Jornada primera

Salen el REY y la REINA, y un CRIADO con ellos.

REINA.—Deja el pesar.

REY.—Con dejarme

menor le harás.

REINA.—Señor,

que algún consuelo…

REY.—El mayor

para mí es no consolarme.

REINA.—Pues ¿de qué tu rigor trata,

que mi consuelo no quieras?

REY.—Al afligido de veras,

quien le consuela le mata.

REINA.—¿Tanto te afliges? ¿De qué?

REY.—(De no ver un ángel bello.) Bajo.

REINA.—¿Qué tienes? ¿Puedo sabello?

REY.—Por tu vida, no lo sé;

porque a resolver me vengo,

cuando me contemplo así,

que el mayor mal que hay en mí,

es no saber lo que tengo.

REINA.—¿No lo sabes?

REY.—Sé que muero

entre desdenes y enojos.

REINA.—Vuelve e mirarte en mis ojos,

y verás tu mal.

REY.—No quiero

velle ni miralle.

REINA.—¿No?

En gracioso extremo das.

Algo te importara más

que no lo supiera yo.

¡Ah Rey! ¿Que no has de acabar

de andar en tan ciego error?

REY.—De morir dirás mejor,

como tú de porfiar.

¡Qué de paciencia se gasta

en sufrirte!

REINA.—Pues ¿qué haré?

REY.—¿Qué me quieres? Dejamé.

REINA.—Ea, no te enojes, basta.

Dame la mano.

REY.—(¡Ah, demonio para mí!)

REINA.—¡Por vida mía!

REY.—(Cortada te la daría (Aparte).

por no verte. ¡Ah matrimonio,

cautiverio el más pesado!)

REINA.—¿Quiéresme?

REY.—Como al vivir.

(¿Que haya un hombre de mentir

para parecer honrado?)

REINA.—Sabe el cielo que te adora

la que te enfada y porfía.

REY.—(¡Ay dueño del alma mía!) (Aparte).

REINA.—¿Por quién suspiraste agora?

REY.—Suéltame, ¿que aun suspirar

no me dejas?

REINA.—¿Te he enojado?

REY.—Suspiro, que me has cansado,

y he menester descansar.

REINA.—¡Qué desengaños tan buenos!

¿Que al fin nace tu desdén

de que no me quieres bien?

REY.—De mi desdicha a lo menos;

que yo quisiera adorarte,

porque sé que fuera justo;

mas la voluntad y el gusto…

REINA.—Tienes, Rey, en otra parte.

REY.—Tú lo dices, y es verdad.

REINA.—¿Tal escucho? ¡Ay desventura!

REY.—¿Puedo gozar, por ventura,

el gusto y la voluntad?

Llegado a considerar,

culpado no puedo ser.

Sin amor ¿puedo querer?

Sin gusto ¿puedo gustar?

A Nísida quiero, y muero

porque el alma no la quiera,

y a ti quererte quisiera,

y por eso no te quiero.

Mas el rigor de mi estrella

es tan infelice y fuerte,

que ni me deja quererte

ni que deje de querella.

Con esto, debes pensar,

porque mi mal no te asombre,

que no está en mano del hombre

el querer y el olvidar,

y que estoy de pena loco,

llamando la muerte apriesa;

y sabe Dios que me pesa

de no quererte.

REINA.—No es poco.

REY.—Esto que escuchando estás,

aunque el corazón te aflige,

con libertad te lo dije,

porque no me aflijas más.

Déjame morir. Si puedes

consolarme de otro modo,

gobierna mi reino todo,

gasta hacienda y haz mercedes.

Todo de ti lo confío,

y cuanto es mío te doy,

sino a mí, que tal estoy,

que es cierto que no soy mío.

REINA.—Bien desengañada quedo,

tan medrosa de enojarte,

mi Rey, que voy a mirarte,

y he de mirarte con miedo.

Ya que me dejas, advierte

que has de gustar de que pida

que no dejes a tu vida

en las manos de la muerte.

Esas entrañas esquivas

no lo han de ser para ti.

Vive, pues vives en mí,

aunque sin quererme vivas,

REY.—No me llores, que no estoy

muerto aún.

REINA.—No puedo más.

REY.—Si lloras me matarás.

REINA.—¿Que en nada gusto te doy?

Gran desdicha.

REY.—Gran disgusto.

REINA.—Agora, Rey, has de ver

lo que hago, por hacer

algo de que tengas gusto,

Id a la Infanta que venga… [Al CRIADO.]

(ya sólo para esto valgo)

porque podrá traer algo

con que a su padre entretenga.

Id al momento.

REY.—No vais. [Al CRIADO.]

REINA.—¿Por qué, Rey?

REY.—¡Válame Dios!

Acabaréisme las dos,

si las dos me consoláis.

REINA.—Id, y que venga con ella

Nísida.

Vase el CRIADO

REY.—Su hermoso cielo

podrá darme algún consuelo.

REINA.—Consolaráste con ella,

pues es tal tu desconcierto

que a esto pudo obligarme.

