SABINAS, centro —pudiera decirse— de la región carbonífera, era algo así como el hogar de la gente minera que constituía el batallón. Estación ferrocarrilera de importancia, con hotel y restaurante atendido por chinos. Pueblo risueño, alegre, con un gran río caudaloso aledaño cuyas márgenes estaban pobladas de tupidos noguerales, a la sazón en plena producción. Aquel denso nogueral de las márgenes del río se prolongaba varios kilómetros y el fruto de los árboles constituía, año tras año, una buena cosecha cuya recolección y venta hacia el gobierno federal; la compraban comerciantes, que a su vez la enviaban a los Estados Unidos. Minas de carbón paralizadas en su explotación. Una compañía cervecera en actividad. Buena planta eléctrica; presidencia municipal, plaza de armas, pequeños comercios y en las afueras del pueblo, según costumbre en los poblados norteños, dos «zumbidos», lupanares o mancebías para el servicio y desahogo de los numerosos trabajadores de las minas de carbón.
Oscurecía cuando nuestro convoy llegó a Sabinas; allí descendimos. El presidente municipal del pueblo nos esperaba prevenido por los telegrafistas del ferrocarril, grandes simpatizadores de nuestra causa, y nos tenía ya alojamientos y alimentación preparados. El convoy continuó su marcha hasta Piedras Negras, llevando a los heridos a nuestro único hospital, allí ubicado.
El batallón quedó instalado en unos almacenes desocupados propiedad de la compañía carbonera, con gran patio y portón de entrada. A la oficialidad le fue designada una escuela para alojamiento.
No habíamos probado alimento en todo el día; llegábamos, pues, muertos de hambre y de fatiga. Aquel buen presidente municipal, previsor y enterado de las circunstancias, había mandado preparar carne asada, frijoles, pan y café, todo en abundancia para la tropa del batallón. A la oficialidad nos llevó al restaurante de los chinos, en donde había mandado preparar una gran cena.
La jornada del día había sido muy dura y caímos todos rendidos, como piedras, vencidos por el sueño profundo y reparador.
Al día siguiente, con excepción del servicio de la guardia de prevención y del personal de un puesto avanzado, instalado a larga distancia del pueblo, sobre el camino de Lampazos, el batallón quedó franco. A cada quien se le dio un jabón, proporcionado por la presidencia municipal, y se le indicó que fuera al río a bañarse y a lavar su ropa. A la fresca sombra del nogueral, el río se pobló de gente alegre y bullanguera.
Mientras la gente se bañaba, la compañía cervecera, con anuencia nuestra, mandó disponer dos burdos y grandes cajones llenos de hielo y botellas de cerveza en la Prevención del cuartel, para que el personal, con la autorización del comandante del servicio de cuartel, tomara cuanta cerveza quisiera. La compañía no ponía coto alguno al consumo. Era pleno mes de julio y el calor insoportable.
Aquel día de asueto y descanso para el batallón lo aprovechamos para organizamos en nuestra guarnición de acuerdo con las instrucciones de nuestro general. Cité a los presidentes municipales de mi jurisdicción y tuve larga conferencia con ellos. Les hice ver mis necesidades y las instrucciones que tenía del cuartel general para que entre ellos se encargaran, según sus posibilidades, de todo lo que yo necesitaba de inmediato. Con la buena voluntad que todos tenían de ayudar a nuestra causa, pronto se pusieron de acuerdo. Diariamente me entregarían, para haberes del batallón y para la batería de ametralladoras, cuatrocientos pesos; cada individuo de tropa recibiría cincuenta centavos diarios, y cada oficial dos pesos. Además nos darían carne, frijol, harina y azúcar para la alimentación y forraje para las acémilas. Harían requisiciones de ganado menor, a fin de sacrificarlo y hacer con la carne chicharrones, con el fin de meterlos en costales y enviarlos a nuestras fuerzas estacionadas en el frente de Hermanas, juntamente con la harina de trigo que yo requeriría en los molinos de la jurisdicción.
