COMO UN torrente impetuoso descendió nuestra columna de la colina de Topo Chico, teatro del combate de la víspera, y se lanzó a la ciudad. En un momento llegamos hasta la amplia plazuela que se extendía enfrente del Primer Cuartel del Uno.
Los cuarenta o cincuenta defensores de aquel recinto, que coronaban las azoteas del mismo, rompieron el fuego sobre nosotros. Las balas silbaron sobre nuestras cabezas o levantaron nubecillas de polvo al sepultarse en la tierra suelta de la plazoleta.
A rienda suelta, nuestra gente avanzaba en furiosa carga sobre el reducto enemigo. Se disparaba al aire, sin apuntar; había gritos de rabia y gemidos de dolor. El fuego arreciaba y batía certero a aquella avalancha de gente que avanzaba hacia la muerte; cayeron caballos y hombres y quedaron atrás, como sembradío macabro, en la desierta plazoleta.
Pudimos al fin escapar de la muerte y penetrar al cuartel. Fue cuestión de un instante, de un instante grandioso y decisivo en la vida de muchos hombres. Nuestros soldados desmontaron rápidamente y se lanzaron, carabina en mano, a capturar a los defensores. £n aquel momento fue cuando comenzó en realidad el fuego nuestro; los disparos de nuestras armas resonaban tremendos dentro de las paredes del cuartel.
Entró el pánico entre los federales e incontinenti se rindieron. Había un mayor, dos capitanes, tres oficiales subalternos y varios individuos de tropa que habían salido ilesos del combate; inmediatamente se les fusiló, allí mismo, en el interior de aquel cuartel. No se podía distraer a ninguna fuerza custodiando prisioneros hechos al principio de la batalla.
El cuartel conquistado era un soberbio almacén de armas, municiones y equipo del ejército federal. En los macheros había bastantes caballos y en las cuadras numerosas monturas.
Nuestros hombres mejoraron su armamento, se abastecieron en abundancia de municiones, cambiaron caballos quienes los necesitaban y salimos de nuevo a la lucha.
Se oía nutrido tiroteo por diversos lugares de la ciudad; eran nuestros compañeros que se empeñaban ya en el combate.
Nuestra columna continuó su avance por las callejas de casas de madera de los suburbios de Monterrey para llegar al punto de partida señalado en el plan de ataque a la plaza: la estación del Golfo.
En nuestro camino se interpuso la Cervecería Cuauhtémoc, ofreciéndose como una grandiosa venta se ofrece al caminante en mitad de la jomada. El sol picaba y llevábamos sed atrasada de varias semanas de ruda peregrinación. Desde Sabinas, Coahuila, no tomábamos una cerveza tan helada como aquélla; parecía como si hubiéramos atravesado arenoso desierto y llegáramos de improviso al anhelado oasis acogedor, fresco y agradable. Cerveza helada, nueva, acabada de fabricar, amarilla, reluciente y tentadora como el oro acuñado.
—Estamos tomando cerveza acabada de ordeñar, al pie de la vaca… al pie de la vaca —gritaba Eloy Carranza, vaciando el tercer litro de la sabrosa bebida.
Un momento de descanso bajo la sombra protectora del rojo y soberbio edificio. Ya habría tiempo de ir a pelear contra los federales; siempre hay tiempo para morirse y no está mal un trago de cerveza cuando hace calor; se siente un bienestar en el cuerpo y caen bien tres fumadas de un «habano». Aquella gente de la cervecería era espléndida, obsequiaban cuanto tenían, desde su sonrisa agradable hasta su cerveza y sus cigarros; por lo demás, aun cuando no hubieran obsequiado, tampoco hubieran podido cobrar nada; nadie llevaba dinero.
—Vámonos, muchachos, ya está bueno. Vamos a darle a los reatazos.
—Espérate, ¿qué prisa llevas? Vamos a tomar las otras.
—Yo las pago.
—¡Zas!