REY.—¿El vella ha de consolarme,

Reina, si el vella me ha muerto?

REINA.—Pues ¿más quieres que miralla?

REY.—No, ni aun eso, sólo espero.

Que yo he dicho que la quiero,

mas no que quiero gozalla:

que, aunque es verdad que la adoro

sería muy mal eleto

perder a Dios el respeto

y perderte a ti el decoro.

REINA.—Hubiérasme así obligado…

a no sospechar que mientes.

REY.—De aquestos inconvenientes

este pesar se ha engendrado.

Sale un CRIADO.

REINA.—¿Viene?

CRIADO.—Lición de danzar

estaba tomando ahora.

REY.—¿Quién?

CRIADO.—La Infanta, mi señora.

REINA.—Aquí la podrá tomar.

Entretendráse con danzas

el Rey. Que venga al momento

le dirás.

REY.—Mi pensamiento

no es amigo de mudanzas.

REINA.—Antes sí, pues se mudó

de un gusto que ya atropella.

REY.—Es inconstante mi estrella,

y por eso lo soy yo.

REINA.—Hacéis siempre a vuestro modo,

siguiendo injustas querellas,

y después a las estrellas

echáis la culpa de todo,

y hacéis al saber agravio,

pues vence su inclinación.

REY.—Como en amor no hay razón,

no hay enamorado sabio.

REINA.—Pues desa suerte, señor,

el hombre que amor tuviere,

disculpará cuanto hiciere

con decir que tiene amor.

De que lo digáis me río.

REY.—Ése es pensamiento loco;

que no digo yo tampoco,

que fuerza el libre albedrío.

Antes a decirte vengo

que puede hacer y no hacer,

mas forzarse a no querer

por imposible lo tengo.

Salen la INFANTA, NÍSIDA, el MAESTRO de danzar, MÚSICO y dos CRIADOS.

REINA.—La Infanta viene.

INFANTA.—Inmortal

es su amor.

NÍSIDA.—Y mi desdén.

REY.—(Y el ángel viene también,

que mi amor paga tan mal.)

INFANTA.—Verá vuestra majestad

lo poco y mal que aprendí.

REY.—Bastaráme verte a ti.

(¡Ay ingrata! Con la edad…

NÍSIDA.—(De ti me aparten los cielos.)

REY.—…va creciendo su hermosura.)

REINA.—Déle el cielo más ventura

que a su madre.

REY.—Y menos celos.

Y vos (abrasar me siento),

¿no os ocupáis en danzar?

NÍSIDA.—No, señor, por no mudar

con los pies el pensamiento.

REY.—No perdáis las esperanzas

de mudallo.

NÍSIDA.—¿Cómo?

REY.—Pues

el tiempo os enseña, que es

maestro de hacer mudanzas.

REINA.—Daría alguno por vellas.

Mucho, a fe, yo soy testigo.

NÍSIDA.—Hartas ha hecho conmigo,

pero yo no pienso hacellas.

REY.—(¡Ah cómo ahora le hablara) (Aparte).

si a solas hablar pudiera,

que quizá la enterneciera

si mis males le contara.

¡Ay Dios! que me siento arder

deste fuego que me toca,

mas tengo el agua a la boca

y no la puedo beber.

Que, por mi desdicha, amor

a esta pena me condena,

que es de Tántalo esta pena,

o la mía, que es mayor).

REINA.—(Elevado está en miralla

como cosa milagrosa,

y ella, corrida y quejosa,

baja los ojos y calla.

¿Cómo puedo sufrir tal?

¿Que esto pase en mi presencia?

No tiene el alma paciencia

ni el sufrimiento caudal).

¡Ah, Rey!

REY.—¡Ay cielos, señora,

cómo anduve descuidado!

REINA.—¿Tan presto se os ha olvidado

de que ha de danzar Leonora?

REY.—Ea, pues (duros enojos),

dance.

REINA.—¡Qué mal danzarás,

si no guardas más compás

que le han guardado sus ojos!

Porque muy sin él miró

a su imagen o su estrella.

REY.—Dejad de afligirme, y ella

dance mientras muero yo.

No aparta el REY los ojos de NÍSIDA mientras se danza.

CRIADO.—1º Bien danza.

CRIADO.—2º Cosa escogida

el compás, la ligereza.

CRIADO.—1º Pues ¿las cabriolas?

CRIADO.—2º Belleza

la mayor que vi en mi vida.

Pues ¿la niña?

CRIADO.—1º Es de manera

que me asombra.

CRIADO.—2º ¡Cosa rara!

Cuando el reino no heredara,

por esto lo mereciera.

CRIADO.—1º ¡Cuál está el Rey!, ¿no lo ves?

CRIADO.—2º Todo el tiempo que han danzado,

sus ojos no se han quitado

de la que sus ojos es.

REINA.—(¿Que esté tan embebecido?)

¡Ya la danza se acabó!

REY.—¡Oh, si me acabara yo,

cuán dichoso hubiera sido!

REINA.—¿Qué tienes? Corrida quedo

de que no puedo agradarte.

¡Qué! ¿Nadie puede alegrarte?

