EL «CAFÉ DE LOS MINISTERIOS» O EL REINADO DE JOSEPH
Nunca, en los anales de la policía, puso nadie tanto interés o coquetería en mostrarse bajo todas sus facetas, en cierto modo, en posar durante horas (exactamente dieciséis), en atraer, de una manera voluntaria o no, la atención de decenas de personas, de tal manera que, habiendo sido avisado el inspector Janvier, fue a echarle un vistazo personalmente. Y, sin embargo, cuando hubo que reconstituir sus señas personales, se encontraron ante la imagen menos precisa, la más turbia que sea posible imaginar.
Hasta el punto que para algunos, que no eran particularmente imaginativos, esta ostentación del desconocido apareció como la más hábil e inédita astucia.
Pero hay que volver hora por hora a ese día del tres de mayo, un día de calor, de sol, con esa vibración particular de un día de primavera parisino en el aire; entrando de la mañana a la noche en la sala fresca del café, el perfume, ligeramente dulce, de los castaños del bulevar Saint-Germain.
Joseph abrió las puertas del café a las ocho, como todos los días. Estaba en chaleco y en mangas de camisa. En el suelo se veía el aserrín que había extendido el día anterior cuando cerró, y las sillas estaban amontonadas encima de las mesas de mármol.
El Café de los Ministerios, situado en la esquina del bulevar Saint-Germain y de la calle des Saints-Pères, es uno de los raros cafés a la antigua moda que subsisten en París. No ha cedido a la manía de los mostradores en los que los clientes vienen a apoyarse sin hacer más que entrar y salir. Tampoco ha cedido al gusto del día, a los dorados, a la luz indirecta, a las columnas cubiertas de espejos y a las mesas de materia plástica.
Es el café típico en que los clientes tienen su mesa, su rincón, su juego de cartas o de ajedrez y en el que Joseph, el camarero, conoce a cada uno por su nombre: jefes de despacho, redactores de los ministerios vecinos por lo regular.
Y el mismo Joseph es todo un personaje. Hace treinta años que es camarero y es imposible imaginárselo con traje de calle como todo el mundo; tal vez nadie podría reconocerle en la calle si se le encontrase por las afueras, donde se ha hecho construir un pabellón.
A las ocho, es la hora de la limpieza. La doble puerta que da al bulevar Saint-Germain, está abierta de par en par. Ya da el sol en una parte de la acera, pero en el interior reina una sombra fresca y azulada.
Joseph está fumando un cigarrillo. Es el único momento del día en el que se permite fumar en el establecimiento. Enciende el gas de la cafetera y luego la limpia hasta que brilla como un espejo. Hay toda una serie de gestos, de ritos, que se suceden casi en un orden regular: ordenar las botellas de aperitivos y de licores en el estante, después barrer el aserrín, luego colocar las sillas alrededor de las mesas, etc.
El hombre llegó exactamente a las ocho y diez. Joseph, inclinado ante su cafetera, no le vio entrar y más tarde iba a sentirlo. ¿Entró de golpe como alguien que se siente perseguido? ¿Por qué eligió el Café de los Ministerios cuando hay enfrente, al otro lado de la calle, un café de mostrador donde pueden encontrarse croissants, bollitos de pan y una atmósfera ya bulliciosa?
Joseph diría:
—Me volví y vi a alguien en medio del café. Era un hombre con un sombrero gris y con una maleta pequeña en la mano.
En realidad el establecimiento estaba abierto sin estarlo. Estaba abierto, puesto que la puerta lo estaba, pero no lo estaba en el sentido de que nadie entraba a aquella hora, que el café no estaba preparado, que apenas había empezado a calentarse el agua en la cafetera y que las sillas permanecían aún amontonadas encima de las mesas.
—No podré servirle nada antes de media hora larga —dijo Joseph.
Creyó haberse librado de él. Pero el hombre, sin soltar su maletín, cogió una silla de una de las mesas y se sentó. Se sentó simplemente, tranquilamente, como alguien a quien no se le hace cambiar de idea, y dijo:
—No tiene importancia.
Lo que bastó para poner a Joseph de mal humor. Le ocurría como a esas amas de casa que tienen horror de tener a alguien junto a ellas cuando están haciendo la limpieza. La hora de la limpieza era su hora. Y, entre dientes, gruñó:
—¡Vas a esperar tu café mucho tiempo!
