Capítulo siete

Había sucedido así varias veces, incluso con frecuencia, pero nunca de una manera tan clara, tan característica. Se empieza a trabajar en un sentido determinado, tanto más obstinadamente cuanto menos seguro se está de sí mismo o menos elementos se tienen en la mano.

Uno se dice que siempre está a tiempo, llegado el momento, de volverse atrás y buscar un nuevo camino.

Se mandan inspectores a diestro y siniestro. Creemos estar equivocados, luego descubrimos un pequeño elemento nuevo y nos ponemos a avanzar con prudencia.

Y de pronto, cuando menos se espera, la investigación se nos escapa de las manos. Ya no somos capaces de dirigirla. Son los acontecimientos los que se imponen y nos obligan a tomar medidas que no habíamos previsto, para las que no estábamos preparados.

En esos casos, tenemos que pasar una hora o varias malas. Nos interrogamos a nosotros mismos. Nos preguntamos si no hemos arrancado mal desde el comienzo y si no vamos a encontrarnos ante el vacío o, peor todavía, ante una realidad diferente de la que habíamos imaginado.

¿Cuál había sido, en definitiva, el único punto de partida de Maigret? Una simple condición, sostenida, es cierto, por la experiencia: las gentes de este medio, los truhanes, como se dice hoy, no estrangulan. Esgrimen el revólver, a veces el cuchillo, pero, en los anales de la Policía Judicial, no existe registro de un solo crimen por estrangulación que pueda imputárseles.

Una segunda idea admitida generalmente es que ellos abandonan a su víctima en el lugar del crimen. Tampoco existe en los archivos el caso de un truhán que haya conservado en su casa durante varios días un cadáver, antes de ir a dejarlo en una acera.

Así, el comisario se había hipnotizado con la última noche de Emile Boulay, con sus llamadas por teléfono, con la espera, al borde de la acera, cerca de un Mickey informado hasta el momento en que el último camarero se hubiera alejado deliberadamente hacia la parte baja de la calle Pigalle.

Todo el edificio levantado por Maigret se sostenía sobre esta base y sobre la historia del medio millón retirado del banco el veintidós de mayo.

Suponía que no había ningún drama pasional en la pequeña Italia de la calle Victor-Massé, que las tres mujeres se entendían tan bien como parecía, que Boulay no tenía amante en ninguna parte y, por último, que Antonio era un chico honrado.

Bastaba que una sola de esas hipótesis —más bien de esas convicciones— fuera errónea, y toda su investigación quedaría por los suelos.

¿Era por esto por lo que estaba de mal humor y por lo que le producía cierta repugnancia seguir adelante?

Hacía calor aquella tarde; el sol daba de lleno en la ventana, de forma que el comisario tuvo que bajar la persiana. Lucas y él se habían quitado la chaqueta y, con las puertas cerradas, se entregaban a un trabajo que sin duda habría hecho encogerse de hombros al juez de instrucción.

Es cierto que el que estaba encargado del asunto les dejaba en paz, convencido de que se trataba de una formalidad sin importancia, y la prensa no intervenía mucho más.

—Un abogado no mata a sus clientes…

Aquello se convertía en un estribillo del que Maigret no lograba librarse como una de esas canciones que se oyen demasiadas veces en la radio o en la televisión.

—Un abogado…

No obstante, aquella mañana había ido, después del entierro, a casa del señor Jean-Charles Gaillard, pero se había mostrado lo más prudente posible. Como de manera casual, le había acompañado, al salir de la iglesia, hasta la calle La Bruyère y, si bien le había hecho algunas preguntas, tuvo cuidado de no insistir demasiado.

—Un abogado no mata…

No era más seguro ni más razonable que el otro fundamento que le había servido de punto de partida.

—Los truhanes no estrangulan…

Sólo que no se convoca a un abogado conocido en el Quai des Orfèvres, y no se le somete a un interrogatorio de varias horas sin arriesgarse a que el Colegio de Abogados, incluso todo el sistema judicial, caiga sobre su espalda.

Algunas profesiones son más sensibles que otras. Se había dado cuenta cuando telefoneó a su amigo Chavanon y luego cuando visitó al inefable señor Ramuel.

—Un abogado no mata a sus clientes…

Ahora bien, era de los clientes de Jean-Charles Gaillard de quienes los dos hombres se ocupaban, en la atmósfera dorada del despacho de Maigret. Lucas había vuelto del tribunal con una lista conseguida con la ayuda de un escribano.

Y también Lucas empezaba a tener una idea sobre el caso. Aún era algo vago que no lograba expresar.

—El escribano me ha dicho una cosa curiosa…

—¿Qué?

—Primero, cuando le cité el nombre de Jean-Charles Gaillard, sonrió de una manera extraña… Luego, le pedí la lista de las causas de las que éste se había encargado durante estos dos últimos años y su mirada se hizo aún más maliciosa…

»—No encontrará muchas… —me dijo.

»—¿Porque tiene poca clientela?

