Antes de hacer pasar al mecánico, Maigret había interrogado a Dupeu.
—¿Cómo ha ido todo?
—Primero, pareció sorprendido y me preguntó si trabajaba con ustedes. Me pareció que estaba más intrigado que inquieto. Repitió por dos veces:
»—¿Está seguro de que es el comisario Maigret quien quiere verme?
»Luego, fue a lavarse las manos con gasolina y se quitó el mono. En el camino sólo me hizo una pregunta:
»—¿Tienen derecho a volver sobre un asunto que ya ha sido juzgado?
—¿Qué contestaste?
—Que no sabía, que suponía que no. Durante todo el camino permaneció perplejo.
—Hazle pasar y déjanos solos…
Mauran se habría asombrado mucho en el momento en que le hacían pasar al despacho si hubiese sabido que el famoso comisario estaba más nervioso que él.
Le miraba entrar en el despacho. Era un muchacho desgarbado, de cabello rojizo y revuelto, ojos de un azul de porcelana, pecas alrededor de la nariz.
—Las otras veces —empezó a decir, como si fuera a atacar—, se contentó con hacer que me interrogaran sus inspectores…
Había en él astucia e ingenuidad, mezcladas.
—Prefiero decirle, antes de seguir, que no he hecho nada…
No tenía miedo. Desde luego le impresionaba encontrarse allí, a solas con el jefe de la brigada criminal, pero no tenía miedo.
—Estás muy seguro de ti…
—¿Y por qué no lo iba a estar…? El tribunal reconoció mi inocencia, ¿no? En fin, casi mi inocencia. Y me he portado bien, usted lo sabe mejor que nadie…
—¿Quieres decir que diste los nombres de tus cómplices?
—Habían abusado de mi ingenuidad, como lo demostró el abogado… Explicó que tuve una infancia difícil, que mi madre depende de mí y que está enferma…
Mientras hablaba, Maigret sentía una curiosa impresión. El mecánico se expresaba con cierto énfasis, forzando su acento de golfillo parisino, al mismo tiempo que tenía un chisporroteo burlón en la mirada como si se sintiera satisfecho del papel que interpretaba.
—¿Supongo que no es por esa historia por lo que me han venido a buscar? Desde entonces, me siento desgraciado, y desafío a cualquiera a que demuestre lo contrario… ¿Así que para qué?
Se sentó sin que le invitaran a hacerlo, lo que es raro, e incluso sacó un paquete de Gauloises del bolsillo.
—¿Puedo?
Y Maigret, sin dejar de observarle, asintió con la cabeza.
—¿Y si, por cualquier razón, se volviera a abrir la investigación?
Mauran se estremeció, sintiéndose de pronto desconfiado.
—No es posible…
—Supongamos que tuviera que esclarecer algunos puntos…
El teléfono sonó en el despacho de Maigret y la voz de Torrence anunció:
—Está aquí…
—¿Ha protestado?
—No demasiado. Pretende que tiene prisa y que desea verle inmediatamente…
—Dile que le recibiré en cuanto esté libre…
Gaston Mauran escuchaba, con el ceño fruncido, como si se preguntara qué comedia le estaban interpretando.
—¿Es teatro, eh? —preguntó después de que el comisario hubo colgado.
—¿Qué es teatro?
—Traerme aquí… Intentar amedrentarme… Ya sabe usted que todo está resuelto…
—¿Qué está resuelto?
—Soy claro, ¿no? Ya no me conmueven esas cosas…
En ese momento, guiñó torpemente un ojo que inquietó a Maigret más que todo el resto.
—Escucha, Mauran, fue el inspector Dupeu quien se ocupó de ti…
—El que acaba de traerme, sí… No me acordaba de su nombre… ha sido correcto.
—¿A qué llamas tú correcto…?
—Pues, correcto…
—¿Y qué más?
—¿No comprende?
—¿Quieres decir que no te ha tendido ninguna trampa y que te ha interrogado cortésmente?
—Supongo que me ha interrogado como debía de interrogarme…
Había, bajo las palabras, en la actitud del muchacho, algo equívoco que el comisario se esforzaba por definir.
—Era necesario, ¿no?
—¿Porque eras inocente?
Se diría que Mauran, por su parte, empezaba a sentirse incómodo, que no comprendía nada, que las palabras de Maigret le asqueaban tanto como las suyas molestaban al policía.