Hasta las nueve cumplió con su trabajo cotidiano, lanzando de vez en cuando una mirada furtiva a su cliente. Pasó diez y veinte veces a su lado, le rozó, incluso le empujó un poco, tan pronto barriendo el aserrín como cogiendo las sillas de las mesas.
Luego, a las nueve y dos o tres minutos, se resignó a servirle una taza de café ardiendo con una jarrita de leche y dos terrones de azúcar en un platito.
—¿No tiene croissants?
—Enfrente puede encontrar.
—No tiene importancia.
Es curioso: había en aquel cliente obstinado, que debía darse perfecta cuenta de que molestaba, de que no estaba en su lugar, de que no era la hora de instalarse en el Café de los Ministerios, cierta humildad que no dejaba de hacerle simpático.
También había otra cosa, que llamó la atención de Joseph. Aquel individuo llevaba una hora allí, pero el hombre no sacó el periódico de su bolsillo, no reclamó ninguno, no creyó necesario consultar la guía de teléfonos. Tampoco intentó conversar con el camarero. No cruzaba y descruzaba las piernas, y no fumaba.
Son muy pocas las personas que son capaces de permanecer sentadas durante una hora en un café sin moverse, sin mirar la hora a cada momento, sin manifestar su impaciencia de una manera u otra. Si esperaba a alguien, lo esperaba con una señalada placidez.
A las diez, una vez acabada la limpieza, seguía allí. Otro detalle curioso es que no se colocó junto a las ventanas, sino al fondo de la sala, al lado de la escalera de caoba que conducía a los lavabos. Joseph tenía que bajar a lavarse.
Antes de bajar hace sonar la moneda en el bolsillo de su chaleco, esperando que su cliente comprenderá, se decidirá a pagar y a irse.
Nada de eso y Joseph se va, le deja solo, se cambia la pechera, el cuello postizo, se pasa el peine y se pone su chaquetilla de alpaca.
Cuando vuelve a subir, el hombre sigue allí, delante de su taza vacía. La cajera, señorita Berthe, llega y se instala en la caja, saca unos cuantos objetos de su bolso, empieza a colocar las fichas en montones regulares.
La señorita Berthe y Joseph se han intercambiado un guiño, y la señorita Berthe, que está gorda, fofa, rosada y plácida, con cabello oxigenado, observaba al cliente desde lo alto de su especie de trono.
—Me hizo el efecto de una persona muy dulce, muy conveniente, y, sin embargo, tuve la impresión de que llevaba el bigote teñido como el del coronel.
Pues el hombre tenía un bigotito corto y retorcido sin duda con tenacilla, de un negro azulado que hacía pensar en el tinte.
Traen el hielo, otro rito de todas las mañanas. Un coloso con una tela de saco al hombro transporta los bloques, de los que caen algunas gotas de agua límpida, y los coloca en el mostrador de la nevera.
El coloso, que también se había fijado en el único cliente, diría:
—Me hizo el efecto de una foca.
¿Por qué de una foca? El recadero fue incapaz de precisarlo. En cuanto a Joseph, siguiendo siempre un horario invariable, retira los periódicos de la víspera y pone en su lugar los periódicos de la noche.
—¿No le molestaría darme uno?
¡Vaya! El cliente ha hablado. Con una voz suave, como tímidamente.
—¿Cuál quiere? ¿Le Temps? ¿Le Figaro? ¿Les Débats?
—No tiene importancia.
Lo que hace pensar a Joseph que el hombre no es de París. Tampoco debe ser un extranjero, pues no tiene ningún acento raro. Parece alguien que viene de provincias. Pero no hay ninguna estación en las proximidades. Si hubiese bajado de un tren antes de las ocho de la mañana, ¿por qué iba a atravesar varios barrios de París con su maleta para ir a instalarse en un café que no conoce? Pues Joseph, que tiene mucha memoria para las fisonomías, está seguro de no haberle visto nunca. Los desconocidos que entran por casualidad en el Café de los Ministerios se dan cuenta en seguida que no están en su lugar y se van.
Las once. La hora del patrón. El señor Monnet baja de su apartamento, recién afeitado, luciendo su tez clara, su cabello gris bien peinado, su traje gris y sus eternos zapatos de charol. Hace mucho tiempo que habría podido retirarse de los negocios. Ha puesto cafés en provincias para cada uno de sus hijos. Si permanece aquí es porque este rincón del bulevar Saint-Germain es el único sitio del mundo donde puede vivir porque sus clientes son sus amigos.
