Hermanas

PARTIMOS en un tren dispuesto al efecto, llenos de ánimo. Horas antes ya había pasado otro convoy con la artillería procedente de Piedras Negras.

En la estación de Hermanas descendimos y, pie a tierra y a tambor batiente, desfilamos hasta la casa grande de la hacienda, convertida en cuartel general. Cuando llegamos, el licenciado Isidro Fabela, que acababa de incorporarse a la Revolución, arengaba a la fuerza montada del teniente coronel Alfredo Ricand. Allí supimos que se trataba de atacar Monclova. Se había trazado un plan que debería llevarse a efecto desde luego.

—Van ustedes a cubrirse de gloria —arengaba Fabela—. (¡Sí, cómo no!) Hablaba con el entusiasmo del recién llegado, sin percatarse de las fuerzas reales de los contendientes.

Al caer la tarde emprendimos la marcha bien municionados. Los zapadores fuimos en tren hasta donde era factible llegar hacia el sur, a la estación de Adjuntas; hasta allí la vía férrea estaba en buen uso. La caballería y la artillería hicieron la jornada por tierra. Pernoctamos en una ranchería y se dio a conocer la orden de ataque para la madrugada del día siguiente. Deberíamos avanzar antes del amanecer para tomar posiciones y atacar al romper el nuevo día.

Súbitamente el cuartel general recibió informes de que la plaza que íbamos a atacar había sido evacuada por los federales. Todos habían salido ese día rumbo al pueblo de San Buenaventura y Abasolo, es decir, que se les había ocurrido también a ellos atacarnos a nosotros, pero no de frente sino efectuando un magno movimiento de flanqueo.

Nos hicieron retroceder rápidamente hasta Hermanas a los zapadores, ametralladoras y artillería, y ponernos en estado de defensa, ocupando las cuestas de los cerros cercanos a la estación. Allí esperamos inútilmente al enemigo toda la noche.

Al día siguiente una columna nuestra de caballería, al mando del coronel Antonio I. Villarreal, integrada por varios escuadrones —entre otros, el afamado de Poncho Vázquez—, salió a batir a los federales que ya habían llegado al pueblo de Abasolo. Lamentablemente, los nuestros cayeron en una emboscada que les puso el enemigo en unos sembrados de maíz. Simultáneamente funcionó la artillería y el rechazo y la derrota de los nuestros fue palpable. Hubieron de retirarse en cierto desorden hasta donde estábamos nosotros en Hermanas, llevando sus numerosos heridos, entre los cuales iba Poncho Vázquez.

Al día siguiente, 15 de agosto, la columna enemiga apareció a nuestra vista, acampó formando el clásico «cuadro», con sus fuerzas montadas y de infantería y en medio sus dos baterías de artillería.

A guisa de exploración rompió el fuego de sus cañones sobre la estación y la cercana hacienda de Hermanas, y también sobre nuestros trenes, sin que llegara a causar daño alguno.

Suspendieron el fuego de cañón al anochecer.

Posiblemente nadie de los combatientes, de uno y otro bando, durmió aquella noche, esperando una sorpresa desagradable.

A la mañana siguiente fue el combate. El enemigo tomó la iniciativa; abrió fuego de artillería con intensidad. Nuestros cañones hechos en casa, en la maestranza ferrocarrilera de Piedras Negras, por Carlos Prieto, dos de ellos tipo campaña sin rayar el ánima, y otro pequeño tipo montaña al que llamábamos «El Rorro», construido por Patricio León, conocido ferrocarrilero, hicieron fuego a su vez. Mandaba nuestra incipiente artillería el teniente coronel Benjamín Bouchez, oficial de Estado Mayor especial graduado en el Colegio Militar de Chapultepec y que se había incorporado a nuestras filas tras de abandonar su puesto de ingeniero de la comisión del Nazas, que funcionaba en la región lagunera. Los oficiales improvisados, artilleros constitucionalistas, eran el inventor Carlos Prieto, Agustín Maciel, Manuel Pérez Treviño, Alberto Salinas, Plinio Villarreal y los hermanos Aponte. Mucha oficialidad para nuestros dos cañones y medio.

Nuestro fuego era ineficaz por su corto alcance y por las granadas que salían de las bocas de fuego dando maromas por la falta del rayado que diera estabilidad y dirección. «El Rorro» tuvo la suerte de colocar uno de sus tiros casualmente en el centro de una línea de forrajeadores de la caballería enemiga que avanzaba al trote a tomar contacto con nuestra caballería apostada al borde de la vía férrea.

