LA CUARTA VIDA DE MAURICE
Olga-Jeanne-Marie Poissonneau, de veintinueve años, natural de Saint Joris sur Isère, sin profesión, domiciliada en el Hôtel Beauséjour, calle Lepic, París, XVIIIe.
Y la muchacha de cara de luna añadió:
—Tenga en cuenta, señor comisario, que me he presentado espontáneamente. En cuanto vi la foto en los diarios, y a pesar de las molestias que esto podía ocasionarme, me dije…
—¿Tremblet iba a verla al hotel?
—Dos veces por semana.
—¿Así, pues, el personal del hotel también lo conocía?
—¡Oh! Lo conocían muy bien. Hace cinco años que dura esto…
—Y ellos vieron también la fotografía…
—¿Qué quiere usted decir?
Ella se mordió los labios porque al fin había comprendido.
—Fue justamente el dueño quien me preguntó si aquella foto no era la de M. Charles… Sin embargo, yo hubiera venido a pesar de todo…
—No lo dudo. ¿Lo conocía como M. Charles?
—Nos encontramos por azar a la salida de un cine en la calle Rochechouart… Yo por aquel entonces estaba de camarera en un restaurante de la plaza de Clichy, un restaurante de precio único… Él me siguió. Me dijo que venía a París de vez en cuando.
—Dos veces por semana…
—Sí… La segunda o la tercera vez que nos encontramos, me acompañó hasta el hotel y subió… Así empezó todo. Fue él quien insistió para que yo dejara mi empleo…
¿Por qué la había elegido Tremblet? Sin duda porque Juliette era pequeña, delgada y un poco rubia, mientras ésta era alta, morena y gorda. Sobre todo gorda. ¿Quizá creyó él que su cara de luna era un signo de comprensión, de sentimentalismo?
—En seguida me di cuenta de que era un chalao…
—¿Un qué?
—Un maniático… No hablaba más que de llevarme al campo. Por lo visto, éste era su sueño. Cuando venía a verme era para llevarme a pasear por los alrededores y sentarnos en un banco. Se pasó meses calentándome la cabeza con el condenado campo, diciendo que quería ir a pasar conmigo por lo menos dos días. Y acabó por lograrlo… Desde luego, no fue nada divertido, se lo juro…
—¿La sostenía?
—Me pasaba lo justo para vivir. Le tenía que hacer creer que yo misma me hacía mis vestidos. Le hubiera gustado que pasara los días cosiendo y remendando… ¡Tiene gracia eso de si me sostenía! Cien veces intenté mandarlo al diablo, se las canté claras, pero él volvía, aparecía con regalos, me escribía largas cartas… ¿Por qué sonríe?
—No es nada…
¡Pobre Tremblet, para librarse de una Juliette había caído en una Olga!
—En fin, debían pasar una buena parte del tiempo peleándose.
—Sí… una parte.
—¿Y nunca sintió usted ganas de seguirle para saber dónde vivía?
—Me había dicho que allá por Orleans. Yo lo creí. Además, ya me estaba cansando de él…
—Tenía usted otro amigo, quizá…
—Tenía dos, pero nada serio…
—¿Lo sabían ellos?
—¿Cree usted que yo estaba orgullosa de él? Tenía un aire de sacristán de parroquia pobre…
—¿Nunca conoció usted a alguno de sus amigos?
—Nunca… Lo único que le gustaba era ir a sentarse a un banco en cualquier plazuela… ¿Es verdad que era rico?
—¿Quién le ha dicho eso?
—Lo he leído en los diarios. Dicen que había heredado una gran cantidad… ¡Y yo que me quedé sin una perra!… Soy una mujer con suerte, ¿no le parece?
¡Igual que Juliette!
—¿Cree usted que esto me traerá algún lío?
—No. Verificaremos simplemente su declaración. ¿Entendido, Lucas?
Y el testimonio resultó exacto, incluso las escenas que Olga le hacía a su amante cada vez que iba a verla, pues la tal Olga tenía un carácter de perro.
Maigret había pasado la noche y una parte del día siguiente rebuscando por los rincones de la casa del Quai de la Gare, y no había encontrado nada.
