Capítulo tres

LA PISTA DEL PESCADOR DE CAÑA

A las seis de la tarde del mismo día, Maigret y Lucas bajaban de un taxi en el Quai de la Gare, más allá del puente de Austerlitz, llevando entre ellos a un hombrecillo hirsuto, que cojeaba levemente y que tenía todo el aspecto de un vagabundo.

Fue entonces cuando, bruscamente, Maigret tuvo como una iluminación. La frase que tanto había buscado le vino de repente a la memoria:

Le horrorizaba el ruido…

Tremblet, el infeliz asesinado mientras se rascaba los pies sentado al borde de su cama; Tremblet, que vivía en la calle Dames y que tenía cinco hijos a cual más travieso y una mujer que se pasaba los días quejándose de todo, Tremblet tenía verdadero horror al ruido.

Hay gentes que odian ciertos olores, otros que temen al frío o al calor. Maigret se acordaba de un proceso de divorcio en el que el marido, después de veintiséis o veintisiete años de vida conyugal, reclamaba la separación alegando:

—No he podido nunca acostumbrarme al olor de mi mujer.

A Tremblet le horrorizaba el ruido. Y Tremblet, en cuanto pudo, después de circunstancias aún misteriosas, dejar las oficinas de MM. Couvreur et Bellechasse —en la ruidosa calle Sentier— se había refugiado en aquel muelle, uno de los más desiertos de París.

Un muelle ancho, en cuyos embarcaderos reposaban perezosamente varias hileras de barcazas. Un muelle de aire provinciano, a lo largo del Sena, con casitas de una sola planta entre algunos inmuebles de alquiler, tabernas donde nunca parecía entrar nadie y patios donde uno podía ver asombrado a las gallinas picoteando el estiércol.

Era La Cerise, el cojo andrajoso, quien había descubierto esto, el bueno de La Cerise que, según declaraba con énfasis, vivía bajo el puente más cercano y que había sido el primero en llegar a la Policía Judicial.

Mientras esperaba habían llegado otros tres, todos tipos diferentes, pero todos pertenecientes a esta fauna que sólo se encuentra en París, vagabundeando por los muelles.

—Soy el primero, ¿verdad, comisario? Hace media hora que espero. —Aún no habían llegado los otros—. Bien, ¿qué hay de la recompensa?

—¿Qué recompensa?

—¿No hay recompensa?

Esto habría sido demasiado injusto. El pobre hombre estaba verdaderamente indignado.

—Siempre hay una recompensa, incluso por un perro perdido. Y yo que vengo aquí a decirle dónde vivía el pobre tipo que han asesinado…

—Bien, veremos de darte algo si el informe vale la pena.

Y habían discutido, habían regateado: cien francos, cincuenta francos; veinte francos, último precio. Se lo habían llevado. Ahora estaban frente a una casita de un solo piso, enjalbegada, con las contraventanas cerradas.

—Casi todas las mañanas lo veía pescando con caña, allí, mire, junto a aquel remolcador… Es así como nos conocimos. Al principio él no sabía gran cosa, pero yo le aconsejaba. Gracias a mí ha llegado a pescar muy buenos gobios, para las fritangas… A las once, con toda calma, recogía las cañas, las ataba y volvía a casa… Es así como me enteré de dónde vivía…

Maigret tocó, por si acaso, y una campanilla medio oxidada hizo oír un raro ruido en el vacío de la casa. Lucas echó mano de sus llaves maestras y acabó por abrir la cerradura.

—Bueno, yo estoy siempre por aquí —decía La Cerise—. Si me necesitan, ya saben…

Era casi impresionante esta casa que olía literalmente a vacío y donde, sin embargo, se oía un leve ruido. Había que dejar pasar un rato hasta darse cuenta que era el vuelo de los pájaros.

Había pajareras en las dos habitaciones de la planta baja, y estas mismas habitaciones resultaban incluso alucinantes porque excepto las jaulas, no se veía ningún mueble.

Resonaban las voces. Maigret y Lucas iban y venían, abrían las puertas, provocando corrientes de aire que hinchaban las cortinas de la única habitación, la que daba a la calle, donde había ventanas.

¿Cuántos años hacía que los papeles de las paredes no habían sido cambiados? Habían tomado un tinte indefinible y llevaban la huella de todos los muebles que habían pasado por allí, de los inquilinos que se habían sucedido a lo largo de los años.

Lucas estaba sorprendido al ver que el comisario, antes que nada, cambiaba el agua de las jaulas y llenaba los pequeños comederos de granitos de un amarillo brillante.

—¿Te das cuenta? Aquí por lo menos, estaba protegido de los ruidos.