—¿Qué tal, Joseph?
En seguida se ha fijado en el cliente y en su taza de café. Su mirada se hace interrogante. Y el camarero le dice en voz baja, detrás del mostrador:
—Está ahí desde las ocho de la mañana…
El señor Monnet pasa y vuelve a pasar por delante del desconocido frotándose las manos, lo que es como una invitación a empezar una conversación. El señor Monnet charla con todos sus clientes, juega a las cartas y al dominó con ellos, conoce sus asuntos familiares y las historias de la oficina.
El hombre no se inmuta.
—Me pareció que estaba muy cansado, como alguien que ha pasado la noche en el tren sin dormir —declararía.
Maigret preguntaría más tarde a los tres, a Joseph, a la señorita Berthe y al señor Monnet:
—¿Parecía espiar a alguien en la calle?
Y las respuestas serían muy diferentes.
—No —por parte del señor Monnet.
La cajera:
—Me dio la impresión de que esperaba a una mujer.
Y, por último, Joseph:
—Le sorprendí varias veces mirando al bar de enfrente, pero en seguida bajaba la mirada.
A las once y veinte pidió un vaso de Vichy. Hay algunos clientes que beben agua mineral. Los conocemos y sabemos por qué: son personas como el señor Blanc, del Ministerio de la Guerra, que siguen un régimen. Joseph se fijó en seguida en que el hombre ni fumaba ni bebía, lo que resultaba bastante raro.
Luego, durante cerca de dos horas, dejaron de ocuparse de él, pues era la hora del aperitivo; empiezan a llegar clientes, el camarero ya sabe por adelantado lo que tiene que servir a cada uno, en qué mesas hay que poner las cartas.
—Camarero…
Es la una. El hombre sigue allí con la maleta debajo de la banqueta de terciopelo rojo. Joseph finge creer que le pide la cuenta, calcula a media voz y dice:
—Ocho francos cincuenta.
—¿Podría servirme un sandwich?
—Lo siento. No tenemos.
—¿Tampoco tienen barritas de pan?
—No servimos nada de comida.
Es verdad y es mentira. A veces, por la noche, se sirve algún sandwich de jamón a los jugadores de bridge que no han tenido tiempo de cenar. Pero es una excepción.
El hombre mueve la cabeza y dice:
—No tiene importancia.
Esta vez, Joseph se fija en un ligero temblor del labio, en la expresión resignada de su rostro.
—¿Le sirvo algo?
—Otro café con mucha leche.
Porque tiene hambre y cuenta con que la leche le alimentará por lo menos un poco. No ha pedido ningún periódico más. Ha tenido tiempo de leer el suyo de la primera a la última línea, incluidos los anuncios.
Llegó el coronel y le molestó que el desconocido ocupase su sitio; pues el coronel, que teme la menor corriente (y la primavera es muy traidora), se pone siempre en el fondo de la sala.
Jules, el segundo camarero, que sólo lleva tres años en la casa y que nunca tendrá aspecto de un verdadero camarero, llega a ocupar su puesto a la una y media, y Joseph pasa detrás del tabique acristalado donde le bajan la comida.
¿Por qué piensa Jules que el desconocido tiene aspecto de vendedor de alfombras y de cacahuetes?
—No me dio la sensación de ser franco. No me gustaba su manera de mirar hacia abajo. Había algo muy dulce, viscoso, en su cara. Si hubiese sido por mí, le habría sacudido y le habría dicho que se había equivocado de cafetería.
Otros clientes también se han fijado en el hombre y se fijarán más aún por la noche cuando le encuentren en el mismo sitio.
En cierto modo, éstas no son más que declaraciones de aficionado. Pero, por una casualidad, tendremos una declaración de profesional y será tan poco consistente como las demás.
Durante cerca de diez años, en sus comienzos, Joseph fue camarero en la Brasserie Dauphine, a unos pasos del Quai des Orfèvres, donde van la mayoría de los comisarios e inspectores de la Policía Judicial. Se hizo amigo de uno de los mejores colaboradores de Maigret, el inspector Janvier, y se casó con su hermana, de manera que son algo parientes.
