Capítulo uno

EL ASESINATO DEL HOMBRE EN CAMISA

No se mata a los pobres tipos…

Diez veces, veinte veces en el espacio de dos horas, aquella frase estúpida acudió a la mente de Maigret, como el estribillo de una canción que no se sabe dónde se ha oído y que le persigue a uno sin razón. Era una obsesión y a veces murmuraba la frase a media voz; a veces con una variante:

—No se mata a un hombre en camisa…

Hacía calor desde las nueve de la mañana. El París de agosto olía a vacaciones. La P. J. estaba casi vacía, con todas las ventanas abiertas a los muelles, y Maigret ya estaba en mangas de camisa cuando recibió la llamada telefónica del juez Coméliau.

—Tendrá usted que acercarse a la calle Dames. Ha habido un crimen esta noche. El comisario de policía del barrio me ha contado una historia complicada. Aún está allí. El ministerio fiscal no podrá estar allí antes de las once de la mañana.

Es así cómo le caen a uno las tejas en la cabeza. Se prepara uno a pasar un día tranquilo y ¡crac!

—¿Vienes, Lucas?

Y, como siempre, el cochecito de la brigada criminal no estaba libre. Los dos hombres cogieron el metro, que olía a lejía, y en el que Maigret había tenido que apagar la pipa.

En la parte baja de la calle Dames, hacia la calle de Batignolles, había un gran movimiento: rebosaba de legumbres, frutas y pescados, colocados en carritos, a lo largo de las calles, que eran asaltados por la masa compacta de amas de casa. Naturalmente, un montón de chiquillos aprovechaban la ocasión para entregarse a los juegos más ruidosos.

Era una casa vulgar. Seis pisos de viviendas para bolsas muy medianas y en la planta baja había una lavandería y el puesto de un carbonero. Un policía estaba en la puerta.

—El comisario de policía le espera arriba, señor Maigret… Es en el tercero…Vamos, circulen ustedes… No hay nada que ver… Dejen el paso libre…

La portería estaba llena de comadres como siempre. Puertas que se abrían sin ruido en cada piso, rostros curiosos que se perfilaban por las rendijas.

¿Qué tipo de crimen podía haberse cometido en una casa semejante, habitada por pobres gentes que corrientemente son buenas personas? Ni siquiera el ambiente era para eso…

En el tercero, una puerta ancha daba a la cocina. Tres o cuatro niños hacían ruido, niños ya mayores, de doce a dieciséis años, y en otra habitación se oía una voz de mujer:

—Gérard, si no dejas a tu hermana tranquila…

Una de esas voces a la vez chillona y cansada, esa voz de algunas mujeres que pasan su vida luchando con pequeñas preocupaciones. Era la mujer de la víctima. Se abrió una puerta y Maigret se encontró frente a ella y al comisario de policía del barrio, a quien estrechó la mano.

La mujer suspiró como diciendo: «¡Uno más!…».

—Es el comisario Maigret —explicó el policía del barrio—, que va a dirigir la investigación.

—¿Entonces tengo que empezar de nuevo a contarlo todo?

Aquella habitación era, al mismo tiempo, comedor y salón. Había una máquina de coser en un rincón y un aparato de radio en otro. La ventana abierta dejaba pasar los ruidos de la calle. La puerta de la cocina estaba también abierta, y a través de ella se oía el alboroto de los chiquillos; pero la mujer la cerró y las voces callaron como cuando se cierra la radio.

—Estas cosas sólo me ocurren a mí… —dijo suspirando—. Siéntense, señores…

—Explíqueme usted lo que ha ocurrido, lo más simplemente que pueda…

—¿Cómo quiere que se lo cuente si no he visto nada? Es un poco como si no hubiera ocurrido nada… Él volvió a las seis y media como los otros días… Siempre ha sido puntual… Incluso tengo que pegar a los niños porque siempre quiere sentarse a la mesa tan pronto llega…

Hablaba de su marido, del que había una ampliación fotográfica colgada de la pared, que hacía juego con su propio retrato. No era a causa del drama que la mujer aquella tenía aquel aire asustado. Ya en el retrato tenía el aspecto abrumado y resignado de alguien que sostiene sobre sus espaldas todo el peso del mundo.

