CABALLERO 1º.—¿Qué sabes hacer?

LEÓNIDO.—Sé hacer

cosas sutiles y graves.

Si me diesen una espada,

maravillas aquí haría.

INFANTA.—Dénsela, por vida mía.

CABALLERO 1º.—Vesla aquí desenvainada.

Debe ser volteador.

LEÓNIDO.—¡Favor, cielo soberano!

Pero no hay cobarde mano

si la gobierna el honor.

Agora que puedo, y pago

mi agravio y vuestro desdén,

veréis, pagándolas bien,

las maravillas que hago.

Y tú, que los acuadrillas,

toma el primero.

CABALLERO 3º.—¡Ay de mí!

LEÓNIDO.—Maravillas ofrecí,

y pienso hacer maravillas.

INFANTA.—Eso sí, muera tu afrenta,

joven gallardo, en sus vidas.

Que yo pongo esas heridas,

pues tú las das, a mi cuenta.

(¡Qué gusto que da miralle!

Con razón me daba espanto,

ver que desdijese tanto,

el corazón con el talle).

Voces dentro.

VOCES.—¡Sergio, Claudio, Anteo!

CABALLERO 1º.—¡Espera,

probarás nuestro rigor!

CABALLERO 3º.—¡Muera el villano traidor!

INFANTA.—No es traidor, ni es bien que muera.

Muchos sobre él han cargado,

valdréle en esta ocasión.

CABALLERO 3º.—¡Al león, guarda el león!

Sale un león.

INFANTA.—¡Ay Dios!

Sale LEÓNIDO, con la espada desnuda.

LEÓNIDO.—¿Sola te han dejado?

Detente, espera.

INFANTA.—No puedo

dejar de dar a los pies.

Este miedo que en mí ves…

LEÓNIDO.—Espera, no tengas miedo,

muestra el pecho descuidado;

que, pues me ha esforzado el verte,

al león daré la muerte

por el miedo que te ha dado.

Porque veas que soy hombre

que de león tengo el ser,

pues le viene a parecer

así el pecho como el nombre.

Éntrase el león, y LEÓNIDO tras él.

INFANTA.—Gallarda resolución,

desenvoltura extremada:

a tu amor, como a tu espada,

ha de rendirse el león.

¡Cuán sin miedo ni embarazo

furioso le ha acometido!

Por la boca le ha metido

toda la espada hasta el brazo.

¿Qué cielos fuerzas te dan,

y qué humanos no te adoran?

Si estas cosas no enamoran,

¿qué otras algunas podrán?

Vencida estoy, no hay dudar,

quiérote como al vivir;

mas ¿quién no se ha de rendir

viéndote herir y matar?

Y estimaré que me quieras,

esto está puesto en razón,

porque hombres de veras son

para queridos de veras.

Sale LEÓNIDO, y arrodíllase ante la INFANTA.

LEÓNIDO.—Si alborotando tu gente,

te ofendí, y no te ha quitado

aquel enojo pasado

este servicio presente,

la espada y el pensamiento

rendidos pongo a tus pies,

porque esta sangre que ves

les ha dado atrevimiento;

que ella tiene algún valor,

porque de un león ha sido,

y, por haberse vertido

por ti, le tiene mayor.

Y si, en empresa tan alta,

que a las mayores excede,

el que la tiene no puede

suplir al que ánimo falta,

mezclárase con la mía,

y algún valor le dará,

pues, contemplándote, ya

la siento en mis venas fría.

¡Qué soberana hermosura!

Pues los cielos soberanos

ponen mi vida en tus manos…

INFANTA.—Para tenella segura.

LEÓNIDO.—Y aunque me venga a faltar

la vida, el alma y el seso,

que estoy turbado confieso.

Pero ¿quién no lo ha de estar?

De verme así no te asombres,

pues fue tu belleza parte.