En dos larguísimas hileras, caminando uno tras de otro por las aceras para dejar la calle libre a las balas de los federales atrincherados en diversos edificios de alturas dominantes, llegamos hasta la estación del Golfo. La gente dejó los caballos y, repartiéndose por las calles, emprendió vigorosamente el ataque. En pocos momentos el combate fue intenso. Funcionaba la artillería federal y la nuestra recién adquirida, el día anterior, en Topo Chico, manejada hábilmente por Carlos Prieto, hacía impactos precisos en los reductos del enemigo. Las ametralladoras de ambos lados incesantemente enviaban ráfagas de proyectiles. La fusilería, como un grandioso fuego pirotécnico, contribuía a la soberbia función.
Belem, la de Murguía, pistola en mano, montada en caballo nuevo cogido de botín, atravesaba las bocacalles por donde silbaban siniestramente las balas enemigas. Una «güereja» delgaducha, «alta nueva», la seguía a todas partes animando a la gente.
Benjamín Garza, serenamente, como si anduviera cazando venados, elegía su blanco, apuntaba con cuidado con su «Savage» y disparaba sin desperdiciar cartucho.
Murguía, «a medios chiles», andaba hasta adentro.
José Santos, siempre humorístico, había logrado amarrar un bote de hojalata en la cola de un caballo abandonado y trataba inútilmente de que el animal, asustado, echara a correr al lado enemigo.
El general Pablo González, Jesús Carranza y Villarreal alentaban y dirigían el combate con acierto y precisión.
Era una tormenta de fuego desatada en Monterrey.
Como a las dos de la tarde nos dimos cuenta de que, precisamente enfrente de nosotros, había un restaurante. Era el Hotel del Golfo, según decía el gran rótulo de la fachada. ¡Qué oportunidad aquella para comer algo caliente y al estilo de la gente pacífica!
Entramos al comedor como si no hubiera combate. Manteles limpios, brillantes cubiertos, trato amable.
Tomamos la comida corrida del día, algo muy sencillo para la vida normal de un empleado, pero soberbiamente agradable para los revolucionarios, ya casi acostumbrados a la carne asada como único platillo de todos los días.
Afuera, en las calles, seguía el combate rudo.
Llegamos tranquilamente hasta el café y el postre y, palillo de dientes en boca, salimos a nuestra ocupación: disparar balazos.
El dueño del negocio aquel supuso inocentemente que pagaríamos el consumo, quizás hasta pensó hacer un bonito negocio con tanta gente comiendo, muchísima más que la clientela diaria de su establecimiento, y tuvo la humorada de pasar la cuenta. Tantas comidas, tanto; tantas cervezas, tanto.
—¿Quién paga?
—¡Yo! —gritaba alguno—, pero hasta el triunfo.
—Hasta el triunfo, amigo, hasta el triunfo.
—La verdad, la comida estuvo buena; ojalá y así esté la cena.
La tropa dio con un furgón del ferrocarril repleto de latas de espárragos. En un momento circularon aquellas conservas entre los combatientes y nuestros hombres se alimentaron, quizás por primera vez en su vida, con legumbres finas tomadas con los dedos como acostumbraban hacerlo los de la High Life en los banquetes.
Ante los jefes superiores constitucionalistas resguardados de la balacera detrás de las bodegas de la estación del Golfo, fue llevado en calidad de prisionero el veterano general de la intervención francesa, don Gerónimo Treviño. El viejecito, sombra gloriosa de lejana época, especie ya de esqueleto viviente, iba montado en un caballo de tropa. Lo habían cogido prisionero en su casa al ocupar aquel lugar nuestras fuerzas. La escena fue interesante.
—¿Dónde está Venustiano? —preguntó.
—No está aquí. Anda por Sonora.
—Entonces, ¿quién es el jefe de todos ustedes?
—Yo —contestó uno de los nuestros—; ¿no me conoce?
—Cómo no te voy a conocer. Tú me has robado muchas de las vacas de mi hacienda de La Bahía que tengo allí, cerca de Múzquiz.
