Capítulo dos

EL ASESINO DEL HÍGADO ENFERMO Y EL AFICIONADO A LOS CANARIOS

—¿Qué es lo que tienes, Maigret? ¡No duermes!

Debían ser las dos y media de la madrugada y a pesar de las dos anchas ventanas que estaban abiertas (daban al bulevar Richard-Lenoir), Maigret sudaba y no hacía más que dar vueltas en la cama de matrimonio. Había estado a punto de dormirse. Pero apenas la respiración de su mujer se había hecho pausada y regular se había puesto a pensar, sin quererlo. Naturalmente, pensaba en aquel pobre diablo, como él en su interior lo llamaba.

Era algo vago, irreal; parecía una pesadilla. Siempre volvía al mismo punto de partida. La calle Dames. A las ocho y media de la mañana, Maurice Tremblet acababa de vestirse en el piso donde la triste señora Tremblet (ahora sabía que se llamaba Juliette, un nombre que no podía sentarle peor), con los bigudíes todavía puestos y el ceño fruncido, intentaba tan acaloradamente hacer callar a los niños, que todavía levantaba más tempestades.

—«No podía soportar el ruido, señor comisario».

¿Por qué, de todo lo que le habían contado, era aquel detalle el que más había impresionado a Maigret y precisamente era ese detalle el que acudía a su cerebro en aquel duermevela? Sentir horror del ruido y vivir en la calle Dames, una calle estrecha y llena de comercios, con cinco niños peleándose todo el día y una Juliette incapaz de calmarlos…

«Se viste; bueno… Se afeita una vez cada dos días (según lo que había dicho Juliette)… Bebe su café con leche y come dos croissants… Entonces se marcha y se va hacia el bulevar de Batignolles para coger el metro en la estación Villiers».

Maigret había pasado la mayor parte de la tarde en su despacho. Había estado ocupado en varios asuntos del día. Durante este tiempo los periódicos de la tarde publicaban en primera página, por orden de la policía, varias fotografías de Maurice Tremblet.

El brigadier Lucas se encaminaba al Hotel Excelsior con un montón de fotografías: eran las de todos los malhechores cuya apariencia correspondía más o menos a los datos de un tal Jules Dartoin, dicho de otro modo, del asesino.

El dueño del hotel, uno de Auvernia, las examinaba todas meneando la cabeza.

—No es que lo haya visto mucho, pero desde luego no tenía esta pinta…

Lucas necesitaba hacer uso de toda su paciencia para comprender qué es lo que quería decir: el inquilino de la escopeta no era un duro; no era el tipo de hombre que inspira desconfianza.

—Mire, cuando se presentó para alquilar la habitación por una semana, había dicho que era un guarda de noche… Un hombre muy gris, de mediana edad. Apenas se le había visto porque sólo iba a su habitación a dormir y por la mañana salía temprano.

—¿Llevaba equipaje?

—Una pequeña maleta, como la que llevan los jugadores de fútbol para llevar el equipo.

Tenía bigote. El dueño decía que era rojo. El vigilante aseguraba que era gris. Claro que se lo habían visto con distintas luces.

—Iba bastante raído. Sucio no, pero raído sí. Le he hecho pagar la semana por adelantado. Sacó los billetes de Banco de una vieja cartera donde no debía guardar mucho más…

Testimonio de la chica de servicio del piso.

—Nunca tuve ocasión de verlo, pues hacía su habitación a media mañana, después de hacer la 42 y la 43, pero puedo asegurarle que la habitación se notaba que era la de un soltero.

Lucas había registrado aquella habitación con minucioso cuidado, palmo a palmo. Sobre la almohada había encontrado dos cabellos y un pelo del bigote. En el nécessaire de esmalte había hallado una pastilla de jabón perfumado apenas usada, y sobre la mesita había un peine, al que le faltaban púas.

Esto era todo. No era precisamente un gran botín. Y, sin embargo, el laboratorio había sacado ya deducciones. El hombre, según los peritos que habían examinado los cabellos y el peine durante varias horas, tendría unos cuarenta y seis o cuarenta y ocho años; era pelirrojo, pero debía estar encaneciendo. Debía tener ya un principio de calvicie, un temperamento linfático y su hígado no funcionaba bien.