A las tres de la tarde, viendo que su cliente seguía en el mismo sitio, Joseph empezó a irritarse por las buenas. Empezó a hacer hipótesis y se dijo que si su cliente se obstinaba de aquel modo no era por amor a la atmósfera del Café de los Ministerios, sino porque tenía buenas razones para no salir de allí.
Al bajar del tren (razona) ha debido sentirse perseguido y ha entrado aquí al azar para escapar de la policía…
Joseph telefonea, por lo tanto, a la P. J. y pregunta por Janvier.
—Tengo aquí a un cliente muy extraño que está en un rincón sentado desde las ocho de la mañana y que parece resuelto a no moverse. No ha comido nada. ¿No cree que haría usted bien en venir a echar un vistazo?
Janvier, el hombre meticuloso, se llevó los últimos boletines con la fotografía y señas personales de los que estaban perseguidos y se dirigió hacia el bulevar Saint-Germain.
Curiosa casualidad: en el momento en que entró en el café, éste estaba vacío.
—¿Se fue? —preguntó a Joseph.
Pero éste señala al sótano.
—Acaba de pedir una ficha y ha bajado al teléfono.
¡Lástima! Unos minutos antes y habrían podido intervenir el teléfono para saber a quién llamaba y por qué. Janvier se sienta y pide un calvados. El hombre vuelve a subir y ocupa de nuevo su sitio, siempre tranquilo, tal vez preocupado, pero no nervioso. Incluso a Joseph, que empieza a conocerle, le parece que está muy tranquilo.
Durante veinte minutos, Janvier le observa de los pies a la cabeza. Tiene tiempo suficiente para comparar el rostro un poco grueso, un poco turbio, con todas las fotografías de los tipos que se buscan. Al final se encoge de hombros.
—No está en nuestras listas —dice a Joseph—. Me parece un pobre tipo a quien alguna mujer ha dado un plantón. Debe ser agente de seguros, o algo así.
Janvier bromea incluso:
—No me extrañaría que viaje para una empresa de pompas fúnebres… En todo caso, no tengo derecho a pedirle sus papeles. No hay ningún reglamento que le impida permanecer en un café todo el tiempo que quiera y quedarse sin comer.
Joseph y él estuvieron aún charlando un rato y luego Janvier volvió al Quai des Orfèvres, tuvo una conferencia con Maigret sobre un asunto de juegos clandestinos y no le habló del hombre del bulevar Saint-Germain.
A pesar del visillo que había en las ventanas, los rayos oblicuos del sol empezaban a entrar en el café, A las cinco, había tres mesas ocupadas por jugadores de mus. El dueño jugaba en una de las mesas, exactamente enfrente del desconocido, al que de vez en cuando lanzaba una mirada.
A las seis estaba lleno. Joseph y Jules iban de mesa en mesa con la bandeja cargada de botellas y de vasos, y el olor del Pernod empezaba a superar al otro más suave de los castaños del bulevar.
A aquella hora cada uno de los camareros se ocupaba de su sector. La mesa del hombre le tocaba al sector de Jules, que era menos observador que su colega. Además, Jules pasaba de vez en cuando detrás del mostrador para beberse un vaso de vino blanco, de manera que desde el principio del día tenía tendencia a embarullar las cosas.
Todo lo que pudo decir es que llegó una mujer.
—Una morena, bien vestida, con aspecto conveniente, no una de esas mujeres que van a los cafés para emprender conversación con los clientes.
En suma, una de esas mujeres, según Jules, que sólo entran en un lugar público porque tienen una cita con su marido. Aún quedaban tres o cuatro mesas disponibles. Se sentó en la mesa vecina a la del desconocido.
—Estoy seguro de que no hablaron. Ella me pidió un Oporto. Creo recordar que además del bolso, un bolso de piel marrón o negro, llevaba un paquetito atado en la mano. Cuando le serví el Oporto, ya no estaba; sin duda lo había dejado en la banqueta.
¡Lástima! Joseph habría querido verla. La señorita Berthe se había fijado en ella desde lo alto de su caja.
—Una persona de buen aspecto, casi sin maquillar, con un traje de chaqueta azul y una blusa blanca, pero no creo que fuese una mujer casada.
