Candela

LA INACTIVIDAD del enemigo nos había permitido dar un buen entrenamiento a la gente nueva.

Faltaba el bautizo de sangre. El flamante batallón de zapadores, por mi conducto, pidió al Primer Jefe la oportunidad de demostrar su eficiencia y el señor Carranza gustoso accedió a ello. El primer hecho de armas en que participaría el nuevo cuerpo iba a ser en Candela, Coahuila.

Mass, con una fuerte columna huertista, nos acechaba, al parecer inactivo, frente a Monclova, en tanto que su colega Rubio Navarrete, con otra fuerza enemiga también numerosa, controlaba la línea férrea de Monterrey a Laredo, con cuartel general en Lampazos, Nuevo León; su caballería, acantonada en Candela, la mandaba el célebre dragón federal, teniente coronel José Alessio Robles.

Ante la presencia de este enemigo considerable, don Jesús Carranza, que operaba en la región, se había visto precisado a evacuar el pueblo y a retirarse en observación de los movimientos del enemigo, que podría intentar avanzar hacia nosotros.

Rubio Navarrete y los suyos permanecían a la expectativa, sin intentar nada en nuestra contra. El Primer Jefe resolvió dar un golpe y fue nuestro batallón el encargado.

Desde Piedras Negras fuimos trasladados por ferrocarril hasta Monclova, en seguida hasta la estación Gloria y de ahí nos acercamos a pie hasta las inmediaciones de Candela. Iban con nosotros todas las fuerzas disponibles de la región; en Monclova, punto avanzado hacia el enemigo (Mass) sólo quedaba el teniente coronel Emilio Salinas con pocas fuerzas; en Piedras Negras quedaba el mayor Gabriel Calzada con escasa guarnición. Mandaba la columna el propio Primer Jefe, don Venustiano Carranza.

Pasamos la víspera del combate ocultos del enemigo detrás de los cerros conocidos con el nombre de Cañón de la Carroza y apenas cerró la noche avanzamos decididamente a tomar posiciones en las lindes del pueblo ocupado por los federales, para efectuar el asalto al romper el día siguiente.

Hacia la medianoche hubo unos cuantos tiros con un rondín federal. El batallón de zapadores estaba desplegado en toda regla, ocupando lo que iba a ser el frente del combate; la caballería cubría los flancos y parte de ella había marchado a detener cualquier auxilio que pudiera llegar al enemigo desde Lampazos.

Inexplicablemente, el enemigo, que se componía de un regimiento de caballería o sean cuatrocientos hombres con dos ametralladoras pesadas y dos fusiles ametralladora «Rexes», no había tenido la precaución de colocar puestos avanzados para su propia seguridad, por lo cual pudimos sorpresivamente llegar hasta el propio pueblo sin ser sentidos; los propios granaderos de nuestro batallón lograron introducirse al interior y colocarse en las inmediaciones del cuartel para lanzar sus granadas al romperse el fuego.

Al amanecer se dio la orden de ataque y el batallón se lanzó impetuosamente al combate con un fuego nutrido. Junto con el batallón de zapadores también atacó por el lado opuesto el escuadrón Vázquez, que mandaba el intrépido Pancho Vázquez. Sonaba la fusilería y traqueteaban las ametralladoras nuestras que manejaba Bruno Gloria. El estruendo de las granadas de los zapadores daba al ataque un vigor extraordinario, sin duda alguna pavoroso para el enemigo refugiado en el cuartel y con sus ametralladoras emplazadas en las torres de la iglesia, disparando sin causar daño alguno a nuestra gente, ya que toda ella habíase colocado dentro de los ángulos muertos del fuego de las piezas enemigas. En unos instantes estábamos ya todos nosotros frente al propio cuartel y lo rodeábamos. El comandante de los federales, teniente coronel José Alessio Robles, que tenía aureola de bravo, seguramente vio negra la cosa y audazmente, montando brioso caballo (era un hábil jinete), salió del cuartel entre el nutrido fuego de nuestra fusilería y a toda rienda escapó, abandonando a la fuerza que mandaba. Lo seguía un charro, hombre maduro que montaba un buen caballo y disparaba una pistola, pero recibió en la frente un tiro de mosquetón de los nuestros y cayó redondo a pocos metros de nosotros.

La fuerza federal quedaba sin mando. Después, cuando hubo pasado el combate, nos dimos cuenta de que aquella fuerza federal no pertenecía a un solo regimiento, sino que eran fracciones del l° y 9° regimientos, al mando de oficiales.

