Mi blusa

CABIZBAJO, fui a mi cuarto y me quité el uniforme. Aquello se había acabado. ¿Qué tenía que hacer yo allí, en una fuerza cuyo deber era estar con el Presidente, pues era su guardia, y que cuando podía serle más útil se declaraba «neutral»? ¿En dónde se había visto cosa semejante? Aquella guardia presidencial dejaba de serlo; yo, maderista, salía sobrando allí: mi deber era buscar al Presidente y estar a su lado.

Me quité el uniforme de oficial federal, que nunca más volvería a ponerme, me puse el pantalón y la blusa de limpia de dril que usaba la tropa, me anudé la blusa en la cintura, dejé la espada —quedándome con la pistola reglamentaria oculta en la cintura—, me puse un sombrero tejano que conservaba de mis antiguas andanzas revolucionarias, y le pedí permiso al teniente para salir a comer, pues no habíamos tomado alimento alguno en todo el día. Salí del cuartel cuando atardecía. Allí, en el cuartel de cara a la Ciudadela, quedaban mis escasas pertenencias y mis ilusiones de militar de profesión. Con aquella blusa larga y anudada, no era yo nadie: un hombre cualquiera que pasa inadvertido en cualquier parte. Aquella blusa humilde, ¿quién me lo había de decir?, llegó a ser para mí prenda muy querida, prenda que me recordaba la tragedia, aunque sacándose con bien. De allí en adelante, en el transcurso de muchos años, aquella blusa querida me acompañó siempre como si hubiera sido un talismán, un escapulario protector, un amuleto que atraía los peligros, pero que tenía la virtud de repelerlos.

Aquella blusa larga de limpia la tuve puesta durante la Decena Trágica, febrero de 1913, así como durante la no menos trágica noche de Tlaxcalantongo, 20 de mayo de 1920.

Estas reminiscencias, lector que me sigues, están inspiradas en aquella humilde prenda de vestir.

Comenzaba la nefasta Decena Trágica. Días de lucha cruenta, pérfida, malintencionada. Lucha pactada entre los jefes militares de ambas partes, rebeldes y seudoleales, quienes, unidos, dieron finalmente al traste con el gobierno de Madero, abatiéndolo y asesinándolo juntamente con el vicepresidente José María Pino Suárez.

No voy a narrar en estas reminiscencias detalladamente aquellos días de lucha conocidos como la Decena Trágica, pues tales recuerdos han sido insertos en un libro al que intitulé La Ciudadela quedó atrás. A él puede ocurrir el amable lector, si es que lo hasta aquí narrado le ha abierto el apetito de indagación más prolija.

Sólo hablaré del primero de aquellos diez días en que me tocó participar y en el que mi blusa tuvo su bautizo de sangre.

Me presenté en Palacio Nacional y el propio presidente Madero me ordenó que fuera al Castillo de Chapultepec, en donde estaba su esposa, y allí me pusiera a las órdenes del general Joaquín Beltrán, que había sido designado jefe de punto. Fui durante aquellos diez días su oficial de órdenes; para ello se me proveyó en el Colegio Militar, anexo entonces a la residencia presidencial, de un caballo ensillado.

Iba a comenzar el ataque a la Ciudadela contra los amotinados. Tomarían parte las fuerzas leales que había en la plaza y los tropas que se habían estado trayendo de lugares cercanos a la capital, entre las cuales estaban las que mandaba el general Felipe Ángeles venidas de Cuernavaca.

A la diana de ese día ya estábamos en pie. Desayuno frugal en el Colegio Militar.

El general Beltrán me ordenó que montara y que fuera a Tacubaya a los cuarteles de la Subida de San Diego, en donde debía estar el 7° Batallón procedente de Cuernavaca. Que me apersonara con su comandante, coronel Juan G. Castillo, y le comunicase su orden de ponerse desde luego en marcha por el Paseo de la Reforma hasta el Hotel Imperial. Que el batallón a su mando y otras corporaciones dispuestas en otros puntos de la ciudad emprendieran el ataque precisamente a las diez de la mañana. Que regresara a informarle cuando ya el batallón se hubiera puesto en marcha.

