Peleando en Nuevo León

CAÍA LA TARDE. El sol, cansado, se recostaba en el horizonte. La columna seguía caminando con lentitud.

A corta distancia se observaban ya los postes telegráficos denunciadores de la cercana vía del ferrocarril. Más adelante se erguía, verdoso, el cerro de Mamulique.

Un poco más adelante, los últimos rayos solares hirieron los acerados rieles de la vía que, recta, se perdía en el horizonte con rumbo a Monterrey y hacia el sur torcía bruscamente siguiendo la falda del cerro próximo.

Siempre inspiró temor a las partidas rebeldes el paso de una vía férrea; un tren militar provisto de ametralladoras podía aparecer inesperadamente y producir un desastre.

No se observaba ningún humo de tren ni se percibía tampoco ninguna polvareda reveladora de gente en marcha. La vanguardia había logrado ya trasponer la vía y la columna, con su jefe a la cabeza, tocaba ya casi el terraplén del camino de hierro. Oscurecía.

De pronto, un agudo silbido de locomotora rasgó el silencio y, casi en seguida, a toda velocidad, apareció a nuestra vista, surgiendo de la curva que rodeaba el cerro, un tren militar. Fue aquello una sorpresa enorme. Por instinto, sin mediar órdenes de nadie, la columna se abrió en forrajeadores y rompió el fuego sobre el convoy enemigo. La fuerza de la vanguardia que había logrado pasar del otro lado hacía otro tanto con energía.

Una ametralladora, sobre el techo de uno de los furgones, funcionaba sobre nosotros; los soldados federales disparaban desde las puertas de los carros.

El tren se detuvo bruscamente ante nosotros. ¿Era aquello una demostración de fuerza de los enemigos? ¿Aquel tren había estado oculto tras del cerro vigilando nuestra marcha, y nos iba a batir con toda energía?

El fuego era nutridísimo y reinaba el desorden entre las fuerzas de nuestra columna. Había caído la noche y la oscuridad era completa, sólo interrumpida por los fogonazos de los disparos de la fusilería. Prácticamente no existía distancia entre los adversarios: rebeldes y federales estábamos a cuatro o cinco metros.

De pronto observamos con asombro que se desenganchaba la máquina y que se retiraba con violencia, abandonando a todos los carros del tren.

Algunos audaces de nuestra gente empezaron a subir a los furgones y a los pocos minutos el triunfo era nuestro.

Murieron los de la escolta y quedó en nuestro poder una ametralladora, armas y buen número de municiones.

Unas soldaderas confesaron que para ellas había sido una sorpresa nuestra presencia en aquel lugar, que seguramente también había sido una casualidad el desenganche de la locomotora, abandonando el convoy en nuestra manos.

A las dos horas descansábamos de la jornada en el amplio casco de la hacienda de Mamulique. Se asaba la carne fresca de las reses sacrificadas, y los caballos, bajo cobertizo, comían el maíz que en abundancia se les había servido.

El tiempo había aclarado definitivamente y un sol brillante radiaba sobre la alegre campiña. La gente de la columna se había dispersado por entre el tupido cañaveral y los maizales cercanos de la hacienda; hacían provisión de cañas de azúcar y asaban elotes; los caballos, desensillados, seguían comiendo tranquilamente la abundante pastura. Había la idea de descansar un poco en aquel estratégico lugar.

Inesperadamente, hacia media mañana, se oyó un ligero tiroteo en una de las avanzadas y seguidamente el trompeta de órdenes dio el toque de «botasilla» y «enemigo al frente».

Como nadie esperaba aquella sorpresa, hubo confusión; cada quien fue a ensillar su caballo apresuradamente; quedaron abandonados las cañas y los elotes. Sólo mi tío, previsor, había ensillado desde antes mi caballo y el de él y hecho abundante provisión de carne asada, elotes y cañas para el camino.

Salieron a relucir las carabinas. A toda prisa se formaba la gente y se tomaban disposiciones para el combate.

Fue todo falsa alarma. No había tal enemigo; pero sí podía aparecer de un momento a otro y no era prudente esperarlo.

La columna emprendió la marcha hacia Ciénega de Flores.

Varios días anduvimos excursionando por los pequeños poblados neoleoneses de Ciénega de Flores, Marín, Zuazua, Doctor González… Alguna escaramuza con los voluntarios «amarillos»; tal cual pequeño tiroteo. Pueblos pobres, con carentes elementos de vida; escasez aun de gente en los caseríos. Parecía que nuestra presencia mancillaba la tranquilidad reinante en aquellos lugares silenciosos, apenas turbada su calma por el alegre revoloteo de los pájaros en el tupido follaje de los árboles sembrados en la imprescindible plazuela de cada pueblo.

Una mañana, al emprender la marcha, oímos claramente disparos de cañón hacia el rumbo de Salinas Victoria. Hacia allá nos dirigimos, a aires vivos. A poco empezamos a percibir el estruendo de la fusilería y el conocido traquetear de las ametralladoras.