REY.—Con nada alegrarme puedo.

REINA.—Cantará Nísida un poco

para suspender tu llanto.

NÍSIDA.—Mil años ha que no canto,

ni tengo de qué tampoco.

Sin cuerdas el arpa está.

REY.—No poco gusto me diera.

REINA.—Si falta alguna tercera,

aquí está quien lo será,

pues ya, para prima, yo

no hago el son acordado.

REY.—Si las cuerdas me han faltado,

Reina, la cordura no.

Y así, palabra te doy

que no hará que el seso pierda

ninguna tercera cuerda,

porque yo también lo soy.

No me tengas en tan poco.

REINA.—Basta lo que me aseguras.

REY.—Ésas son muchas corduras

para en presencia de un loco.

Porque esta melancolía

casi a ser locura viene.

NÍSIDA.—Mayor mal dice que tiene

quien canta mal y porfía.

Por eso para cantar

el ánimo no me ayuda.

REY.—Mal es de necias, sin duda,

cantar mal y porfiar;

mas otro nombre le den

al amor, que es inmortal,

porque no es de necios mal

porfiar y querer bien.

INFANTA.—Cante, Sergio.

REINA.—En hora buena.

NÍSIDA.—Ninguno en eso le iguala.

REY.—Que no es la música mala

para aliviar una pena.

El que crecella desea

no es bien que en eso repare;

cante, pues, lo que cantare,

muy melancólico sea.

Y no temple, porque es cosa

que nunca esperarla pude.

El cielo el alma te mude,

Nísida ingrata y hermosa.

MÚSICO.—Sufrir agravios del tiempo, Canta.

entre paredes y rejas,

donde apenas entre el sol,

entrará cuando entre a penas.

Anochecer con el llanto

y amanecer con las quejas,

dando el valor de los brazos

a los ojos y a la lengua.

Tener a mil sinrazones

sujeta la causa dellas,

y una sola confianza

contra infinitas sospechas.

¡Ay cárcel fiera!

¿Qué sufrimiento basta a tantas penas?

Llora NÍSIDA mientras cantan.

REY.—(Lágrimas, mis luces bellas,

¡oh celestiales despojos!,

lágrimas de tales ojos,

y ¿quién puede merecellas?

Para el infierno de amor

¿fáltame otra cosa, cielos,

sino esta pena de celos,

que sin duda es la mayor?)

INFANTA.—Buen tono y letra escogida.

REY.—Y compúsola tan bien…

MÚSICO.—Celauro, tu hermano.

REY.—¿Quién?

NÍSIDA.—(¡Ay Celauro de mi vida!

Saltos me da el corazón).

REY.—(¡Qué tarde mi mal sospecho! (Aparte).

Muchas destas habrá hecho

en quince años de prisión.

Si le quiere bien, yo muero).

NÍSIDA.—(¡Qué mal he disimulado!)

REY.—(Siempre el más interesado

sabe su agravio el postrero.)

Pero ¿sería posible

sólo haberte enternecido

de haber el romance oído?

(¡Ay celos, dolor terrible!)

NÍSIDA.—(Mal disimula un cuidado

la extremada voluntad).

REY.—(Daréle la libertad,

que nunca le hubiera dado,

y así a la sospecha mía

haré segura certeza

si descubro en su tristeza

efetos de su alegría).

Agora, libre, podrá

dar muestras de su contento

en sus romances.

NÍSIDA.—¿Qué siento?

¿Es verdad que libre está?

REINA.—¿Ya está libre?

REY.—Sí, señora.

De los grandes obligado,

le libré, mas ha importado

estar secreto hasta ahora.

REINA.—Pues desengañado estás,

aunque tarde, justo ha sido.

REY.—El Duque a librarle ha ido.

NÍSIDA.—¿Mi padre fue? ¿Yeso más?

(Corazón, que estás saltando

de placer, ¿si son quimeras?

Creo que sueño de veras,

o que lo escucho burlando,

y disimular podría).

REY.—(Muerto soy, no son antojos,

pues lágrimas vi en sus ojos,

y agora veo alegría.

¡Qué de señales ha dado

de que al fin le tiene amor!

¡Cuántas veces el color

ha perdido y ha cobrado!

¿Será mi tormento eterno?

Pues si fui, puesto en balanza,

purgatorio en la esperanza,

ya soy en la pena infierno).

REINA.—¡Ah, cómo el amor le niega

los sentidos a un amante!

Sale un CRIADO.

CRIADO.—Agora llegó el Infante.

REY.—¡A qué buen tiempo que llega!

NÍSIDA.—(Cielo, favorable estrella,

¿es lo que escucho verdad?)

REY.—(Pues yo le di libertad,

bien es que quede sin ella).

Salen el INFANTE [CELAURO] y el DUQUE.

CELAURO.—(¿Que veré su rostro bello,

sin que sus divinos brazos,

hechos amorosos lazos,

ciñan mi dichoso cuello?)

NÍSIDA.—(Él es, poderoso cielo,

que viene, tras tanto afán,

menos mozo y más galán.)