INFANTA.—Has vencido sin turbarte

un león y tantos hombres,

y ¿una mujer pudo hacer

tanto en ti? Mucho me admiro.

LEÓNIDO.—Y si a todo el cielo miro

cifrado en una mujer

bien quedaré disculpado,

pues viendo cosa tan rara,

menos discreción mostrara

si no me hubiera turbado.

Perdona, si mis razones

te ofenden.

INFANTA.—Puedes decirme

cuantas quieras, y pedirme

premios, en vez de perdones.

Póstrase a besarle los pies.

LEÓNIDO.—Dame.

INFANTA.—Levántate, amigo.

LEÓNIDO.—Dulce nombre, Si lo fuera.

INFANTA.—(¡Quién levantarte pudiera

hasta igualarte conmigo,

que no dudara en tenerte

por amigo verdadero!

Con todo, honor, yo le quiero,

aunque no para ofenderte).

Amigo…

LEÓNIDO.—¿A qué gloria vengo?

INFANTA.—¿Cómo es tu nombre?

LEÓNIDO.—Señora,

por el que me diste agora,

pienso en negar el que tengo;

pero solían llamarme

Leónido.

INFANTA.—¿Y eso más?

¿No leónido serás,

sino venido a matarme?

Y ¿eres hijo? (¿Cómo asiento

a mi libertad daré?)

LEÓNIDO.—Lo que supe te diré

de mi humilde nacimiento.

Tuve a la tierra por Madre,

y en este valle nascí,

y el valor que siento en mí

tengo, agora, por mi padre;

porque, según los alientos

tus favores me han dejado,

pienso que me han engendrado

de nuevo mis pensamientos.

Que aunque guardé en este llano

un ganado, quedar quiero

de sólo el nombre heredero,

pues de perdido me gano.

INFANTA.—¡Discreto sobre valiente!

¿Esto esconden paños tales?

Mas los bienes naturales

se alcanzan naturalmente.

Gusto de saber tu historia,

y más te hubiera escuchado,

mas el día apresurado

su curso acaba.

LEÓNIDO.—Y mi gloria.

INFANTA.—Habrásme de acompañar

a mi casa de placer.

LEÓNIDO.—De fuerza lo habrá de ser,

siendo tuya. (Preguntar

quise quién era y no osé).

INFANTA.—(Mi amor de límites pasa).

LEÓNIDO.—(Pero, pues voy a su casa

sin preguntar lo sabré).

Poco acompañada irás

con sólo mi compañía.

INFANTA.—Con menos gente venía,

pues tú solo vales más.

Vanse. Sale CELAURO, de denoche.

CELAURO.—Confiésote, noche escura,

con quien mil veces me alegro,

que, como tu manto negro

lo está más con mi ventura

agora de horrores vistes

mi afligido corazón.

¡Ay Dios, que agüeros tan tristes,

que anuncian mi perdición!

Con ellos me he tropezado:

de un perro los aullidos

me han turbado los sentidos,

y todo junto asombrado.

Para el ansia con que vengo

de recelar y temer,

confieso que he menester

de todo el ánimo que tengo.

Pues no suelo ser cobarde,

¿yo temores y yo espanto?

Mas el ver que temo tanto

me avisa de que me guarde.

Tal estoy, que si no fuera

que soy fiel amante en fin,

y la pared del jardín

he saltado, me volviera.

Pero de mí el temor huya;

que por Nísida querida

aventuraré una vida,

que la estimo por ser suya.

De las pruebas que su amor

ha hecho en mi pensamiento,

es ésta una, y no miento

si digo que es la mayor.

Sale NÍSIDA por otra puerta.

NÍSIDA.—¿Si habrá mis ojos llegado?

CELAURO.—¡Oh, agüeros! No puedo veros,

que siempre sois verdaderos,

cuando un hombre es desdichado.

NÍSIDA.—¡Qué escura noche, qué fiera!

Siempre le espero con sustos.

¡Qué caro compra los gustos

quien, como yo, los espera!