Fui al picadero del Colegio y monté el caballo que ya me tenían listo. Descendí por la rampa. El caballo era mansurrón. Muchos talonazos hube de darle para que tomara el trote.

Allí, en la caseta de la guardia de la entrada de la rampa, me detuve; estaba de servicio mi camarada Martínez Luna, al frente de la única fuerza que quedara de nuestro infortunado escuadrón.

—¿A dónde vas? —me preguntó mi amigo.

—A una comisión; pero este caballo que me han dado es un matalote, parece de infantería. Que alguno de tus guardias me preste sus acicates porque este animal no entiende de talonazos.

Me calcé los acicates que me prestaron y monté. Al primer contacto, el caballo partió al galope.

En la Subida de San Diego estaban juntos dos cuarteles, el del 2° Regimiento de artillería de campaña y el del 1er. Regimiento de caballería. Ambos cuarteles se hallaban vacíos; la artillería, sublevada, al igual que tres escuadrones del Regimiento de caballería; sólo uno había permanecido leal al gobierno y estaba en el Palacio Nacional.

El 7° Batallón había pasado parte de la noche —pues llegó en la madrugada— en uno de los cuarteles.

Cuando llegué, el batallón estaba formado y dispuesto a partir; las acémilas de las ametralladoras aparcadas. El coronel Juan G. Castillo, hombre de edad madura, bajo de estatura, se hallaba montado, así como los otros jefes, su ayudante y los subayudantes.

Me di a conocer y trasmití la orden que llevaba.

—Avise usted al general Beltrán que en estos momentos salgo.

—Con permiso de usted, espero a que el batallón salga. Así es la orden que tengo.

El batallón se puso en marcha a la sordina en columna de viaje con los fusiles sin marrazos, suspendidos del hombro.

Cuando el batallón pasaba a la altura de Chapultepec, me desprendí y fui a dar parte al general Beltrán, que examinaba un plano en la terraza del castillo.

—Cumplida su orden, mi general.

—Tiene usted que volver en seguida. Hay que darle detalle preciso al coronel Castillo del lugar del ataque. Dígale que en la avenida Morelos virará a la derecha para tomar las calles de Bucareli, por allí atacará él a la Ciudadela. Acompañe usted a la fuerza y venga a rendirme cuenta cuando ya el batallón haya entrado en fuego.

Salí a escape. Alcancé al batallón; participé al coronel Castillo la orden que llevaba y me coloqué a su lado.

Ya para llegar a la avenida Morelos, la tropa dejó silenciosamente la formación de columna de a cuatro para marchar sólo en dos hileras abiertas a ambos lados del Paseo de la Reforma.

Las armas de suspendidas, como las llevaban, pasaron a ser embrazadas, es decir, dispuestas ya para combatir.

Así se dio vuelta por la avenida Morelos.

Se creía que el enemigo estaba en la Ciudadela y que acaso tendría puestos avanzados dos cuadras antes de la fortaleza. No fue así. Estaba allí mismo, a nuestro paso. El dominio de los rebeldes se había extendido bastante. Sigilosamente estaban, en la medida de lo posible, ocultos.

Eran las diez de la mañana y la artillería de las fuerzas del gobierno rompió el fuego.

Súbitamente, inesperadamente, un vivo fuego de ametralladoras cayó sobre nosotros.

Quedó muerto el coronel Castillo. Yo caí en tierra lanzado por mi caballo encabritado que, herido por varios proyectiles, cayó también muerto. Fue una sorpresa tremenda; una verdadera siega. Los caídos en tierra seguramente pasaban de un centenar —casi todos, heridos. Milagrosamente nada me pasó como no fuera la pérdida del caballo que montaba y un ligero golpe como consecuencia de la caída. El quicio de una puerta suficientemente amplio y providencialmente a mi alcance, me sirvió de refugio.

Cuando amainó el fuego enemigo pude salir.

Los infantes del 7° avanzaban enardecidos. La batería de cañones, emplazada en el cercano Hotel Imperial, no cesaba de disparar. Se oían cañonazos por todas partes en fuego de ráfaga, y las ametralladoras y la fusilería disparaban sin cesar.

Aquello era el infierno.