Un hombre

EL TIEMPO estaba metido en agua. Llovía intensamente todas las noches y largas horas del día. Era un lodazal espantoso por donde caminábamos; a veces hasta se atascaban los caballos cuando se apartaban del camino. Existía malestar en la columna, intranquilidad, cierto temor a aquella nueva vida de aventuras sin plan fijo ni determinado; caminar, caminar, combatir lo estrictamente indispensable y siempre a la segura, para hacernos de armas y de municiones; dar algún golpe rápido de sorpresa, si se presentaba la ocasión; huir del enemigo fuerte, evitar su presencia, incursionar llevando la revolución por lugares antes tranquilos y alejados de toda agitación. Atrás quedaban los federales dueños ya de Piedras Negras; delante podía aparecer Rubio Navarrete. Ni José Santos, «El Cabezón», tan alegre de suyo, conversaba ni cantaba sus famosos aires nacionales.

El río Salado, crecido, se interpuso a nuestro paso. Imposible franquearlo; a nuestra espalda quedaban los arroyos torrenciales que nos cortaban toda retirada y temíamos la probable aparición del enemigo destacado en persecución nuestra.

El río Salado iba rebosante; se adivinaban sus márgenes tan sólo por los árboles que sobresalían del agua que lo anegaba todo y lo convertía en anchísima laguna.

Ante lo imposible, hubimos de acampar en reducidos lugares más altos, y consecuentemente menos mojados. Tendríamos que esperar hasta que bajara el agua y dejara de llover y seguir nuestra marcha, o hasta que Dios quisiera.

Mi tío, previsor, pudo armar con una lona una especie de tienda de campaña aprovechando los postes de una cerca de alambre; tapizó el suelo con hierba espesa para evitar un poco la humedad y allí nos refugiamos a consumir el bastimento de que íbamos bien provistos, a fumar y a charlar mientras nuestras pobres cabalgaduras soportaban con resignación el aguacero inclemente.

Fueron largas aquellas horas de incertidumbre.

Estábamos sitiados por la naturaleza, a punto de perecer arrastrados por la corriente del río desbordado o de caer en poder de nuestros enemigos.

Allí me contó Higinio Casas, el sargento primero de la primera compañía de zapadores, el susto que llevó la víspera de la salida de nuestra columna de Allende.

Le habían ordenado aquella noche que se llevara al panteón del pueblo a tres de los civiles prisioneros que conducíamos desde Sabinas y que los fusilara allí mismo, sin más trámite.

La noche era oscura, tenebrosa; se avecinaba un chubasco y los relámpagos lanzaban destellos fugaces sobre las derruidas tapias del cementerio y sobre el sembradío de cruces de los difuntos.

Los tres prisioneros iban cabizbajos, resignados a su suelte y con esa entereza peculiar de los hombres del norte. Ninguno de ellos pedía hablar; ni un trago, ni nada; tenían demasiado orgullo para rebajarse a cruzar palabra con sus matadores.

Había una tranquilidad pasmosa en la noche.

A dos pasos de distancia se hizo la descarga fatal y cayeron aquellos tres hombres sentenciados a muerte por el cuartel general.

Se retiraban los soldados. Higinio se acercó a curiosear los cadáveres. Sintió de pronto que una mano le cogía por un zapato; un relámpago iluminó por un instante el lugar y pudo ver, horrorizado, cómo se incorporaba uno de los caídos. Los soldados ya trasponían la puerta del panteón.

Sintió un miedo horrible, un terror pánico; a punto estuvo de soltar el máuser. El hombre aquel le hablaba quedo, como para que no lo oyeran los soldados que se alejaban; algo le decía, quizás interesante. Nada recordaba; tal era el terror que sentía.

En un momento perdió todo el valor demostrado en los combates y se sintió muchacho asustadizo; en la oscuridad de la noche rasgada de cuando en cuando por la luz argentada de silenciosos relámpagos creyó ver fantasmas envueltos en blancos sudarios, que las cruces se movían, que revoloteaban lechuzas y que en el ambiente flotaban sombras movedizas más negras que la noche.

Cuando se recuperó un poco, echó a correr; alcanzó a los soldados y los hizo regresar.

Efectivamente, uno de los fusilados estaba sentado; de su cara manaba sangre. Quería hablar y sólo conseguía lanzar un estertor horrible.

Higinio y sus hombres hicieron otra descarga y silenciosamente salieron del panteón.

Allí, en el pueblo, la gente revolucionaria andaba repartida en los «zumbidos» y en las cantinas por última vez; a las pocas horas había de emprenderse el camino a la ventura.

Dos largos días hubimos de permanecer inactivos hasta que amainó el temporal y bajó el agua del río crecido. Hombres y animales teníamos hambre. Fue una labor lenta el paso de la columna.

Por fin quedó atrás aquella formidable barrera y proseguimos nuestra marcha hacia Nuevo León.

Transcurren los días. La columna, sorteando los arroyos crecidos y los ríos caudalosos, cruzando potreros, viviendo malamente con los pobres recursos del asolado terreno, escaso ya de ganado y hasta de habitantes, se encuentra ya en territorio neoleonés. Al frente, en su camino, interpónese la guarnición federal del pueblo de Lampazos y se adivinan en el horizonte, sembrados simétricamente, los postes de la línea telegráfica, denunciadores de la vía férrea.

