Nos VEÍAMOS obligados a salir de nuestros lares. El enemigo nos desalojaba de nuestra tierra natal y nos impelía a partir a la ventura por otras tierras, llevando el fuego de nuestra naciente revolución.
El enemigo, en cierto modo y sin quererlo, nos hacía un favor, no a nosotros sino a «la causa». Las circunstancias nos obligarían a una actividad permanente; a caminar de día o de noche para dar «albazos», golpes de mano, destruir las comunicaciones del enemigo; quemar puentes; asaltar guarniciones pequeñas, poner emboscadas; atacar cuando las circunstancias fueran favorables o huir cuando así conviniera; hacer guerra de guerrillas sin parar y sólo dar golpes seguros. Vivir en el terreno que se pisara y aprovisionarse del propio enemigo, de sus municiones, de sus armas. Vivir a la desesperada sin base de operaciones. Sin recursos que llegaran y hasta sin médicos ni medicinas. Para el aventurero revolucionario cualquier herida leve podía volverse grave por la falta de elementos curativos. Se acababan los escasos haberes de que antes se disfrutaba y la comida sería la que se encontrara en el camino, que no podría ser otra cosa que la carne asada de las vacas de los potreros, sin sal y sin tortillas.
Salimos de Coahuila a revolucionar a Nuevo León. En el pueblo de Allende se concentró toda la fuerza revolucionaria. Mandaba en jefe el ya general Pablo González. Dispuso que el contingente se dividiera en tres columnas para marchar por caminos diferentes hacia el estado de Nuevo León. Las columnas irían al mando, respectivamente, del propio general Pablo González —quien llevaría a su lado al coronel Jesús Carranza, hermano de don Venustiano—, el coronel Antonio I. Villarreal y el coronel Francisco Murguía. Las columnas estaban integradas por escuadrones disparejos en fuerza y estructura; se designaban por el nombre de su capitán comandante y tenían fuerza mínima o máxima según lo que hubieran perdido en la campaña.
Mi querido batallón de zapadores allí en Allende tuvo su fin. De los quinientos hombres que salieron de Piedras Negras, cuatro meses antes, sólo quedaban trescientos; los demás habían muerto en el hospital constitucionalista trasladado al lado norteamericano. Con los trescientos zapadores se formó un escuadrón de fuerza máxima y se le puso de comandante al capitán que fuera de la primera compañía, Julio Soto. El resto de la fuerza fue distribuido entre los escuadrones de menores contingentes.
La fuerza revolucionaria que evacuaba Coahuila en tres columnas sumaría unos mil quinientos hombres.
Yo quedé agregado a la columna del coronel Antonio I. Villarreal como segundo jefe del Estado Mayor. Como jefe del mismo fue designado el teniente coronel José E. Santos, a quien apodaban «El Cabezón», gran conversador, hombre alegre y desde luego amigo de la intimidad de nuestro coronel. Siete escuadrones bien fogueados formaban la columna; entre ellos iba uno, flamante, que mandaba el capitán Julio Soto, integrado por quienes habían sido zapadores.
Amanecía cuando salió la columna de Allende. Llovía a cántaros. Buena falta le hacía el agua del cielo a aquel siempre terregoso pueblo; agua como para calmar una intensa sed de largos meses de sequía. Íbamos camino de Rosales. Nadie hablaba.
De no ser por el ruido del tropel de caballos pisando los charcos, sólo se escucharía la canción intensa de la lluvia pertinaz. Jinetes callados, fríos, como fantasmas lúgubres, negros como la misma noche. Marchaba la muerte en busca de la muerte.
Maquinalmente seguía la columna por el camino serpenteante y resbaloso. Todos iban confiados por el sendero que señalaban los guías. Si en vez de huir del enemigo, como lo hacíamos, nos hubieran llevado hacia él, habríamos seguido con igual confianza, tratando sólo de proteger el cuerpo de la lluvia tenaz y penetrante. Atrás, por la estación del ferrocarril, venciendo a la lluvia se alzó enorme llamarada y simultáneamente se escucharon sordas detonaciones bien diferentes de las del cielo. Eran los grandes montones de durmientes hacinados, que pudieran servir al enemigo para reparar la vía férrea. Las detonaciones procedían de la voladura de los cañones rudimentarios construidos en la maestranza ferrocarrilera de Piedras Negras. La deficiente artillería nuestra desaparecía para evitar ser botín ostentoso de los vencedores.
Aclaraba el día. Amainaba el temporal.