Comenzó el fuego de la fusilería. Las ametralladoras de Bruno Gloria, emplazadas en las líneas de los zapadores posesionados del cerro cercano a la estación, abatían a la infantería enemiga que avanzaba al asalto, protegida por el intenso fuego de su artillería.

La caballería, mandada por el intrépido teniente coronel Elías Uribe, combatía en su flanco, protegida por el terraplén de la vía del ferrocarril contra los escuadrones enemigos.

A los pocos momentos de iniciado, el combate se hizo intenso. Empezamos a tener muertos y heridos, a pesar de estar parapetados entre los peñascos del cerro. De seguro el enemigo experimentaba más pérdidas que nosotros. No obstante, tenía a su favor la calidad de su armamento y lo numeroso de sus contingentes.

Cuando fue inminente el despliegue total del enemigo, la artillería nuestra emprendió la retirada con todo orden. Poco después empezó a retirarse también en orden la caballería dispuesta más adelante de nosotros; finalmente, cuando ya trepaban el cerro los plomizos infantes federales, nos vimos precisados a retirarnos poco a poco también nosotros.

Entre los heridos llevábamos al teniente Daniel Díaz Couder, de la batería de ametralladoras, con un balazo de máuser que le perforó la cabeza de la nariz a la nuca y providencialmente no le ocasionó la muerte.

Fue en aquella ocasión cuando conocimos la habilidad y la ciencia del doctor Ricardo Suárez Gamboa, recientemente incorporado a nosotros, quien sin contar con los elementos necesarios para su cometido atendió de una manera rudimentaria, pero absolutamente eficaz, la herida de Díaz Couder. Allí, sentado el herido en una de las toscas bancas del cabús del tren en que nos retirábamos, fue curado por el hábil médico.

A las tres semanas escasas de su hospitalización en Piedras Negras se incorporaba a nosotros, perfectamente bueno y sano Díaz Couder. Tenía en la nariz una pequeña cicatriz, del tamaño de una espinilla.

La curación había sido perfecta y rápida.

Nos retiramos hasta Oballos y allí pernoctamos; al día siguiente seguimos hasta la estación Aura, donde se estableció el cuartel general. La infantería y las ametralladoras fuimos nuevamente a Sabinas, en tanto que la artillería iba hasta Piedras Negras.

Nuevamente volvimos a la vida de guarnición en Sabinas; era aquél el último descanso que tomábamos antes de emprender, ya en forma, la vida del revolucionario activo. Los federales, crecidos con sus triunfos, pronto habrían de continuar su avance hacia el norte y nos obligarían a despejar el camino. Llevaban como guía a un perfecto conocedor del terreno y de toda la gente de la región: marchaba a su vanguardia el coronel irregular Alberto Guajardo, antiguo maderista y jefe de las fuerzas del estado de Coahuila, durante la campaña contra Pascual Orozco.

Descansábamos en espera de una nueva embestida de los federales para salir de nuestro terreno e ir a llevar el fuego de la revolución a otras partes. En realidad nos haría un beneficio el enemigo desalojándonos de nuestra tierra, en donde teníamos amigos en todas partes y relativa tranquilidad no exenta de comodidades; nos obligaría a tener actividad y, por consecuencia, a llevar la llama de la revolución por lugares antes tranquilos, llenos de quietud y ajenos a agitaciones bélicas.

Desde su cuartel general establecido en la estación Aura, don Pablo González movía incesantemente sus escuadrones de caballería hostilizando al enemigo, amagando y atacando por la retaguardia y destruyéndole las comunicaciones para impedir su abastecimiento. Se combatía diariamente pero la fortuna no estaba del lado nuestro, favorecía al enemigo. El repliegue se hizo inevitable.

Los zapadores destruimos la vía férrea desde Aura hasta Sabinas, levantando los rieles, destruyendo los depósitos de agua, las alcantarillas y el telégrafo.

El enemigo avanzaba lenta pero seguramente. El batallón de zapadores, para prepararse a la retirada, debería efectuar ciertas requisiciones en los lugares vecinos a nuestra residencia y proceder a aprehensiones de determinadas personas que el cuartel general sabía eran simpatizadores del enemigo, por haber comprobado que estaban en comunicación constante con él.

