LA EXTRAVAGANTE HISTORIA DE LA MUERTA QUE TAL VEZ NO FUESE LA MUERTA
Cuando le pedían que relatase uno de los asuntos de los que se habían ocupado, Maigret había tenido mil veces la ocasión de contar investigaciones en las que había tenido un papel brillante logrando con su obstinación, su intuición y su sentido de lo humano descubrir la verdad.
Ahora bien, en lo sucesivo, la historia que contaría con más gusto sería la de los dos cafés del bulevar de Saint-Germain, uno de los asuntos, no obstante, en que su mérito fue menor, pero aquel era un caso ante cuyo recuerdo no podía evitar una sonrisa de satisfacción.
Y cuando le preguntaban:
—¿Y la verdad?
Añadía:
—Puede elegir la que más le guste…
Pues, por lo menos en un aspecto, ni él ni nadie descubrió nunca la verdad entera.
Eran las doce y media cuando el taxi les dejó en la estación de Juvisy y lo primero que hicieron Janvier y él fue entrar en el Restaurant du Triage, un restaurante vulgar, con una terraza rodeada por laureles plantados en toneles pintados de verde.
¿Se puede acaso entrar en un café sin beber nada? Se interrogaron con la mirada. ¡Vamos! Ya que se habían dedicado desde por la mañana al vino blanco, como el muerto de la calle de Saints-Pères, mejor era continuar.
—Dígame, jefe. ¿No conoce a este tipo?
Y la especie de boxeador en mangas de camisa que trabajaba detrás del mostrador de zinc examinó la fotografía trucada del muerto, la alejó de sus ojos, pues no debía tener buena vista, y llamó:
—¡Julia!… Ven aquí un momento… ¿No es éste el tipo de al lado?
Su mujer se secó las manos en el delantal azul y cogió con cuidado la foto.
—¡Claro que es él!… Pero tiene una expresión muy rara en esta foto…
Y volviéndose al comisario:
—Aún ayer estuvo aquí hasta las once bebiendo chatos.
—¿Ayer?
Maigret sintió un choque en el pecho.
—Espere… No… Quiero decir anteayer… Además, ayer estuve lavando y por la noche fui al cine.
—¿Se puede comer aquí?
—Naturalmente que se puede comer… ¿Qué quieren?… ¿Asado de cerdo con lentejas?… Hay buen «pâté» para empezar.
Comieron en la terraza, en la mesa vecina a la del chófer que les había llevado. De vez en cuando, el dueño venía a charlar un poco con ellos.
—Le informará mejor mi colega que tiene habitaciones… Nosotros no tenemos hotel… Debe hacer uno o dos meses que ese tipo llegó… Sólo que para beber lo hace un poco en cada sitio… Mire, ayer por la mañana…
—¿Está usted seguro de que fue ayer por la mañana?
—Seguro… Entró a las seis y media, cuando estaba levantando el cierre, y se tomó dos o tres vasitos de vino blanco para «matar el gusanillo»… Luego, de repente, cuando iba a salir el tren de París, se precipitó corriendo hacia la estación.
El dueño no sabía nada de él, excepto que bebía de la mañana a la noche, que hablaba con gusto del Gabón, que despreciaba intensamente a todos los que no habían vivido en África y que odiaba a alguien.
—Hay personas que se creen listas —repetía el hombre del impermeable—, pero ya acabaré con ellos. Se puede ser un cerdo, naturalmente. Pero hay límites.
Media hora después, Maigret, siempre con Janvier, entró en el Hotel du Chemin de Fer, que tenía un restaurante semejante al que acababan de dejar, excepto que la terraza no estaba rodeada de laureles y que las sillas de hierro estaban pintadas de rojo en vez de estar pintadas de verde.
El dueño estaba en el mostrador, y leía en alto un artículo del periódico a su mujer y al camarero. Maigret se hizo cargo en seguida de la situación al ver la foto del muerto que había en la primera página: Los periódicos del mediodía acababan de llegar a Juvisy y el mismo comisario había enviado las fotos a la prensa.
—¿Es su inquilino?
Una mirada desconfiada.
—Sí, ¿qué pasa?
—Nada… Sólo quería saber si era su huésped…
—Sí, y ¡vaya elemento!