En cuanto al hombre de los bigotes y el cuello duro que aparecía en la fotografía, era la imagen viviente de la serenidad; resultaba tan anodino, tan insignificante, que uno habría podido encontrárselo cien veces sin reparar en él.

—Ha llegado a las seis y media y se ha quitado el abrigo, que ha dejado colgado en el perchero. Es preciso reconocer que siempre ha sido muy cuidadoso con sus cosas… Hemos cenado… he mandado a los dos pequeños a jugar fuera… Francine trabaja y ha llegado a las ocho. Le había dejado su cena en un rincón de la mesa…

Aquella mujer ya le debía haber contado todo aquello al comisario de policía, pero se notaba que lo repetiría con la misma lamentable tonadilla, tantas veces como fuera preciso, conservando siempre aquella mirada ansiosa de alguien que teme olvidarse de algo. Podía tener unos cuarenta y cinco años y sin duda debía haber sido hermosa. ¡Pero hacía tantos años que se debatía de la mañana a la noche con las preocupaciones del hogar!…

—Maurice se ha sentado en su rincón cerca de la ventana… Mire, usted está sentado precisamente en su sillón… Ha leído un libro y se levantaba de vez en cuando para darle vueltas a los botones de la radio…

A aquella misma hora, en las casas de la calle Dames debía haber un centenar de hombres haciendo lo mismo, hombres que habían trabajado todo el día en un despacho o en un almacén y que ahora se distraían (con la ventana abierta) leyendo un libro o el periódico de la noche.

—No salía nunca, ¿saben? Quiero decir solo. Una vez por semana, íbamos al cine todos juntos… El domingo…

De vez en cuando perdía el hilo, porque se quedaba escuchando los ruidos amortiguados que llegaban de la cocina. Parecía inquieta. Debía estarse preguntando si los niños estaban a punto de pelearse o si algo se estaría quemando sobre el fuego.

—¿Dónde estaba? ¡Ah, sí!… Francine tiene diecisiete años. Había salido y ha vuelto hacia las diez y media… Los otros se habían ido ya a la cama… Yo estaba preparando el caldo para hoy, para adelantar, porque por la mañana tenía que ir a la modista… ¡Dios mío!, y ahora recuerdo que me he olvidado de decirle que no iría… Debe estar esperándome.

Aquello era otro drama más…

—Nos hemos acostado… Es decir, hemos entrado en la habitación y yo me he metido en cama… Maurice siempre tardaba más en desnudarse… La ventana estaba abierta… No habíamos cerrado las ventanas porque hacía calor… Delante no había nadie que pudiera vernos… Es un hotel… La gente entra y se acuesta en seguida… Es raro que se queden mirando por la ventana.

Lucas se estaba preguntando si su jefe no estaría a punto de dormirse por la pasividad que mostraba. Pero de vez en cuando se escapaba un poco de humo de sus labios que tenía fuertemente apretados contra el tubo de la pipa.

—¿Qué quieren que les diga yo? Esto sólo podía ocurrirme a mí… Maurice hablaba… pero no sé de qué, mientras doblaba su pantalón que acababa de quitarse. Iba en camisa… y se sentó al borde de la cama… Se había quitado las zapatillas y se disponía a rascarse los pies, pues los tenía muy delicados… Entonces he oído un ruido fuera… Como… como cuando un auto tiene un pinchazo… o quizá no… Aquello ha hecho un ruido así: pchouitt… Sí, ¡pchouitt!… Algo así como cuando un grifo tiene demasiado aire… Me he preguntado por qué Maurice había dejado de hablar en mitad de una frase. Yo empezaba ya a amodorrarme, porque tengo que decirles que había tenido un día de lo más fatigoso… Se ha hecho el silencio. Después, dulcemente, ha dicho con una voz muy rara:

»—Mierda…

»Me ha sorprendido mucho oírle decir eso porque generalmente nunca dice palabrotas… No le va… Le he preguntado:

»¿Qué te pasa?».