Uno de los capitanes del batallón, con cincuenta hombres, fue en un tren especial hasta el mineral de La Rosita y de allí hasta San Juan de Sabinas y decomisó toda la mercancía útil para las tropas existente en la mejor tienda de la localidad. Aprehendió también al propietario del comercio y a dos o tres personas más. Era la primera vez que nuestras fuerzas efectuaban un acto semejante. A aquel señor dueño de la tienda más próspera de San Juan de Sabinas, enemigo nuestro según el cuartel general, lo arruinamos en un momento. Todo su capital invertido en telas o en comestibles, sus ahorros quizás de varios años de lucha comercial, de economías, pasaron a nuestras manos; su libertad también pasó a ser controlada por nosotros y, finalmente, a los dos días, le arrancamos también la vida en el cementerio de Allende, Coahuila, una noche lluviosa, horas antes de emprender la retirada huyendo del enemigo. Nunca pude saber si tuvimos o no razón al matar a aquel infeliz viejo cuyo nombre, si acaso, sonaría en mis oídos alguna vez, pero que ya no recuerdo por más esfuerzos que hago.

Los civiles del pueblo de Sabinas que habían hecho amistad con nosotros, temiendo alguna mala pasada de los federales próximos a llegar, se alistaron para seguirnos.

El viejo Calvillo, secretario eterno del ayuntamiento, aficionado ferviente al producto de la cervecería de la localidad, medio orador populachero y de buen humor constante, se dispuso a seguirnos. Luis Herrera, «El Coqueto», el impresor con quien hacíamos nuestro periódico El Cabo de Cuarto, se iba también con nosotros. El repórter de guerra de nuestro órgano El Demócrata, que publicaba José Quevedo en Eagle Pass, también abandonó, su carnet de noticias y lo hicimos subteniente de zapadores; Ángel Lomelí se llamaba.

Juana Gudiño, la dueña del «zumbido», movilizó a sus muchachas y a sus cabras hacia el norte; fue a dar a Allende. Esteban, el otro dueño de mancebía, esperó estoicamente a los federales.

El gran puente ferrocarrilero sobre el río de Sabinas había sido preparado por los zapadores para ser volado con dinamita en cuanto pasara por él el último convoy nuestro procedente de Aura.

A lo lejos se oía cañoneo.

Al oscurecer empezaron a llegar al pueblo fuerzas de caballería que se retiraban del frente. Cuando cerró la noche, casi toda la columna constitucionalista estaba ya en Sabinas. Se había prendido fuego a la planta de luz eléctrica y el edificio era una soberbia antorcha en la negrura de la noche tachonada de relucientes estrellas.

Circulaban los jinetes por las calles; había juerga en los burdeles y borrachera en las cantinas.

A un tren larguísimo subían tropas de infantería. Los cuatro o cinco prisioneros civiles, acompañados por mujeres familiares suyas, esperaban, fuertemente custodiados, en el andén de la estación la hora de partir también con destino hacia lo desconocido, que para ellos en aquella ocasión era el otro mundo.

Cuando apareció el sol del nuevo día, sólo quedábamos en el pueblo los componentes de una compañía de zapadores que debería servir de extrema retaguardia de las fuerzas en retirada. Llevábamos el último convoy e iríamos levantando la vía férrea con gruesas cadenas enganchadas a la locomotora, que no iba adelante sino en la parte posterior del tren y caminaba dando marcha atrás. Se volaban con dinamita las estaciones, los tanques de agua y los depósitos de combustible para el trayecto.

El enemigo avanzaba temeroso. Sentíamos ya el cañoneo cercano que enviaba hacia el tupido nogueral del río, tratando de descubrir alguna emboscada nuestra, incierto de su posición e incrédulo de su victoria.

Los soldados novicios se sentían nerviosos; les parecía que nuestra salida del pueblo se prolongaba demasiado y también que podíamos caer en manos del enemigo.

A media mañana salimos en nuestro tren. Los ferrocarrileros hicieron sonar repetidas veces el silbato de la locomotora, en son de burla para los federales. Nuestra máquina, pitando, «toreaba» a los federales.

La nubecilla azul de una granada de tiempo, apareció encima de nuestro tren y, a poco, el silbido de los balines se dejó escuchar. Otras granadas estallaron sobre el pueblo abandonado.

Nos retiramos poco a poco; a vuelta de rueda.

A los dos kilómetros nos detuvimos y empezamos nuestra labor concienzuda de destruir la vía; teníamos ya bastante experiencia en ello.