MANIFIESTA satisfacción demostraron mis antiguos compañeros al incorporarme nuevamente al Estado Mayor del Primer Jefe, quien me recibió con efusivo abrazo.
Además de la ocupación oficinesca, fui destinado como comandante de la escolta montada, es decir, de la gente que había acompañado a don Venustiano Carranza desde Coahuila hasta Sonora: unos ciento veinte hombres, todos de la región lagunera, mandados por dos mayores que con frecuencia tenían dificultades. A este escuadrón máximo se le agregó más tarde otro, de gente de Sonora.
Era, pues, un medio regimiento de caballería la escolta montada, a la que diariamente, mañana y tarde, daba yo instrucción. A las pocas semanas, contando con la buena disposición de la gente, era aquella escolta una corporación digna y acorde con la alta misión que tenía asignada.
A don Venustiano, que siempre fue amante de las cosas militares aun en sus detalles, le gustaba presenciar la instrucción de su escolta, como antes, en Piedras Negras, gustaba de ver la instrucción de los zapadores. Todos eran buenos jinetes, tiraban bien, y sin excepción ya bien fogueados. No había viciosos y ninguno era analfabeto. La instrucción la impartía yo de acuerdo con el reglamento de maniobras de la caballería, que por cierto me sabía de memoria.
Acompañamos al Primer Jefe en los recorridos que hizo por el estado de Sonora y en el viaje que efectuó a Sinaloa, después que el general Álvaro Obregón hubo tomado la plaza de Culiacán. Estando allí se supo de la captura sorpresiva que hizo el general Francisco Villa de la plaza de Ciudad Juárez. Hacia allá determinó ir el Primer Jefe y hubimos de dejar Sonora para ir a Chihuahua, atravesando la Sierra Madre por el cañón del Púlpito.
El general Villa, después de su magnífico golpe a Ciudad Juárez, marchó sobre la ciudad de Chihuahua, evacuada por los federales, que huyeron hasta Ojinaga, población fronteriza con los Estados Unidos.
Cuando arribamos a Ciudad Juárez, después de larga travesía por la sierra, ya el general Villa se había consolidado, era dueño de todo el estado y además, como gran hazaña, atacó y pudo tomar la importante plaza de Torreón, Coahuila.
Llegaban las vacas gordas. Las fuerzas revolucionarias del norte del país se disponían avanzar hacia la capital de la República.
De Ciudad Juárez, don Venustiano Carranza marchó a Chihuahua, capital del estado, y allí estableció su cuartel general.
Estando en Chihuahua, comenzaron ciertas desavenencias entre el Primer Jefe y el general Villa, fomentadas por civiles políticos maderistas que no habían encontrado lugar cerca del señor Carranza, en tanto que Villa les había abierto los brazos. Esas desavenencias, al cabo del tiempo, llegaron a culminar en el rompimiento entre aquellos jefes.
Un buen día se presentó ante el Primer Jefe una comisión enviada desde Torreón, en donde estaba el general Calixto Contreras, para entrevistar al señor Carranza y pedirle que designara, para la brigada que aquél mandaba, un jefe de Estado Mayor de su confianza que organizara debidamente las fuerzas, que tenían fama de ser sumamente desordenadas y por tal causa eran mal vistos por el general Villa, jefe de la División del Norte, a la que pertenecían.
Decían los de la comisión que todos aquellos hombres de don Calixto tenían la mejor voluntad de ser instruidos, pero que no había entre ellos persona que pudiera servir para ello.
A mí me tocó la comisioncita, quizás porque al parecer del señor Carranza yo era un buen instructor. Sin más, se me comisionó a Torreón, es decir, a mi tierra, en donde estaba mi familia, a la que no veía desde que me alisté como revolucionario el año de 1910, con los maderistas.
Por ese concepto estaba contento. Iba a mi casa a ver a los míos; no les llevaba nada porque nada tenía, pero tendríamos todos la gran satisfacción de vernos buenos y sanos, aun cuando fuera en la pobreza.
Por otra parte, sentía alejarme otra vez de don Venustiano y dejar a aquella escolta instruida por mí y a la que le había cobrado cariño.
Cerca de la iglesia me encontré a doña Natividad, la madre del boticario Chema Iduñate. No pasaban los años por ella. Ni una cana más había en su cabeza, ni una arruga nueva surcaba su rostro.
—¡Mi alma!, ¿cómo te va? ¡Cuánto gusto me da verte! ¿Cómo te ha ido? ¿No te han herido, no te han matado? ¡Tanto que me he acordado yo de ti! ¿Cómo andará aquel muchacho? ¿Habrá comido a sus horas? ¿Se estará mojando cuando llueve, tendrá frío? Tanto que hemos pensado; pero ya estás aquí, ¡bendito sea Dios!
—Gracias, doña Natividad; muchas gracias; mucho le agradezco sus buenas intenciones.
—Ni sabes cuánto miedo hemos pasado aquí con los combates y cada vez que decían que venía Villa. Y dime, tú, ¿dónde dejaron a la indiada?
—¿A cuál indiada?
—Pues a los indios que decían que traía Villa para tomar Torreón. Nos contaron que Francisco Villa se acompañaba de todos los indios bárbaros; que los traía sueltos por delante y venían arrasando cuanto encontraban.
—¡Ah!, vamos; algo así como los cosacos del Don.
—¿Don quién?
—Ja, ja; otros indios de por allá; de otra parte. No, aquí no hay más indios bárbaros que los que estamos presentes.
—Cómo inventa la gente, ¿verdad?
Encontré a mi madre, a mi buena madre, tan animosa y conforme como siempre; a mis hermanos, más altos, flacuchos y mal vestidos. Se comía mal en la casa desde hacía mucho; no siempre estaba ocupada la finca que producía renta. Se debían picos por todas partes: en la tienda de abarrotes, en la carnicería, en otros lados. Ya se pagaría cuando hubiera dinero; ya se compraría ropa cuando mejoraran los tiempos; lo importante, decía mi madre, era que nos volviésemos a ver, que no estuviera muerto ni hubiera sido herido, que tuviéramos todos salud, ese tesoro inapreciable que se llama salud.