»Y ha sido entonces cuando he abierto los ojos, que hasta aquel momento había tenido cerrados, y he visto que se balanceaba hacia delante.

»“¡Maurice!”, he gritado.

»¡Un hombre como él que jamás se había desvanecido en su vida!, ¿comprenden?… Tal vez no tenía mucha salud, pero nunca estaba enfermo…

»Me he levantado… Y he seguido hablando… Maurice tenía la cara sobre la alfombra… He intentado levantarlo y he visto que tenía sangre en la camisa…

»He llamado a Francine, que es la mayor. ¿Y saben lo que me ha dicho después de haber visto a su padre?

»—¿Qué has hecho, mamá?

»Después ha bajado a llamar por teléfono… Ha tenido que despertar al negociante de carbones…».

—¿Dónde está Francine? —preguntó Maigret.

—Está en su habitación… Se está vistiendo… Porque, durante toda la noche, no hemos pensado en vestirnos… Ya ven cómo voy yo… Ha venido el médico, después los policías, después usted…

—¿Quiere dejarnos?

—¿Dejar qué?

Después desapareció tras la puerta de la cocina. Se oyó cómo reñía a los niños con voz monótona.

—Un cuarto de hora más y me habría vuelto loco… —dijo Maigret suspirando, mientras se acercaba a la ventana para respirar una bocanada de aire.

No habría sabido decir exactamente por qué quería desprenderse de aquella mujer, que tal vez era una excelente persona. Había algo en ella tan desalentador, que conseguía oscurecer y enlugubrecer hasta el sol que penetraba por la ventana. La vida, a su lado, era algo tan aburrido, tan inútil y monótono, que uno se preguntaba si la calle estaba verdaderamente allí, en cierto modo a un paso, llena de vida y de luz, de colores, de sonidos y de olores.

—Pobre hombre…

Pobre, no porque hubiera muerto, sino porque había vivido.

—¿Cómo se llamaba?

—Tremblet… Maurice Tremblet… Cuarenta y ocho años… Según me ha dicho su mujer, era cajero en una casa de Sentier… ¡Espere! He anotado la dirección: «Couvreur y Belechasse, pasamanería». ¡Pasamanería por añadidura!

—¿Sabe? —decía el comisario de policía—. Al principio he creído que había sido ella quien lo había matado… Acababan de arrancarme de mi primer sueño… Con el desorden que reinaba en esta casa, cuando yo he llegado, con los críos hablando todos a la vez y ella que les estaba gritando que se callaran, mientras me repetía cien veces la misma cosa (poco más o menos lo mismo que usted ha oído), al principio la he tomado por una loca o por algo parecido… Además, «el brigadier» había empezado preguntándole de sopetón.

»—No le pregunto todo eso. ¡Le pregunto por qué lo ha matado usted!…

»Ella contestaba:

»—¿Por qué habría tenido que matarlo?

»Había varios vecinos en la escalera… Ha sido el médico del barrio, que ahora me mandará el informe, quien me ha asegurado que la bala había sido tirada desde lejos, posiblemente desde una de las ventanas de enfrente… Entonces he enviado a mis hombres al Hotel Excelsior…

A Maigret le venía a la memoria aquella frase:

—No se mata a los pobres tipos…

Y menos a un infeliz en camisa, sentado al borde del lecho conyugal y a punto de rascarse los pies.

—¿Han descubierto algo ahí delante?

Maigret examinó las ventanas del hotel, que más bien parecía una pensión. En una placa negra de mármol artificial se anunciaba. «Habitaciones por meses, por semanas y por días; agua corriente caliente y fría».