No había ningún otro jefe fuera de Alessio Robles, que con su huida dejaba a aquella fuerza sin ninguna coordinación. Sin embargo, seguían combatiendo en desorden y aun intentaron una salida montados, pero como nuestro fuego estaba concentrado especialmente en la puerta del cuartel, los primeros jinetes que aparecieron quedaron muertos junto con sus caballos y constituyeron un positivo impedimento para la salida de los demás, que finalmente optaron por rendirse.

Un trompeta de ellos, tocó «parlamento» y «cesar el fuego», y un poco después apareció un soldado enemigo en la azotea del cuartel con una bandera blanca y a voz en cuello nos gritó:

—¡Estamos rendidos!

Yo, que era el oficial de mayor categoría y además comandante del batallón, le contesté:

—Aceptamos su rendición. Salgan todos ustedes desarmados y formados y colóquense en línea desplegada a la derecha de la puerta del cuartel. Que solamente queden adentro los heridos que no puedan caminar. Que los que están en la torre de la iglesia con las ametralladoras las bajen.

Casi en seguida fueron saliendo del cuartel los rendidos, en dos hileras, y se formaron al lado del portón del cuartel. Pasaban de doscientos y todos iban uniformados de dril, con la blusa larga de limpia, igual a la mía, que ese día llevaba puesta. No se veía a ningún oficial; posiblemente irían entre la tropa, con la misma indumentaria, con la esperanza de salvar la vida.

Los que estaban en la torre de la iglesia descendieron y entregaron las dos ametralladoras que habían estado manejando a uno de nuestros oficiales, quien les ordenó que penetraran al cuartel y sacaran de allí las acémilas destinadas a la conducción de las piezas y que montaran en ellas el material y las municiones para llevarlos con nosotros.

Una parte del batallón quedó cuidando a los prisioneros y el resto entramos en el recinto.

La caballada estaba ensillada y las armas alineadas en la pared; el correaje tirado por el suelo.

En un cuarto, cajas de municiones y algo de equipo. Numerosos cadáveres de gente de tropa en las azoteas y en el patio. En otros cuartos, soldaderas que trataban de curar a algunos heridos.

Un capitán yacía muerto en un camastro; a su lado un subteniente de apellido Dueñas, conocido mío desde la capital, herido en una pierna. Al reconocerme me pidió que le salvara la vida, y así se lo prometí.

Nuestros soldados, registrando todo aquello, encontraron a tres soldados del enemigo que trataban de pasar por heridos sin estarlo y allí mismo los mataron.

El enemigo había quedado totalmente deshecho y el botín era soberbio: armamento, municiones, caballada, dos ametralladoras, dos fusiles ametralladora «Rexer» y más de doscientos prisioneros.

El batallón de zapadores dejaba en esos momentos de serlo, para convertirse en flamante regimiento de caballería. Todo él quedaba montado.

Nuestros heridos fueron acomodados en los caballos y en las acémilas y en unos vehículos que se requisaron por el ayuntamiento fueron llevados nuestros cadáveres hasta el panteón para que allí les dieran sepultura inmediata. El botín fue cargado en carretones y con todo emprendimos la marcha hacia el Primer Jefe, don Venustiano Carranza, quien desde afuera del pueblo había dirigido y presenciado el combate. Estaba muy satisfecho de la acción y al participarle las novedades tuve la inmensa satisfacción de escuchar su felicitación y oír de su boca que desde aquel momento quedaba ascendido al grado inmediato: mayor.

Llevaba aquel día mi blusa larga. Mi gente, considerando de buena suerte aquel detalle y viendo que nuestros prisioneros usaban también aquel atuendo, los despojaron de las blusas dejándolos en camisa para ponerse ellos aquellas cómodas prendas de la caballería de la federación.

No había intención de conservar la plaza de Candela. La idea del mando era solamente dar un golpe, y lo fue certeramente. Era de esperarse que el enemigo, con fuertes elementos, acudiera a recuperar la plaza.

Era ya media tarde y hacia la estación del ferrocarril de Salomé Botello, la más cercana a Candela, se distinguió el humo de varias locomotoras; era el auxilio tardío que enviaba Rubio Navarrete a su caballería. A poco comenzaron a enviarnos cañonazos.