CELAURO.—¿Si es Nísida la que oí?

NÍSIDA.—¿Si es Celauro?

CELAURO.—Cierto, es ella.

En viendo mi clara estrella,

todo es cielo para mí.

Ya el miedo quitó la venda

a mis temerosos ojos,

ya no temo sus enojos,

ya no hay cosa que me ofenda.

NÍSIDA.—¿Es posible que te veo?

Dame, amigo, mil abrazos

porque mueran en tus brazos

los temores y el deseo;

porque deseo y temores,

Celauro del corazón,

desde que ha que tuyos son,

nunca se han visto mayores.

CELAURO.—Pues ya me tienes aquí,

y tan lleno de alegría,

deja la melancolía.

NÍSIDA.—Si ella me dejase a mí.

¡Ay mi bien!

CELAURO.—¿De qué suspiras?

¿Cómo con tal desconsuelo,

después de mirar al cielo,

vuelves llorando y me miras?

Tú me quieres acabar.

NÍSIDA.—No, mi Celauro querido,

una niñería ha sido.

CELAURO.—Y ¿ésa me quieres negar?

Y ¿niñería entristece,

mi vida, tu rostro bello?

NÍSIDA.—Es lo peor que hay en ello,

que a mí no me lo parece.

CELAURO.—Di lo que es, de ti me quejo.

NÍSIDA.—De vergüenza te lo callo;

tocándome sin tocallo,

se me ha quebrado el espejo.

CELAURO.—Pues ¿eso te da cuidado?

NÍSIDA.—Y ¿no es justo me aflija?

La piedra desta sortija,

sin dalle golpe, ha saltado.

CELAURO.—(¡Cómo dicen con los míos (Aparte)

estos agüeros, ay triste!)

No creas, si lo creíste,

semejantes desvaríos.

Toma esta sortija, y yo

ésa llevaré, señora.

¡Ay cielos!

NÍSIDA.—¡También ahora

la piedra désta saltó!

CELAURO.—¿Quién no siente, como siento,

señales tan prodigiosas?

NÍSIDA.—Mira, amigo, si estas cosas

bastan a dar sentimiento.

Celauro, ¡qué desventuras

mi suerte infelice ordena!

CELAURO.—¿Quieres matarme de pena?

¿En agüeros y en locuras

crees, y con tanto extremo

que te tienen dese modo?

NÍSIDA.—No las creo yo del todo,

pero del todo las temo.

¡Soy desdichada!

CELAURO.—¿También

con esto afligirme quieres?

Porque pienso que lo eres,

pues a mí me quieres bien,

que tengo culpa confieso

en que estés desa manera.

NÍSIDA.—Mi desdicha no temiera,

a no ser dichosa en eso.

CELAURO.—Y el haberme a mí culpado

ha sido ignorancia mucha;

porque hombre que tal escucha,

no puede ser desdichado.

¿Quién ha de romper los lazos

de nuestros dichosos cuellos?

NÍSIDA.—La muerte podrá rompellos.

¡Bien haces en darme abrazos!

CELAURO.—¿Qué dices?

NÍSIDA.—Que tus agüeros

no se cansan de acordarme,

mi Celauro, que has de darme

esta noche los postreros.

CELAURO.—Sin duda tu voluntad

la muerte me da por paga;

daréme con esta daga,

y habránte dicho verdad.

Pero tú a matarme aspiras,

ofendiendo al corazón,

pues en cualquiera razón,

una saeta le tiras.

¡Vida que el alma regala!

¿Sola, quién puede mirar

estrella, que, a mi pesar,

tantas ruinas señala?

Si no quieres que estas vidas

venga la tierra a tragar,

o que las anegue el mar

de las lágrimas vertidas,

o que el fuego en que me quemo

suba donde el llanto subes

o engendren rayos las nubes

para que me arroje el cielo,

o que el pecho, al daño abierto,

despida la sangre roja,

o que muera de congoja,

que esto será lo más cierto,

no consientas ni permitas

que te vea como estás,

esta vida que me das,

que es la misma que me quitas.