La había dejado con pena. Había acabado por vivir allí en cierto modo la intimidad de su pobre muerto, y la había hecho vigilar discretamente, día y noche, por inspectores apostados en los alrededores.
—Esto quizá no sirva para nada —le había dicho al Jefe de la P. J.
—Es posible que se prolongue mucho tiempo, pero pienso que al fin lograremos resultados.
Investigaron alrededor de Francine, que podía haber tenido un amante. Continuaron observando las idas y venidas de Olga. No sacaban el ojo de los andrajosos del Quai de la Gare.
Los Bancos no dieron ningún informe útil, los notarios tampoco. Telegrafiaron a Cantal y les contestaron que, desde luego, Tremblet no había heredado nada.
Seguía haciendo calor. Tremblet estaba enterrado. Su mujer y sus hijos se disponían a marcharse al pueblo porque sus recursos no les permitían seguir viviendo en París.
Se conocía la vida de Tremblet en la calle Dames, su vida en el Quai de la Gare, su vida con Olga… Se conocía al aficionado a la pesca, al hombre apasionado por los canarios y las novelas históricas…
Fue un camarero quien reveló lo que pudiéramos llamar la cuarta vida del muerto. Se presentó una mañana en el Quai des Orfèvres y preguntó por Maigret.
—Siento no haber venido antes, pero trabajaba en Sables d’Olonne. Estoy allí de temporero. Vi la foto en el diario y pensé en escribirle, luego lo fui dejando… Estoy casi seguro de qué el muerto es un tipo que venía a jugar al billar en la cervecería donde yo trabajaba, en la esquina de Saint-Germain y la Rue du Seine.
—¿Jugaba solo?
—No, desde luego. Siempre jugaba con un individuo alto, flaco, rubio, con bigotes… El otro, el muerto, le llamaba Théodore, y se tuteaban… Llegaban todos los días a la misma hora, hacia las cuatro, y se iban un poco antes de las seis… Théodore tomaba unos aperitivos, pero el otro nunca bebía alcohol.
Así, en una gran ciudad, las gentes van y vienen y su huella va quedando aquí y allá. Se había encontrado la de Tremblet entre los vendedores de pájaros del Quai del Louvre y en un hotel sórdido de la calle Lepic.
Ahora aparecía otra faceta: el Tremblet que había frecuentado durante años una cervecería apacible, en la calle de Saint-Germain, en compañía de un hombretón de cabellos rubios.
—¿Hace mucho tiempo de todo esto?
—Yo dejé mi empleo hace más de un año.
Torrence, Janvier, Lucas y otros inspectores se pusieron entonces a recorrer los cafés, todas las cervecerías de París que disponían de sala de billar, y encontraron la pista de los dos hombres, no lejos del Pont Neuf, donde habían ido a jugar al billar durante algunos meses.
Pero ocurría que nadie sabía nada de Théodore. Las únicas noticias que pudieron dar era que se trataba de un conspicuo bebedor y que tenía un tic: atusarse las puntas del bigote con el dorso de la mano, después de echar un trago.
—Parecía un hombre de situación modesta, bastante mal vestido.
Siempre pagaba Tremblet.
Durante varias semanas la policía buscó a Théodore por todas partes, pero Théodore parecía inencontrable, hasta que un día, por si acaso, se le ocurrió a Maigret ir a echar una mirada a MM. Couvreur y Bellechasse.
Fue M. Mauvre quien lo recibió.
—¿Théodore? Sí, tuvimos un empleado que se llamaba Théodore. Hace ya tiempo… Espere: hace doce años que dejó el empleo. Seguro que conocía a Tremblet… Este Théodore… quizá podamos encontrar su apellido en nuestro registro. Se lanzó a la bebida y nos vimos obligados a ponerlo en la calle porque estaba siempre borracho y cada vez se volvía más impertinente. Llegaba a tomarse familiaridades intolerables.
Encontraron su nombre: Ballard. Théodore Ballard. Pero en vano buscaron un Théodore Ballard en las pensiones de París y arrabales.
Una pista, pero muy vaga: un Théodore Ballard había trabajado durante unas semanas, hacía ya cinco años, en la feria de Montmartre, en un picadero. Se había roto un brazo una tarde que estaba borracho, y no lo habían vuelto a ver nunca más.