En el primer piso una cama, una cama de latón cubierta con un buen edredón de raso rojo que habría hecho la felicidad de una campesina acaudalada, porque la luz lo hacía brillar con tonos irisados. Una cocina. Dos platos y una sartén. Y Maigret, que olfateaba la sartén, reconoció en ella un fuerte olor a pescado. Aún estaban además las espinas y las aletas en el cubo de la basura, que por lo visto no habían vaciado desde hacía mucho tiempo. Había también, en un paragüero, todo un lote de cañas de pescar.

—¿Qué le parece todo esto?

Evidentemente, Tremblet comprendía la felicidad a su manera. La tranquilidad de una casa donde no entraba nadie más que él. La pesca con caña en los muelles del Sena. Tenía dos sillas plegables una de las cuales era de un modelo perfeccionado y, probablemente, muy caro. Pájaros en bellas jaulas. Y libros, montones de libros de cubiertas abigarradas que podía saborear en paz.

Lo más curioso era el contraste entre ciertos objetos y la pobreza del decorado. Había, entre otras cosas, una caña de pescar, importada de Inglaterra, que debía haberle costado varios miles de francos. En un cajón de la única cómoda de la casa encontró un mechero de oro marcado con las iniciales «M.T.» y una lata de cigarrillos de gran lujo.

—¿Usted comprende todo esto?

Sí. Maigret tenía la impresión de comprender perfectamente. Especialmente cuando descubría objetos perfectamente inútiles, como, por ejemplo, un suntuoso tren eléctrico.

—Mira, todo esto son cosas que había deseado durante años y años…

—¿Cree usted que jugaba con el tren eléctrico?

—No aseguraría lo contrario. ¿Nunca se te ocurrió comprar cosas con las que soñaste de niño?

En fin, Tremblet venía aquí por la mañana, tal como otros van a la oficina. Iba a pescar frente a la casa. Volvía para comer, a la calle Dames, quizá después de haberse comido el producto de su pesca.

Cuidaba de sus pájaros. Leía. Debía pasar horas enteras leyendo sentado en su sillón de mimbre, cerca de la ventana, sin que nadie viniera a darle la lata, sin oír gritos a su alrededor.

Algunos días se iba al cine. Aquella vez con su hija, y le había comprado unos pendientes de oro.

—¿Cree usted que ha tenido una herencia o que robaba el dinero que gastaba en todo esto?

Maigret no respondió. Iba y venía por la casa, mientras el bueno de La Cerise montaba la guardia en el portal.

—Vas a volver al Quai des Orfèvres. Harás que manden circulares a todos los Bancos de París para saber si Tremblet tenía una cuenta. Que pregunten también a los notarios, a los procuradores…

Sin embargo, no esperaba encontrar nada. El hombre era demasiado prudente, con una vieja prudencia campesina, para depositar su dinero allí donde era posible que se lo descubrieran.

—¿Se queda aquí?

—Sí, pasaré aquí la noche. Escucha: tráeme unos bocadillos y botellas de cerveza. Llama a mi mujer y dile que no iré esta noche. Procura que los diarios no publiquen nada aún sobre esta casa.

—¿No quiere que venga a hacerle compañía, o que le envíe un inspector?

—No vale la pena.

Ni siquiera llevaba armas. ¿Para qué?

Y las horas que pasó allí probablemente transcurrieron como las horas de Tremblet. Maigret hojeó algunos libros de la extraña biblioteca. Una biblioteca de sus libros leídos y releídos varias veces.

Se entretuvo armando y desarmando las cañas mientras se preguntaba si, para un hombre como Tremblet, no eran estas cañas el escondite ideal.

—A dos mil francos por mes durante siete años.

Esto representaba un capital. Sin contar los gastos que el hombre hacía fuera de casa. El dinero debía estar escondido en alguna parte.

A las ocho se detuvo un taxi ante la puerta, precisamente en el momento en que Maigret estaba examinando las jaulas por si alguna de ellas podía haber servido de escondrijo.

Era Lucas, acompañado de una chica que parecía muy malhumorada.

—Como no podía telefonearle, no sabía qué hacer —decía Lucas, preocupado—. Al fin pensé que lo mejor sería traérsela. Es su amante…

Una morena de cara pálida, de rasgos duros, que miraba al comisario con desconfianza mientras decía:

—Supongo que no me vas a acusar de haberlo matado…

—Entre, entre —murmuraba Maigret—. Usted conoce sin duda la casa mejor que yo.

—¿Yo? No he puesto los pies aquí en mi vida. Ni siquiera sabía que existiera hasta hace cinco minutos. Además, esto huele muy mal.

Por lo visto, ella no tenía los tímpanos sensibles. Su punto débil era la nariz. Y empezó por secar la silla que le ofrecieron para que se sentara.