No estés, ángel, desa suerte,

que es afligirme y morirte.

NÍSIDA.—No es deseo de afligirte,

sino miedo de perderte.

CELAURO.—Deja ahora esas porfías,

muestra claro tu arrebol.

Enjuga, pues eres sol,

tus lágrimas y las mías.

NÍSIDA.—¡Ay Dios, qué miedo me ha dado!

Hacia allá siento ruido.

CELAURO.—Las fuerzas, con el sentido,

en un punto le han faltado.

A su aposento he de entrar,

-¡A cuántas desdichas llego!

pues de la noche el sosiego

me da ocasión y lugar.

¡Dichoso e infelice amante,

pues con suerte mala y buena,

soy infierno de mi pena,

como de mi cielo Atlante!

Éntrala en los brazos, y sale LEÓNIDO de denoche.

LEÓNIDO.—Atrevido pensamiento,

que alcanzáis dichosa palma

¿por qué sois ingrato al alma,

pues volastes con su aliento?

Con las alas de mi fe

tan alto venís a estar

que ya no os puedo alcanzar

yo mismo, que os levanté.

Gente suena por allá:

tres hombres, si no me engaño,

se han parado. Caso extraño.

Y tan tarde, ¿qué será?

Sale el REY y dos CRIADOS de denoche.

REY.—¡Qué inmortal desasosiego

me aflige! Pero ¿qué ley

sufre que le quite a un rey

un rapaz desnudo y ciego?

LEÓNIDO.—Otro hombre viene, ¿qué es esto?

Sale CELAURO

CELAURO.—De mis desdichas me admiro.

REY.—¿Es verdad que a un hombre miro,

y a tal hora, en este puesto?

CELAURO.—Esta gente a mí me espera;

mas ya en la ocasión estoy.

CRIADO.—1º ¿Quién vive?

CRIADO.—2º ¿Quién es?

CELAURO.—Yo soy.

REY.—¿El Infante? Dalde, muera.

CELAURO.—¡Aquí, cielos soberanos,

defended a un ofendido!

REY.—A mis manos has venido,

y has de morir a mis manos.

LEÓNIDO.—¿El Infante? Ahora sí,

pues en serville me empleo,

he de lograr un deseo

que ha mucho que vive en mí.

Éntrase en seguimiento de todos, y dice dentro.

¡Mueran, señor, los traidores!

CRIADO.—¡Líbreme Dios de tu furia!

Sale el REY, y cae, y LEÓNIDO sale luego y va a darle.

REY.—Hasta la tierra me injuria.

Son del cielo sus rigores.

Darme en tierra es villanía.

Sale CELAURO.

CELAURO.—No le mates, no le des.

LEÓNIDO.—¿Y acometer a uno tres

fue gran prueba de hidalguía?

CELAURO.—Detente.

LEÓNIDO.—Por su vileza

ahora matarle quiero.

CELAURO.—Antes a tu golpe fiero

daré el pecho o la cabeza.

El Rey es.

LEÓNIDO.—¡El Rey! Perdona,

a tus pies estoy rendido.

CELAURO.—Y yo, hermano, aunque ofendido,

sé conservar tu corona.

Arrodíllase.

Permítelo el cielo santo,

porque en tan buena ocasión

ese duro corazón

se enternezca con mi llanto.

No quiero darte disculpa,

que no hará mi causa buena

pedir perdón de la pena

y estar negando la culpa.

Digo que soy un abismo,

que es la disculpa mayor;

aunque los yerros de amor

los disculpa el amor mismo.

Y si, a mi yerro pasado,

no hay disculpa que le cuadre,

basta ver que de tu padre

soy un hijo desdichado;

y, que así, a pedir vengo

de sus manos generosas

perdón, que por estas cosas

le merezco, si le tengo.

