EL AFICIONADO AL VINO BLANCO Y LA SEÑORA DE LOS CARACOLES
Al día siguiente, París se vio favorecido por uno de esos días como sólo se ven tres o cuatro al año durante la primavera, uno de esos días que habría que saborearlo sin hacer ninguna otra cosa, un verdadero día de recuerdo de niño. Todo era bueno, de una rara calidad: el azul del cielo, algunas nubes turbias, la brisa que acariciaba de repente al torcer alguna esquina y que hacía estremecerse lo preciso a los castaños para forzarle a uno a levantar la cabeza hacia sus racimos de flores dulces. Un gato en una ventana, un perro tumbado en la acera, un zapatero con delantal de cuero a la puerta de su tienda, un vulgar autobús verde y amarillo que pasa, todo era precioso aquel día, todo daba alegría, y sin duda por eso, Maigret guardó durante toda su vida un delicioso recuerdo de la encrucijada del bulevar Saint-Germain y la calle de Saints-Pères; también por eso, más tarde, tenía que pararse a menudo en algún café para beber algo, a la sombra, un vaso de cerveza que, desgraciadamente, no tenía el mismo gusto ya.
En cuanto a aquel asunto, contra todo lo que se esperaba, iba a hacerse célebre, menos por la obstinación del cliente de los Ministerios y por el disparo de medianoche que por el móvil del crimen.
A las ocho de la mañana, el comisario estaba en su despacho, con todas las ventanas abiertas al panorama azul y oro del Sena y estudiaba los informes dando pequeñas chupadas a su pipa. Fue así como tuvo su primer contacto con el hombre del Café de los Ministerios y con el muerto de la calle de Saints-Pères.
Durante la noche, el comisario del barrio había hecho un buen trabajo. El médico forense, el doctor Paul, había practicado la autopsia a las seis de la mañana. La bala, que habían encontrado en la acera —también habían encontrado el cartucho, casi en el ángulo del bulevar Saint-Germain, junto a la pared—, había sido llevada ya al experto Gastinne-Renette.
Por último, encima del despacho de Maigret estaba la ropa del muerto, el contenido de sus bolsillos y fotografías que habían sido tomadas en el lugar mismo del crimen por la Identidad Judicial.
—¿Quiere venir a mi despacho, Janvier? Según el informe, veo que está usted un poco mezclado en este asunto.
Y fue así como Maigret y Janvier aquel día serían una vez más inseparables.
La ropa de la víctima era de buena calidad, y aunque menos usada de lo que parecía a primera vista, estaba en un estado asombroso de desidia. Era la ropa de un hombre sin mujer, que lleva todos los días el mismo traje, sin pasarse nunca el cepillo y uno sentía ganas de añadir que dormía vestido. La camisa, que era nueva y aún no había pasado por la lavandería, había sido usada por lo menos unos ocho días y los calcetines poco más o menos.
En los bolsillos no llevaba ningún papel de identidad, ninguna carta, ningún documento que permitiese identificar al desconocido. Sólo contenían objetos heteróclitos: una navaja de varias cuchillas, un sacacorchos, un pañuelo sucio y un botón que le faltaba de la chaqueta; una llave, una pipa y una petaca; una cartera que contenía dos mil trescientos cincuenta francos y una fotografía de una choza indígena en África, con media docena de negras con el pecho desnudo que miraban fijamente al aparato; llevaba además trozos de cordón y un billete de tren (tercera clase) de Juvisy a París con la fecha del día antes.
Por último, se le encontró uno de esos tampones para imprimir, como los que hay en las cajas para niños, en las que se colocan letras de plástico.
Las letras de plástico formaban las palabras: Tendré tu pellejo.
El informe del médico forense contenía detalles interesantes. Primero respecto al crimen. El tiro había sido disparado por detrás, apenas a tres metros, y la muerte había sido instantánea.
El muerto tenía varias cicatrices, algunas de ellas las tenía en los pies y eran cicatrices de «chiques», especie de garrapatas que, en el centro de África, se incrustan en los dedos de los pies y que hay que extraer con un cuchillo. El hígado se encontraba en un estado lamentable, un hígado de borracho. También resultaba evidente que el hombre que habían matado en la calle de Saints-Pères tenía paludismo.