CELAURO.—(¿Hay mayor gloria en el suelo?

¿Si podré disimulalla?

Más valor es menester

para no darla a entender

que para estar sin gozalla).

Vuestra majestad me dé

las manos.

REY.—Sed bien venido.

CELAURO.—Que en todo mi padre has sido.

REY.—(Y tu verdugo seré.) (Aparte).

Y los brazos quiero darte

CELAURO.—Después de la bendición.

REY.—(Pues en mejor ocasión (Aparte).

servirán para matarte).

CELAURO.—Ya la Reina, mi señora,

las pido.

REINA.—Líbreos de daños

el cielo.

INFANTA.—Infinitos años

tengáis libertad.

CELAURO.—Leonora,

sobrina, Infanta, el sentido

con el gusto me ha faltado.

REY.—(¡Qué presto se ha declarado!)

CELAURO.—(Turbado estoy, y corrido.)

NÍSIDA.—(Disimular con callar quise).

REY.—(Con mi agravio lucho).

NÍSIDA.—(Mas quien disimula mucho

no sabe disimular).

REY.—¿Hubo alguna novedad,

Duque, que pudiese vello?

DUQUE.—Lo que hay podrá sabello

a solas tu Majestad.

REY.—¿Será de pesar, por dicha?

Luego lo quiero saber,

por irme, para no ver

tan de cerca mi desdicha.

REINA.—El cielo que esto permite

por lo que él solo ha sabido,

a ti te vuelva el sentido,

o a mí la vida me quite.

Vanse todos, y quedan CELAURO y NÍSIDA, y abrázanse.

CELAURO.—Remedio de tantos daños,

placer que al alma enriquece,

claro día que amanece

en tinieblas de quince años.

Sol hermoso, alegre cielo,

cuyo divino arrebol,

como el cielo y como el sol,

luz ofrece y da consuelo.

¿Que te miro?, ¿que te toco?

Soñada será esta gloria,

así engaño la memoria

para no volverme loco;

pero ya la he merecido,

y que estoy loco confieso,

pues temo perder el seso

cuando lo tengo perdido.

¿No me respondes?

NÍSIDA.—Y ¿cuándo

se vio más sabrosa calma?

Mi bien, regalos del alma

mejor se dicen callando.

Mas no te quejes de mí.

CELAURO.—¡Ah celestiales despojos!

NÍSIDA.—Ya te responden mis ojos

a lo que me dices; di.

CELAURO.—¡Ah mi gloria!, no podré

sin estarles ofendiendo,

que yo su lenguaje entiendo

pero hablalle no sabré.

Y así, quedo descontento,

pongo al cielo por testigo,

pues con sentir lo que digo,

no les digo lo que siento.

Pero quiero suspender

esta gloria que me han dado,

pues quedaré disculpado

si la dejo por saber

lo que saber no he podido,

aunque más lo deseé,

donde sin barbas entré,

y con ellas he salido:

que éste, mi hermano cruel,

conmigo tanto lo estaba,

que aun lugar no me otorgaba

para leer un papel;

mas ya me ofrece lugar

el cielo en que pueda ser.

NÍSIDA.—Mucho tienes que saber,

y yo mucho que llorar;

pero, pues te tengo a ti,

segura estoy de vaivenes.

CELAURO.—Ya sin sentido me tienes.

NÍSIDA.—¿Oyes mis desdichas?

CELAURO.—Di.

NÍSIDA.—Después que te vi en prisión

con el rigor que tuviste,

por una falsa sospecha,

que a tu valor contradice,

pues sabes como quedé,

puedes pensar lo que hice.

Llegó la hora del parto,

¡imagina qué terrible!,

con mi camarera sola,

muerta de ver afligirme,

oyendo mis sordas voces,

y el cielo mi llanto humilde;

que así las voces y el llanto

salían del pecho triste,

tragando algunos suspiros,

al secreto convenibles.

Pero entre tantas congojas,

nunca el alma donde vives

dejó de adorar la causa

de dolor tan insufrible;

y después de haberme visto

cerca de la muerte, vime,

dando mil gracias al cielo,

aunque fatigada, triste.

De un niño recién nacido

con lágrimas despedíme,

y una cruz le puse al cuello

de esmeraldas y zafires,

y la sortija, con ella,

del diamante que me diste,

diciendo, al dármela, que era

menos que tu pecho firme.

Y por aquella ventana

que hace vista a los jardines,

Claudia se la dio a Crisanto

en una cesta de mimbres.

Y como su nacimiento

prometió suerte infelice,

saber de Crisanto y él

jamás ha sido posible.

Quedé sin padre y sin hijo,

casi a punto de morirme,

y así pasé algunos años,

tan largos como infelices,

hasta tenellos peores,

que me pareció imposible;

porque el Rey, tu hermano, ha dado,

mi Celauro, en perseguirme,

tan ciego de sus antojos,

que sin concierto los sigue,

pues todo el reino los sabe

y todo el mundo los dice.