De nuevo había que pedir algo y después de comer no podían beber vino blanco.
—Dos calvados.
—¿Es usted de la policía?
—Sí…
—Ya me parecía… Su cara me es conocida… ¿Y bien?…
—Soy yo el que le pregunto: ¿qué piensa de esto?…
—Pienso que más bien ha sido él quien ha matado a alguien… O que le habrán roto la cara de un puñetazo… Porque, cuando estaba borracho, y lo estaba todas las noches, era insoportable…
—¿Tiene usted su ficha?
Muy digno, para demostrar que no tenía nada que ocultar, el dueño fue a buscar su registro y se lo tendió al comisario, no sin cierto desprecio.
Ernest Combarieu, cuarenta y siete años, nacido en Marsilly, por La Rochelle (Charente-Maritime), leñador, procedente de Libreville, Gabón.
—¿Estuvo seis semanas en su hotel?
—¡Sí, ya está bien!
—¿No pagaba?
—Pagaba con regularidad, todas las semanas… Pero era un excitado… Se quedaba dos o tres días en la cama, con fiebre, y se hacía subir ron para cuidarse; se lo bebía por botellas, luego bajaba y durante algunos días recorría todos los bares de por aquí. A veces se le olvidaba volver y otras nos despertaba a las tres de la mañana… A menudo nos veíamos obligados a desnudarle… Vomitaba en la alfombra de la escalera o en la de su cuarto…
—¿Tenía aquí familia?
El dueño y la dueña se miraron.
—Seguramente conocía a alguien, pero nunca quiso decir quién era. Si se trata de algún familiar, puedo garantizarle que no lo quería, pues decía:
»—Un día oirán hablar de mí y de un cerdo que todo el mundo toma por una buena persona, un sucio hipócrita que es el ladrón más ladrón del mundo…
—¿Nunca logró saber de quién hablaba?
—Lo único que sé es que era insoportable y que, cuando estaba borracho, tenía la manía de sacar un gran revólver de su bolsillo, apuntar a un blanco imaginario y gritar:
»—¡Pan! ¡Pan!…
»Después se echaba a reír y pedía que le sirviesen algo de bebida.
—¿Tomarán ustedes un vasito con nosotros?… Otra pregunta… ¿Conoce usted, en Juvisy, a un señor de estatura mediana, bastante grueso sin ser gordo, con bigote retorcido, de un negro bonito, que a veces se pasea con un maletín en la mano?…
—¿Tú lo recuerdas? —preguntó el dueño a su mujer. Ésta trató de hacer memoria.
—No… A menos… Pero más bien es más bajo de lo corriente y yo no encuentro que esté grueso…
—¿De quién habla?
—Del señor Auger, que vive en un pabellón de los alquilados.
—¿Está casado?
—Naturalmente… La señora Auger es una mujer muy guapa, muy dulce, que, por decirlo así, no sale nunca de Juvisy… ¡A propósito!…
Los tres hombres la miraron, esperando.
—Eso me recuerda que ayer, cuando estaba yo lavando en el patio, la vi que se dirigía hacia la estación… Pensé que iba a tomar el tren de las cuatro treinta y siete.
—Es morena, ¿no?… ¿Y tiene un bolso de piel negro?
—No sé de qué color era su bolso, pero llevaba un traje de chaqueta azul y una blusa blanca.
—¿Cuál es la profesión del señor Auger?
Esta vez, la dueña se volvió hacia su marido.
—Vende sellos… Siempre viene su nombre en los anuncios de los periódicos… Sellos para colecciones… Sobres de mil sellos por diez francos… sobres de quinientos sellos. Todo eso por correo, contra reembolso.
—¿Viaja mucho?
—Va de vez en cuando a París, seguramente por lo de sus sellos, y siempre lleva su maletín… Dos o tres veces se ha parado aquí, cuando el tren llevaba retraso. Pedía un café con leche o un vaso de Vichy…
Era demasiado fácil. Ya no era una investigación, sino un paseo, un paseo animado por el más alegre de los soles y por un número cada vez mayor de vasitos de vino. Y, sin embargo, los ojos de Maigret brillaban como si hubiese adivinado que detrás de todo aquel asunto tan vulgar había uno de los más extraordinarios misterios humanos que había encontrado a lo largo de su carrera.