—¡Pues bien!… —dijo Maigret buscando su sombrero—. ¡Vamos, Janvier!…
Llegaron andando al cruce del bulevar Saint-Germain y, a través de los cristales, vieron a Joseph ocupado en hacer la limpieza.
Pero el comisario entró primero enfrente… Los dos cafés, que se encontraban el uno frente al otro, cada uno en una esquina de la calle, eran completamente diferentes. Mientras el dominio de Joseph era viejo y discreto, el otro café, que tenía por nombre Chez Léon, era agresivo y vulgarmente moderno.
Naturalmente, tenía un largo mostrador donde apenas bastaban dos camareros en mangas de camisa para despachar cafés con leche, vasitos de vino blanco y más tarde, los tintos y los aperitivos anisados.
Pirámides de croissants, de sandwiches y de huevos duros… En un extremo de la barra, el mostrador del tabaco, donde tan pronto está el dueño como la dueña; luego «la sala», con sus columnas de mosaico rojo y oro, con sus veladores de una materia indeterminada en cuyas pantallas se reflejan colores inverosímiles y con sus asientos tapizados de terciopelo de un rojo chillón.
Aquí, las puertas estaban abiertas todas de par en par y era un movimiento continuo de la mañana a la noche. Gente que entraba y salía, albañiles con la camisa polvorienta, recaderos que dejaban un momento su carrito al borde de la acera, empleados, secretarias, gente que tenía sed y otros que tenían que hacer una llamada telefónica.
—¡Echa uno!… ¡Tres cervezas!…
La caja registradora funcionaba sin parar y la frente de los camareros estaba cubierta de sudor, y de vez en cuando se limpiaban con el mismo trapo con el que limpiaban el mostrador. Metían durante un segundo, en el agua turbia de los barreños de estaño, los vasos que ni siquiera se molestaban en secar después y en los que volvían a echar vino tinto o vino blanco.
—Dos vasitos de vino blanco seco… —pidió Maigret, que saboreaba todo aquel movimiento matinal.
Y el vino blanco dejaba un gusto canalla que sólo puede uno saborear en los bares de esta clase.
—¡Oiga, camarero!… ¿Se acuerda usted de este tipo?…
La identidad judicial había hecho un buen trabajo. Era una tarea innoble, pero necesaria y muy delicada. La fotografía de un muerto siempre es difícil de reconocer, sobre todo si la cara está algo desfigurada. Pues bien, los fotógrafos de la Identidad maquillan el cadáver y retocan la foto de tal manera que hacen el retrato de un vivo.
—Parece él, ¿verdad, Louis?
Y el otro camarero, con su trapo en la mano, se acercó a echar una ojeada por encima del hombro de su compañero.
—¡Es él!… ¡Cómo no iba a reconocerle con lo que nos molestó ayer!
—¿Saben a qué hora entró aquí por vez primera?
—Eso es más difícil de decirlo… No nos fijamos en los clientes que sólo están de paso… Pero recuerdo que, hacia las diez de la mañana, ese tipo estaba terriblemente excitado… No podía estarse quieto en su sitio… Venía al bar… Pedía un chato de blanco… Se lo bebía de un trago y después pagaba… Luego se iba fuera… Cuando creíamos habernos librado de él, diez minutos después le veíamos sentado en la sala llamando al camarero para pedirle un nuevo chato…
—¿Estuvo así todo el día?
—Creo que sí… En todo caso, le vi por lo menos diez o quince veces… Cada vez más nervioso, con una mirada extraña, y los dedos le temblaban como los de una vieja cuando entregaba el dinero… ¿No te rompió un vaso, Louis?
—Sí… Y se empeñó en recoger todos los trozos entre el aserrín repitiendo:
»—¡Es cristal blanco!… ¡Trae suerte! Y sobre todo hoy necesito algo que me traiga suerte… ¿Has ido alguna vez al Gabón, amigo?
—A mí también —intervino el otro camarero— me habló del Gabón, ya no sé por qué salió a la conversación… ¡Ah, sí! Cuando se puso a comer huevos duros… Se comió doce o trece seguidos… Pensé que iba a reventar, sobre todo porque ya había bebido bastante…
»—No tengas miedo, amigo —me dijo—. Una vez, en el Gabón, aposté a que me tragaba treinta y seis con otros tantos vasos de cerveza y gané…
—¿Parecía estar preocupado?
