EL EJÉRCITO constitucionalista iniciaba su avance incontenible hacia la capital de la República. Había caído Torreón de manera definitiva.
Un colega de las fuerzas de Calixto Contreras y yo veíamos una película en el cine Pathé de don Isauro Martínez, único cine entonces que había en Torreón y que funcionaba en una amplia carpa instalada frente a la Plaza de Armas. No había mucha concurrencia.
Abstraídos estábamos viendo la cinta cuando dos mujeres, molestando a las personas que ocupaban asientos en nuestra fila, trataban de instalarse precisamente a nuestro lado, habiendo tantos asientos en los propios pasillos del lunetario, quizás hasta más cómodos que aquellos que parecían ser de su preferencia. Ideas que tiene la gente; ganas de molestar obligando a levantarse a los sentados para darles paso. Se acomodaron a mi lado. En contraste con el olor a sudor de la concurrencia, las recién llegadas olían a ropa limpia y agua de colonia.
—Por lo menos huelen bien —comenté con mi amigo.
—¿Crees que huelo bien? —me contestó una de ellas.
¿Quién era aquélla que me tuteaba? ¿Alguna conocida quizás, de allí de mi pueblo? En la oscuridad de la sala traté de discernir. Era una morenilla ni fea ni bonita, más bien delgada de cuerpo.
—¿Nos conocemos?
—Hombre, claro. Yo te conocí desde que entré; veo en la oscuridad como los gatos. Soy Belem. ¿Ya caíste?
—¿Belem?, ¿nuestra compañera de Monclova, de Candela y de Monterrey?
—La misma.
—¿Te diste de baja? ¿Dónde dejaste el sombrero tejano y la pistola?
—Los dejé en el hotel. Acabo de llegar de Monclova. Sigo con la gente de Murguía. Mañana temprano salgo para Chihuahua; voy a ver qué me quedó de familia. Soy de allá. ¿Y tú? ¿Ya no andas con don Venustiano?
—Me mandó para acá con el general Contreras, con Mano Calixto, como le dicen.
—¿Qué tal está la película?
—Regular. No me parece muy entretenida.
—Entonces ¿por qué no salimos a tomar una copa o un refresco?
—Me parece muy bien. Si no has cenado, cenaremos.
Salimos los cuatro y ante unos platos de cabrito y enchiladas norteñas y unas botellas de cerveza fría, tuvimos una charla de horas.
No era Belem locuaz, sino más bien parca en las palabras, pero tanto había andado en la bola, que tenía mucho que contar, si se le picaba y estaba de humor, como en aquella noche, vestida de «paisana».
Andaba de revolucionaria activa desde el orozquismo, y no había parado. Participó en decenas de combates. Montaba muy bien al estilo femenino, pues nunca usó indumentaria masculina a excepción del sombrero tejano, unas polainas y la pistola y las cartucheras en la cintura y en el pecho. Tenía una serenidad y un valor a toda prueba y más historia y vergüenza que muchos hombres. Nunca tuvo grado militar ni disfrutó de ningún sueldo. Se bastaba a sí misma; nunca fue carga para nadie. Ensillaba su caballo, le daba de comer, de beber. Se acomodaba donde podía y se procuraba su alimento. Dura era para la fatiga; su cuerpo, delgado pero fuerte, resistía las duras jornadas, las hambres, las lluvias, los calores del verano lo mismo que las duras nevadas del invierno.
No era alegre, no cantaba y poco reía, pero tampoco era de temperamento triste. Era normal, norteña pura; absolutamente normal y equilibrada. A su cuerpo le daba lo que le pedía, sin abusar de nada. Había tenido que ver con varios y cortaba sus relaciones cuando así lo creía prudente.
Siempre andaba sentada en buen caballo, que manejaba con maestría y disparaba pistola y rifle con gran precisión. En los combates andaba siempre tan adelante como los más valientes. No conocía el miedo y su sola presencia avergonzaba a los mediocres y timoratos.
Era popularísima Belem entre las fuerzas del noroeste, y su apellido bien a bien nunca se supo. Era lo de menos. No tenía la menor importancia: Martínez, Rodríguez, lo mismo daba. Era Belem, nada más. Con los federales nunca anduvo. No era una soldadera; era una militante desinteresada. Absolutamente desinteresada. Ni grado militar, ni haberes, ni diplomas o medallas pidió nunca. Fue única.