Asimismo podía disponer de cuanta cerveza quisiera, de la compañía de Sabinas, a cambio de carbón de piedra de las minas abandonadas. La casa Trueba Hermanos, españoles establecidos en Piedras Negras, con una sucursal en Sabinas, nos compraría toda la nuez de la cosecha, la pagaría al precio normal del mercado y adelantaría dinero, a cuenta de las cantidades que fueran requeridas. El trabajo de la pizca lo haría la gente del batallón, a quien se pagaría un salario. Útiles para el trabajo, costales y transportes los proporcionaría la casa Trueba.
Gente del pueblo, simpatizadora, nos prestó algunas cosas para amoblar la casa destinada a jefatura de armas. Allí dormíamos y despachábamos. Nuestra cocina quedó instalada y los dos o tres asistentes, habilitados de cocineros, llegaron a darnos verdaderos banquetes con las provisiones que obteníamos. Asistían los oficiales de ametralladoras Bruno Gloria, Daniel Díaz Conder y José González, y todos los del batallón: Julio Soto, Diego V. González, Primitivo González, Bulmaro Guzmán, Pancho Peña, Arrilez Sánchez el subayudante, Alfonso González, Evaristo Sustayta, Maurilio Rodríguez, Guillermo Serret, el capitán Garduño; como una concesión especial admitíamos también al sargento Eloy Carranza, primo de don Venustiano, que se empeñó en comenzar su carrera militar como soldado. Hombre enjuto, rasurado totalmente, de pelo largo y lacio, tenía un marcado aspecto clerical en abierta contraposición con su carácter un tanto burlesco.
La compañía cervecera de Sabinas, como antes dije, nos proporcionaba toda la cerveza que se le pidiera a cambio de combustible para sus calderas. En el cuerpo de guardia del cuartel siempre había disponible un cajón lleno de botellas de cerveza bien helada para quien quisiera tomarla. En el alojamiento de los oficiales, con mucha más razón, abundaba la cerveza.
Era un consuelo aquella cerveza helada en el caluroso mes de agosto que corría.
Con toda aquella facilidad para tomar, no llegó a darse el caso de que se emborrachara nadie.
La «señora» Juana Gudiño era dueña del mejor «zumbido» de Sabinas; en su casa se alojaban las mujeres alegres de más cartel en todos los minerales de los contornos. Constituía el «zumbido» de Juana Gudiño, para los mineros de la región, un peligro casi comparable al terrible gas grisú del fondo de la mina. En los buenos tiempos de bonanza se dejaban allí los hombres el dinero y la salud.
Administraba su negocio con todo esmero y dedicación y había obtenido ya magníficos frutos de él. Contaba con no menos de veinte mujeres y su casa, especie de mesón, tenía habitaciones suficientes para todas las parejas ocasionales del momento. Se bailaba en un amplio salón destartalado, a los acordes de un fonógrafo de enorme bocina que en un tiempo fue dorada. El imprescindible «joto» de estos lugares servía la bebida a los parroquianos.
«La Gudiño» se había dedicado a aquel negocio como pudo haberlo hecho con cualquier otro; de igual manera que eligió un prostíbulo pudo haberse instalado en negocios de carnicería o abarrotes. Tenía ojo comercial y había acertado en su negocio. Aquella actividad suya era sólo el modo de lograr bienestar personal, de cualquier modo que fuese, sin importarle los medios empleados.
No era una mala mujer. Su negocio, siendo inmoral, tenía cierto aspecto de honradez dentro del medio. No toleraba abusos ni escándalos y se decía que era liberal con mujeres y clientes.
Cuanto dinero caía definitivamente en sus manos como utilidad, lo empleaba íntegro en la compra de ganado menor; tenía ya cerca de seiscientas cabras y borregas en magnífico estado de gordura. Cuidaba con más dedicación a su ganado que al otro, y cifraba especialmente en sus cabras la esperanza de su vejez, no muy lejana.
