Don Venustiano, Piedras Negras, los zapadores

AQUEL episodio sangriento, mancha indeleble en nuestra historia patria siguió su desarrollo hasta culminar con el entendimiento entre los mandatarios de atacantes y atacados para terminar uniéndose y dar fin al gobierno democrático del presidente Madero, asesinando a él y a su vicepresidente Pino Suárez.

Cuando se hubo consumado el crimen y el general Huerta se enseñoreó del poder imponiéndose férreamente, salí de México con la mira de incorporarme a don Venustiano Carranza, gobernador del estado de Coahuila, que levantado en armas con escasos hombres a su lado pugnaba por enfrentarse al usurpador con una bandera legal de imponer el imperio de la Constitución mancillada por los militares traidores.

Completamente escaso de recursos, hube de hacer un viaje penoso hasta llegar con don Venustiano Carranza a la ciudad de Piedras Negras, Coahuila, lugar al que acababa de arribar después de haber promulgado el Plan de Guadalupe en la hacienda de ese nombre, a raíz de haber atacado la ciudad de Saltillo y en donde había sido rechazado.

Era el día l° de abril del año 1913, cuando me presenté a don Venustiano Carranza, y fui designado su ayudante en el Estado Mayor que comandaba el teniente coronel Jacinto Treviño, que antes había pertenecido al Estado Mayor del presidente Madero. Él, Treviño y el coronel Garfias, subjefe del Estado Mayor presidencial, estaban en Saltillo reclutando gente para formar un batallón cuando los sorprendió el cuartelazo de la Ciudadela y, desde luego, dada la ideología de ambos, secundaron la actitud del gobernador Carranza uniéndose a él con las fuerzas que estaban reclutando.

Comenzaba una lucha desigual entre Carranza, al frente de cuatrocientos o quinientos hombres escasamente pertrechados, y el usurpador Victoriano Huerta con el Ejército Federal y antiguos rebeldes antimaderistas y todo el poder de un gobierno.

Yo llegaba a unir mi pequeñez aportando juventud y entusiasmo y llevando por todo equipaje un maletín que contenía tan sólo tres mudas de ropa interior, dos camisas y mi blusa de limpia que había de acompañarme de allí en adelante en todas mis andanzas bélicas.

Ordenó el señor Carranza a don Gabriel Calzada, diputado de la Legislatura de Coahuila y habilitado como mayor, jefe de las armas, en Piedras Negras, administrador de la Aduana, presidente municipal, y con facultades para resolver todo lo que a cuestiones de autoridad se refiriera en la ciudad, que me proporcionara el equipo necesario para desempeñar la comisión de ayudante de campo de Calzada. Yo mismo, provisto de dinero por Calzada, fui al lado norteamericano, a la pequeña ciudad de Eagle Pass, y compré dos uniformes de caqui, un sombrero tejano, unas polainas y una pistola con su fornitura y dos cajas de municiones. El señor Calzada me asignó, asimismo, un buen caballo debidamente ensillado.

El cuartel general se había establecido en el edificio de la aduana fronteriza; allí despachaba don Venustiano Carranza con el escaso personal que le acompañaba: jefe de Estado Mayor, teniente coronel Jacinto B. Treviño; su secretario particular Alfredo Breceda y su nuevo ayudante, que era yo. Mis compañeros, los otros ayudantes suyos —capitán Rafael Saldaña Galván y los tenientes Juan y Lucio Dávila y Destenove—, se habían quedado en Monclova.

Existía calma en toda la región dominada por el gobernador Carranza; no parecía que hubiera revolución. Se dominaba desde la estación de Espinazo, al sur de Monclova, todo el norte del estado de Coahuila. Algunas fuerzas revolucionarias excursionaban por Tamaulipas a las órdenes de Lucio Blanco, y otras por las cercanías de Laredo al mando de don Jesús Carranza, hermano de don Venustiano. El coronel Pablo González mandaba el resto de las fuerzas desde Monclova hasta la frontera.

Seguramente las columnas federales del general Mass, de Saltillo; y de Rubio Navarrete, de Lampazos, Nuevo León, irían sobre nosotros, pero no parecían tener prisa alguna. Mientras tanto nosotros nos preparábamos para la defensa y sobre todo para hacer que se propagara el movimiento armado por todo el país.

Llevábamos una vida tranquila de pueblo, nuestro alojamiento estaba en el mismo cuartel general. Allí dormíamos en catres de campaña. A temprana hora, antes de salir el sol, nos despertaba Secundino Reyes, el asistente de don Venustiano, llevándonos sendas tazas de café caliente. Salíamos a hacer un recorrido a caballo por los alrededores. Regresábamos a la hora de desayunar para tomar el consabido chorizo con huevos y tortillas de harina o bien chile con queso o cabeza de cabrito asada.