Le habían dado las señas del pabellón de los Auger. Quedaba bastante lejos, en la llanura, a lo largo del Sena, donde se levantaban, rodeados de jardincitos, centenares, millares de pabellones, unos de piedra, otros de ladrillos rojos y otros, por último, cubiertos de cemento azul o amarillo.
Le habían dicho que el pabellón se llamaba Mi Reposo. Tuvieron que deambular durante mucho tiempo por calles demasiado nuevas, con las aceras apenas dibujadas, donde sólo acababan de plantar árboles anémicos, delgados como esqueletos y donde entre las casas se extendían inmensos solares.
Tenían que informarse en un sitio y otro. Les daban direcciones falsas. Por fin, llegaron a su destino; una cortina se movió en la ventana de la esquina de un pabellón rosa cubierto de un tejado de un rojo sangre.
Tuvieron que buscar el timbre todavía.
—¿Me quedo fuera, jefe?
—Tal vez sea más prudente… Sin embargo, creo que esto marchará perfectamente… Desde el momento que hay alguien en casa…
No se equivocaba. Por fin encontró un minúsculo timbre de aquella puerta excesivamente nueva. Llamó. Oyó ruido, cuchicheos. La puerta se abrió y tuvo ante él, tal vez con la misma falda y la misma blusa que el día antes a la joven del Café de los Ministerios y de L’Escargot.
—Comisario Maigret, de la Policía Judicial —anunció.
—Ya imaginé que se trataba de la policía… Entre…
Subieron algunos escalones. La escalera parecía salir del taller de carpintería, como todas las cosas de madera, y la pintura de las paredes acababa apenas de secarse.
—Por favor, por aquí…
Se volvió hacia una puerta entornada y dirigió una seña a alguien que Maigret no podía ver.
La habitación en la que el comisario había sido introducido era un living-room, con un diván, libros, adornos, almohadones de seda multicolores. En una mesita había el periódico del mediodía con la fotografía del muerto.
—Siéntese… No sé si podré ofrecerle algo…
—Gracias.
—Habría debido darme cuenta de que eso no se hace… Mi marido vendrá en seguida… No tenga miedo… No intentará huir y, por otra parte, no tiene nada que reprocharse. Únicamente ha estado enfermo esta mañana… Volvimos en el primer tren… No tiene el corazón muy fuerte… Ha tenido una crisis al llegar… Está afeitándose y vistiéndose.
Y, en efecto, se oyó ruido de agua en el cuarto de baño, pues los tabiques del pabellón eran finos.
La joven estaba casi tranquila. Era bastante guapa, con una belleza tranquila de pequeña burguesa.
—He sido yo, como seguramente piensa usted, quien mató a mi cuñado. Era el momento, pues si no lo hubiese hecho, hubiese sido mi marido el muerto, y por lo menos Raymond vale más que él…
—¿Raymond es su marido?
—Desde hace ocho años… No tenemos nada que ocultar, señor comisario… Tal vez habríamos debido ir ayer por la noche a contarlo todo a la policía… Raymond quería hacerlo, pero yo, como sé que tiene el corazón débil, he preferido darle tiempo para recuperarse… Imaginé que vendría usted.
—¿Hace un momento ha hablado usted de su cuñado?
—Combarieu era el marido de mi hermana Marthe… Creo que era un buen chico, un poco loco…
—Un momento… ¿Me permite que fume?
—No faltaba más… Mi marido no fuma por culpa del corazón, pero el humo no me molesta…
—¿Dónde ha nacido usted?
—En Melun… Éramos dos hermanas, dos gemelas… Marthe y yo… Yo me llamo Isabel… Nos parecíamos de tal manera que, cuando éramos pequeñas, nuestros padres (ya han muerto) nos ponían una cinta de diferente color en el pelo para reconocernos… Y a veces nos divertíamos cambiándonos de cinta…
—¿Cuál de las dos se casó primero?
—Nos casamos el mismo día… Combarieu estaba empleado en la prefectura de Melun… Auger era agente de seguros… Se conocían porque de solteros comían en el mismo restaurante… Mi hermana y yo los conocimos a los dos a la vez. Una vez casadas vivimos mucho tiempo en Melun en la misma calle…
—¿Combarieu seguía trabajando en la prefectura y su marido en los seguros?