Era un edificio pobre. Pero lo mismo que la casa y el apartamento, no encajaba bien dentro de esta clase de pobreza que armoniza con el drama. Era una pobreza decente, una mediocridad limpia y conveniente.

—He empezado ocupándome del tercer piso. Mis agentes han encontrado a los ocupantes en sus camas. Se han puesto furiosos. El dueño decía que pondría un pleito. Después se me ha ocurrido subir al cuarto y lo he encontrado vacío, precisamente la habitación que está frente a la ventana que interesa estaba desocupada y me atrevería a decir que aquélla era precisamente la habitación que tendría que haber estado ocupada; es la habitación de un tal Jules Dartoin, que la ha alquilado hace cosa de una semana. He interrogado al vigilante nocturno. Se ha acordado de que había tirado del cordón para que alguien saliera un poco antes de medianoche, pero no se acordaba de quién era.

Maigret se decidió al fin a abrir la puerta de la habitación, donde todavía estaba el cuerpo de la víctima, en parte sobre la alfombra y en parte sobre el suelo, al pie de la cama.

—Según parece, le han dado en el corazón y la muerte ha sido casi instantánea… Prefiero esperar a que llegue el forense para realizar la extracción de la bala… Me parece que llegará de un momento a otro junto con esos señores de la Fiscalía…

—Hacia las once… —dijo Maigret distraídamente.

Eran las diez y cuarto. Las verduleras, en la calle, continuaban vendiendo alrededor de las carretillas, y un buen olor de legumbres y frutas se esparcía por el aire caluroso.

No se mata a los…

—¿Han registrado los bolsillos del traje?

Indudablemente sí, porque las diversas prendas aparecían amontonadas sobre la mesa, y Tremblet, según había dicho su mujer, las había doblado cuidadosamente antes de acostarse.

—Todo está aquí… Un monedero… Cigarrillos… Un encendedor… Unas llaves… Una cartera que contiene unos cien francos y fotografías de sus hijos…

—¿Y los vecinos?

—Mis hombres han interrogado a todos los de la casa… hace veinte años que los Tremblet ocupan este alojamiento… Lograron obtener dos habitaciones más cuando aumentó la familia… Nadie tiene nada que decir en contra de ellos… Llevan una vida arreglada… Sin ningún imprevisto… Pasan quince días de vacaciones cada año en Cantal. Tremblet es originario de allí… No reciben a nadie. Sólo de vez en cuando les visita la hermana de la señora Tremblet, que se apellida Lapointe y que también es de Cantal… Su marido salía siempre a la misma hora para ir a su despacho, cogía el metro en la estación Villiers… Volvía a las doce y media, se marchaba una hora después y regresaba otra vez a su casa a las seis y media…

—Es una estupidez…

Era Maigret quien había dicho aquello, casi sin darse cuenta. Porque era una estupidez, No se podía tener ninguna idea ante un crimen como aquél.

Existen cientos de razones para matar a la gente, pero estas razones en cierto modo están catalogadas. Cuando se llevan treinta años en la policía, se sabe en seguida con qué tipo de crimen se está enfrentando uno.

Se mata a una anciana, a la dueña de una mercería, a una vendedora, para desvalijarles la caja o para ir en busca de sus ahorros que esconden dentro del colchón. Se mata por celos, por…

—¿Se dedicaba a la política tal vez?

Maigret fue a buscar, a la habitación contigua, el libro que el hombre había leído la víspera por la noche. Era una novela de capa y espada con cubierta a todo color.

No habían robado nada. Ni habían intentado apoderarse de nada. Y, sin embargo, no podía decirse que aquél fuera un crimen fortuito. Al contrario, debía haber sido minuciosamente preparado, porque incluso habían tenido que alquilar una habitación en el hotel de enfrente y procurarse una escopeta, probablemente una escopeta de aire comprimido.

Y esto no lo hace uno cualquiera. Y tampoco se dispara contra un hombre de tantos. Y, sin embargo, Tremblet se podía haber llamado perfectamente ¡El Señor Uno de Tantos!