Pero no era en todo esto que Maigret estaba pensando en la cama. Pensaba en el hombre asesinado.

—Se viste, desayuna, se pone el sombrero y se va… Y se dirige hacia el metro del bulevar Batignolles…

Pero no para ir a su despacho de la calle Sentier, desde luego, a casa de Couvreur y Bellechasse; no había puesto los pies allí desde hacía siete años; Dios sabe adónde debía ir.

¿Por qué pensó Maigret que en la época en que Tremblet era aún el cajero de la calle Sentier el metro le venía muy bien? La línea Porte de Champerret-Porte des Lilas es directa. Tremblet podía bajar directamente en la estación Sentier.

Ahora se acordaba de que Francine, la hija de Tremblet, a la que apenas había visto, trabajaba desde hacía poco más de un año en un Prisunic de la calle Réaumur. La calle Réaumur está al lado de la calle Sentier. En la misma línea de metro.

—¿No duermes? —preguntó la señora Maigret.

—Oye, quizá me vas a poder decir una cosa. Supongo que todos los Prisunic pertenecen a una misma empresa y tienen el mismo horario. Ya fuiste alguna vez a ese de la République…

—¿Qué quieres decir?

—¿Sabes a qué hora abren esos almacenes?

—A las nueve…

—¿Estás segura?

Aquello pareció causarle tal alegría que antes de dormirse completamente incluso canturreó.

—¿Su madre no ha dicho nada?

A las nueve y cuarto de la mañana, Maigret estaba en su despacho en compañía de Lucas, que acababa de llegar de la calle y que todavía llevaba puesto el sombrero de paja.

—Le he dicho que usted tenía que preguntarle unas cuantas cosas, pero que no quería molestarla en esos dolorosos momentos y por eso prefería causar las molestias a la chica.

—¿Está aquí la muchacha?

—Sí. Hemos venido en autobús, tal como me ha dicho usted. Me parece que está un poco nerviosa. Quería saber qué deseaba usted de ella.

—Hazla pasar.

—Hay un señor anciano que desea verle.

—Después… Que espere… ¿Qué quiere?

—Es un comerciante del barrio del Louvre… Quiere hablar con usted personalmente…

El aire era tan caluroso como la víspera. Arrancaba una ligera neblina, una especie de vapor brillante, sobre el Sena, por donde navegaban los vaporcitos.

Francine entró en el despacho. Llevaba un traje sastre azul marino de buen corte y debajo lucía una blusa camisera de tela blanca. Iba muy limpia y se la veía muy juvenil con sus rizos rubios que un gracioso sombrerito rojo hacía resaltar todavía más. Sus senos eran redondeados y fuertes. Evidentemente, no debía haber tenido tiempo todavía de irse a comprar los vestidos de luto.

—Siéntese usted, señorita… Y, si tiene calor, puede quitarse tranquilamente la chaqueta.

Francine tenía ya húmedas perlas sobre el labio superior.

—Su mamá me dijo ayer que usted trabajaba como dependienta en un Prisunic de la calle Réaumur… Si no me equivoco, esto debe quedar junto al bulevar Sebastopol, a la izquierda, ¿verdad?

—Sí, señor.

Sus labios temblaban. Y Maigret tuvo la impresión de que estaba dudando entre si debía decirle algo o no.

—Como ese almacén abre a las nueve y como veo que se halla situado muy cerca de la calle Sentier, lugar a donde tenía que ir su padre todas las mañanas, supongo que muchas veces debían ir juntos.

—Sí, algunas veces…

—¿Está segura?

—Cuando coincidíamos…

—Y usted se separaba de él cerca de su despacho, ¿no?

—Sí… casi allí mismo, en la esquina de la calle…

—¿O sea que usted nunca sospechó nada?

Maigret fumaba y extraía de su pipa pequeñas bocanadas de humo, tranquilamente, mientras observaba aquel rostro juvenil turbado por la inquietud.