—Me preguntabas tú que en dónde había dejado yo el sombrero tejano y la pistola, y yo te pregunto a ti, ¿dónde dejaste tu blusa? Tú no me concibes a mí vestida como estoy, ni yo te puedo imaginar sin tu blusa larga de soldado de caballería federal.
—Mi blusa la conservo como una reliquia, como un talismán. Cada vez que me la pongo ocurre algo grave y hasta le tengo miedo, pero, por otra parte, siempre salgo con bien de lo que acontezca. Es para mí como una especie de escapulario benefactor.
—Cuéntame, después del ataque a Monterrey te perdí de vista. ¿A dónde fuiste a dar?
—Me mandó don Pablo a Sonora con unos documentos que le urgía conociera el Primer Jefe, y también porque el mismo don Venustiano le había dicho a don Pablo que en cuanto fuera posible me regresara a su lado. Así pues, fui a Sonora, al Estado Mayor, y me asignaron también el mando de la escolta montada, que se componía de dos escuadrones.
Fuimos con don Venustiano hasta Sinaloa y después hasta Ciudad Juárez y Chihuahua. De allí me designaron a que viniera aquí como jefe del Estado Mayor del general Calixto Contreras. ¿Y tú? La última vez que te vi fue en los combates de Monterrey, por cierto que te acompañaba una güerejita, «alta nueva», que parecía muy entusiasta y que después supe que la habían matado.
—Aquella muchacha se llamaba Julieta. Se juntó conmigo allí mismo en Monterrey; allí comenzó su carrera revolucionaria activa, que duró justamente lo que duró el ataque a la plaza: tres días. A la evacuación —¿te acuerdas?— era una noche oscura; la gente nuestra casi toda iba borracha y los federales de la caballería de Ricardo Peña nos pisaban los talones. La muchacha aquella, llena de entusiasmo, estaba empeñada en que los nuestros se regresaran a pelear. Ni quien le hiciera caso. Se rezagó un poco y le echaron mano los federales; allí mismo la mataron y la colgaron de un poste. Bueno, pues la gente de Murguía, con quien andaba yo y con quienes sigo, nos regresamos al norte de Coahuila a revolucionar y con la esperanza de levantar cabeza y a ver si se nos hacía recuperar Monclova; la atacamos y no pudimos; tuvimos que retirarnos hasta San Buenaventura; nos persiguieron y fuimos hasta Cuatro Ciénegas y allí también tuvimos que salir y nos echaron hasta Ocampo y de ahí nos sacaron con rumbo a Sierra Mojada. Estábamos de malas; de todas partes nos sacaban.
De Sierra Mojada nos mandó don Venustiano algo de parque y nos rehicimos en plan grande. Volvimos a la carga. Mandó Murguía cortar la vía férrea de Monclova al sur y de Monclova al norte. No atacamos a Monclova sino que nos fuimos sobre Allende. Creo que ése es tu pueblo, ¿no?
—Allí me crié, pero yo nací aquí, en San Pedro de las Colonias.
—Pues allí en Allende, quién sabe por qué motivo, razón aparente no la había, se habían concentrado cerca de mil federales y los mandaba Alberto Guajardo, antiguo maderista y amigo de intimidad de don Venustiano Carranza, y ahora furibundo huertista, conocedor del terreno y hombre de pelea. Los atacamos con ganas un día entero y tuvimos la suerte de pegarles de a feo. Guajardo salió herido y huyó hacia Piedras Negras. Cogimos quinientos prisioneros, mil quinientos fusiles, diez ametralladoras entre pesadas y ligeras, medio millón de cartuchos y cinco cañones. Entre los prisioneros, diez y siete oficiales. A Alberto Guajardo lo perseguimos pero no logramos capturarlo; llegó hasta Piedras Negras y se pasó al lado americano. La guarnición federal se pasó también a Eagle Pass y ahí nos tienes a nosotros entrando triunfantes a Piedras Negras sin disparar ni un tiro. En un santiamén aumentó nuestra gente; de seiscientos que éramos, llegamos a dos mil quinientos, con cinco cañones y diez ametralladoras más. La artillería bien manejada, pues Murguía les perdonó la vida a los artilleros federales que se incorporaron a nosotros. El jefe de ellos es uno muy listo que se llama Humberto Barros.