Hasta las ocho de la noche, es decir, hasta la hora de la cena, hubo un movimiento incesante. Luego hubo algunos momentos en que la sala estuvo medio vacía. A las nueve, sólo estaban ocupadas seis mesas, cuatro por jugadores de ajedrez y dos por jugadores de bridge, que juegan su partida todos los días.
—Lo que es seguro —dirá Joseph— es que el hombre sabía jugar al bridge y al ajedrez. Incluso podría jurar que sabe mucho. Lo comprendí por las miradas que lanzaba a los vecinos y su manera de seguir las partidas.
¿Tan tranquilo estaba entonces o es que Joseph se equivocaba?
A las diez sólo quedaban tres mesas. Las personas de los Ministerios se acuestan pronto. A las diez y media, Jules se fue, pues su mujer esperaba un niño, y se había puesto de acuerdo con su compañero para quedar libre temprano.
El hombre seguía allí. Desde las ocho y diez de la mañana había consumido tres cafés, un vaso de Vichy y una gaseosa. No había fumado, no había bebido alcohol. Por la mañana había leído Le Temps. Por la tarde, había comprado un periódico de la noche a un vendedor que pasó por las mesas.
A las once, como de costumbre, aunque quedaban aún dos mesas de jugadores, Joseph empezó a amontonar las sillas encima de las mesas y a esparcir el aserrín por el suelo.
Un poco después, una vez que había acabado la partida, el señor Monnet estrechó la mano de sus compañeros, entre los que estaba el coronel, y llevándose la caja en un saco de tela en el que la señorita Berthe había colocado los billetes y la calderilla, subió a acostarse.
Al salir, lanzó una mirada al cliente obstinado, del que casi todos los demás clientes habían estado hablando, y dijo a Joseph:
—Si le causa alguna molestia no dude en llamar…
Pues detrás del mostrador había un timbre eléctrico que sonaba en el apartamento privado.
En suma, eso era todo. Cuando, al día siguiente, Maigret hizo su investigación, no pudo obtener más informes.
La señorita Berthe se iba a las once menos diez para coger el último autobús, pues vivía en Epinay. Ella también volvió a mirar al hombre con atención.
—No puedo decir que pareciese estar nervioso. Pero tampoco estaba tranquilo. Si me lo hubiese encontrado en la calle, por ejemplo, me habría dado miedo, ¿comprende? Y si hubiese bajado del autobús al mismo tiempo que yo, en Epinay, no me habría atrevido a volver sola.
—¿Por qué?
—Tenía una mirada «hacia dentro».
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que todo parecía serle indiferente.
—¿Estaba echado el cierre?
—No, Joseph lo cierra a última hora.
—Desde su sitio, ¿podía usted ver la esquina de la calle y el café de enfrente?… ¿No se ha fijado en nadie que diese paseos sospechosos?… ¿No parecía nadie esperar a su cliente?
—No me habría dado cuenta… El bulevar Saint-Germain está muy tranquilo, pero por la calle des Saints-Pères hay un movimiento continuo… Y en el café de enfrente la gente entra y sale sin parar.
—¿No vio a nadie al salir?
—A nadie… ¡Ah, sí! Había un agente de policía en la esquina de la calle…
Era exacto. Lo confirmó la comisaría del barrio. Desgraciadamente, el agente abandonaría su servicio un poco después.
Dos mesas… Una pareja que tomaba una copa después de salir del cine, personas conocidas, un médico y su mujer, que vivían tres casas más allá y que tenían costumbre de entrar un momento en el Café de los Ministerios antes de volver a su casa. Pagaron y salieron.
El médico diría:
—Estábamos sentados exactamente enfrente de él y me di cuenta que parecía estar enfermo.
—A su parecer, ¿qué enfermedad padecía?
—Sin duda, una enfermedad de hígado…
—¿Qué edad le echa usted?
—Es difícil, pues no he prestado tanta atención como ahora hubiese querido. A mi parecer, es uno de esos hombres que aparentan más edad de la que tienen… Unos tal vez dirán cuarenta y cinco años o más, por el color del bigote.
—¿Lo llevaba teñido?
—Supongo… Pero he tenido clientes de treinta y cinco años que ya tenían esa carne fofa e incolora, ese aire apagado…
—¿No tendría ese aire apagado porque no había comido desde por la mañana?