Era la columna de don Jesús Carranza o la de don Pablo González la que se batía. Un oficial nuestro se adelantó a la columna para tomar contacto con nuestros compañeros y cooperar eficientemente.

El combate era vivo, tenaz.

Nuestra columna marchaba al galope. Sonaban las explosiones de las granadas federales.

Un tren militar arribó a la estación del pueblo, procedente de Lampazos: era un refuerzo que llegaba oportunamente al enemigo, con la misma oportunidad con que llegábamos nosotros al ataque.

Los compañeros nuestros atacaban con brío desde las alturas cercanas a la población. Nuestra columna arribaba precisamente por el lado que estaba descubierto e iba a cerrar la retirada que pudieran intentar los asaltados.

En un momento entramos en fuego. Algunos fueron a incendiar los puentes y alcantarillas de la vía férrea hacia uno y otro lado de la población, para evitar así la salida del tren militar que acababa de llegar del norte.

Aquel acto nuestro decidió el combate. En cuanto el enemigo observó el incendio del puente del ferrocarril, cedió ostensiblemente. El tren militar, a toda máquina, salió de la estación y pasó entre las llamas del puente, a riesgo de volcarse. Una lluvia de balas nuestras trató en vano de detenerlo.

Supimos más tarde que en aquel tren iba el jefe militar de aquella línea, el general Guillermo Rubio Navarrete, de la mayor confianza del usurpador Huerta.

El fuego fue aminorando y al cabo cesó. Nuestras trompetas tocaban diana en diversos lugares del pueblo.

Saludamos a nuestros colegas de la columna González. A los pocos momentos llegaron también los componentes de la columna Jesús Carranza.

Había alegría, abrazos, cerveza, café caliente. El botín había sido magnífico; nuestra moral era soberbia.

Un capitán federal hecho prisionero fue fusilado. Decían que existió la intención de perdonarle la vida atendiendo al magnífico comportamiento en la defensa de la plaza, pero que aquel bravo se había rehusado a claudicar de su adhesión a Huerta.

Esa misma tarde salimos hacia Monterrey; nos habíamos reunido las tres columnas procedentes de Coahuila y formábamos un núcleo respetable.

Marchábamos a los lados del terraplén de la vía férrea. La noche salió a nuestro encuentro. Finalizaba el mes de octubre; aún no llegaba el frío intenso del norte. Descansamos un poco dormitando cerca de las cabalgaduras y antes del amanecer proseguimos la marcha.

El sol fue a poner una nota alegre de colorido sobre la fuerte columna de caballería rebelde. A lo lejos se vislumbraban ya las inmensas chimeneas humeantes de la majestuosa Monterrey.

Hacia la mitad de la mañana llegamos ante la pequeña altura, punto avanzado de la plaza, conocida por «Topo Chico». Allí iba a ser el combate preliminar del asalto.

Nuestra columna fue la encargada de batir al enemigo; las otras fuerzas fueron a tomar posiciones convenientes para el ataque a la plaza.

Dos cañones enemigos emplazados en la altura nos saludaron con granadas de tiempo, sin que, afortunadamente, nos causaran el menor daño. La columna nuestra se ocultó en un bosquecillo y los arbustos de éste fueron deshechos por la metralla federal.

Después de mediodía se inició el fuego de los fusiles. Era un fuego lento, calmado; hecho como si se tuviera la absoluta seguridad del triunfo, fuego de tropa veterana, certero y espaciado, sin nerviosidad alguna, como si se tirara al blanco en ejercicios de guarnición.

Se observaba instintivamente una sorprendente disciplina del fuego, propia sólo de tropas aguerridas y veteranas, con largo tiempo de campañas.

En cambio, los adversarios derrochaban municiones con una ansia loca de terminar cuanto antes —según ellos— con nuestra molesta presencia.

Cuando ya caía la tarde, nuestra gente se lanzó al asalto, derrotando completamente al enemigo. Se capturaron dos piezas de artillería, bien abastecidas de municiones; fue aquella una adquisición preciosa para utilizarla admirablemente al día siguiente. Los artilleros enemigos quedaron muertos al pie de las piezas, abandonados por sus compañeros de infantería que huyeron dispersos hacia el interior de la plaza.

Allí mismo, en el campo de combate, ascendió nuestro jefe a general y con él todos nosotros al grado inmediato.

Los cañones lazados y arrastrados «a cabeza de silla» fueron llevados frente al cuartel general y entregados más tarde, para que los usara nuestro apreciado compañero Carlos Prieto.

Descansamos un poco, tendidos entre los surcos de una tierra labrada suave y acogedora, y al aclarar el nuevo día nos lanzamos al ataque de la magnífica plaza.

—Usted, tío, con sus muchachos, se queda aquí, detrás de este terreno de grasa de la fundición, al cuidado de nuestra impedimenta.

—¿Yo?, ¡que me voy a quedar, hombre! ¿Qué tienes? Voy con ustedes hasta la mera mata.

—Usted se queda aquí; ya está muy viejo.

—¿Viejo yo?

—Que se quede, le digo; se lo ordeno.

—Hombre, tú, de a tiro… la verdad…