—Estoy seguro de que una joven como usted no se atrevería a mentirle a la policía… Supongo que ya se dará cuenta que eso sería muy grave, sobre todo ahora en que todos nos esforzamos para dar caza al asesino de su padre.

—Sí, señor.

Había sacado un pañuelo del bolso y se tapaba los ojos con fuerza, respiraba entrecortadamente y estaba a punto de echarse a llorar.

—Lleva usted unos bonitos pendientes.

—Sí, señor.

—Desde luego. Son unos pendientes preciosos. ¿Me permite? Esto me hace pensar que quizá ya tiene usted novio.

—¡Oh, no! No, señor.

—Son de oro, y los dos granates son buenos.

—No, señor… Mamá creía que sí, pero…

—¿Pero?

—… Yo le dije que no…

—¿Fue usted quien compró los pendientes?

—Sí, señor.

—¿No da usted la paga a sus padres, pues?

—Sí, señor. Pero me permiten guardarme las extraordinarias.

—¿El bolso también se lo compró usted?

—Sí, señor.

—Vamos a ver, pequeña…

Francine levantó la cabeza extrañada, y Maigret se echó a reír.

—¿Ha terminado?

—¿De qué, señor?

—De tomarme el pelo.

—Le juro que…

—Aguarde un momento, ¿quiere?… ¡Oiga!… ¿Telefonista?… Póngame con el Prisunic de la calle Réaumur… Sí…

—Escuche, señor…

Maigret le indicó con la cabeza que se callara y la chica se echó a llorar.

—Oiga… ¿Es el Prisunic?… ¿Quiere hacer el favor de ponerme en comunicación con el gerente?… ¿Es usted mismo?… Aquí, la policía. ¿Puede decirme algo, por favor?… Se trata de una de sus dependientas. Es a propósito de la señorita Francine Tremblet… Sí… ¿Cómo?… ¿Desde hace tres meses?… Gracias… Es posible que después pase a verle.

Se volvió hacia la muchacha:

—¡Bueno, señorita!

—Al final también se lo habría confesado…

—¿Cuándo?

—Esperaba reunir fuerzas suficientes…

—¿Qué pasó?

—¿No se lo dirá a mamá?… Ha sido por ella que yo no me he atrevido a hablar en seguida… ¡Habrá tal crisis de lágrimas y de suspiros! ¡Si usted conociera a mamá!… Tal como le dije, a veces íbamos juntos papá y yo por la mañana en el metro… Él no quería que yo trabajara ni que aceptara esa colocación… ¿Comprende?… Pero mamá empezó a decir que no éramos unos potentados, que para llegar a final de mes se las veía negras, que era una ocasión única… Fue ella quien me presentó al gerente… Una mañana, hará cosa de tres meses, después de que hube dejado a papá en la esquina de la calle Sentier, me di cuenta de que había salido de casa sin dinero… Mi madre me había encargado que al volver trajera varias cosas… Entonces corrí detrás de papá y vi que no se paraba en Couvreur y Bellechasse, sino que continuaba andando entre la gente…

»Pensé que quizá iba a comprar alguna cosa, cigarrillos tal vez… Yo tenía prisa… Y me fui al almacén… Después, cuando tuve un momento libre, quería ir al despacho de papá, pero me dijeron que no trabajaba allí desde hacía ya mucho tiempo.

—¿Habló usted con él aquella misma noche?

—No… Al día siguiente lo seguí… Se dirigió hacia el muelle, pero en un momento dado se volvió y me vio… Entonces me dijo:

»—¡Tanto mejor!…

—¿Por qué tanto mejor?

—Porque no le gustaba que yo trabajara en un almacén. Me dijo que hacía ya tiempo que le hubiese gustado sacarme de ahí… Me explicó que había cambiado de empleo y que ahora tenía uno mucho mejor, porque no tenía necesidad de estar encerrado todo el día. Fue ese mismo día que me hizo entrar en una tienda y me compró estos pendientes…

»—¡Si tu madre te pregunta dónde te los has comprado, dile que son falsos!

—¿Y después?, ¿qué pasó?