—Es posible… Mi diagnóstico no deja de ser: estómago malo, hígado enfermo y añadiría incluso que su intestino tampoco estaba bien…
El bridge no se acababa, en la última mesa. Por tres veces la partida estuvo a punto de terminar. Un cinco de tréboles logrado milagrosamente, gracias a los nervios de uno de los jugadores, puso fin a la partida a las doce menos diez.
—Señores, cerramos —dijo amablemente Joseph, poniendo sobre las mesas las últimas sillas.
Recogió la mesa de los jugadores y el hombre seguía sin moverse. En ese momento, según dijo más tarde, el camarero tuvo miedo, estuvo a punto de pedir a los clientes que se quedasen unos minutos más, justo el tiempo para echar al desconocido.
No se atrevió, pues los cuatro jugadores salían comentando aún la partida. Se pararon un momento para charlar en la esquina antes de separarse.
—Dieciocho francos, setenta y cinco.
Ya sólo quedaban ellos dos en el café y Joseph ya había apagado la mitad de las luces.
—Me fijé —diría más tarde a Maigret— en un sifón que había encima del mostrador y si se hubiese movido le habría roto la cabeza con él…
—Había colocado usted ahí el sifón a propósito, ¿no es así?
Era evidente. Dieciséis horas en compañía de aquel cliente enigmático habían puesto a prueba los nervios de Joseph. El hombre se había convertido en una especie de enemigo íntimo. Iba a empezar a pensar que estaba allí por él, para hacerle una mala pasada, para atacarle cuando estuviesen solos y desvalijarle.
Y, sin embargo, Joseph había cometido una falta. Como su cliente tardaba en buscar el dinero en el bolsillo, permaneciendo sentado en su sitio, el camarero, que no quería perder su autobús, se dirigió hacia las manivelas que servían para cerrar los postigos y echó el cierre; claro que la puerta estaba abierta aún de par en par, dejando entrar el frescor de la noche, y en aquel momento había aún bastantes transeúntes en el bulevar Saint-Germain.
—Aquí tiene…
Veintiún francos. ¡Dos francos veinticinco de propina por un día entero! El camarero estuvo a punto de lanzar el dinero sobre la mesa. Estaba rabioso. Sólo se lo impidió su conciencia profesional.
—Tal vez también tenía usted algo de miedo de él —insinuó Maigret.
—No sé. Tenía prisa, en todo caso, por librarme de él… Nunca en mi vida un cliente me ha hecho rabiar tanto como éste… Si hubiese podido prever por la mañana que se iba a quedar allí todo el día…
—¿Dónde estaba usted exactamente en el momento en que salió?
—Espere… Primero tuve que recordarle que tenía una maleta debajo del asiento, pues estuvo a punto de olvidarla.
—¿Pareció contrariarle que se lo recordara?
—No…
—¿Le alegró?
—Tampoco… Permaneció indiferente… Puedo asegurarle que es un tipo de los más tranquilos que he visto en mi vida… He conocido consumidores de todas las clases, mas para permanecer sentado durante dieciséis horas delante de una mesa de mármol sin que se le durmieran las piernas…
—Entonces estaba usted…
—Junto a la caja… Estaba marcando los dieciocho francos setenta y cinco en la caja registradora… Ya se habrá fijado usted que hay dos puertas: una grande de dos batientes que da al bulevar y una pequeña que da a la calle de Saints-Pères… Estuve a punto de decirle que se equivocaba, viendo que se dirigía hacia la puerta pequeña. Luego me encogí de hombros, pues al fin y al cabo, me era igual… Ya sólo tenía que cambiarme y cerrar.
—¿En qué mano llevaba la maleta?
—No me fijé…
—¿Tampoco se fijó si llevaba una mano metida en el bolsillo?
—No sé… No llevaba abrigo… Y las sillas que estaban encima de las mesas me lo tapaban… Salió…
—¿Usted seguía en el mismo sitio?
—Sí… Aquí exactamente… Recogía el ticket de la caja registradora… Con la otra mano saqué las últimas fichas de mi bolsillo… Oí una detonación… No más fuerte que las que se oyen todos los días, cuando fallan los motores… Pero en seguida comprendí que no se trataba de un coche… Me dije:
»—¡Vaya! ¡A pesar de todo lo han matado!