La Reina muere de celos,

no porque agravio le hice,

porque ruego al justo cielo

con su rigor me castigue,

poniendo en su hermoso sol

para mí un eterno eclipse,

la tierra no me sustente,

la mar sus aguas me quite,

sucedan para mi daño

los mayores imposibles,

no pueda verme en tus ojos,

ni tú en mis ojos te mires,

y véame en los del Rey,

que me agravia y me persigue,

que es la mayor maldición

con que puedo maldecirme,

si a ella ni a ti ofendí

en un cabello, una tilde,

en quince años que ha que faltas,

por lo que el cielo permite.

Que aunque cuando me dejaste,

apenas llegaba a quince,

en el destierro y en todo

puedo compararme a Ulises.

CELAURO.—El cielo que nos ampara

quiso así, Nísida mía,

templar tan grande alegría,

para que no me acabara.

El perder un hijo siento,

mi gloria, como es razón;

mas la postrera ocasión

es de mayor sentimiento.

¿Y siempre el Rey persevera

sin que tu pecho se ablande?

Ese imposible tan grande

sólo de ti le creyera.

Porque soy de parecer,

mi Nísida, por tu vida,

que no hay ninguna querida,

que no se deje querer.

NÍSIDA.—Luego ¿en mi ofensa acomodas

esos pareceres?

CELAURO.—No;

que a ti el cielo te crió

muy diferente de todas

en belleza y en cordura.

NÍSIDA.—Tarde a disculparte vienes.

CELAURO.—Y hace adorar tus desdenes

el extremo de hermosura.

Ella hizo, siendo así,

él constante y tú cruel,

nuevos efetos en él

y nuevo milagro en ti.

Ya te enojabas.

NÍSIDA.—Amigo,

cuando él llorando me nombra,

adorando estoy tu sombra.

CELAURO.—No te enojes si te digo

que temo, no que sospecho,

lo que un rey podría hacer.

NÍSIDA.—Él es rey, y tú has de ser

el que reinará en mi pecho.

De mí te puedes fiar.

¿Puede un rey…

CELAURO.—De ti me fío.

NÍSIDA.—…forzar el libre albedrío,

que Dios no quiso forzar?

Para dejar de quererte

sólo el morir será parte.

CELAURO.—A ti poco es adorarte.

NÍSIDA.—Bien puede darme la muerte.

Pero…

Desmáyase.

CELAURO.—Mi gloria, ¿por qué

esta mudanza?

NÍSIDA.—¡Ay de mí!

Mi bien, a la muerte vi

al punto que la nombré.

CELAURO.—¿Qué imaginación, qué daño

destos agüeros sospecho?

Esta vez, Nísida, has hecho

caso en ti no poco extraño.

Ea, los ojos levanta;

¿dónde tu valor está?

NÍSIDA.—Verdadero ¿qué hará,

pues que imaginado espanta?

No son verdades dudosas

las que este extremo han causado.

CELAURO.—Ya vuelve el color rosado

a las mejillas hermosas.

Sale el REY.

REY.—¡Cual me lleva el ansia mía!;

mas como en celos me quemo,

voy buscando lo que temo,

y hallo lo que temía.

NÍSIDA.—El Rey viene.

CELAURO.—Amargo punto;

¡qué mal hice en descuidarme!

REY.—¿Hay más fuego que enviarme

en todo el infierno junto?

¿Cómo, desvergüenza tal

en mi palacio está bien?

CELAURO.—Quedó a darme el parabién,

y hubiera de ser por mal.

Pues de uno, cuyos rigores

le quitaron el sentido,

casi muerta la he tenido.

REY.—(Sería muerta de amores.)

Esta libertad es mucha;

pero, pues yo te la he dado,

yo solo soy el culpado.

No me repliques.

CELAURO.—Escucha.

REY.—No hables. Vos ¿qué decís?

¿Sólo para mí hay rigor?

¿Qué se ha hecho el santo honor

que alabáis y bendecís?

¿Agora tanta terneza?

NÍSIDA.—Yo he de morir y callar.

REY.—Quisiera hacerte apartar

de los hombros la cabeza;

pero por otro camino

más llano pienso obligarte.

Oye, Celauro, a esta parte.

CELAURO.—(Ya mi desdicha imagino.)

REY.—¿No soy tu hermano?

CELAURO.—Está llano.

REY.—¿Soy tu rey?

CELAURO.—Y lo serás.

REY.—Pues yo he de ver qué harás

por tu rey y por tu hermano.

CELAURO.—Cuanto puede hacer un hombre,

por mi hermano y rey haré;

sin recelo emprenderé

imposibles en su nombre.

Gobernaré, como quiera,

del sol los rubios caballos,

y aun emprenderé a parallos

en medio de su carrera.

A nado osaré pasar

todo el mar, y su agua es poca,

y mediré con la boca

cuanta arena tiene el mar.

En cualquier guerra trabada,

cual si fuera de diamante,

le pondré el pecho delante

a los filos de una espada.

Y sin muestras de tristeza,

por escusalle un cuidado,

con esta que traigo al lado

me cortaré la cabeza.

Y haré más, si puede ser.

REY.—Bastantemente me pagas.