—Depende de lo que usted entienda por eso. Estuvo entrando y saliendo todo el tiempo. Primero pensé que estaba esperando a alguien. A veces se reía solo como si estuviese pensando en algo. La emprendió durante un buen rato con un viejo que viene todas las tardes a beberse dos o tres tintos y le tenía sujeto por la chaqueta…
—¿Cómo iba a adivinarlo?
—Porque un tipo así es muy capaz de enseñar su revólver a todo el mundo.
Tenía uno que habían encontrado en la acera a su lado, un revólver grande con el que no habían disparado ninguna bala.
—Ponga otros dos chatos de blanco.
Y Maigret estaba de tan buen humor que no pudo resistir a la oferta de una pequeña vendedora de flores que andaba descalza, una chiquilla delgada y sucia que poseía los ojos más bonitos del mundo. Le compró un ramo de violetas y luego, no sabiendo qué hacer, lo metió en el bolsillo de la chaqueta.
Hay que decir que fue el día de los vasitos de vino. Pues luego, el comisario y Janvier tuvieron que atravesar la calle y entrar en la penumbra del Café de los Ministerios, donde les recibió Joseph.
Aquí de lo que hablaban era de la imagen cada vez más turbia del hombre de la maleta y el bigote azulado. La palabra turbia resultaba inexacta. Más bien daba la impresión de una foto movida. Más exactamente aún, de uno de esos clisés sobre los que se han montado varias fotos.
Nadie estaba de acuerdo. Cada uno veía al cliente de una manera diferente y ahora incluso había uno, el coronel, que juraba que le había dado la impresión de ser una mala persona.
Unos lo recordaban agitado y otros demasiado tranquilo. Maigret escuchaba, movía la cabeza, llenaba su pipa apoyando con el índice, la encendía dando pequeñas chupadas y lo miraba todo como un hombre que saborea un día maravilloso cuyo cielo se decide a hacer un regalo a los hombres.
—La mujer…
—¿Quiere decir la joven?
Pues para Joseph, que apenas la había visto, era una joven, bonita, distinguida, una joven de buena familia.
—Apostaría cualquier cosa a que no trabaja.
Más bien se la imaginaba haciendo pastelitos en una casa burguesa, mientras que la señorita Berthe, la cajera, tenía pequeñas dudas y decía:
—Yo no pondría tan pronto los dedos en el fuego por ella… Sin embargo, es verdad que era mejor que él…
Había momentos en los que Maigret sentía deseos de estirarse, como en el campo cuando uno tiene la piel impregnada profundamente de sol. Le encantaba aquella mañana. Los autobuses que se paraban y volvían a arrancar, el gesto ritual del cobrador que alargaba la mano hacia la campanita en cuanto los viajeros habían subido, los chirridos, la sombra de las hojas de los castaños moviéndose en el asfalto de la calle.
—Apuesto a que no ha ido lejos… —dijo a Janvier, que estaba molesto por no haber podido dar más señales del hombre que había estado mirando cara a cara.
Y permanecieron de pie en la acera, un buen rato. Los dos cafés estaban cada uno en una esquina de la calle… Un hombre había estado en uno y otro hombre había estado en otro…
Se diría que el azar les había colocado a cada uno en su ambiente. Aquí, el hombre bigotudo que no se había movido en todo el día, excepto para llamar por teléfono, y que se había contentado con beber café, un vaso de Vichy y una gaseosa, un hombre que ni siquiera había protestado cuando Joseph le anunció que no había nada para comer.
Enfrente, inmerso en el movimiento ruidoso de los obreros, empleados y todo un mundo apresurado, el energúmeno de los vasos de vino blanco, de los huevos duros, que entraba, salía y se acercaba a unos y a otros para hablarles del Gabón.
—Apostaría a que hay un tercer café —dijo Maigret mirando al otro lado del bulevar.
Se equivocaba. Al otro lado de la acera, justo enfrente de la calle de Saints-Pères, en un sitio desde donde se veían las dos esquinas de la calle, no había café, ni bar, sino un restaurante con una vitrina estrecha, una sala baja y larga donde se entraba bajando unos escalones.
Aquello se llamaba A L’escargot, y olía a restaurante de clientes fijos, con su armarito de madera clara (empotrado en la pared), donde los clientes guardaban sus servilletas. Olía bien y fue la dueña quien a aquella hora salió del fondo de su cocina a recibir a Maigret y a Janvier.