—Dígame entonces… —dijo todavía, vacilante después de aspirar una bocanada de humo.
—¿Qué?
—Nada…
—¿Qué has querido decir?
—No lo sé… ¿por qué me ha hecho venir?
—¿Qué has querido decir?
—Me parece que algo no marcha bien…
—No lo comprendo…
—¿Está usted seguro? En ese caso hago mejor con cerrarla…
—Un poco más tarde… ¿Qué has querido decir…?
Maigret no estaba amenazador, sino firme. De pie, a contraluz, formaba una masa sólida, a la que Gaston Mauran comenzaba a mirar con una especie de pánico.
—Quiero irme… —balbució, levantándose de repente.
—No, antes de que hayas hablado.
—¿Entonces, es una trampa…? ¿Quién ha fallado…? ¿Alguien en este caso que no ha cumplido las reglas del juego…?
—¿Qué juego?
—Dígame antes lo que sabe.
—Aquí soy yo quien interroga… ¿Qué juego…?
—Repetiría usted esta misma pregunta hasta mañana, si es necesario, ¿verdad? Me lo habían dicho, pero no lo había creído…
—Además, ¿qué te habían dicho?
—Que serían amables conmigo…
—¿Quién te ha dicho eso?
El chico volvió la cabeza, decidido a callarse, notando, sin embargo, que acabaría por ceder.
—No es un juego… —terminó por murmurar entre dientes.
—¿Qué?
Entonces, Mauran se enfadó de pronto e, irguiéndose desafiante, se enfrentó con el comisario.
—No lo sabe, ¿no…? ¿Y, entonces, los cien mil francos?
Quedó tan impresionado por la expresión de Maigret que dejó caer los brazos muertos. Veía la masa imponente avanzar hacia él, dos manos poderosas que se tendían, que le cogían por los hombros y empezaban a sacudirle.
Maigret no había estado nunca tan pálido. Su rostro, inexpresivo, parecía un bloque de piedra.
Su voz neutra, impresionante, ordenó:
—¡Repite…!
—Los… los… Me hace daño…
—¡Repite…!
—Los cien mil francos…
—¿Qué cien mil francos?
—Suélteme, lo diré todo…
Maigret le dejó en libertad de movimiento, pero seguía lívido y, en algún momento, se llevó la mano al pecho donde su corazón latía fuerte.
—Supongo que he hecho el primo…
—¿Gaillard?
Mauran asintió con la cabeza.
—¿Te prometió que serían amables contigo?
—Sí… No dijo amables… Dijo comprensivos…
—¿Y que serías absuelto?
—Que en el peor de los casos, obtendría la libertad provisional…
—¿Te pagó cien mil francos para defenderte?
—No para defenderme… Era aparte…
El joven mecánico estaba tan impresionado que se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Para dárselos a alguien?…
—A usted.
Maigret permaneció inmóvil durante dos buenos minutos, con los puños cerrados, y por fin, su rostro fue recobrando poco a poco el color.
De repente, volvió la espalda a su visitante, y, a pesar de que la persiana estaba bajada, permaneció un rato plantado delante de la ventana.
Cuando se volvió, había recobrado casi su expresión habitual, pero parecía haber envejecido, estar de pronto muy cansado.
Fue a sentarse a su despacho, indicó una silla, y se puso a llenar una pipa.
—Fuma…
Dijo aquello como si fuera una orden, como para conjurar sabe Dios a qué demonios.
Despacio, con voz apagada, sorda, continuó:
—Supongo que me habrás dicho la verdad…
—Lo juro por mi madre…
—¿Quién te ha enviado a casa de Jean-Charles Gaillard?
—Un viejo que vive en el bulevar de la Chapelle…
—No tengas miedo… No se volverá a hablar de tu proceso… Se trata de un tal Potier, que tiene un baratillo…
—Sí.
—Tú escamoteabas las cosas y luego le largabas todo lo robado…
—No ha ocurrido muchas veces…
—¿Qué te ha dicho?
—Que fuese a ver a ese abogado…
—¿Por qué a él y no a otro?
—Porque estaba en relaciones con la policía… Comprendo ahora que no era verdad… Me engañó con cien mil francos…
Maigret reflexionó:
—Escucha. Dentro de un momento van a hacer pasar a alguien a este despacho. No vas a dirigirle la palabra. Te contentarás con mirarle y acompañarás luego al inspector a una habitación contigua…
—Le pido perdón, ¿sabe? Me habían hecho creer que siempre ocurría de este modo…
Maigret llegó a sonreírle.