—Sí… Pero Auger ya empezaba a tener la idea de dedicarse al comercio de sellos… Había empezado a hacer una colección por placer… Se dio cuenta de lo que aquello podía aportarle.
—¿Y Combarieu?
—Era ambicioso, impaciente… Siempre necesitaba dinero… Conoció a un hombre que acababa de volver de las colonias y que le metió en la cabeza la idea de ir allí… Primero quiso que mi hermana le acompañase, pero ella se negó por lo que le habían dicho del clima y de su repercusión en la salud de las mujeres…
—¿Se fue solo?
—Sí… Permaneció ausente durante dos años y volvió con los bolsillos llenos de dinero… Lo gastó más rápidamente de lo que lo había ganado… Ya se había acostumbrado a beber… Pretendía que mi marido era una larva y no un hombre, que un hombre tenía otras cosas que hacer en la vida más que dedicarse a seguros y a vender sellos.
—¿Volvió a marcharse?
—Y le fue menos bien. Lo notábamos en sus cartas, aunque siempre ha tenido costumbre de darse importancia… Hace dos inviernos, mi hermana Marthe cogió una pneumonia y murió… Se lo escribimos a su marido… Parece ser que se puso a beber aún más… En cuanto a nosotros, vinimos a instalarnos aquí, pues hacía tiempo que teníamos ganas de alejarnos un poco de París. Mi marido dejó los seguros; los sellos le iban bien…
Hablaba despacio, tranquilamente, midiendo las palabras, atenta al ruido que llegaba del cuarto de baño.
—Ahora hace cinco meses que ha vuelto mi cuñado sin decirnos nada, sin anunciar su visita… Llamó a nuestra casa un día que estaba borracho… me miró de una manera extraña y las primeras palabras que dijo, riéndose, fueron:
»—¡Ya me lo figuraba!
»Yo todavía no sabía la idea que se le había metido en la cabeza… Parecía menos brillante que la primera vez que había regresado… Su salud era mala… Bebía mucho más y, si bien aún tenía medios, no debía ser muy rico…
»Se puso a decir incoherencias. Miraba a mi marido y de repente le lanzaba frases como:
»—¡Confiesa que eres el rey de los cerdos!
»Volvió a marcharse… No sabemos dónde fue. Luego volvió a aparecer y siempre borracho. Me dijo al saludarme:
»—¿Qué tal, mi pequeña Marthe?…
»—Ya sabe usted que yo no soy Marthe, sino Isabel…
»Se reía mucho.
»—Ya hablaremos de eso un día, ¿no? En cuanto a tu asqueroso marido, que vende sellos…
»No sé si comprende usted lo que pasó… No se puede decir que estuviera loco… Bebía demasiado… Tenía una idea fija que tardamos mucho tiempo en adivinar… Al principio no entendíamos nada, ni de sus amenazas, ni de sus insinuaciones hechas con una sonrisa sardónica, ni tampoco comprendíamos el significado de las notas que mi marido empezó a recibir por correo:
»¡Tendré tu pellejo!
—En suma —intervino tranquilamente Maigret—, a su cuñado Combarieu se le metió en la cabeza, por una u otra razón, que no era su mujer la que había muerto, sino la mujer de Auger.
Maigret estaba estupefacto. Dos hermanas gemelas, tan parecidas que sus padres tenían que vestirlas de diferente manera para reconocerlas. Combarieu, lejos, se entera de que su mujer ha muerto…
Y a su regreso, imagina, sin razón o con ella, que ha habido una sustitución, que es Isabel la que ha muerto; y que es su mujer, Marthe, la que ha ocupado el puesto de su hermana junto a Auger.
Su mirada se hizo más intensa. Fumaba más despacio.
—Hace meses que vivimos una vida imposible… Con continuas cartas amenazadoras… A veces, Combarieu entra aquí a cualquier hora, saca su revólver, apunta a mi marido y se ríe:
»—No, aún no, ¡sería demasiado hermoso!
»Se instaló aquí para acosarnos.
»Es listo como un mono… Incluso borracho, sabe muy bien lo que hace…
—Lo que sabía… —corrigió Maigret.