Y, cuando mi gusto apruebes,

dame a Nísida querida,

que es mi vida, por la vida

que, como has visto, me debes.

Y si no ofrece perdones

tu pecho, de endurecido,

por no haberte enternecido

lágrimas y obligaciones,

toma y viértase a porfía

esta sangre que deseas,

y verás, cuando la veas,

que es tan tuya como mía.

Y dirán que el pecho fuerte

de un tirano fratricida

porque le he dado la vida,

me ha pagado con la muerte.

REY.—Bien pudiera perdonarte,

pues tu parecer apruebo,

mas confieso que te debo,

y que no puedo pagarte,

pues de tu ofensa maldita,

ese proceder honrado,

la obligación me ha quitado

y la rabia no me quita.

Ya sé que si se derrama

tu sangre por ti en mi mengua,

nadie negará la lengua

a la boca de la fama.

Pero aunque infame me llame

el mundo por no guardalla,

a trueco de derramalla,

tomaré el nombre de infame.

Dale a LEÓNIDO la espada de CELAURO.

Dale tú, por vida mía,

la muerte con esta espada.

Será mi honra restaurada.

LEÓNIDO.—Harto villano sería.

CELAURO.—¿De qué Nerón, o otros tales,

esto se escribió jamás?

Dame la muerte, y darás

fin con ella a tantos males.

LEÓNIDO.—Viendo que la muerte ofreces

a quien la vida te ha dado,

aunque rey te hayan llamado,

a mí no me lo pareces;

y pues lo dudo, bien sé

que tu crueldad mereciera

que a ti la muerte te diera,

que me mandas que le dé.

Mas con ver tu injusto trato,

tan poco en él te parezco,

que a injusto rey no obedezco

y a rey en duda no mato.

¿Con qué corazón te plugo,

de dos que te dan la vida,

ser del uno fratricida,

y hacer al otro verdugo?

Honrado oficio me das

porque no te di la muerte.

Si tú pagas desa suerte…

¡fieles vasallos tendrás!

Si eres, como dices, rey,

¿es muy bueno que los reyes

nos pongan y quiten leyes,

y no sepan guardar ley?

Al que estas leyes pregona,

merecería por ello

que se le bajase al cuello,

a ser lazo, la corona.

Pero aunque yo te condene,

seguro puedes estar

que no te podrá ahogar,

porque muy ancha te viene.

Por ella puedes volver,

si a lo que es justo se ajusta;

porque no viniendo justa,

está cerca de caer.

Esto sí que es razón que apruebes,

y no ser tan inhumano

con un hombre que es tu hermano,

y el mismo a quien se la debes.

CELAURO.—(El cielo le habrá enviado

a valerme).

REY.—¡Oh fementido!,

pues entre ovejas nacido,

y en estos montes criado,

¿me vienes a reprender?

Si el oficio no te plugo

de verdugo, y soy verdugo,

tuyo y suyo lo he de ser.

Pasaré con esta espada

ese pecho.

LEÓNIDO.—Eso sería

a no tener yo la mía

a su defensa obligada.

Cobra CELAURO la espada.

Tente, Rey.

REY.—¿Tiénesme en poco?

CELAURO.—Pues ésta volvió a mi mano,

¿mataré a este rey tirano?

LEÓNIDO.—Ni eso sufriré tampoco.

Tú con el nombre le amparas.

CELAURO.—¿Tú le defiendes? ¡Afuera!

LEÓNIDO.—Nunca yo le defendiera,

si nunca tú le nombraras.

REY.—¿Que me sirva de embarazo

un villano desta suerte?

CELAURO.—Déjame darle la muerte.

LEÓNIDO.—Ninguno levante el brazo

ni pretenda ser cruel,

mientras yo soy obligado,

como fiel y como honrado,

destas balanzas el fiel.