—¡Oiga! ¿Torrence?… ¿Quieres mandármelo?… Tengo a alguien en mi despacho que se va a quedar contigo por si acaso tuviese necesidad de él… En seguida… Sí…
Fumaba, con apariencia tranquila, pero sentía como un nudo en la garganta. Estaba fijo en la puerta que iba a abrirse, que se abría; vio al abogado, vestido alegremente con un traje gris claro, que avanzó tres o cuatro pasos, con un aire descontento, abrió la boca para hablar, para protestar y, de repente, descubrió a Gaston Mauran.
Torrence no podía comprender nada de esta escena muda. Jean-Charles Gaillard se había parado en seco. Su rostro cambió de expresión. El joven, incómodo, se levantó de su silla y, sin mirar al recién llegado, se dirigió hacia la puerta.
Sólo quedaban dos hombres cara a cara. Maigret, con las palmas de las manos apoyadas sobre la mesa, luchaba para no levantarse, para no avanzar pesadamente hacia su visitante y, aunque éste fuese más alto y más fuerte que él, también luchó para no abofetearle.
En lugar de eso, pronunció, con una voz extraña y débil:
—Siéntese…
Debía de parecer aún más impresionante que cuando había cogido al mecánico por los hombros, ya que el abogado obedeció maquinalmente, olvidando protestar por haberle cogido su coche y porque dos inspectores sin orden le habían llevado al Quai des Orfèvres, donde le habían hecho esperar como si se tratase de algún sospechoso.
—Supongo —empezó a decir Maigret con aburrimiento, como si aquel asunto se hubiese terminado para él— que ha comprendido usted la situación…
Y cuando el abogado intentó contestar, dijo:
—Déjeme hablar… Seré lo más breve posible, ya que resulta penoso mantener un tête-à-tête con usted…
—No sé lo que ese muchacho.
—Le he ordenado que se calle… No le he hecho venir aquí para interrogarle… No voy a pedirle ninguna explicación… Si hubiese seguido mi primer impulso, le hubiera mandado a la Prevención y hubiese tenido que esperar allí los resultados de los informes…
Colocó ante sus ojos la lista número 3, la de los clientes Gaillard que habían pasado al correccional y que habían salido absueltos o con condenas leves.
Leyó los nombres con un tono monótono, como si recitase la letanía. Luego, levantando la cabeza, añadió:
—Es inútil decirle que todas estas personas serán interrogadas… Algunos callarán… O mejor dicho, empezarán por callarse… Cuando sepan que las sumas entregadas con un fin preciso no han llegado nunca a su destino…
El rostro de Gaillard también había cambiado. Sin embargo, se esforzaba por cabecear, empezó una frase:
—Ignoro lo que este golfo…
Entonces, Maigret dio un puñetazo en la mesa que hizo que todos los objetos saltasen.
—¡Cállese! —gritó—. Le prohíbo, hasta que yo le diga que abra la boca…
El puñetazo se había oído desde el despacho de los inspectores, donde todos se miraban.
—No necesito explicarle cómo procedía… Y comprendo por qué buscaba con cuidado a sus clientes… Al saber que serían absueltos o que tendrían una condena ligera, no resultaba difícil hacerles creer que gracias a una suma…
¡No! Ya no podía hablar de aquello.
—Tengo derecho a creer que mi nombre no ha sido el único utilizado… Se ocupaba usted de las declaraciones de rentas… Hace un momento, me puse en contacto con el señor Jubelin y voy a tener una larga conversación con él.
Su mano temblaba aún un poco mientras encendía su pipa.
—La investigación será larga, delicada. Lo que puedo asegurarle, es que se llevará con una minuciosidad ejemplar…
Gaillard había renunciado a desafiarle con la mirada y bajó la cabeza, con las manos apoyadas en las rodillas, con el vacío de los cuatro dedos que le faltaban en su mano izquierda.
La mirada del comisario se fijó en aquella mano y pareció dudar.
—Cuando el asunto pase a los tribunales, saldrá a relucir su conducta durante la guerra; sin duda, también, su matrimonio con una mujer acostumbrada a llevar una vida brillante, la enfermedad que prácticamente la ha apartado del mundo…
Se echó hacia atrás en su sillón y cerró los ojos.