Se destacaban a lo lejos, como mosquitos, los exploradores y los guías. A la cabeza de la columna, el coronel Villarreal, de enhiestos mostachos que no lograba abatir el agua, marchaba enigmático con la vista fija en la serranía aún lejana y confusa. A su lado «El Cabezón» Santos, su jefe de Estado Mayor, trataba de distraerlo, abriéndole su repertorio de anécdotas. El jefe no lo oía, profundamente abstraído en los planes que tendría que desarrollar para salvar aquella maltrecha columna y conducirlo a revolucionar el vecino estado de Nuevo León.
El primer obstáculo fue el arroyo del Gato, de suyo tranquilo y seco, y ahora, con las lluvias, crecido y enfurecido, con un inmenso caudal de agua turbia. La columna se apiñaba en el vado. Poco a poco, entre gritos y blasfemias de la gente, fueron pasando uno por uno, con el agua a la rodilla. El fondo del arroyo estaba cubierto de piedras movedizas, y al pisarlas los animales resbalaban y caían con jinete y todo. Yo fui uno de los caídos y por poco me ahogo; milagrosamente salí, ayudado por mi caballo. Llevaba mi blusa larga, la famosa blusa que siempre usé en los combates y entonces, como amuleto, en los otros peligros de la campaña.
Una vez pasado el arroyo la columna quedó a salvo por el momento de la persecución del enemigo. El Gato seguiría creciendo con el temporal. Con él, los demás arroyos servirían de barrera a los federales, aún ocupados en llegar a Piedras Negras para darse tono recuperando todo Coahuila, y dejarían en paz a rebeldes fugitivos hacia Nuevo León.
Nuestra columna arribó al caer la tarde a la hacienda de Guadalupe, no aquella cercana a Saltillo en donde se firmó el famoso Plan, sino la próxima a Río Grande, tierra de mi madre y de mis mayores por el lado materno.
Desde los lejanos años de la niñez no había vuelto por aquellos lugares.
La hacienda de Guadalupe es un amplio caserío de adobe que circunda una plazuela sombreada por verdes álamos; en los corrales de las casas abundan los nogales y en el campo se agitan alegres las plantas de maíz. Propiamente, la hacienda de Guadalupe es una congregación; cada uno de sus habitantes tiene casa y terreno propios, animales y sus aperos para el trabajo. Algunos de los vecinos han sido y son más ricos que los otros; pero todos conservan entre sí magnífica armonía inmemorial. Se consideran todos parientes, aun cuando en realidad no lo sean, y constituyen una numerosa familia perfectamente bien avenida.
No tardé en encontrar a mi tío Bernardo Sotelo. Ya estaba viejo, canoso, arrugado, pero fuerte aún y lleno de energía como en sus años mozos; llevaba sombrero tejano, chaqueta de cuero, pantalón de pana y botas de cowboy americanas, con numerosas costuras hechas a máquina, formando caprichosos dibujos. Mi tío, en sus mocedades, había sido de todo: soldado a las órdenes de Naranjo cuando la intervención francesa; contrabandista en las márgenes del Río Bravo; gendarme fiscal más tarde; revolucionario en tiempo de Garza Galán; corredor de ganado, agricultor y amigo de todo el mundo. Era dicharachero, habilidoso y grandemente conocido en toda la región.
Mi tío se avino gustoso a servimos con todo entusiasmo; nos consiguió alojamiento, comida, pastura para los animales, y personalmente salió a caballo conmigo para indicarme los lugares apropiados en donde deberíamos colocar las avanzadas. Me llevó a cenar a su casa la carne asada de un cabrito que él mismo mató y destazó en un santiamén y el café negro que hizo en su «moka» tan veterana como él. Me presentó a su numerosa prole, mis desconocidos primos y sobrinos; seis o siete muchachones y hombres ya macizos, fuertes y sanos, fronterizos francos, leales y de una sola pieza.
Mientras se secaba ante la lumbre de la cocina mi blusa larga, muy húmeda todavía por mi caída en el arroyo del Gato, mi tío Bernardo me narró aquella noche una porción de cuentos y anécdotas entretenidas y de sabor completamente norteño. Cuentos de indios comanches; de víboras de cascabel; de cuando mataron, cerca de Rosales, a aquel coronel francés de apellido Tabachissky, de cómo lo lazaron, lo arrastraron y le cortaron la cabeza; de cuando se agarraban a balazos con los fiscales para meter un contrabando y de cuando, más tarde, era él quien impedía los contrabandos de la gente de la región, pues a todos les conocía las mañas. Me estuvo dando consejos útiles para la campaña; cómo tratar al caballo para que resista mejor la jornada; cómo hacer que el animal beba en cuantos arroyos se encuentren en el camino, previendo que más adelante puedan escasear, cómo ensillar con cuidado para preservarlo de las mataduras; cómo sentarse bien en la montura y no variar de postura, para lo mismo, ni correr sin motivo para que el caballo esté descansado y pueda servir en un momento de apuro; cómo buscar la pastura de preferencia a la comida del jinete; cómo cuidar las armas, engrasarlas, no malgastar el parque, apuntar siempre al ombligo. —Así, si le yerras tantito para arriba o para abajo, no le hace; de cualquier modo el cristiano se viene al suelo.