—Yo dejé de trabajar, pero no le dije nada a mamá. Papá me daba el dinero del sueldo. De vez en cuando nos citábamos en la ciudad e íbamos juntos al cine o al jardín Botánico.

—¿Y usted no sabe qué es lo que hacía su padre durante todo el día?

—No… Pero yo comprendía perfectamente por qué no le había dicho nada a mamá… Si le hubiera dado más dinero, las cosas no habrían cambiado… El desorden de la casa habría seguido siendo el mismo… Es algo difícil de explicar a alguien que no haya vivido con nosotros… Mamá es una buena mujer, pero…

—Muchas gracias, señorita.

—¿Hablará usted de eso?

—Aún no lo sé… Oiga usted: ¿Nunca vio a su padre en compañía de alguien?

—No.

—¿Ni nunca le dio ninguna dirección?

—No, siempre solíamos encontrarnos al borde del Sena junto al Pont-Neuf o al Pont des Arts…

—Una última pregunta: cuando usted se lo encontraba en estos sitios, ¿iba vestido como siempre, o sea, como usted solía verlo en la calle Dames?

—Una vez, sólo una, hace dos semanas, llevaba un traje gris que nunca le había visto antes y que en casa jamás se había puesto.

—Muchas gracias… ¿Supongo que de todo esto usted no debe haber hablado con nadie?

—No, no he dicho nada a nadie.

—¿Ni siquiera a un amigo?

—No, se lo juro.

Maigret estaba de buen humor, sin saber por qué, puesto que el problema se había complicado en lugar de simplificarse. ¿Tal vez estaba contento porque se daba cuenta de que sus intuiciones de la noche habían sido acertadas? ¿O tal vez porque empezaba a interesarse vivamente por este pobre diablo de Tremblet que se había pasado varios años de su vida envuelto en pequeños misterios y enredando a la lúgubre Juliette?

—Haga entrar a ese señor, Lucas…

—Théodore Jussiaume, vendedor de pájaros, barrio del Louvre, París. Ha sido por la fotografía…

—¿Ha reconocido a la víctima?

—¡Sí, señor! Era uno de mis mejores clientes…

Acababa de ponerse de manifiesto una nueva fase de Maurice Tremblet. Una vez por semana al menos, se pasaba un buen rato en la tienda llena de cantos de pájaros de Théodore Jussiaume. Sentía una gran predilección por los canarios y compraba muchos de ellos.

—Le vendí, por lo menos, tres jaulas de lo mejor.

—¿Se las hizo llevar a su casa?

—No, señor. Se las llevó en un taxi…

—¿Sabía usted su domicilio?

—No, ni siquiera sabía su nombre. Un día me dijo que se llamaba Charles, y mi mujer, yo, e incluso los dependientes, siempre le llamamos así. Era un buen conocedor de canarios. Muchas veces me he preguntado por qué no los llevaba a un concurso. Poseía algunos que habrían podido ganar uno de los primeros premios en el concurso de canto.

—¿Parecía un hombre rico?

—No, señor… Normal… No era tacaño, pero se le notaba que contaba el dinero.

—Vamos, en definitiva, podríamos decir que era una buena persona, ¿no?

—Excelente persona y un cliente como pocos.

—¿Nunca vino a su casa acompañado de alguien?

—Nunca…

—Muchas gracias, señor Jussiaume.

Pero M. Jussiaume no se marchó todavía.

—Hay una cosa que me intriga y que me inquieta un poco… Si los periódicos dicen la verdad, en el apartamento de la calle Dames no hay ningún pájaro… Si hubieran estado allí todos los canarios que me ha comprado, probablemente habrían sido mencionados, ¿no le parece? Porque por lo menos debía tener doscientos y no todos los días…

—Probablemente usted se está preguntando si estos pájaros…

—No están en algún otro sitio sin que nadie se cuide de ellos, ahora que ha muerto M. Charles…

—Señor Jussiaume, le prometo que si encontramos los canarios, se lo comunicaremos, para que usted pueda prodigarles los cuidados adecuados, si es que llegamos a tiempo para ello.