Era, evidentemente, el hombre del Hotel Excelsior, el hombre de la carabina de aire comprimido.
¿Cómo se había encontrado con el cajero de la casa comercial donde él mismo había trabajado como mozo de recados? Los dos hombres, sea como fuere, habían cogido la costumbre de encontrarse de vez en cuando para jugar una partida de billar.
¿Había descubierto Théodore el secreto de su amigo? ¿Había olfateado que había dinero escondido en aquella casa del Quai de la Gare? ¿Habrían reñido los dos amigos?
—Que sigan vigilando el Quai de la Gare…
Y siguieron vigilando. Esto era ya motivo de broma en la P. J.
—¿Qué servicio tienes esta noche?
—Cuidar a los canarios…
Fue esta vigilancia, sin embargo, lo que dio un resultado positivo. Una noche se introdujo por las buenas en la casa un tipo largo y flaco, de bigotes rojizos, que arrastraba la pierna como un mendigo.
El inspector Torrence saltó sobre él, mientras el intruso gritaba y le rogaba que no le hiciera nada.
A muerto andrajoso, asesino andrajoso. Théodore daba verdadera pena. Probablemente no había comido desde hacía días, los que llevaba vagando por las calles y los muelles.
Sin duda sospechaba que la casa estaba vigilada, puesto que había esperado bastante tiempo antes de atreverse a colarse en ella.
—¡Bueno, se acabó! —suspiró—. Ahora al fin podré comer… Tengo hambre.
A las dos de la madrugada estaba aún en el despacho de Maigret ante un montón de bocadillos y botellas de cerveza, respondiendo a las preguntas que le hacían.
—Sé que soy un miserable, pero lo que ustedes no saben es que él, Maurice, era un condenado mentiroso: Nunca me había dicho que tenía una casa en el Quai… Desconfiaba de mí… Quería jugar al billar conmigo, pero por lo demás, guardaba su vida para sí… ¿Comprende?… Yo a veces le pedía algo de dinero… poco… Y había que sacárselo con sacacorchos…
»Quizá me he excedido… Estaba sin una gorda. Debía dinero a la patrona. Entonces él me dijo que era la última vez, que ya estaba de mí hasta la coronilla y que, además, empezaba a cansarse del billar…
»En fin: que me ponía en la calle, como a un criado…
»Fue entonces cuando se me ocurrió seguirle. Comprendí que llevaba una vida extraña y pensé que debía tener dinero en casa.
—Y usted empezó por matarlo —gruñó Maigret encendiendo la pipa.
—Esto prueba que no lo hice sólo por el dinero. Más bien por orgullo. Él se había burlado de mí, me había humillado. Si hubiera sido sólo por el dinero, habría ido a la casa aprovechando un momento en que él no estuviera.
La casa fue sometida a una rebusca total. Los expertos más acreditados de la P. J. la sometieron a un registro minucioso, pero sin el menor éxito. Hasta que un año más tarde, cuando ya la casa había sido vendida y nadie se acordaba del asunto, se descubrió el escondrijo.
El dinero no estaba en los muros ni bajo las baldosas, sino hundido en un escondrijo del primer piso, en una habitación que no se utilizaba. Era un paquete de hule bastante grueso que contenía dos millones y pico de francos en billetes de Banco.
Cuando Maigret oyó la cifra hizo un rápido cálculo y comprendió. Saltó a un taxi que le llevó al Pavillon de Flore.
—¿Tiene la lista de los ganadores de la Lotería Nacional?
—La lista completa, no, señor. Algunos de los ganadores desean guardar el anónimo y la ley les concede el derecho de esconder su nombre. Mire, hace siete años…
Era Tremblet. Tremblet, que había ganado los tres millones y se los había llevado bajo el brazo, en un paquete. Tremblet, que no había dicho ni una palabra a nadie; Tremblet, que tenía horror al ruido y que, desde entonces, se había podido ofrecer las pequeñas alegrías que no había tenido jamás y que siempre había deseado.
No se mata a los pobres tipos.
Y, sin embargo, era un infeliz, un pobre hombre, quien había sido asesinado, en camisa, sentado al borde de su cama, mientras se rascaba los pies antes de meterse entre las sábanas.
FIN
15 de agosto de 1946