—¿Usted es huertista?
—Yo no soy de nadie. Nada tengo que ver con Huerta.
—Se va a tener que venir con nosotros.
—De nada les he de servir ya; estoy muy viejo. Si estuviera de la edad de ustedes otra cosa sería. En mis tiempos, los jefes no estaban escondidos detrás de las paredes a la hora del combate: andaban recorriendo a caballo sus líneas, dando ejemplo de valor a sus fuerzas. Lástima que ya esté tan viejo; por eso no me quise ir a la bola cuando Venustiano me convidó. ¿Tú eres Pablo González? ¿Y tú, Jesús Carranza?; te pareces a tu hermano. ¿Y tú?
—Calzada.
—¡Ah!, pues tú eres el de mis vacas. Casi me las han acabado todas.
Lo llevaron al pueblo de San Nicolás de los Garza. A los dos días lo pusieron en libertad y regresó a Monterrey.
Nuestras fuerzas habían logrado ocupar casi toda la ciudad; el enemigo se defendía con tesón desde las alturas del Palacio de Gobierno, de la Penitenciaría y algunos edificios cercanos a aquellos lugares. El refuerzo que indudablemente llegaría de Saltillo habría de demorar, pues antes era necesario que trabara combate con las fuerzas de Pancho Coss, destacadas para interponerse a su paso. Mientras tanto, contábamos con tiempo suficiente para adueñarnos de la plaza. Un empuje más y la victoria sería nuestra. Se vino la noche encima y con ella una relativa tregua en el combate.
Nos dimos cuenta con sorpresa inquieta de que por diferentes partes de la ciudad nuestros soldados habían conseguido que les abrieran las puertas de las cantinas de los barrios y se dedicaban a tomar en abundancia bebidas embriagantes.
Nuevos soldados, obreros y gente de ferrocarril, espontáneamente, habíanse dado de alta en nuestras fuerzas y combatían briosamente contra los federales; fueron ellos, los de nuevo ingreso, casi los que sostuvieron el fuego aquella noche del primer día del ataque en que nuestra gente empezó a darse a la borrachera y en que el cansancio de muchos días de privaciones rendía a los cuerpos maltrechos.
Sentado en el quicio de una puerta me abatió el sueño, allá por la medianoche. Me daba perfecta cuenta del combate, del peligro en que estábamos, de la muerte que se cernía sobre unos y otros; quería resistir a las acechanzas traidoras de Morfeo; trataba de sacudir el sopor, de ahuyentar el sueño; inútil todo. Ni la incomodidad, ni el peligro, ni el temor fueron capaces de luchar contra el enemigo misterioso, y caí de una pieza.
El sol de un nuevo día me sorprendió todavía en la misma postura incómoda en que caí rendido de cansancio y de sueño varias horas antes. Se seguía combatiendo, pero ya no con el empuje del primer momento. Tiroteos aislados, algunos cañonazos, traquetear de ametralladoras, de poca duración, decaimiento manifiesto de asaltantes y defensores, especie de nostalgia y aburrimiento en aquella acción que al parecer estaba condenada a estabilizarse en igual estado.
El cuartel general ordenó un empuje decisivo para consumar la toma de la plaza. En vano jefes u oficiales trataron de reorganizar las tropas dispersas desde el primer momento del combate, en vano se dio ejemplo de valor. La mayor parte de nuestra gente estaba borracha y no se contaba con ella para nada efectivo.
Habíamos perdido ya al mayor Bruno Gloria, muerto por un proyectil federal cuando localizaba con su anteojo al enemigo para batirlo con una de las ametralladoras. Habían sucumbido también los oficiales artilleros Aponte y Plinio Villarreal. De los federales, sabíamos de cierto la muerte del general irregular Quiroga y de varios jefes y oficiales. Los heridos eran numerosos.
A media tarde se supo que el refuerzo para los federales procedente de Saltillo, al mando de aquel célebre general Peña, famoso por sus cargas de caballería, se aproximaba a la plaza; el tiroteo que señalaba su presencia se iba acercando poco a poco hasta nosotros.