—¿No espera a los de la Fiscalía?

—Volveré seguramente antes de que se hayan marchado. Hágame el favor de quedarse aquí para ponerlos al corriente.

En la habitación de al lado se oía un enorme ruido; resultaba evidente que la señora Tremblet, nacida Lapointe, estaba en pleno combate con sus hijos.

—¿Cuántos tiene?

—Cinco… Tres chicos y dos chicas… Uno de los hijos, este invierno ha tenido una pleuresía y ahora está con sus abuelos en el campo… Tiene trece años y medio…

—¿Viene, Lucas?

Maigret no tenía ningún interés de momento en ver otra vez a la señora Tremblet, ni oír sus Estas cosas sólo me ocurren a mí…

Maigret bajó con paso pesado aquella escalera en la que las puertas se abrían disimuladamente y detrás de las cuales se hablaba en voz baja. Habría sido conveniente entrar en la tienda del negociante de carbones y beber un vaso de vino blanco, pero estaba lleno de curiosos que esperaban la llegada de los de la Fiscalía, y prefirió ir a la calle de Batignolles, donde no se sabía nada del drama.

—¿Qué vas a beber?

—Lo mismo que usted, jefe…

Maigret se secó el sudor mientras se miraba maquinalmente en el espejo.

—¿Qué piensas tú de todo eso?

—Que si tuviera una mujer como ésa…

Lucas se calló.

—Ocúpate tú del tipo del Hotel Excelsior… No vas a descubrir gran cosa, porque un tipo que ha actuado como ése… ¡Eh!… Taxi…

¡Tanto peor para la nota de gastos! Hacía demasiado calor para meterse en el horno del metro o para esperar un autobús en la esquina de la calle.

—Te encontraré en la calle Dames… Si no en el Quai, esta tarde…

No se mata a los pobres tipos, ¡demonio! En todo caso se les mata en serio organizando una guerra o una revolución. Y si en algún caso los pobres diablos se matan ellos mismos, les resulta difícil hacerlo con una escopeta de aire comprimido en el momento en que se están rascando los pies.

¡Si por lo menos Tremblet hubiera tenido un apellido extranjero, en lugar de ser simplemente de Cantal! Se habría podido suponer por lo menos que pertenecía a Dios sabe qué sociedad secreta de su país.

¡No era una cabeza digna de ser asesinada, desde luego! Todo aquello era angustioso. El piso, la mujer, los chiquillos, el marido en camisa y aquella bala que había hecho pchouitt…

Maigret, dentro de su taxi descubierto, aspiró una fuerte bocanada de su pipa y se encogió de hombros. Por un momento pensó en la señora Maigret, que indudablemente suspiraría y diría:

—¡Pobre mujer!…

Porque las mujeres compadecen siempre a las mujeres cuando muere un hombre.

—No, no sé el número… Calle Sentier, sí… Couvreur y Bellechasse… Debe ser una casa importante… Probablemente una casa fundada en 1800… y…

Estaba furioso. Estaba furioso porque no comprendía nada de todo aquello y le horrorizaba no llegar a comprender las cosas. La calle Sentier era empinada. El chófer se paró para preguntar, y en el momento en que le estaba preguntando a un transeúnte, Maigret leyó: Couvreur y Bellechasse en unas letras doradas que ocupaban la fachada.

—Espere… No tardaré.

Él no se daba cuenta, pero el calor lo volvía perezoso. Sobre todo cuando la mayor parte de sus compañeros y de sus inspectores estaban de vacaciones. Además, aquel día precisamente había pensado pasarlo tranquilamente en su despacho.

Primer piso a la izquierda. Una larga hilera de habitaciones sombrías hacían pensar en una sacristía.

—¿El señor Couvreur, me hace el favor?

—¿Es un asunto personal?

—Sí, muy personal.

—Lo lamento porque el señor Couvreur murió hace cinco años.

—¿Y el señor Bellechasse?

—El señor Bellechasse está en Normandía, pero si quiere hablar con el señor Mauvre…

—¿Quién es?