—Muchas gracias… Es mi mujer, sobre todo, la que se atormenta con eso.

—Perfectamente. Buenos días, señor Jussiaume.

Y, una vez hubo cerrado la puerta, Maigret dijo:

—¿Qué opinas de todo eso, amigo Lucas? ¿Tienes los informes?

—Acaban de bajarlos.

Del informe del médico forense, el doctor Paul, se sacaba la conclusión de que Maurice Tremblet murió por mala suerte.

Eran cuarenta líneas de consideraciones técnicas en las que el comisario no entendió nada.

—¡Oiga! ¿Es el doctor Paul?… ¿Quiere explicarme qué es lo que quiere decir en ese informe?

—Que, normalmente, la bala no tendría que haber penetrado en la caja torácica porque tenía muy poca fuerza y que si no se hubiera dado la casualidad de que hubiera alcanzado precisamente un punto tan sensible, jamás habría penetrado en el corazón. Solamente lo habría herido levemente.

—¡Es el colmo de la mala suerte! —concluyó diciendo el médico de la sedosa barba—. Ha sido preciso que se diera la circunstancia de tener un ángulo de tiro especial… Y de que Tremblet estuviera precisamente en esta posición…

—¿Cree usted que el asesino conocía todos estos detalles y que ha apuntado considerando todo eso?

—Me parece que el asesino es un imbécil… Un imbécil que no tira mal porque ha alcanzado a nuestro hombre, pero que habría sido incapaz de apuntar de modo que la bala penetrara directamente en el corazón… Me parece que no tiene un conocimiento demasiado profundo de las armas de fuego.

Este informe estaba confirmado por el del experto armero Gastinne-Renette. La bala, según él una bala de plomo de un calibre de doce milímetros, había sido disparada con un fusil de aire comprimido, del mismo tipo de los qué se utilizan en las ferias.

Un detalle curioso era que el asesino había limado cuidadosamente la bala para hacerla más puntiaguda.

A una pregunta que le hizo Maigret, el perito en armas de fuego contestó:

—¡Qué va! Haciendo esto no conseguiría hacerla más mortífera. ¡Al contrario! Una bala redonda causa más destrozos en la carne que una bala puntiaguda. Ese hombre, al obrar así, debía considerarse muy listo, pero la verdad es que no tenía ni idea de lo que es un arma.

—Vamos, que es un aficionado, ¿no?

—Sí, un aficionado que debe de haber leído en algún sitio, tal vez en alguna novela policíaca, cosas que ha entendido completamente al revés.

Así estaban las cosas a las once de la mañana del día siguiente de la muerte de Maurice Tremblet.

En la calle Dames, Juliette se debatía como siempre con todas sus preocupaciones cotidianas, agravadas por todas las que trae consigo la muerte del jefe de familia, sobre todo cuando ésta está complicada además con un asesinato. Los periodistas, para acabar de empeorar las cosas, la asediaban de la mañana a la noche, y hasta había fotógrafos escondidos en la escalera.

—¿Qué quería saber el comisario?

—Nada, mamá.

—No me dices la verdad… Nadie me dice nunca la verdad. Incluso tu padre me mentía, me ha estado mintiendo años y años.

Entretanto, en alguna parte, doscientos canarios seguían esperando que alguien les diera de comer.

Maigret, suspirando, se dirigía a Lucas diciendo:

—No podemos hacer más que esperar.

Esperar que las publicaciones de las fotografías produjeran su efecto y que la gente reconociera a Maurice Tremblet o a M. Charles.

¡Durante siete años éste tenía que haber ido a algún sitio! Si cambiaba de traje fuera de su casa, si compraba pájaros y enormes pajareras, es que en algún sitio debía tener un refugio, una habitación, un apartamento, o quizá una casa. ¿Tenía que existir un propietario o un encargado, o una mujer de faenas por lo menos? ¿O tal vez el apartamento sería de algunos amigos o incluso podía tratarse de una «liaison»!

Sin saber exactamente por qué, Maigret seguía este asunto con cierta emoción, emoción que le hubiera molestado bastante tener que reconocer que la experimentaba.