Una llanada inmensa se extiende, árida y reverberante por el ardiente sol del mediodía. Un remolino, en perfecta espiral, huye de la columna en marcha hasta el caserío huraño de la cercana hacienda de San Patricio.

La columna camina con recelo a la hacienda; pudiera haber alguna avanzada federal de Lampazos. Nadie habla. La vista de todos está fija en los corrales de adobe y las casas mal encaladas del poblado.

La vanguardia avanza despacio, como si presintiera ya la emboscada artera. El jefe, con sus prismáticos, trata en vano de descubrir al enemigo que pudiera estar oculto en las casas.

Nada anormal.

La vanguardia ha entrado ya en la callejuela de las primeras casas de la hacienda. La gente toda piensa en la posibilidad de comer un taco caliente y tomar un buen trago de hirviente café.

Transcurren unos minutos de tranquilidad y, cuando ya se ha olvidado el riesgo, inesperadamente se rompe el fuego desde una de las casas orilleras de la hacienda, sobre la gente rebelde.

La sorpresa es total: la gente huye buscando refugio entre el caserío y la confusión se hace manifiesta.

El enemigo, al parecer, se encuentra oculto y fortificado en una de las casas. Su fuego es pausado, pero absolutamente certero. A cada disparo cae un caballo o es herido un hombre.

A la primera confusión de la gente sucede la tranquilidad de los veteranos. Se emprende enérgico ataque contra el enemigo fortificado en la casucha.

Durante unos minutos truena la fusilería, granizando sobre la casa fuerte; los rebeldes avanzan, protegiéndose adosados a las paredes de las casas cercanas.

Cesa el fuego de la casa y un trapo blanco, amarrado a un carrizo, aparece por un ventanillo entreabierto. Paulatinamente van cesando las detonaciones de los rifles.

La recia puerta de la casa se abre y aparece en ella, sostenido por una mujer humilde, un viejo enteco. Una manga de su filipina de caqui chorrea sangre; sudor copioso baña su reluciente calva y baja sus bigotes canos. Sus ojos claros, inexpresivos, buscan entre los asaltantes al que pudiera ser el jefe, y al creer descubrirlo se suelta enérgico de las solícitas manos de la mujer y avanza, cojeando, con piernas patizambas de jinete consumado.

Llega hasta el jefe. A dos pasos de él se detiene:

—¿Quién es aquí el jefe? ¿Usted?

—Sí, yo.

—Estoy rendido.

—¿Cuántos son ustedes?

—Nomás yo.

—¿Usted solo?

—Sí, yo solo.

La gente, estupefacta, rodeaba ya en estrecho círculo al cabecilla y al viejo. Murmuraban: —Es uno de los amarillos de Lampazos. —¡No hay que dejar ni uno de éstos…!

—¿Es usted de los «amarillos»?

—Nunca he sido.

—Bueno, ¿qué es lo que pide?

—Yo, nada. Si usted de veras es jefe y puede imponerse a gente y dar garantías a mis hijas, ¡déselas! Si no, entonces hagan lo que quieran. No crea que las mujeres de mi casa se van a dejar atropellar; primero se matan.

—Tendrán garantías.

—Bueno, pues ya está. Mándeme matar.

—Hay tiempo. Dígame, primero, por qué peleaba usted solo contra tantos.

—Porque yo estaba resuelto a que no les pasara a mis gentes lo que le pasó a mi compadre Garza, que más valía que los hubieran matado a todos y no los hubieran ultrajado como lo hicieron ustedes con esas mujeres.

—No fuimos nosotros.

—Pues serían otros.

—¿Por qué no se llevó a su familia para Lampazos?

—Porque aquí está mi trabajo, mi labor.

—Cuando nos divisó venir, ¿no pudo montarse a caballo con su gente y huir?

—Las remudas están en el potrero y… soy hombre.

—Ya lo hemos visto.

La gente, hondamente conmovida, esperaba. Hubo un momento de silencio angustioso; la mirada de los ojos claros del viejo, se perdía en el llano. El cabecilla preguntó a su jefe de Estado Mayor:

—¿Qué novedad tuvimos?

—Dos hombres muertos, cuatro heridos, varios caballos inútiles, unos mil cartuchos quemados.

Una pausa.

Después, dirigiéndose el jefe al viejo, le dijo con naturalidad:

—Bueno, amigo, despídase de su familia.

—Ya me despedí desde que puse la bandera blanca. ¡Ya estoy listo!

—Está bien, ¡Mauricio!

Se acercó un rebelde flaco, pero musculoso.

—Ordene.

—Dale agua aquí —señalando al viejo.

Luego, levantado la voz, gritó imponente:

—¡Todo el mundo a formar!

La gente se formó con rapidez en la plazoleta de la hacienda. Mauricio y el viejo desaparecieron en el interior de uno de los corralones de adobe.

El jefe ordenó a la gente:

—¡Por dos, para marchar a la derecha! ¡Márchen!

La columna se comenzó a mover pausadamente por el camino de la hacienda de Mamulique. En la puerta de la casa que había hecho resistencia, unas mujeres se llevaban las manos a los ojos.