Mas ya no quiero que hagas,

sino que dejes de hacer.

CELAURO.—(Sin duda mi mal es cierto.) (Aparte).

Pues ¿qué tengo de dejar?

Hermano, dejar de amar

a Nísida.

CELAURO.—(Yo soy muerto.)

NÍSIDA.—(El daño que allí se esconde,

ya me le dice el amor;

perdido todo el color,

ni le mira ni responde).

¡Triste de mí!

REY.—(¡Cuál quedó!

Mi mal la disculpa en todo).

CELAURO.—(Bien mi desdicha acomodo.

¿Daré la palabra? No,

porque no la cumpliré,

si aquí a pedírmela viene.

¿Qué importa? Cumplir se tiene,

aunque forzada se dé…)

REY.—De lo que dudas me espanto,

después de ofrecerme cosas

imposibles y espantosas.

CELAURO.—Ninguna, señor, lo es tanto.

Las que te ofrecí, no niego,

como tu gusto las quiera;

manda que suba a la esfera,

donde me convierta en fuego,

y que pase el cuerpo solo

la furia del mar crecida,

y que con la boca mida

desde el uno al otro polo.

Que ponga el pecho a una espada

por guardarte a ti un cabello,

y que aquí me corte el cuello

con la que tengo empuñada.

Todo lo haré, y eso no.

Que hacer, señor, de manera

que a mi Nísida no quiera,

el cielo puede, y yo no.

REY.—(Por el cielo soberano,

que me ha dejado corrido).

¡Oh, villano mal nacido,

mi enemigo, y no mi hermano!

¿Que tal a decirme ensayas?

NÍSIDA.—(Colérico está ¡ay de mí!)

REY.—¿Podrías irte de aquí,

como yo hacer que te vayas?

NÍSIDA.—(¿Que le ruega arrodillado?)

REY.—Vete, ¿qué esperando estás?

Y por fuerza, necio, harás

lo que pudieras de grado.

Vete.

CELAURO.—(Si voy me destruyo;

pues quedarme he, a su despecho.)

REY.—Vete (y probaré en su pecho

lo que no puedo en el tuyo).

CELAURO.—¿Hay paciencia?

NÍSIDA.—(¿Hay desventura

que mayores daños haga?)

CELAURO.—(¿Daréle con esta daga

la muerte que me procura?

Es mi rey).

REY.—¿Quieres probar

mi rigor, que ya se tarda?

¿No te vas? ¡Ah de la guarda!

CELAURO.—(El ángel puedes llamar).

NÍSIDA.—¡Ay Dios! ¿Por qué no te vas?

Piensa que quedo, señor,

tan segura en mi valor

como en tu presencia, y más.

CELAURO.—Voyme, porque esta razón

remedia mi desatino.

(Mas llamaré de camino

quien le quite esta ocasión).

Vase.

REY.—(Pues para el bien soberano

que ya el alma se promete

la ocasión me da el copete

y la fortuna la mano,

locura será esperar,

pues lágrimas y cuidado,

que en mil siglos no han bastado,

ahora no han de bastar).

Nísida, cierra los labios,

que muero de amor y celos.

NÍSIDA.—Justicia guardan los cielos,

y no consienten agravios.

Quien tiene ventura corta,

séalo en todo.

NÍSIDA.—Injusta ley.

REY.—Y ¿es razón que muera un rey?

NÍSIDA.—Si es tirano, poco importa.

Tu mal intento corrija

el cielo, pues tal ordena.

REY.—Es del infierno mi pena.

Herido te ha tu sortija.

Sangre te pudo sacar.

Si es diamante, no te espante,

pues es cierto que un diamante

con otro se ha de labrar.

NÍSIDA.—Mi sangre has visto, y el vella

no me ha sido de provecho;

más duro tienes el pecho,

pues no se ablanda con ella.

Mas ¿qué efetos…

REY.—No des voces.

NÍSIDA.—…hará en ti, duro homicida,

pues siendo tan conocida,

la ves y no la conoces?

Sale la REINA.

REY.—La Reina viene.

REINA.—¿A qué vengo

sino a ver?…

REY.—…Un desdichado.

NÍSIDA.—Por haber tanto callado,

confieso que culpa tengo.

Mas, pues llegas a ocasión

que el callar mi desventura,

como entonces fue cordura,

agora fuera traición,

lastímete el ver mi afrenta,

viendo en mi honor lo que pasa;

que mientras está en tu casa,

es cierto que está a tu cuenta,

y que el Duque, mi señor,

a mis desdichas ausente,

demás de ser tu pariente,

es en tu reino el mejor;

mi sangre también, por vella

en tu presencia verter,

que tuya debe de ser,

pues que tienes parte en ella;

y esta hermosura, aunque ha sido

ocasión destos enojos;

las lágrimas de unos ojos

que jamás te han ofendido.

Y de quedar ofendida,

a fuerza de mis razones

me quita las ocasiones,

o no me dejes la vida.

REINA.—Mira en Nísida y en mí,

mis desdichas y tu enredo,

y juzga después si puedo

quejarme al cielo de ti.