—Encontrarán circunstancias atenuantes. ¿Por qué necesitaba tanto dinero si su mujer ya no salía y, aparentemente, usted llevaba una vida solitaria, consagrada al trabajo?… No sé nada y no se lo pregunto…
»Ya se encargarán otros de hacerle preguntas, quizá comprenda por qué… Es la primera vez, señor Gaillard, que…
Su voz se ahogó una vez más y, sin sentir la menor vergüenza, se levantó, se dirigió hacia el armario, de donde sacó una botella de coñac y un vaso. Aquella botella no estaba allí para él, sino para algunos que, durante un largo y dramático interrogatorio, la necesitaban.
Vació el vaso de un trago, volvió a su sitio, y encendió de nuevo la pipa que se había apagado.
Estaba algo más tranquilo y ahora hablaba en un tono desenvuelto, como si el asunto ya no le concerniese personalmente.
—En este mismo momento, unos expertos están ocupados en examinar con todo cuidado su coche… No le enseño nada diciéndole que, si ha servido para transportar un cadáver, hay posibilidades para que éste haya dejado huellas… Ha pensado que, después de mi visita de esta mañana, era conveniente que lo lavaran…
»¡Silencio! Por última vez, le ordeno que se calle, si no lo hace le llevarán, sin esperar más, a una celda…
»También le señalo que un equipo de especialistas está en camino de la calle La Bruyère…
Gaillard tembló y balbució:
—Mi mujer…
—No van a su casa para ocuparse de su mujer… Esta mañana, desde la ventana, he descubierto una especie de hangar en el patio… Será examinado centímetro cuadrado por centímetro cuadrado… La cueva también… Y el resto de la casa, hasta el granero, si es necesario… Interrogaré esta tarde a sus criados… Le he dicho: ¡Silencio!
»Al abogado que elija no le costará establecer la ausencia de premeditación… El hecho de que su coche, por casualidad, estuviera estropeado, y que no tuviera ningún medio de transporte a su alcance para librarse del cadáver lo demuestra… Tuvo que esperar a que el coche le fuera devuelto y no ha sido agradable pasar dos días y tres noches con un cadáver en la casa…
Terminó por hablar para sí, sin una mirada a su interlocutor. Todos los detalles menudos recogidos durante los últimos días le venían a la memoria y se colocaban en el lugar debido. Todas las preguntas que se había hecho entonces encontraban una respuesta.
—Mazotti fue asesinado el 17 de mayo y hemos interrogado a todos los que, en los últimos tiempos, fueron víctimas de su rackett… Uno de sus clientes, Emile Boulay, recibió una primera convocatoria…
»¿Ha tomado contacto inmediatamente con usted, que se ocupaba de sus asuntos fiscales y que había intervenido en otros dos asuntos poco importantes?
»Vino aquí, por lo visto, el día 18 de mayo y se le hicieron las preguntas habituales…
»Tras lo cual, le convocaron por segunda vez para el día 22 ó 23, ignoro por qué razón, probablemente porque el inspector Lucas tenía que hacerle una serie de preguntas precisas…
»Pero fue el día 22, por la tarde, cuando Boulay fue a sacar quinientos mil francos de su cuenta corriente… Le hacía falta dinero en billetes inmediatamente… No podía esperar a la noche para recogerlo de la caja de sus cabarets…
»Y en ninguna parte se encuentra la huella de esta suma…
»No le pregunto si fue usted quien la recibió… Lo sé…
Había pronunciado estas últimas palabras con un desprecio como no había expresado en su vida ante una criatura humana.
—El día 8 ó 9 de junio, Boulay recibía una tercera convocatoria para el miércoles 12… Tenía miedo, pues sentía una auténtica fobia por el escándalo… A pesar de su profesión, tal vez quizá a causa de esta profesión, se preocupaba mucho de su respetabilidad…
»La noche del día 11 de junio, víspera de su comparecencia, se siente inquieto, preocupado y también furioso, pues ha invertido quinientos mil francos como pago de su tranquilidad…
»Desde las diez de la noche, comienza a telefonear a su casa, donde nadie le contesta. Vuelve a llamar una serie de veces y cuando, al fin, consigue que usted se ponga al otro extremo de la línea, usted acepta recibirle un cuarto de hora o media hora después…
»Lo que le dijo en la intimidad de su despacho, es fácil de imaginar. Había pagado para no verse mezclado en el caso Mazotti, para que su nombre no apareciera en los periódicos…
»Pero en lugar de dejarle en paz, como era natural que esperase, la policía tenía la pretensión de interrogarle de nuevo y, en los pasillos de la Policía Judicial, se arriesgaba a encontrar periodistas y fotógrafos.