Tenía ella, como casi todo el mundo, sus imprescindibles rivales. Había un japonés, en Clote, que tenía más cabras que ella y de tan buena calidad como las suyas, y a dos cuadras de su casa estaba otro «zumbido» que regenteaba Esteban, persona agradable y activa que, con peores mujeres, se llevaba a los mejores clientes.
Tanto Juana Gudiño como Esteban y el japonés de las cabras habían lucido desde el principio de la bola un decididísimo color revolucionario; odiaban a los de Huerta, y estaban dispuestos a hacer cualquier sacrificio por los otros.
Los dos prostíbulos no dejaban de tener cierta importancia para nosotros. A ellos tendrían que ocurrir a desfogarse nuestros hombres y los que llegaran con permiso del frente de Hermanas. Había que cuidar que no contrajeran alguna enfermedad que los imposibilitara para la lucha. Con tal motivo se citó en la presidencia municipal a los propietarios de los dos negocios y al médico encargado por el ayuntamiento de la revista semanaria de las pupilas. Don Indalecio Riojas, presidente municipal, y yo exhortamos a Juana Gudiño y a Esteban a que fueran sumamente cuidadosos con la salud de las mujeres, evitando bajo su mayor responsabilidad que ejercieran el oficio aquellas que el médico municipal reportara como enfermas. Sufrirían fuerte multa y hasta clausura del negocio en caso de queja de la clientela y de comprobación de enfermedad contraída allí. Además, deberían evitarse los escándalos y el aseo del personal tendría que ser manifiesto.
Por principio de cuentas, con la anuencia de los dueños de las casas y en dos camiones que facilitó la casa Trueba, con la vigilancia de policías fueron llevadas todas las pupilas a bañarse río arriba. Buena falta les hacía. Teniendo un hermoso río a mano, como si no estuviera…
Dicen que comentaban después Juana Gudiño y Esteban que había sido una buena idea aquel baño general, pues no faltaron curiosos que atisbaron a las bañistas y, como consecuencia, en la noche habían tenido casa llena.
Todas las mañanas después del desayuno, a excepción de la fajina para la recolección de la nuez, hacía instrucción el batallón. Por las tardes quedaban francos.
Había en Sabinas una pequeña imprenta que atendía un jovencillo, menudito él y de trato agradable, llamado Luis Herrera, que había hecho amistad con los oficiales del batallón, quienes le pusieron de apodo «El Coqueto». Tuvimos la idea de aprovechar aquella imprenta para hacer un pequeño periódico redactado por los oficiales en guasa. Fue denominado El Cabo de Cuarto. Llegaron a salir tres o cuatro números y tuvo positivo éxito entre los que lo leían, sobre todo nuestras fuerzas y los simpatizadores de la región.
Cuando más tarde hubimos de evacuar Sabinas y aun el estado de Coahuila, «El Coqueto» abandonó la imprenta y se dio de alta en nuestras fuerzas. Llegó el triunfo de la Revolución, pasaron los años y aquel jovencito impresor de Sabinas llegó hasta el generalato. Nadie lo conocía por su nombre y era muy popular por su apodo «El Coqueto».
Al cabo de una semana pude enviar a don Pablo González la primera remesa de comestibles en un furgón: costales de chicharrón de chivo, sacos de harina.
Otras remesas se hicieron después.
Un periódico de México, que fue a dar casualmente a nuestras manos, nos informó que la columna de Mass que nos derrotó en Monclova había arrebatado de nuestras garras al subteniente Dueñas, que habíamos cogido herido en Candela y que estuvo a punto de perder la vida. Se le hacía aparecer como a un héroe y a nosotros no se nos bajaba de latrofacciosos y bandoleros.
Todo tiene su fin. Se acabó la buena vida de Sabinas, teníamos que marchar al frente para tomar parte en un combate grande que se preparaba.