REY.—¿Cómo puedo eso juzgar?

Pues que sin juicio estoy,

tras mis antojos me voy.

Loco estoy, mándame atar.

REINA.—En el discurso pasado,

si no es que mal se me acuerda,

el haber yo sido cuerda

pudiera tenerte atado.

Mas que esto mismo te dio

más libertad, imagino.

REY.—Conozco mi desatino,

pero tu cordura, no.

REINA.—No te disculpes tampoco

con publicar tu locura,

que es género de cordura

el conocer que estás loco.

Y culpa llega a tener,

que merece pena igual,

quien conoce que hace un mal

y no le deja de hacer.

REY.—Mal sabes, Reina, el exceso

del rigor de mis tormentos,

pues con tales argumentos

quieres apurarme el seso.

A tan gran desdicha llego,

que, en mi amorosa conquista,

tengo del lince la vista,

y tropiezo como ciego.

Con ser de fuego mi aliento,

deja helado cuanto toca;

siempre yerro con la boca

lo que acierta el pensamiento.

Quiero mudar el querer,

y no hay cosa que le tuerza;

soy Alcides en la fuerza,

y vénceme una mujer.

En las desdichas que toco,

la causa porque me pierdo,

es que pienso como cuerdo

y procedo como loco.

Y por el Dios soberano,

que con esto me castiga,

que no miento, aunque te diga

que no está más en mi mano;

y así vengo, Reina, a estar,

aunque bien desengañado,

como el que juega picado,

que no se sabe dejar.

Como un valiente lidiando

con muchos, que, por no huir,

teniendo cierto el morir,

se arroja a morir matando.

Y, con el fuego sin tasa,

en que me siento abrasar,

como quien se arroja al mar

cuando la nave se abrasa.

Y vengo a determinarme,

pues son mis desdichas tales,

que por huir de mis males

he de morir o matarme,

si no es que en la boca veo

de la que fue mi homicida

una palabra fingida

con que engañar el deseo.

REINA.—¿Que tan bien resuelto estás?

REY.—Rabio y muero en sus desdenes.

REINA.—Como tanta pena tienes,

por eso tanta me das.

Sin duda, Rey, que resulta

tu confuso desconsuelo

de algún juicio del cielo,

y tiene la causa oculta.

Y que, al fin, si una palabra

no dice con que engañarte,

¿has de morir o matarte?

REINA.—Pues que se lo ruegue es justo;

que soy mujer, y mi amor

sin duda será mayor,

si ofendo por él mi gusto.

Nísida, el desdén reporta

en que tu enojo te ha puesto,

y da gusto al Rey en esto,

que a ti tan poco te importa.

Suspende su amargo llanto,

no des muestras de cruel.

Pues tus palabras en él,

aun fingidas pueden tanto,

y las mías, verdaderas,

en él tampoco han podido.

De veras esto te pido.

REY.—Tal furia en mi pecho labra.

NÍSIDA.—¿Para ofenderte de veras?

REINA.—Poco ofende tus intentos

lo que fingido ha de ser.

NÍSIDA.—Es muy de reyes querer

lisonjas y fingimientos,

pero yo no se las doy

por lo que mi honor señala.

¿Yo he de fingir que soy mala,

sabiendo que buena soy?

Tal cosa no ha de poder

conmigo vuestro interés;

que quien finge que lo es,

de veras lo viene a ser.

Que esta fe que al honor toca

la de Cristo ha de imitar,

que no la puede negar

el corazón ni la boca.

Pero de ti, que porfías

en eso, puedo quejarme,

pues en vez de consolarme,

doblas las ofensas mías.

Para obligarme a los daños

que con mi valor resisto,

¿qué libertades me has visto,

señora, en tan largos años?

Cuando te suplico más,

con lágrimas y razones,

que me quites ocasiones,

a más agravios las das.

REINA.—Esa razón es tan fuerte,

que me ha dejado corrida.

Más ¿ha de quedar la vida

de un rey cerca de la muerte?

No es razón.

NÍSIDA.—¿No? Pues ¿qué ley

puede obligarme en rigor

a que a costa de mi honor

sustente la vida un rey?

Y más la de un rey, o un hombre,

que a la razón dio de mano:

que a un rey, en siendo tirano,

pueden quitalle ese nombre.

REY.—Ya es mi paciencia sobrada.

¿De honra blasonando estás,

sabiendo que tienes más

de atrevida que de honrada?

¿No sabes que llegué a ver

la que tienes? ¡Ah, traidora!

¿Honra nos vendes ahora?

NÍSIDA.—Y mucha puedo vender.

Voyme. (Que algún testimonio

me ha de levantar sospecho).

Vase.

REY.—Mas ya siento que en el pecho

se me reviste un demonio.

Del todo el alma está ciega.

REINA.—Señor, ¿dónde quieres ir?

REY.—Por no dejarme morir,

a tomar lo que me niega,

y pues de la honra se precia.

¿La vida le he de perder?

Déjame, que yo he de ser

Tarquino desta Lucrecia.

Vase.