—No te precipites nunca; calma, cachaza y mala intención.
—Cuídate de las juidas falsas y sé siempre desconfiado.
—Un buen trago de mezcal al comenzar la pelotera, tiempla los nervios, evita la sed y da más ánimos; no hay cosa peor que tomar agua cuando se está peleando; si te hieren puedes desangrarte mucho.
—Por estos terrenos abundan mucho las víboras de cascabel; procura siempre, al acostarte, hacer una rueda al derredor de tu cama con una soga de cerda, si es prieta, mejor; las víboras no pasan nunca por encima de un mecate de ésos.
Con esto último, me acordé de que en cierta ocasión mi tío Bernardo conversaba con un amigo suyo, sentados ambos en el tronco de un árbol. Fumaban y charlaban animadamente; aquellos vastos terrenos eran propiedad del millonario Patricio Milmo, de Monterrey; terrenos extensos cubiertos de verde pasto y cubiertos de numerosas cabezas de ganado vacuno y lanar, y de manadas de yeguas, todo del millonario. La conocida marca de hierro impresa en las ancas del ganado ponía de manifiesto la riqueza del dueño.
Charlaban animados los dos campesinos, cuando inesperadamente terció en la conversación el silbido siniestro de una víbora de cascabel. El amigo de mi tío, rápido, descolgó la reata de su montura y se dispuso a azotar al venenoso reptil.
Mi tío saltó y detuvo a su amigo.
—No la mate, no haga esa barbaridad.
El amigo quedó sorprendido, estupefacto.
—¿Cómo que no la mate? ¿Por qué?
—Porque se enoja Patricio Milmo; cuanto animal hay en este potrero es de él.
—¿Y por qué no se viene usted conmigo, tío?
—Yo ya estoy viejo, ¿qué voy a hacer?
—Todavía está usted fuerte, todavía aguanta las malas pasadas.
—Eso sí, todavía estoy listo para lo que se atraviese. Pero no; yo ya no me meto; tengo familia, mi maicito, mis animales. Yo les he estado ayudando a ustedes bastante desde aquí. Les he encampanado gente; les he dado algunos caballos, reses; en fin, lo que he podido y de mi pura voluntad, porque ni quien haya venido a quitarme nada.
—Y ahora que vengan los federales, ¿no cree usted que puedan perjudicarlo?
—Pues hombre, no sé por qué.
—¿Cómo por qué?, ¿pues no me está diciendo usted mismo que nos ha ayudado por su propia voluntad?
—No; si me quieren perjudicar me pelo para el monte con todos mis hijos.
—¿Y si no le dan tiempo? ¿Usted cree que van a venir y a andar tanteándolo a usted primero y después le van a notificar que van a molestarlo de tal o cual manera? Ellos tienen que saber que usted nos ha ayudado; hasta sabrán que ahora mismo usted me anduvo enseñando dónde teníamos que poner las avanzadas y nos ha conseguido alojamiento y comida y cuanto se ha necesitado; ellos sabrán todo eso y puede costarle, quién sabe si hasta el pellejo. Mejor véngase de una buena vez con nosotros.
—Mira, mira; acuéstate a dormir, que ya es muy noche y déjame a mí tranquilo. No me vengas a dar consejos. Yo sé lo que hago. Acuéstate. Hasta mañana.
Después del almuerzo empezó a desfilar la columna.
Mi tío se presentó con seis de sus muchachos, todos montados y armados.
—¿Siempre se animó a venirse con nosotros?
—A poco crees tú que porque me metiste miedo me voy con ustedes. No hombre, ¿qué tienes? Voy a encaminarlos a ustedes allí nomás hasta el otro arroyo.
—Y entonces —¿para qué trae a todos sus muchachos?
—¡Hombre! porque ya estoy viejo.
—¿Y las carabinas?
—Porque vamos después a ver si tumbamos un venado.
—¿Un venado o un «pelón»?
—¡Diantre de muchacho!
Me dio una palmada en la espalda y quedó incorporado con ios suyos a nuestra columna.