Y si alguna sin compás

más pesada viene a ser,

a la otra he de valer,

porque venga a pesar más.

Reportaos o, ¡vive Dios!,

que el que más fuere importuno

pensará reñir con uno,

y habrá de rendirse a dos.

CELAURO.—Yo con tu gusto convengo,

y respeto tu valor;

que conozco harto mejor

la obligación que te tengo.

REY.—Siendo rey, no puedo yo

ser de un villano homicida.

LEÓNIDO.—Si no te cansa la vida,

por ser de quien te la dio,

toma el irte por partido:

que el furor que te importuna

da tientos a tu fortuna,

que favorable te ha sido.

REY.—¡Que me afrenta un hombre vil!

LEÓNIDO.—Contra ti está la razón

y dos espadas, que son

en nuestras manos dos mil.

REY.—Iréme, y no porque alcanza

mi valor miedo, eso no,

mas porque con irme yo

asiguro mi venganza;

pues de podella tomar

y no erralla, deste modo

mi reino y el mundo todo

en mi fuego he de abrasar;

porque será de manera

que nadie podrá estorballo.

LEÓNIDO.—Sube, Rey, en tu caballo,

que atado a un roble te espera.

El consejo que te doy,

para tu remedio aplica;

sube en el caballo y pica.

REY.—Harto picado me voy.

Vase el REY. Abraza CELAURO a LEÓNIDO.

CELAURO.—Fiel reparo de mis menguas,

dame los brazos, que en ellos,

mi gusto, más que cabellos,

quisiera abrazos y lenguas;

lograran mis esperanzas,

con esto, los cielos santos,

porque así te diera tantos

abrazos como alabanzas.

Extremo de honrado y fiel,

llégate más, que sospecho

que está deseando el pecho

que te metas todo en él;

toda la sangre se altera

entre alegres sobresaltos,

y el corazón, dando saltos,

darte las gracias quisiera.

LEÓNIDO.—Suelta, señor, estos lazos,

que estoy corrido y turbado

de que, sin haber besado

tus pies, me dieses abrazos;

dámelos, mi gusto apocas,

que por tan alto interés,

para besarte los pies,

quisiera infinitas bocas:

esta merced has de hacerme.

CELAURO.—Basta; que la fe te doy

de que lo poco que soy

es tuyo. ¿Quién a valerme

te trujo? Que a pensar vengo

que, a esto, del cielo vienes.

LEÓNIDO.—La mucha razón que tienes

y el deseo que yo tengo,

que es de servirte, y ha mucho

que vive.

CELAURO.—¿Tal bien merezco?

LEÓNIDO.—Con lágrimas me enternezco

cuando tus cosas escucho.

CELAURO.—Mucho debo a tu valor,

¿también mis desdichas sabes?

LEÓNIDO.—Nunca se esconden las graves,

mas, por sabellas mejor,

de ti querría sabellas.

CELAURO.—Porque gustas de escuchallas,

y porque gusto contallas,

a ti, que te dueles dellas,

las diré.

LEÓNIDO.—Desa manera

pagarme hubieras podido,

cuando lo que te he servido

a tu valor no debiera.

CELAURO.—Cuando por causas tan dichas

salí de Hungría por horas,

con tal peligro, que a mí

no me parecieron cortas,

fui a valerme de los reyes

de Ingalaterra y Escocia,

y de mis quejas movidos,

de sus gentes y a su costa,

juntaron tan grande armada,

que no fue menos famosa

que la que el griego ofendido

pasó desde Grecia a Troya.

Salí triunfando con ella,

pronosticando victoria,

con piezas de artillería,

cajas, clarines y trompas,

y tremolando a los vientos,

que apaciblemente soplan,

flámulas y gallardetes,

banderas y banderolas.