La inutilidad de nuestra gente para combatir, debido al abuso de licores; la presencia del refuerzo federal y la idea que existía de no conservar plazas por entonces, hicieron que el cuartel general ordenara la retirada cuando ya empezaba a caer la noche.
El tiroteo nutrido del enemigo se oía cada vez más cerca; avanzaban por una de aquellas grandes calzadas de Monterrey. Nuestra gente empezó a salir con toda calma por el camino de San Nicolás de los Garza.
Algún jefe de nuestra gente —ignoro quién fuera— ordenó se prendiera fuego a los furgones del ferrocarril llenos de mercancías apiñados en los patios de las estaciones. Los cuarteles federales también ardían y en el interior de ellos explotaban las granadas de la artillería que no fue posible trasladar con nosotros. Era un gigantesco juego de pirotecnia aquel espectáculo arrollador.
En dos larguísimas hileras íbamos saliendo de Monterrey al amparo de las sombras. Grupos de gente a pie nos acompañaban; eran las nuevas altas, reclutamiento espontáneo surgido al calor del combate. No se veía a dos metros; éramos un desfile de sombras huyendo de las llamas del incendio.
El tiroteo nutrido de los federales había quedado a retaguardia nuestra. Eran otra vez dueños de la plaza que a punto estuvimos de tomar. La marcha era lenta, tranquila; volvíamos a la vida prudente de la campaña larga, sistemática, calculada. Había sido todo aquello una nota de color fuerte en nuestra andanza bélica. Otra vez los ranchos, las jornadas, la carne asada, la intemperie, el azar.
Una voz atiplada, colérica y desagradable, se oyó en la oscuridad a un lado del camino.
—No huyan, hijos de la tal; vuelvan para atrás a pelear. No son ustedes hombres. Deténganse, tales.
La silueta accionaba levantando los brazos y trataba de detener con su caballo el paso de toda la gente en franca retirada.
—¿Quién es ése que habla?
—Es aquella flaquilla que anda con Belem.
—Cualquiera se detiene. Que se quede ella, si quiere.
La gente siguió su camino y atrás quedó la amazona, vociferando.
—Hombre, qué buena me la hiciste tú.
Era mi tío Bernardo que se reunía conmigo después de la refriega.
—¿Qué hay tío? ¿Cómo la pasó? ¿Buena?
—¿Cómo que buena? ¡Del demonio!
—Qué, ¿no era lugar seguro aquel en que lo dejé, detrás del terreno de grasa de la fundición?
—Qué seguro ni que ojo de hacha. Allí iban a dar todos los cañonazos de los federales.
—¡Ah!, ¿sí?
—Sí, hombre; me he visto negro, galopando de un lado para otro, sacándole vueltas a las granadas y dónde que este caballo que me prestaste tiene una rienda bárbara. ¿Quién fue el sastre que te amansó este potro?
—¿De modo que hice mal dejándolo a usted allí atrás?
—Seguro. ¿A quién se le ocurre dejar a uno para que sirva de blanco a los cañones?
—Pero si no le tiraban a usted, sino a nosotros.
—Pues puede que fuera a ustedes a quiénes les tiraban, pero como lo hacen tan mal, iban a dar conmigo los pelotazos.
Hay un pequeño descanso para la columna.
Planea el Estado Mayor del general en jefe, don Pablo González, las operaciones próximas. Fue muy bueno el ataque a Monterrey, y si bien no se tomó por completo, sirvió para levantar la moral un tanto decaída de la gente revolucionaria, obtener un magnífico botín en armamento, municiones y equipo, y también en contingente humano que se sumó a nuestras fuerzas y que constituía un fuerte aumento de nuevos combatientes.