»En esas ocasiones, se piensa muy de prisa… Muchas veces he tenido que asistir a peleas serias… Por culpa de este oficio… Y siempre me ha asombrado lo rápido que se piensa…
»Estaba arrepentido… Pues en el fondo no era más que un pobre tipo que se había refugiado aquí porque sabía que le iban a matar en cuanto pusiese los pies fuera…
»Sentía remordimientos… No había comido nada… Tal vez no tenía dinero para llamar un taxi y cogerlo antes de que le viese el tipo que esperaba…
—¿No se precipitó usted a ver lo que había pasado?
—¡Pues bien! A decir verdad…
Joseph estaba confuso.
—Creo que me quedé unos momentos reflexionando… Tengo mujer y tres hijos, ¿comprende?… Primero pulsé el timbre que comunica con la habitación del dueño… Oí fuera a personas que andaban de prisa, voces y una voz de mujer que decía:
»—No te mezcles en esto, Gaston…
»Luego el pito de un guardia…
»Salí… Había ya tres personas de pie, en la calle de Saints-Pères, a unos metros de la puerta.
—A ocho metros —precisaría Maigret después de consultar el informe.
—Es posible… No lo medí… Un hombre estaba agachado al lado de un cuerpo tendido… Luego supe que era un médico que precisamente volvía del teatro y, por casualidad, también cliente nuestro… Tenemos muchos clientes entre los doctores…
»Se levantó diciendo:
»Le han dado bien… La bala entró por la nuca y salió por el ojo izquierdo.
»Llegó el agente de policía. Yo sabía muy bien que iban a interrogarme.
»Puede creerme si quiere, pero no me atrevía a mirar al suelo… Lo del ojo izquierdo sobre todo me hacía sentirme mareado… No quería ver a mi cliente en aquel estado, con el ojo izquierdo fuera…
»Me dije que yo había tenido algo de culpa, que habría debido… ¿Pero qué es lo que yo hubiese podido hacer?
»Me parece estar oyendo la voz del agente que preguntó con su libreta en la mano:
»—¿Nadie le conoce?
»Y yo dije maquinalmente:
»Yo creo que…
»Acabé por inclinarme, miré y le juro, señor Maigret, a usted que me conoce desde hace mucho tiempo, dados los miles y miles de vasos de cerveza y calvados que le he servido en la Brasserie Dauphine, le juro que en la vida sentí semejante emoción.
»¡No era él!…
»Era un tipo que yo no conocía, que nunca había visto, un tipo alto y delgado que, en una noche tan hermosa como aquélla, una noche tan agradable que hasta se podía dormir en la calle, llevaba un impermeable beige.
»Aquello me tranquilizó… Tal vez sea una tontería… Pero estaba muy contento de no haberme equivocado… Si mi cliente hubiese sido la víctima en vez de ser el asesino, me lo habría reprochado toda la vida…
»Desde por la mañana, me di cuenta que aquel tipo no era muy católico… Hubiese puesto la mano en el fuego… No fue en vano el telefonear a Janvier… Sólo que Janvier, aunque sea mi cuñado, he de decirlo, sólo ve el reglamento… Suponga que, cuando le hice venir, hubiese pedido los papeles al cliente… Seguramente no estaban en regla.
»No es el primer tipo que permanece todo el día en un café para acabar matando a alguien en la calle a las doce de la noche…
»No tardó en largarse, fíjese… Nadie le vio después del disparo.
»Si no hubiera disparado él, habría permanecido allí… Aún no había tenido tiempo para recorrer diez metros cuando oí la detonación…
»Lo que me pregunto es qué fue a hacer allí la mujer a quien Jules sirvió el Oporto, ya que no dudo que fue en busca de ese tipo… No entran muchas mujeres solas en nuestro café… No es un sitio de esos.
—Creí —objetó Maigret— que no se habían hablado…
—¡Cómo si fuera necesario hablar!… Tenía un paquetito en la mano al llegar, ¿no? Jules se fijó y Jules no es mentiroso… Lo vio en la mesa y luego no lo vio más, y supuso que lo había dejado bajo la banqueta… Y la señorita Berthe, cuando la señora se fue, la siguió con la mirada, porque le gustaba su bolso y habría querido uno igual. Ahora bien, la señorita Berthe no se dio cuenta de que llevase ningún paquete.
»Ya sabe usted que esas cosas no se les escapan a las mujeres.
»Diga usted lo que quiera, pero yo continúo pensando que he pasado el día con un asesino y que sin duda he escapado de una buena…