Navegamos quince días;

mas la fortuna invidiosa

sacó los contrarios vientos

de las cavernas más hondas,

de cuya furia incitadas,

se enfurecieron las olas,

y murmurando su agravio,

bramaron sus voces sordas;

vieras abrirse las naves,

dando en escollos furiosas,

y otras hacerse pedazos,

batidas unas con otras,

y las que hicieron más agua

que echar pudieron sus bombas,

enteras las traga el mar,

¡triste y miserable cosa!

Con esto, de las que quedan

los pilotos se alborotan,

suenan las confusas voces,

de mal entendidas, roncas.

Unos dicen: «Zía, zía».

Otros dicen: «Boga, boga».

Unos: «Esfuerza el timón».

Otros: «Afirma la escota».

Y los más dicen: «Amaina

las velas y las congojas».

Al tiempo piden clemencia,

y al cielo misericordia;

unos rendidos y humildes,

la muerte que esperan lloran,

y otros, de una tabla asidos,

furiosos al mar se arrojan,

quién promesas hace al cielo,

y quién muerto de congoja,

sus pecados dice a voces,

si hay alguno que los oiga.

Viendo desdichas tan grandes,

imposibles y forzosas,

mira yo cual estaría,

como la causa de todas.

Al fin, pasados tres días,

con sus noches tenebrosas,

san Telmo puso en la gabia

su señal maravillosa.

A mi nave general

pudieron seguilla pocas,

mas la mitad de la armada

recogí, perdida y rota.

Quise así probar mi suerte,

y fue tan poco dichosa,

que, de mi hermano vencido,

perdí la opinión en todas.

No escapó de muerto o preso

sino sola mi persona,

y tanto, que desde entonces

siempre la he tenido sola.

Probara otra vez ventura,

mas de mi Nísida hermosa

las lágrimas me entretienen,

y me entretienen las glorias.

En casa una muda triste,

ha un año que vivo a solas,

con ella y una hija suya,

tan niña como graciosa,

pues, con su ingenio y donaire,

entre flores y otras cosas,

lleva a Nísida papeles,

y con la respuesta torna

desta casa de placer,

adonde la Reina llora

sus pesares, porque el Rey

la aborrece hasta la sombra.

Aquí a mi Nísida veo,

que hubiera de verse agora

sin tal gusto, a no valerme

esas manos milagrosas.

Con esta gloria sin gusto,

con esta vida sin honra,

espero siempre los fines

de mi lamentable historia.

LEÓNIDO.—De tus lágrimas es cierto

enternecerse una peña.

CELAURO.—Escucha, ¿oíste la seña?

LEÓNIDO.—Una ventana han abierto.

Salen a una ventana NÍSIDA y la INFANTA.

NÍSIDA.—Mi Celauro ¿estás herido?

CELAURO.—No, mi bien, no tengas pena,

que fue mi suerte tan buena…

¡y tan buena como ha sido!

NÍSIDA.—¿Disimulas?

CELAURO.—No te pene,

bueno estoy.

NÍSIDA.—¿Es cierto?

CELAURO.—Cierto.

INFANTA.—Bueno fuera haberle muerto

las heridas que no tiene.

CELAURO.—¿Es mi sobrina querida?

INFANTA.—Y la que a servirte vengo,

pues ha dos horas que tengo

casi sin alma tu vida.

LEÓNIDO.—Ya el sol para mí ha salido.

CELAURO.—Hubiéranmela quitado,

mas un ángel ha llegado,

y de mi guarda lo ha sido.

Mira si le debo a Dios,

señora, más que ninguno,

pues que todos tienen uno

y yo agora tengo dos.

NÍSIDA.—¿Quién es, que tanto consuelo

vino a darme?

CELAURO.—El que aquí lo ves.

NÍSIDA.—Y ¿quién es?

LEÓNIDO.—Un ángel es,

que ha poco está en el cielo.

INFANTA.—¿Es Leónido?

LEÓNIDO.—Soy tu esclavo.

INFANTA.—¿Quién otro hiciera tal cosa?