Dispuso el general Pablo González que yo me fuera a Sonora a incorporarme al Primer Jefe, don Venustiano Carranza, a cuyo Estado Mayor seguía yo perteneciendo, y que le llevara el parte circunstanciado de las operaciones realizadas y el proyecto de la nueva campaña que se iba a emprender. Me dio asimismo varios sobres lacrados que contenían información confidencial para que yo los entregara al Primer Jefe en sus propias manos. Finalmente me entregó una comunicación en que se me participaba que con la fecha de la misma quedaba yo ascendido al grado de teniente coronel, junto con la agradable noticia, en oficio para el jefe de las armas en Matamoros, Tamaulipas, que me proporcionara el dinero indispensable para que pudiera ir hasta Sonora al desempeño de la comisión que se me había encomendado.
—Tío, me mandan hasta Sonora.
—¡Uh! eso está lejísimos.
—Pero no crea que voy a ir a caballo. Voy a Matamoros y de allí por el lado americano hasta Nogales, Sonora. A usted y a sus muchachos los dejo aquí en buena compañía. Ya ve usted que le ha tomado cariño al general Antonio Villarreal. Ya conoce usted a todos los de la columna y todos son buenos compañeros.
—Sí; todos son buenos y he hecho buenas migas con ellos. Pero he andado aquí por acompañarte a ti. Si tú te vas yo también me regreso para mi tierra.
—¿No teme que le puedan perjudicar los federales?
—Yo los terrenos, desde Laredo a Piedras Negras, los conozco como a mis manos y allí no me pescan nunca. A la mejor ni habrán notado que yo ando fuera del rancho y si acaso lo han notado, me meto con mis muchachos en ese laberinto del lomerío de Pellotes o en el mogotal y allí ni me sacan ni me encuentran y si se me pusiera muy dura me voy para el lado americano; conozco todos los vados y todos pasos. A mí, en mi tierra, los federales «me la pelan».
Vista su decisión, le hago un pasaporte para que le sirva de protección ante las fuerzas nuestras y no lo vayan a tomar por desertor.
Se organiza un pequeño convoy para marchar a Matamoros. El capitán Antonio Maldonado lleva el mando con una pequeña escolta. Van con nosotros los heridos y algunos civiles que se agregaron a las fuerzas al salir de Coahuila. Mi tío y su gente nos acompañan.
Los heridos van en carruajes requisados en los pueblos del camino o en la propia ciudad de Monterrey. Santos Dávila ocupa lugar prominente; va en una carretela de grandes dimensiones, especie de antigua diligencia de tiempos remotos. No obstante el balazo que le agujereó las dos piernas, va animoso y locuaz; lo rodean dos o tres mujerzuelas y no faltan la cerveza y el buen humor a bordo del carricoche. La gente de Maldonado marcha convenientemente distribuida para dar seguridad al pequeño convoy. Van con nosotros José Murguía, Catarino Benavides, Gabriel Calzada, Alfredo Flores Alatorre, Rafael Múzquiz y otros más.
Se charla animadamente; el camino se hace despacio, para no lastimar a los heridos.
La primera jornada de aquel convoy de heridos y comisionados se rinde ya al caer la tarde, en el pequeño poblado que se denomina Ramones, situado sobre la vía del ramal ferrocarrilero de Monterrey a Matamoros, Tamaulipas. No corren trenes, pues la vía férrea la destruyeron totalmente en aquellos lugares las fuerzas de Lucio Blanco.
La gente de aquellos contornos es, en su totalidad, partidaria de la revolución y se apresta gustosa a darnos, hasta donde le es posible, cómodo alojamiento en las tres o cuatro mejores casas de la localidad.
A mí me toca hospedarme, junto con cuatro o cinco heridos leves, en la casa de un matrimonio modesto. Él es un mocetón garrudo, algo rubio y con una indolencia manifiesta en todo su aspecto; bosteza mucho, estira los brazos, se rasca la cabeza y habla con el desgano propio de un convaleciente. Ella es una señora de mucho mayor edad que él; más bien delgada de cuerpo, de cara adusta; poco locuaz y sumamente diligente en sus quehaceres domésticos.