—¿Qué ocurre, señores?
El comisario se presentó.
—Quisiera saber si ayer, por la noche, ha tenido una cliente que haya permanecido más tiempo de lo normal en su establecimiento…
La sala estaba vacía. Los cubiertos estaban ya puestos en las mesas, donde había colocadas minúsculas jarritas de vino tinto o blanco.
—Es mi marido quien está en la caja y ha salido a comprar fruta. En cuanto a Jean, nuestro camarero, llegará dentro de unos minutos, pues entra a las once… ¿Si quieren que mientras tanto les sirva algo?… Tenemos un vinillo corso que le mandan a mi marido y que no está nada mal…
Aquel día todo el mundo estaba amable. El vino corso también era agradable. La sala baja, donde los dos hombres esperaban a Jean mientras miraban pasar a los transeúntes por la acera y contemplaban los dos cafés al otro lado de la calle, era deliciosa.
—¿Tiene alguna idea, jefe?
—Tengo varias… Sólo que no hay más que una buena, ¿no?
Llegó Jean. Era un viejo que hubiese hecho pensar en un camarero en cualquier parte que uno lo hubiese encontrado. Cogió la ropa del armario para cambiarse.
—Oiga, camarero… ¿Recuerda usted haber tenido, ayer por la noche, alguna clienta que no se haya comportado como todo el mundo?… Una señorita morena…
—Una señora —rectificó Jean— en todo caso. Estoy seguro que llevaba una alianza de oro. Me fijé porque mi mujer y yo tenemos unas alianzas iguales.
—¿Joven?
—Yo le echaría treinta años… Una persona conveniente, casi sin pintar y que hablaba amablemente…
—¿A qué hora llegó?
—Llegó hacia las seis y cuarto, cuando yo estaba acabando de colocar los cubiertos para la cena. Los clientes, que casi siempre son los mismos (lanzó una mirada al armario de las servilletas) no llegan antes de las siete… Pareció sorprendida al entrar en la sala vacía e hizo ademán de volverse atrás.
»—¿Va a cenar? —le pregunté.
»Porque a veces hay personas que se equivocan, que creen entrar en un café.
»—Entre… Podré servirla dentro de un cuarto de hora… ¿Si mientras tanto quiere tomar algo?
»Pidió un oporto…»
Maigret y Janvier cruzaron una mirada de satisfacción.
—Se sentó junto a la ventana. Tuve que mandarle cambiar de sitio porque había cogido la mesa de esos señores del registro que vienen aquí desde hace diez años y que siempre se sientan en esa mesa.
»En realidad, tuvo que esperar más de media hora, pues los caracoles no estaban preparados… No se mostró impaciente… Le di un periódico, pero no lo leyó; se contentó con mirar tranquilamente fuera…
¡En suma, como el señor de los bigotes azulados! Un hombre tranquilo, una señora tranquila y en la otra esquina de la calle un tipo nervioso. Ahora bien, hasta ese momento sólo el tipo ese estaba armado. Era él quien llevaba en el bolsillo una nota con letra de imprenta que amenazaba: «Tendré tu pellejo».
Y él era quien había muerto sin haber utilizado su revólver.
—Una mujer muy dulce. Pensé que era alguien del barrio que había olvidado su llave y que esperaba el regreso de su marido para volver a su casa. Eso ocurre muy a menudo, ¿sabe?…
—¿Comió con apetito?
—Espere… Una docena de caracoles… Luego carne, queso y fresas con crema… Lo recuerdo porque son los platos que tienen suplemento… bebió una jarrita de vino blanco y café…
»Se quedó hasta muy tarde. Es lo que me hizo pensar que esperaba a alguien… No se marchó la última, pero sólo quedaban dos personas cuando pidió la cuenta… Debían ser un poco más de las diez… Casi siempre cerramos a las diez y media…
—¿No sabe usted en qué dirección salió?
—Supongo que no querrán hacerle ningún daño —se informó el viejo Jean, que parecía estar entusiasmado con su cliente de la noche antes—. Entonces puedo decirles que, cuando salí, a las once menos cuarto y atravesé el terraplén, me extrañó sorprenderla de pie junto a un árbol… Miren, el segundo árbol a la izquierda del farol…
—¿Parecía seguir esperando a alguien?