—El apoderado… Ahora precisamente ha ido al Banco, pero no tardará en llegar…

—¿El señor Tremblet no está aquí?

—Perdone. ¿Qué nombre ha dicho?

—Tremblet… Señor Maurice Tremblet…

—No le conozco…

—Es el cajero…

—Perdone. El cajero se llama Magine, Gaston Magine…

Por lo visto, aquel día Maigret tenía la manía de las frases hechas. La que ahora se le ocurrió fue:

«¡Es peor que jugar al tángano!».

—¿Esperará al señor Mauvre?

—Sí, lo esperaré.

Y esperó entre aquel cálido olor de cartón y pasamanería. Menos mal que la espera no duró mucho. El señor Mauvre era un hombre de sesenta años que iba vestido de negro de arriba a abajo.

—¿Deseaba usted hablar conmigo?

—Sí, soy el comisario Maigret, de la P. J.

Si había creído dejar asombrado al señor Mauvre con su frase se equivocaba.

—¿Y a qué debo el honor?…

—Tienen aquí a un cajero que se llama Tremblet, ¿verdad?

—Lo teníamos… Hace ya mucho tiempo de eso… Espere… Fue en el mismo año en que modernizamos nuestra sucursal de Cambrai… Hace siete años… Sí… Quizá menos, porque él se fue a mediados de la primavera. —Y, ajustándose el monóculo, añadió—: Hace siete años que el señor Tremblet no está a nuestro servicio.

—¿No lo han vuelto a ver más?

—Yo personalmente, no.

—¿Estaban descontentos de él por algo?

—No, en absoluto. Lo conocí muy bien porque había entrado a trabajar en la casa sólo unos años después que yo… Era un empleado concienzudo y puntual. Se despidió de una manera completamente normal por razones de familia, supongo… Sí, recuerdo que nos dijo que se iba a residir a su región, no sé si a la Auvergne o a Cantal, no lo sé…

—¿Nunca notaron ninguna irregularidad en sus libros de cuentas?

El señor Mauvre se indignó como si le acabaran de insultar personalmente.

—No, señor. En esta casa jamás pasan estas cosas.

—¿No se enteró usted nunca de si el señor Tremblet tenía algún lío o algún vicio?

—No, señor; nunca me enteré de nada de eso, y estoy seguro además de que no los tenía.

La respuesta fue seca. Parecía mentira que Maigret no se diera cuenta de que estaba yendo demasiado lejos, por muy comisario de la Policía que fuera…

Sin embargo, Maigret continuó:

—Es curioso, porque el señor Tremblet, desde hacía siete años concretamente hasta ayer, salía cada día de su casa para ir al despacho, y, cada mes, le daba la paga a su mujer…

—¡Perdone, pero esto es imposible!

Se le insinuaba que tenía la puerta tras de él.

—¿O sea que era un empleado modelo?

—Sí.

—Y nunca hubo nada en su comportamiento que…

—No, nunca hubo nada. Perdone, pero tengo unos clientes muy importantes de provincias que me están esperando y…

¡Uf! Aquello era casi tan agobiante como el piso de la calle Dames. Daba gusto volverse a encontrar en la calle, viendo al taxi y al chófer que había tenido tiempo de ir a beber un vaso en la taberna más cercana y que en aquel momento se estaba limpiando el bigote.

—¿Dónde vamos ahora, señor Maigret?…

Todos los chóferes lo conocían. Daba gusto.

—A la calle Dames, amigo mío…

O sea que, durante siete años, un tal Maurice Tremblet había salido todos los días de su casa a la misma hora para ir a su despacho. Durante siete años había…

—Para en cualquier sitio que quiero beber algo.

Antes de enfrentarse con la señora Tremblet y todos aquellos señores de la Fiscalía, que en aquel momento debían estar discutiendo entre sí, lo necesitaba.

No se mata a los…

Pero ¿aquél era en realidad un pobre diablo?