Finalmente

DE LOS ochenta que aún acompañaban al señor Carranza, muchos cayeron prisioneros de los asesinos; otros logramos huir escalando una profunda y peligrosa barranca que casi rodeaba al fatídico lugar del crimen.

Íbamos a pie, lastimados por las espinas de los arbustos, con ayuda de los cuales, asiéndonos, logramos bajar a la sima profunda por la que corría un arroyo bronco. Me acompañaban mi compañero el general Pilar Sánchez y el teniente coronel Bulmaro Guzmán, aquel jovencito sobrino de don Venustiano, quien me lo había enviado como subteniente subayudante al batallón de zapadores que yo mandaba en Piedras Negras.

Allí, en el fondo de aquella barranca, estuvimos desde la madrugada de la noche trágica del asesinato hasta el mediodía siguiente. Volvimos a trasmontar la barranca con miles de penalidades, y ya terreno plano, a poco caminar, fuimos a dar a un jacal de indios que no hablaban castellano. Nos dieron albergue, lumbre para secar nuestra mojada ropa y una buena taza de café caliente. Nos tuvieron lástima. Con ser ellos tan pobres y miserables, lo éramos más nosotros, derrotados y fugitivos.

Pilar Sánchez ni siquiera sombrero llevaba, ni polainas. Yo, previsor, aquella noche no me había desvestido; Bulmaro igual.

A la mañana siguiente aquellos indios, con la cooperación de otros, vecinos suyos, nos dieron unos tacos de frijoles.

Por ellos, en su media lengua, nos enteramos de que había sido muerto el señor Carranza.

—Mataron, mero, mero Presidente, decían.

Caminando a pie con mucho cansancio y fatigas llegamos al día siguiente por la tarde al pueblo de Xico. Allí había fuerzas leales del general Francisco de P. Mariel y allí estaba ya el cadáver del presidente Carranza.

En Xico nos íbamos reuniendo los dispersos. Entre todos, acordamos avisar por telégrafo al nuevo gobierno que nuestro jefe, el presidente de la República, había sido muerto; que nosotros, los que lo habíamos acompañado, nos rendíamos, y que pedíamos se nos permitiera conducir a México el cadáver del señor Carranza para darle cristiana sepultura.

El cadáver, a hombros de los indígenas de la región, fue conducido por un camino lodoso de Xico a Necaxa. De Necaxa, por tren vía angosta, hasta la estación de Beristáin, y de este lugar a la ciudad de México.

Era una triste caravana la que acompañaba al cadáver del jefe. Gente barbuda, ojerosa, sucia, desilusionada.

No se nos dejó arribar a la ciudad.

Al llegar el convoy al pueblo de San Cristóbal Ecatepec, fuimos bajados los generales y subidos a camiones llenos de tropa. Así, bien custodiados, nos llevaron a la Penitenciaría primero y más tarde a la prisión militar de Santiago Tlatelolco.

Hecho un desastre físico, muerto moralmente y cubierto con mi blusa larga, sucia, rota y enlodada, ingresé a la prisión.