Después, hacer oficios dando instrucciones, órdenes de movimiento, telegramas en clave; autorizaciones para reclutar gente, proclamas, manifiestos, nombramientos; conferencias telegráficas del Primer Jefe con sus subalternos a larga distancia o entrevistas con las escasas personas que iban a visitarlo allí, a la aduana.

A mediodía, generalmente comíamos en la fonda de una señora viuda española, doña María, madre de cuatro o cinco niñas y cuyo establecimiento se encontraba ubicado en la calle principal de la población. Hacíamos el recorrido a pie desde la aduana a la fonda acompañando a don Venustiano las cuatro o cinco personas que trabajábamos con él, sin disfrute de sueldo alguno. Solía él charlar con la dueña y siempre acariciaba a sus hijitas.

Comíamos en sana paz como si fuéramos una familia; pagaba don Venustiano el consumo que se hacía, echando mano a su cartera y extrayendo de ella un billete cuidadosamente doblado, recibía el dinero sobrante y apuntaba con todo cuidado en un librito el gasto hecho.

Nuevamente a la aduana a trabajar hasta la noche. Merienda frugal; una o dos vueltas por la Plaza de Armas y después a descansar hasta el día siguiente.

Empezó a tener éxito el movimiento. Todo el estado de Sonora respondió y los primeros combates serios contra los federales fueron allí. Sonora logró expulsarlos de su territorio primero que nadie. Antiguos comandantes de cuerpos rurales maderistas se levantaban en armas contra Huerta en diversas partes del país. Cándido Aguilar en Veracruz; Calixto Contreras, Orestes Pereyra y los hermanos Arrieta en Durango; Gertrudis Sánchez en Michoacán; Jesús Agustín Castro en Tlalnepantla, es decir, muy cerca de la capital de la República.

Empezó a llegar del cuartel general gente prominente. Pudieron adquirirse armas y municiones en ios Estados Unidos…

Llegaban hombres ennegrecidos por el carbón, que surgían del fondo de las minas; rancheros, especie de cowboys, de las márgenes del Bravo; indios kikapús del Nacimiento del pueblo de Múzquiz, ferrocarrileros entusiastas; viejos de piocha afrancesada que fueron revolucionarios en la época de Garza Galán o de Flores Magón en Las Vacas o en Viezca; muchachos imberbes; gente del campo y de los pueblos, se aprestaban a la lucha contra el usurpador Huerta; cada quien buscaba una arma y se unía al grupo que más le simpatizaba. No había más interés que derrotar a los traidores; se carecía de haberes y las raciones para alimentación que podían darse no siempre eran oportunas ni abundantes. Nada importaba por el momento; sólo una idea persistía insistente en cada nuevo revolucionario: luchar, luchar hasta vencer o morir; de antemano se había hecho ya una suprema renunciación a la vida sojuzgada por la bola pretoriana de un militarismo imperante.

Los veinte hombres que constituían la guardia permanente de la aduana fueron instruidos militarmente por mí, en los ratos perdidos del trabajo oficinesco. A don Venustiano, que entendía bien aquello, pues él mismo había sido oficial reservista cuando el general Bernardo Reyes implantó aquella famosa y popular Segunda Reserva, le agradaba ver la instrucción que yo les impartía. Le agradó a don Venustiano la forma, vio el progreso de aquellos pocos hombres de la guardia y dispuso sobre la marcha que fueran el pie veterano de un batallón de zapadores del nuevo ejército constitucionalista que estaba naciendo.

En unos cuantos días llegaron a Piedras Negras hasta quinientos mineros de carbón. Fueron uniformados y armados y con ellos se hizo el batallón de zapadores, compuesto de tres compañías y una plana mayor. A capitanes ya fogueados se entregó el mando de las compañías, y a algunos oficiales subalternos también; otros fueron habilitados, así como los sargentos y cabos.

El personal era joven, fuerte y animoso. No tendrían haberes diarios pero el equipo era de lo mejor que podía conseguirse en el comercio del lado norteamericano: sombrero tejano, camisola y pantalón caqui; zapatos fuertes, una cobija para abrigarse y para dormir; un juego de ánfora de aluminio con una taza, un plato, una cuchara y un tenedor; una bolsa grande de lona para llevar ropa y provisiones; cartucheras y portafusiles de cuero para las carabinas; correas para amarrar las cobijas terciadas sobre el cuerpo durante las marchas y un trozo de lona para amasar la harina y hacerse ellos mismos las tortillas.

Para la plana mayor fueron requisados acémilas aparejadas para llevar en ellas municiones de reserva, dinamita, palas, picos, cables con garfios para escalar muros, rollos de alambre y detonadores, así como el equipo de los oficiales.