No se mata a los pobres tipos.

Se sentía atraído por aquel hombre de una manera confusa. Al principio, sentía interés por aquel hombre que no había conocido nunca, y que había muerto estúpidamente sentado al borde de la cama, junto a la triste Juliette, a causa de una bala que no tenía por qué haberlo matado.

Y el asesino también parecía ser un pobre diablo que se tomaba la molestia de limar la bala de plomo para hacerla más mortífera y que sólo había dejado tras sí (en la habitación del Hotel Excelsior) un peine sucio al que faltaban algunas púas.

El asesino tenía una enfermedad de hígado. Esto era todo lo que se sabía de él.

Lucas había salido de nuevo a la caza. Un trabajo pesado y nada brillante. Tenía que visitar todos los armeros de París. Después tenía que ir a ver a los propietarios de los barracones de tiro al blanco, pues el hombre habría podido comprar el fusil en alguno de aquellos sitios. El inspector Janvier, por su parte, tenía que interrogar a los comerciantes de la Mégisserie y del barrio del Louvre, e inspeccionar los tabernuchos de las cercanías del Pont-Neuf y del Pont des Arts, lugar donde Tremblet se entrevistaba con su hija y lugar donde posiblemente habría tenido ganas de beber algo.

Y Torrence, el gordo Torrence, se ocupaba de los chóferes de los taxis, pues no todos los días van los clientes en los taxis con pajareras de gran tamaño.

En cuanto a Maigret, estaba simplemente sentado en la Brasserie Dauphine, a la sombra de una vela de rayas rojas y amarillas ante un vaso bien lleno. Fumaba distraídamente su pipa, mientras esperaba la hora de ir a desayunar. En algunos momentos su frente se arrugaba breves segundos.

Había algo que le preocupaba, pero no acertaba a saber exactamente qué. ¿Qué es lo que le habían dicho, aquella mañana o la víspera, que le había chocado y que ahora no conseguía recordar?

Era una corta frase. Y, sin embargo, le había interesado. Estaba seguro. Incluso había pensado que tal vez contenía la clave del misterio.

Veamos… Había sido durante el interrogatorio de la muchacha de los senos altos y el sombrero rojo… Repasaba mentalmente todo lo que le había dicho… Recordaba la escena de la esquina de la calle cuando ella corría tras él y éste no iba a su despacho…

¿Los pendientes?… No… A veces el padre y la hija iban al cine a escondidas… O sea, que Francine era la hija preferida de Tremblet. Debía sentirse orgulloso de salir con ella y de comprarle un montón de cosas raras…

Pero no era aquello… La pequeña frase estaba a punto de hacer su aparición… Un rayo de sol oblicuo le iluminaba, y había en el aire ese fino polvo dorado que permanece largo tiempo en una habitación cuando se acaban de hacer las camas.

Era en la calle Dames… La puerta de la cocina estaba abierta… Era Juliette quien hablaba… ¿Qué le habría podido decir ésta para que él, durante unos instantes, hubiera tenido la impresión de que estaba a punto de comprenderlo todo?

—¡Joseph! ¿Cuánto le debo?

—Cuatro francos, señor comisario.

A lo largo del camino trató de recordar aquella pequeña frase. Seguía buscándola todavía a la hora de la comida, con los codos sobre la mesa y en mangas de camisa. La señora Maigret, que lo veía preocupado, acabó por callarse.

Sin embargo, mientras servía la fruta, no pudo evitar decir entre dientes:

—A ti no te parece indignante que…

¡Claro! La señora Maigret no conocía a Juliette. Ni había estado nunca en el piso de la calle Dames.

Tenía la frase en la punta de la lengua. Su mujer, sin saberlo, acababa de ayudarle.

—A ti no te parece indignante que…

Un pequeño esfuerzo. Sólo con un pequeño esfuerzo… pero el relámpago no se produjo. Echó la servilleta sobre la mesa, llenó la pipa, se sirvió un vaso de calvados y se acodó sobre la repisa de la ventana mientras esperaba la hora de volver al Quai des Orfèvres.