»Se sentía engañado. Estaba tan indignado que, inmediatamente, Gaston Mauran… Le anunció que hablaría con toda franqueza y que volvería a recordar a la policía el contrato que había hecho con ella…
»Eso es todo…
—Si salía vivo de su casa, si venía aquí al día siguiente por la mañana y expresaba todos sus rencores…
»El resto no me concierne, señor Gaillard. No tengo ningún interés en oír su confesión.
Y descolgó el teléfono.
—¿Torrence…? Puedes dejarle marchar… No olvides de anotar su dirección, pues el juez de instrucción lo necesitará. Luego, vendrás a buscar a la persona que está en mi despacho…
Esperaba de pie, con impaciencia, que le libraran de la presencia del abogado.
Entonces, éste, con la mirada baja, murmuró con voz apenas perceptible:
—¿Nunca ha sentido ninguna pasión, señor Maigret?
Fingió no haberle oído.
—Yo he tenido dos…
El comisario prefirió darle la espalda, decidido a no dejarse conmover.
—Primero, mi mujer, a la que traté por todos los medios de hacer feliz…
Se oyeron pasos en el pasillo. Dieron unos golpecitos en la puerta.
—¡Entra…!
Torrence permaneció de pie en el umbral.
—Llévale al despacho del fondo, hasta que yo vuelva del Palacio de Justicia…
No vio salir a Gaillard. Cuando descolgó el teléfono, sólo lo hizo para preguntar al juez de instrucción si podía recibirle inmediatamente.
Un poco después, atravesaba la puerta de cristales que separa el dominio de la policía del de los magistrados. Estuvo una hora ausente de la Policía Judicial. Cuando volvió, llevaba un documento oficial en la mano. Abrió la puerta del despacho de los inspectores y encontró a Lucas impaciente por saber novedades.
Sin dar explicaciones, le entregó la orden de detención a nombre de Jean-Charles Gaillard.
—Está en el despacho del fondo con Torrence… Lleva a los dos a los calabozos…
—¿Le ponemos las esposas?
Era el reglamento, del que hacían algunas excepciones. Maigret no quiso que aquello pareciese una venganza. Las últimas palabras del abogado comenzaban a preocuparle.
—No…
—¿Qué le digo al guardián? ¿Le quitamos la corbata, el cinturón, los cordones de los zapatos?
¡Siempre el reglamento y siempre las conveniencias!
Maigret vaciló, negó con la cabeza y se quedó solo en el despacho.
Cuando volvió a casa a cenar aquella noche con cierto retraso, la señora Maigret observó que sus ojos estaban brillantes, como un poco fijos, y que su aliento olía a alcohol.
Apenas abrió la boca durante la comida y se levantó para apagar la televisión que le molestaba.
—¿Vas a salir?
—No.
—¿Se ha acabado tu caso?
No contestó.
Tuvo un sueño agitado, se levantó de malhumor y decidió ir andando al Quai des Orfèvres como solía hacer a veces.
Apenas acababa de entrar en su despacho, cuando la puerta de los inspectores se abrió. Lucas volvió a cerrarla tras él, con gravedad y misterio.
—Tengo que darle una noticia, jefe…
¿Adivinaba lo que iba a decirle el inspector? Lucas se preguntó esto muchas veces sin hallar respuesta.
—Jean-Charles Gaillard se ha ahorcado en su celda.
Maigret no se movió, no despegó los labios, permaneció de pie, mirando la ventana abierta, el follaje sonoro de los árboles, los barcos que se deslizaban por el Sena y los transeúntes que gravitaban como hormigas por el puente Saint-Michel.
—Aún no tengo los detalles… ¿Cree usted que…?
—¿Que si creo qué? —preguntó Maigret, volviéndose de pronto agresivo.
Y Lucas, batiéndose en retirada, dijo:
—Me preguntaba…
Volvió a cerrar la puerta con fuerza y hasta una hora más tarde no se vio surgir a un Maigret relajado, tranquilo, preocupado aparentemente de los asuntos cotidianos.
FIN