Cenamos la consabida carne asada, tortillas de harina y café, y tenemos que acomodarnos todos, inclusive el matrimonio, en la única amplia habitación que les sirve habitualmente de recámara y sala. Cada uno de nosotros se arregla para dormir sobre las maletas, cobijas y sudaderos, como estamos acostumbrados a hacerlo; el matrimonio reposa en la tarima de madera en donde, de seguro, también reposaron sus padres y sus abuelos.
Afuera, en la plazuela del pueblo, se oyen voces de los vecinos que tratan de organizar un recibimiento con música para una partida de rebeldes que se levantó en armas allí mismo la mañana de ese día y que todavía no ha tenido su bautizo de sangre, pero que, no obstante, su jefe quiere que sea recibida con honores de vencedor que regresa de su primera salida aventurera.
Parece que Maldonado los mete en orden y hace que se retiren a acostar los alborotadores, en bien de la tranquilidad tan necesaria para los heridos y para nuestros maltratados cuerpos.
Apagan la vela que mal disipa las tinieblas de aquella habitación y al cuarto de hora escaso, un concierto de ronquidos llena el ambiente. Son notas musicales de una originalidad caprichosa que, unidas, dan la impresión de una audición salvaje.
La idea de tomar un poco de reposo en un próximo viaje por los Estados Unidos, para ir a incorporarme al Primer Jefe a Sonora, aleja de mí el sueño y divago en proyectos sencillos y fácilmente realizables. Un buen baño, un peluquero, ropa limpia, comida condimentada; diez o veinte dólares sobrantes.
Al filo de medianoche, un rayo de luna indiscreto se cuela por la ventanita entreabierta y va a posarse precisamente sobre la tarima en que descansa el matrimonio de quienes somos huéspedes. Lo mismo que yo, tampoco ellos duermen; el indiscreto rayo de luna me lo revela. Aquella señora diligente, de gesto adusto, de expresión dura, se transforma; cuchichea, abraza al podenco de su marido, lo besa; es otra, muy diferente a la que hemos conocido por la tarde; ¡quién lo diría!
Poco a poco el sueño me vence y dejo de ver y de oír hasta el día siguiente, en que un rayo de sol sustituye al argentado rayo de la luna.
A media mañana llegamos a Los Herrera, poblado semejante al anterior. Allí encontramos las fuerzas de Ernesto Santos Coy y Jesús Dávila Sánchez. Con ellos van Carlos Domínguez, Juan Barragán, Fernando Dávila, Francisco Peña y otros. De allí en adelante, hasta Matamoros, podremos ya continuar en tren. Allí mismo abandonamos caballos y carruajes.
Aquel tren constitucionalista carece de carros de pasajeros y nos vemos precisados a hacer el viaje a bordo de furgones para mercancía. Vamos encantados de la vida. El traqueteo incensante de las maderas, que en otras ocasiones pudiera habernos causado molestias, entonces nos parecía hasta agradable, después de las duras jornadas a caballo en los días anteriores.
Por todos los poblados por donde pasamos vamos encontrando gente revolucionaria perfectamente bien equipada; sombreros téjanos, buenos uniformes de caqui, zapatos fuertes, flamantes carrilleras atestadas de relucientes cartuchos, magníficas armas; gente satisfecha y animosa, dispuesta para el combate.
Pasamos por los plantíos de algodón, también por la orilla del río Bravo, y llegamos por fin a Matamoros.
Lucio Blanco no se encuentra allí; ha sido llamado por el Primer Jefe a Sonora; en su lugar está Abelardo Menchaca quien nos recibe cariñosamente y nos atiende en cuanto puede.
Me provee Menchaca de un puñado de dólares en billetes, suficientes para adquirir un atuendo de civil, barato, en el lado americano y para que haga mis gastos desde Brownsville hasta Nogales, Arizona.
Me despido de mi tío Bernardo y de su gente y de todos aquellos amigos y compañeros, y tomo el tren que me ha de conducir a San Antonio, Texas.