Se adquirieron cornetas y tambores para formar la banda, algunas tiendas de campaña para los oficiales, y peroles y tasas para cocinar algunos complementos de las raciones frías del rancho diario.

La maestranza del ferrocarril confeccionó unos gafetes metálicos para el batallón —una pala y un fusil cruzados, y en medio una granada estallando—, gafetes que llevaría la tropa en los sombreros y los oficiales en el cuello de las camisolas.

Allí mismo hicieron también, con pedazos de tubo recortados, recipientes para rellenar con dinamita y hacer estallar con detonadores accionados por mechas mineras Bickford.

El color distintivo del nuevo cuerpo fue el solferino; toquillas, «golpes» de los individuos de la banda y banderines de las compañías eran de ese color.

—Hay que hacer pronto este batallón para mandarlo a campaña, me dijo un día don Venustiano.

—Nomás un mes le pido, señor, para enseñar a esta gente tan animosa a tirar al blanco; muchos no han disparado en su vida un tiro. Hay que acostumbrarlos a caminar; sólo han trabajado en las minas de carbón. Hay que enseñarles a maniobrar y la especialidad de zapadores a que van a ser dedicados.

La instrucción fue una cosa muy especial, acorde con las circunstancias imperantes; esencialmente práctica y rápida para lograr de inmediato hacer hombres de lucha pronta y eficaz.

Los oficiales me secundaron admirablemente.

Al toque de diana el batallón ya había tomado una taza de café caliente y salíamos al campo de instrucción en las cercanías de la ciudad.

Primero se les enseñó a conocer y manejar su arma: accionarla, limpiarla, apuntar y disparar sin cartuchos; aprovisionarla de municiones y descargarla de ellas. Después a tirar sobre blancos a corta distancia y apuntando cuidadosamente. Se gastaron unos miles de cartuchos pero se aprovecharon magníficamente.

Después a caminar: en el campo, por el camino real hasta la Villita, alargando las jornadas cada día hasta llegar a la marcha reglamentaria de veinte kilómetros. Al principio se cansaban, pero a los pocos días ya les era habitual la marcha con el equipo.

Intercalábamos en las marchas ejercicios de orden disperso, desplegando el batallón en formación de combate con sus cadenas de tiradores, sus sostenes y sus reservas, cambiando de frente y avanzando o retrocediendo en escalones. De las tres compañías del batallón, dos eran maniobreras y también de zapadores y la tercera únicamente de granaderos o aplicación de explosivos. La instrucción de ésta consistía esencialmente en ejercitarse lanzando piedras a larga distancia, como deberían hacerlo con las bombas de dinamita. Llegaron a ser expertos y certeros arrojando granadas, y la explosión de ellas en los ejercicios entusiasmaba a la tropa y les levantaba grandemente el ánimo. Los zapadores llegaron a hacer trincheras para tiradores y lograron escalar muros sirviéndose de los cables con garfios de hierro.

Don Venustiano gustaba de presenciar de cuando en cuando la instrucción de la tropa y se veía que le complacía ver el rápido adelanto de los nuevos soldados. Era clara su simpatía por el batallón de zapadores y envió a dos parientes suyos a que formaran parte de él: a su sobrino Bulmaro Guzmán, jovencito aún, siempre alegre y sonriente, que fue subteniente-subayudante de la plana mayor, y a su primo Eloy Carranza, hombre ya maduro y de porte un tanto extravagante. Llegó Eloy al batallón tocado con bombín, con una banderita nacional puesta en la toquilla, impecablemente vestido: levita cruzada, pantalón y calzado negros; inconcebible atuendo en aquel caluroso mes de mayo en Piedras Negras; su cara magra y afeitada le daba un aspecto de clérigo o funcionario judicial de corte antiguo. En contraste con la indumentaria negra y el aire un tanto fúnebre, el carácter de Eloy era festivo, sonriente, afable y servicial. Tenía la particularidad de repetir la última frase de lo que decía y de reírse abiertamente al final.

—¿Es usted primo de don Venustiano?

—Sí, el Primer Jefe, es mi primo… es mi primo; ja, ja.

—Yo vengo a ayudarlo en lo que pueda. No quiero ser oficial, quiero ser tropa… quiero ser tropa…; ja, ja.

Lo hicimos sargento pero lo admitíamos a comer con los oficiales. Tenía muy buena letra y era culto.

—Yo no debía comer con ustedes; que son oficiales y yo soy tropa… soy tropa; ja, ja.

—A la hora de comer todos somos iguales, ¿verdad?

—Seguro, para eso andamos peleando… andamos peleando…; ja, ja.

Era alegre al igual que Bulmaro Guzmán, pero en otra forma. Era contagiosa la alegría de los dos. En las marchas por el camino se oían a distancia las carcajadas de uno y otro, que alejaban el cansancio y el aburrimiento.