NÍSIDA.—Su hazaña maravillosa

le agradezco yo y le alabo.

Con todo, amigo, sospecho

algún mal.

CELAURO.—No pienses tal.

¿Cómo puede tener mal

quien te tiene a ti en el pecho?

NÍSIDA.—Al fin no puedo creello.

CELAURO.—Bueno estoy, no hay que dudar.

NÍSIDA.—La pared vuelve a saltar,

que yo misma quiero vello.

No fío de mi ventura:

adonde sueles me aguarda,

pues el ángel de tu guarda

las espaldas te asegura.

CELAURO.—Espérame, mientras voy

a sacalla de cuidado.

LEÓNIDO.—Bien puedes ir confiado,

y seguro que aquí estoy.

A la ventana se queda,

¿osaré hablalle? Sí haré.

El cielo esfuerzo me dé

si quiere que hablalle pueda.

INFANTA.—Pues ¿no me hablas, Leónido?

LEÓNIDO.—Bien quedaré disculpado,

pues parecí descuidado

por no pecar de atrevido.

INFANTA.—¿Faltado te ha atrevimiento?

¡Pues no te falta ventura!

LEÓNIDO.—A contemplar tu hermosura

se levanta el pensamiento.

Envióle el alma esenta,

de merecimiento falto,

y desvanecido de alto,

vino a caer en la cuenta;

y como en ella ha caído

humilde a tan grande alteza,

llorando está mi bajeza,

de mi bajeza ofendido.

INFANTA.—Si es que mi alteza te espanta,

antes, en vez de afligirte,

de consuelo ha de servirte

el imaginar que es tanta

y está en tan alto lugar,

que, cuando a tu humilde estado

mucha parte le haya dado,

le sobrará para dar;

a tu suerte te encomienda,

no desconfíes, pues vemos

que siempre de dos extremos

se hace un medio que no ofenda.

Si yo de mi calidad

la mitad te diese a ti,

¿sería posible así

merecer la otra mitad?

Mas mi libertad es poca,

¿cómo excusará mi mengua,

si amor me mueve la lengua?

LEÓNIDO.—Señora, ¿qué desa boca

escucho razones tales?

¿Si es que estoy soñando agora?

¿Quién ha de igualar ahora

extremos tan desiguales?

Los que me dices entiendo

que un medio pueden hacer,

mas ¿qué importa si ha de ser

bajando tú, y yo subiendo?

Y lo que te oí decir

tanto me pudo obligar,

que por no verte bajar,

no me está bien el subir.

Pero ya el Infante siento,

que de la muerte me ampara,

porque si un poco tardara,

me hubiera muerto el contento.

INFANTA.—Pues adiós, y ánimo ten.

LEÓNIDO.—Ya en otro ser me conviertes.

INFANTA.—Pues tienes los brazos fuertes,

séalo el pecho también.

Sale CELAURO.

CELAURO.—¡Oh mi amigo verdadero!

LEÓNIDO.—¿Qué hay, señor? De mí te fía.

CELAURO.—Ahora amanece el día

que ha de ser en mí el postrero.

LEÓNIDO.—¿Qué tienes? ¿Qué daño esperas?

¿No soy yo para estorballo?

CELAURO.—Gente de a pie y de a caballo,

tres carrozas, seis literas,

llegaron en este punto.

Pues a tal hora han llegado,

de aquel enemigo airado

el mayor daño barrunto.

Para morir me aparejo,

que me acaba este cuidado.

Pues que la vida me has dado,

ven y me darás consejo.

LEÓNIDO.—¿Ahora el valor despides?

Gobiérnate de otro modo.

Si quieres romper con todo,

en mí tendrás otro Alcides.

Y en esta ocasión que toco,

con hartas cosas me fundo,

que oponerme a todo el mundo,

llevando tu lado, es poco.

Mira si desto te agradas,

ya que a tu lado me pones,

que, donde hay tantas razones,

harto habrá con dos espadas.