—Supongo… No es una persona que pueda dedicarse a lo que usted piensa… Cuando me vio, volvió la cabeza, como si se sintiese molesta.
—Oiga, camarero, ¿llevaba un bolso?
—Claro…
—¿Era grande?… ¿Pequeño?… ¿Lo abrió delante de usted?
—Espere… No, no lo abrió delante de mí… Lo había dejado al borde de la ventana… Era oscuro, de piel bastante grande, rectangular… Tenía una letra de plata o de otro metal. Creo que una M.
—¡Pues bien, mi querido Janvier!
—¡Pues bien! ¿Jefe?
Si seguían bebiendo chatos por todas partes, acabarían comportándose, en aquel maravilloso día de primavera, como dos colegiales en vacaciones.
—¿Cree usted que ha sido ella quien ha matado a ese tipo?
—Sabemos que lo han matado por detrás, a una distancia de tres metros más o menos.
—Pero el hombre del Café de los Ministerios habría podido…
—Un momento, Janvier… Por lo que sabemos, ¿qué tipo vigilaba al otro?
—El muerto…
—Que aún no estaba muerto… Por lo tanto, era él el que vigilaba… Era él quien estaba armado con toda seguridad… Era él el que amenazaba… En esas condiciones, a menos que creamos que a las doce estaba completamente borracho, es probable que el otro, que salía de los Ministerios, no haya podido sorprenderle y dispararle por detrás, sobre todo a una distancia tan pequeña… Mientras que la mujer…
—¿Qué hacemos?
A decir verdad, si Maigret hubiese hecho caso de lo que le dictaba su pensamiento, hubiera continuado deambulando por el barrio, porque de repente le gustaba muchísimo aquella atmósfera. Volver con Joseph. Luego al bar de enfrente. Olfatear. Beber unos cuantos chatos. Volver a empezar en diferentes tonos el mismo tema: un hombre aquí, con bigote cuidado; otro, enfrente, podrido de fiebre y de alcohol; por último una mujer, que había seducido al viejo Jean, que había comido caracoles, carne y fresas con crema.
—Apuesto lo que sea a que está habituada a una cocina muy simple, a lo que se llama cocina burguesa, o cocina de familia y que rara vez come en un restaurante.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque las personas que comen a menudo en un restaurante no piden, en la misma comida, tres platos con suplemento, y entre ellos dos platos que rara vez se hacen en casa; dos platos que no van bien juntos y que indican glotonería.
—¿Y cree usted que una mujer que va a matar a alguien se preocupa de lo que come?
—Primero, Janvier, nada prueba que ella estuviese segura de matar a alguien aquella noche…
—Si es ella la que ha disparado, es que estaba armada… He comprendido muy bien el sentido de sus preguntas relacionadas con el bolso… Me esperaba que preguntase al camarero si le parecía pesado.
—Luego —continuó Maigret imperturbable—, los peores dramas no impiden a la mayoría de los humanos ser sensibles para lo que comen… Debes saber eso como yo… Alguien acaba de morir… La casa está patas arriba… Lloran, gimen en todos los rincones… Se figuran que la vida no volverá a su ritmo normal… Una vecina, una tía o una vieja sirvienta no deja de preparar por eso la comida…
»—Soy incapaz de probar bocado… —jura la viuda.
»Le dan ánimos. La obligan a sentarse a la mesa. Toda la familia acaba por sentarse y dejar al muerto solo; y toda la familia, después de algunos minutos, come con apetito; y es la viuda la que reclama la sal o la pimienta porque encuentra el guiso soso…
»Vamos, Janvier…
—¿Dónde vamos?
—A Juvisy…
Para hacerlo bien, habrían debido ir a tomar el tren a la estación de Lyon. ¿Pero no era estropear aquel hermoso día, penetrar en aquel barullo, esperar en la ventanilla, luego en el andén y tal vez viajar de pie en un compartimiento donde no se puede fumar?
Tanto peor si el cajero de la P. J. ponía dificultades. Maigret eligió un taxi descapotable, un hermoso coche casi nuevo y se sentó cómodamente.
—A Juvisy… Pare enfrente de la estación…
Y durante todo el camino fue adormecido con los ojos medio cerrados. Un hilo de humo salía de sus labios y rodeaba la boquilla de la pipa.