—Perdone… —Enrojeció ligeramente—. Lo que sabía, tiene usted razón… Y no creo que tuviese ganas de que le cogiesen… Por eso, aquí, no teníamos demasiado miedo, porque si hubiese matado a Auger, en Juvisy, todo el mundo le habría señalado con el dedo como el asesino…
»Mi marido ya no se atrevía a alejarse… Pero ayer se vio obligado a ir a París sin falta por sus negocios… Quise acompañarle, pero él no quiso… Tomó el primer tren, a propósito, esperando que Combarieu estaría aún durmiendo y que no se daría cuenta de su marcha.
»Se equivocó, pues me telefoneó por la tarde para que fuese a un café del bulevar Saint-Germain y le llevase un revólver.
»Comprendí que ya no podía más. Que quería acabar de una vez… Le llevé su browning… Me había dicho por teléfono que no saldría del café antes de que cerrasen el establecimiento.
»Compré un segundo revólver para mí… Tiene usted que comprenderme, señor comisario.
—Estaba usted dispuesta a disparar antes de que matasen a su marido…
—Le juro que, cuando apreté el gatillo, Combarieu estaba levantando su arma.
»Es todo cuanto tengo que decir. Contestaré a las preguntas que quiera usted hacerme…
—¿Cómo es que su bolso está aún marcado con la letra M?
—Porque es un bolso de mi hermana… Si Combarieu tuviese razón, si hubiese existido la sustitución de la que tanto ha hablado, habría tenido la precaución de cambiar la inicial…
—En suma, quiere usted lo suficiente a un hombre para…
—Quiero a mi marido…
—Digo que quiere lo bastante a un hombre, sea o no su marido…
—Es mi marido…
—Quiere lo bastante a ese hombre, es decir, a Auger, para decidirse a matar para salvarle o para impedir que fuese él quien matase…
Contestó simplemente:
—Sí.
Y se oyó ruido en la puerta.
—Entra —dijo ella.
Maigret pudo, por fin, ver al hombre del que tantas descripciones diferentes le habían dado, el cliente de bigote azulado que le pareció, sobre todo después de la declaración de amor que la joven acababa de hacer, de una vulgaridad desesperante, de una mediocridad absoluta.
Miró inquieto a su alrededor. Ella sonrió y le dijo:
—Siéntate… Ya lo he contado todo al comisario… ¿Qué tal el corazón?
Palpó vagamente su pecho y murmuró:
—Vaya…
El jurado del Sena juzgó a la señora Auger como habiendo actuado en legítima defensa.
Y cada vez que Maigret contaba aquella historia, concluía con un irónico:
—¿Eso es todo?
—Es decir, ¿usted piensa que hay algo más?
—Eso no quiere decir nada… Si no es que un hombre vulgar puede inspirar un gran amor, una pasión heroica… Hasta si es comerciante de sellos y si tiene el corazón débil…
—¿Y Combarieu?
—¿Qué?
—¿Estaba loco cuando se imaginaba que su mujer no era la que había muerto, sino la que se hacía pasar por Isabel?
Maigret se encogía de hombros y repetía con un tono de parodia:
—¡Un gran amor!… ¡Una gran pasión!
Cuando estaba de buen humor y acababa de beber un calvados, calentado entre sus manos, a veces añadía:
—¡Un gran amor!… ¡Una gran pasión!… No siempre es el marido quien la inspira, ¿no?… Y las hermanas, en la mayoría de las familias, tienen la maldita manía de enamorarse del mismo hombre… Combarieu estaba muy lejos…
Acababa dando grandes chupadas a su pipa:
—Id a saber con gemelas que ni sus mismos padres reconocían y padres a los que no se ha podido interrogar porque habían muerto… Eso no quita que nunca haya hecho un día tan hermoso… Y creo que nunca he bebido tanto… Si Janvier fuese indiscreto, incluso podría decirles que nos sorprendimos cantando a coro, en el taxi que nos llevaba a París, y la señora Maigret se preguntó por qué, al volver a casa tenía en el bolsillo un ramo de violetas… ¡Dichosa Marthe!… Perdón… Quiero decir: ¡dichosa Isabel!
2 de mayo de 1946.