Don Venustiano y las personas de su Estado Mayor reposaban bajo la sombra escasa de unos raquíticos árboles a la orilla de un arroyuelo seco. Dispuso que de las ametralladoras capturadas se hiciera cargo el capitán Bruno Gloria, quien gozoso vio añadirse a las dos que tenía las cuatro que le llegaban. El personal de tropa federal que conducía las acémilas en que iban las piezas quedó desde luego incorporado. Asimismo dispuso el Primer Jefe que el capitán Tránsito Galarza se hiciera cargo de todos los prisioneros que llevábamos, para que los condujera hasta Monclova. Posiblemente Galarza tenía ya instrucciones sobre el particular, pues de camino fue fusilando a varios de ellos en quienes reconoció a oficiales federales disfrazados con indumentaria de tropa.

Muchas familias de Candela, al amparo nuestro, abandonaban la población, temerosas del desquite de los federales; habían elegido como punto de reunión para emprender la marcha precisamente el arroyuelo en que descansaba el Primer Jefe; conversaban con él con esa franqueza y confianza innata de la gente del norte. Iban algunos hombres también.

Creí reconocer a uno de ellos; era exactamente la cara del capitán veterinario del Escuadrón de Guardias de la Presidencia al que había pertenecido yo pocos meses antes. Cansado estaba de atender sus indicaciones —estando en servicio de cuartel— con respecto a las enfermedades de los caballos. Me dio gusto verlo y me acerqué a saludarlo, deseoso de ofrecerle mi protección. Me desconoció con tal naturalidad que me hizo disculparme por la equivocación. Me manifestó que nunca había sido veterinario ni mucho menos militar, que era comerciante, lo mismo que el joven que lo acompañaba y que precisamente aprovechaba aquella oportunidad para huir de los federales y establecerse en zona de la revolución.

Nos pusimos en marcha cuando ya cerraba la tarde y a poco andar, ya de noche, pernoctamos en pleno campo, con las seguridades que nos dio la caballería, la cual no había tomado parte en el combate. Disfrutamos asimismo de una buena comida preparada por ellos, que consistía en carne asada de varias reses sacrificadas, tortillas de harina y café caliente. Nuestra flamante caballada también disfrutó del primer pienso dado por los revolucionarios, sus nuevos dueños.

Cuando ya rayaba el sol del día siguiente reanudamos la marcha.

Tránsito Galarza con su escuadrón y los prisioneros, marchaba muy adelante de nosotros; iba dejando huellas sangrientas en el camino. De trecho en trecho fusilaba prisioneros, quizás de los que averiguó que eran oficiales, a los que trataban de huir o tal vez a aquellos que menos le simpatizaban. Los muertos quedaban a un lado del camino y los soldados de retaguardia registraban sus ropas, les quitaban el calzado y las piezas de oro de las dentaduras a los que las tenían; se valían de las piedras o de las culatas de las carabinas para arrancar el oro de la boca de los muertos.

Con sorpresa vi los cadáveres de quien me había parecido el veterinario del Escuadrón de Guardias y de su acompañante. Estaban abrazados. Así habían esperado la muerte en despedida eterna; miraban al cielo. Las piezas de oro habían desaparecido de sus bocas y la sangre fresca bañaba sus rostros.

Después me informaron que los había delatado la misma familia que los ayudó a escapar de Candela, a la cual acompañaban. Alguna circunstancia inesperada debió de mediar, fatal para ellos.

Quizás yo hubiera podido salvarlos, de haberme tenido confianza.

No sólo fueron fusilados federales en aquel sangriento regreso de Candela; también uno de los nuestros cayó en el camino, atravesado por balas constitucionalistas. Fue el capitán Morales, ameritado oficial de antecedentes honrosos y valor reconocido, a quien le cupo tan mala suerte.

Entre las familias que abandonaron el pueblo huyendo de los federales, al amparo de nuestras fuerzas, iba una agraciada joven que llamó la atención, de seguro, al capitán Morales, de las fuerzas de Murguía, quien, a viva fuerza, cometió con ella repugnante atentado. La atribulada madre de la víctima fue a dar con su queja justamente al lugar en que estaba el Primer Jefe Carranza. Indignado, y como medida de orden y ejemplo de moralidad indispensable en el naciente ejército, ordenó el inmediato fusilamiento del culpable.

Por sus mismos compañeros fue aprehendido y desarmado Morales. Se le fusiló a un lado del camino, del mismo modo que a los federales prisioneros. Dicen que protestaba a voz en cuello que era inocente, que le dolía en el alma que lo mataran sus propios compañeros. Todo fue inútil y en aquel camino sembrado de cadáveres enemigos quedó también el suyo.