REINA.—Sin duda, pues no te ha dado

vergüenza mi obligación,

que tienes el corazón

más de infame que de honrado.

¿Es verdad que sus orejas

me oyeron, Dios soberano?

Mas, sin duda, de tu mano,

por castigarle, le dejas.

Salen el REY, NÍSIDA y el DUQUE, su padre, con la espada desnuda, deteniendo al REY.

REY.—¿Contra mí desnuda espada?

REINA.—¿Qué veo, enemiga suerte?

DUQUE.—No lo está para ofenderte,

que la rige mano honrada.

Nadie me puede culpar,

que nunca he sido traidor,

pero defiendo el honor

que tú me quieres quitar.

Y por ser esto sin duda,

defiende mi calidad

una desnuda verdad

con una espada desnuda.

REY.—Hola, criados. ¡Sin falta!,

que falta en vosotros ley,

pues en palacio un rey

os pide ayuda y le falta.

Salen algunos CRIADOS, y el REY toma la espada del uno, y dale en la cabeza al DUQUE.

Pero mi brazo ofendido

tu justo castigo empieza.

DUQUE.—Hiere, Rey, una cabeza

que de tu parte lo ha sido.

Que no la defiendo yo,

porque conozcas así

que mi honor te defendí,

pero mi cabeza no.

Haz en ella a tu albedrío,

que mi honor te defendía,

porque si ella es tuya y mía,

el honor es sólo mío.

Sale esta sangre que ves

a darme honrados despojos,

porque viéndola tus ojos,

te acuerdes que limpia es.

¡Cómo quedara corrido,

a no estorbar tu inclemencia,

pues saliendo en tu presencia,

manchada hubiera salido!

Mira, y en ella verás

que puede mirarla Apolo;

que soy yo tal, que tú solo

el ser mi rey tienes más.

REY.—Matalde.

DUQUE.—¡Eso no, villanos!

REY.—¿En mi cara tanta mengua?

DUQUE.—Que para el Rey tengo lengua,

mas para vosotros manos.

REINA.—Suspende, Rey, tan riguroso efeto,

movido de piedad.

NÍSIDA.—Virgen sagrada,

sus canas y su edad ¿no os dan respeto?

Sale CELAURO, desnuda la espada.

CELAURO.—Pues tenelde al acero desta espada,

que vuestras vidas dejará difuntas,

de tantas sinrazones obligada.

REY.—Dejad al viejo Duque, y todas juntas

volveldas contra el pecho de este infame,

adonde prueben sus agudas puntas.

CELAURO.—El que eso hiciere, honrado no se llame,

y ninguno lo emprenda que no quiera

resbalar en la sangre que derrame.

Y tú, enemigo hermano justo fuera

darme la muerte a mí?

REY.—Muerte merece

el que mi corte y mi palacio altera.

Y así, el castigo justo se le ofrece.

¡Matalde!

CELAURO.—Si en tu tierra me condenas,

el mundo es grande…

REY.—¿Nadie me obedece?

CELAURO.—…y del injusto daño que me ordenas

me librarán los cielos soberanos,

y podré guarecerme en las ajenas.

No todo se gobierna por tus manos,

que reinos tiene el mundo y reyes tiene,

y no todos injustos y tiranos,

y posible será que el cielo ordene

que alguno, de mis lástimas movido,

tu parecer y tu rigor condene.

Entonces podrá ser que, un ofendido,

a esta tierra, de ti tiranizada,

triunfante vuelva, como sale huido.

Entonces, Rey, verás desenvainada

la espada de justicia, cuando quieras

ver de tus tierras mi pujante armada.

Porque verás de naves y galeras

cubierto el mar, y tremolar al viento

flámulas, gallardetes y banderas.

Entonces, Rey, con miedo y con tormento,

les faltará valor a tus cuidados,

como ahora les falta sufrimiento.

Pues cuando desembarquen mis soldados,

dando su acero al sol luciente y puro,

tus campos talen, roben tus ganados,

en tu palacio no estarás seguro,

donde agora tu gusto se regala.

Cuando entre tu ciudad, rompiendo el muro,

y no bastando arrojadiza bala,

porque el mundo esta hazaña me atribuya,

yo subiré el primero por la escala.

Entonces, cuando el cielo te destruya,

esta espada verás, tan limpia agora,

manchada de sangre, derramar la tuya.

REY.—La tuya ha de verterse, que es traidora,

y por ver declaradas tus cautelas

hasta agora esperé, pero ya es hora.

La vida he de quitarte, si no vuelas.

CELAURO.—Defenderéme, infames, entre tanto

que no pongo a un caballo las espuelas.

Vase CELAURO, y el REY le sigue luego.

REY.—Moriré de congoja, cielo santo,

si yo mismo tras él no voy corriendo.

¡Llevad al Duque preso!

NÍSIDA.—De mi llanto

se duela el justo cielo.

REINA.—¿Qué estoy viendo?

De desdichada llevaré la palma.

DUQUE.—Mi honor, hija del alma, te encomiendo.

NÍSIDA.—Y yo al cielo la vida de mi alma.

Vanse todos.