»Ya con esa fuerza, nos sentimos con ganas de entrarle a Monclova y nos devolvimos hacia allá. No nos esperaron; también la evacuaron más que de prisa. Cuando iban a comenzar las operaciones sobre Allende, Murguía recibió a un enviado de Guajardo que le avisaba que los americanos habían invadido a México y lograron tomar el puerto de Veracruz, que así las cosas cambiaban y deberían de unirse todos para pelear contra los gringos. Murguía le dijo al enviado, de parte suya y de todos los que andábamos con él, que se fuera a la tal y que nada de juntarse ni mucho menos; que nosotros teníamos para ellos y para los invasores y que se fueran muy lejos con componendas que olían a puras tanteadas.
»Y todo esto que te estoy contando acaba de pasar: hace apenas unos días; casi al mismo tiempo que Villa tomaba Torreón, nosotros tomábamos Allende.
»Don Pablo González, tesonero como es, no ha dejado de pelear: tomó Ciudad Victoria, atacó Tampico; por poco toma Laredo, pero no le fue posible, y por fin logró tomar Monterrey. Ya nomás falta Saltillo.
—Para allá vamos nosotros ahora. En cualquier día de éstos.
—Y tú, ¿estás contento allí donde estás?
—Yo donde quiera estoy bien siempre que haya actividad. Ahora ya hasta ganamos sueldo y nos pagan con billetes, y por lo que hace a mí, me pagan en pesos de plata. ¿Tú conoces los pesos que hace don Calixto Contreras?
—Me han contado.
—Míralos. Ahí te regalo este puñito.
—¡Qué monada! Pesos de pura plata igual a aquellos del tiempo de don Porfirio, con su águila y un letrero que dice «Ejército Constitucionalista. Muera Huerta». Gracias. Los conservaré como un recuerdo.
—Los gringos los compran y los pagan muy bien. ¿Y de tu propia vida, de tu vida íntima, qué cuentas?
—Soy la misma que tú has conocido. No he cambiado ni tengo por qué hacerlo. Me gusta la libertad. No tengo ni admito compromisos. No soy una mujer fácil ni liviana. Cuando el cuerpo me pide hombre, lo busco, me satisfago, y a otra cosa. Los enamoramientos me parecen ridículos. Casi soy como un hombre.
—¡Y qué hombre! Les pones la muestra. ¿Nunca has sentido miedo?
—Muchas veces, pero me lo aguanto. ¿Y tú?, en tu vida íntima, esa que me preguntas, ¿qué? ¿No te has levantado alguna vieja por ahí?
—No: soy como tú me has conocido y así pienso seguir. Yo creo que el hombre, el que es militar o revolucionario, si es casado o amancebado pierde en el esfuerzo su actividad.
—Eso es la pura verdad. ¿Te acuerdas cuando nos conocimos?
—Fue en Monclova; en el hotel de los chinos.
—Otra vez nos volvimos a ver en otro hotel, también de chinos, en Sabinas. En la frontera todos los mejorcitos son hoteles de chinos, porque los demás no valen nada.
—Y siguiendo esa costumbre, a lo mejor aquí en Torreón también habrás ido a alojarte al hotel chino.
—No. Aquí estoy en el hotel Iberia. Oye, y no teniendo tú ningún compromiso ni yo tampoco, ¿quién nos impide a ti y a mí…?
—Nadie.
—Pensaba irme a Chihuahua mañana por la mañaña, pero habiendo tenido el gusto de encontrarte me demoraré un día o dos más.
—¿Y por qué no te quedas aquí entre nosotros ya de una vez? Todos somos los mismos.
—Seguramente había de extrañar mucho a mi gente. Soy rutinera; no me gusta cambiar.
Era ya más de medianoche cuando salimos de aquella cenaduría del viejo conocido Espiridión Cantú, especializado en dar de comer a los trasnochadores. Belem se cogió de mi brazo como si fuéramos una pareja feliz.
Años después, en pleno triunfo, nos contaba Virginia Fábregas:
—¿Saben ustedes quién debutó en mi compañía la vez que actuamos en Chihuahua?
—¿Quién?
—Belem. Aquella Belem tan famosa de las fuerzas de Murguía. Fue el mismo general Murguía el que influyó conmigo para que entrara al teatro. Parece que tenía ella unos deseos locos por ser artista; le parecía la cosa más sencilla del mundo. Por complacer al general Murguía nos propusimos todos en la compañía enseñar a Belem. Ensayos y ensayos para que dijera unas dos o tres frases de un papelito insignificante. Tenía, eso sí, que pronunciar las «ces» y las «zetas»; imposible ni que las pronunciara ni que dejara aquel modillo de hablar al estilo fronterizo. Un día nada más trabajó y quedó convencida, ella y todos, de que para eso no había nacido.
No supimos más de ella. Se la tragó el desierto norteño.