»—¡Al contrario! Que yo sepa, tiene un gran bufete y se dice que gana más dinero que algunos maestros de los Tribunales que actúan todas las semanas ante el jurado…

Lucas continuó, intrigado:

—He intentado hacerle hablar, pero, durante todo un momento, ha hojeado los archivos en silencio. De vez en cuando, anotando un nombre y una fecha en una hoja, gruñía:

»—Una absolución…

»Un poco después:

»—Otra absolución…

»Y siempre tenía el mismo aspecto maligno que me exasperaba.

»—¡Bueno, ya era hora! Una condena… ¡Con sobreseimiento, evidentemente…!

»Todo aquello duró cierto tiempo. La lista se alargaba cada vez más. Las absoluciones seguían a las absoluciones y a las condenas ligeras con sobreseimiento…

»He terminado por insinuar:

»—Debe de ser muy bueno…

»Entonces me ha mirado como si se burlase tiernamente de mí y se ha dignado comentar:

»—Sobre todo, para lo que es un águila es para escoger las causas que tiene que defender…

Aquella frase era lo que intrigaba a Lucas y sobre la cual se había puesto a trabajar el cerebro de Maigret.

Es evidentemente más agradable, no sólo para el acusado, sino para su defensor, ganar un proceso que perderlo. Su reputación no hace más que aumentar y su clientela aumenta con cada nuevo éxito…

Escoger sus causas…

Por el momento, los dos hombres ojeaban la lista que había traído Lucas. Habían procedido a un primer examen. El inspector había anotado en una hoja de papel los asuntos de derecho civil. Como ese dominio no les era familiar ni a uno ni a otro, era preferible no ocuparse de él en aquel momento.

Los otros casos, en fin de cuentas, eran bastante poco numerosos, unos treinta en dos años. Lo que permitía afirmar a Jean-Charles Gaillard:

—No actúo a menudo ante los tribunales…

Lucas anotaba los nombres uno a uno.

—Hippolyte Tessier… Falsificación y utilización de falsificaciones… Fue absuelto el primero de septiembre.

Ambos buscaban en su memoria. Como no encontraban nada que les llamara la atención, Maigret iba a abrir la puerta del despacho de los inspectores.

—Tessier… Falsificación y utilización de falsificaciones… ¿Le dice algo esto a usted?

—¿No es un antiguo director de casino de alguna ciudad de Bretaña que intentó montar una casa de juego clandestina en París?

Pasaron al siguiente.

—Julien Vendre… Por robo con asalto… Absuelto.

De éste se acordaba Maigret. Era un hombre discreto, con gesto y aspecto de pequeño empleado triste, que se había especializado en los robos de transistores. No le habían cogido con las manos en la masa y no había ninguna prueba formal contra él. El comisario había recomendado al juez que no se le condenara, pues convenía esperar a que hubiera algunos cargos más contra él…

—Inscríbele en la tercera hoja…

Durante este tiempo, el grueso Torrence se hallaba instalado en la sombra de una taberna, frente a la casa del abogado y junto a un coche de la policía, sin señal distintiva, esperando a algunos metros, a lo largo de la acera, no lejos del coche americano azul.

Si Torrence debía pasar la tarde entera ante su mesa, vigilando la puerta de enfrente, ¿cuántas cañas tomaría?

—Urbain Potier… Encubrimiento… Un año de cárcel con sobreseimiento…

Era Lucas quien se había ocupado del caso unos meses antes y el hombre había ido varias veces al Quai des Orfèvres, grasiento y tan poco cuidadoso de su persona como el señor Raison, el contable, y de su nariz salían unos pelos negros formando mechones.

Tenía una tienda de baratillo en el bulevar de La Chapelle. Allí se encontraba todo, desde viejas lámparas de petróleo a refrigeradores eléctricos de última moda, así como ropas utilizadas hasta lo imposible.

—Soy un honrado comerciante… Modesto, pero honrado… Cuando ese individuo vino a venderme cañerías de plomo, ignoraba que las había robado… Le tomé por…

Cada nombre que aparecía en la lista hacía vacilar a Maigret. La puerta del despacho de inspectores se abrió diez veces.

—Inscribe…

—Gaston Mauran… Robo de coches…

—¿Uno menudo y pelirrojo?

—No está inscrito en mi papel…

—¿En la primavera última?

—Sí… En el mes de abril… Se trata de una banda que se dedicaba a cambiar la pintura de los coches robados y los enviaba a provincias a las tiendas de los revendedores de automóviles…

—Llama a Dupeu…

El inspector Dupeu se había ocupado de aquel caso y, por pura casualidad, se encontraba en aquel momento en el despacho vecino.

—¿Es un tipo menudo y pelirrojo que nos contó la historia de su vieja madre enferma, en la cama?

—Sí, jefe… En efecto, existía una vieja madre enferma… Entonces sólo tenía diecinueve años… Era el menos importante de la banda… Se contentaba con vigilar, mientras que Justin-le-Fou robaba los coches…

Dos casos de proxenetismo; otros robos con agravante de asalto. Nada importante ni trascendental. Nada que hubiera ocupado en ningún momento la primera página de los periódicos.

Por el contrario, todos los clientes del abogado eran más o menos profesionales.

—Continúa —suspiró Maigret.

—Se acabó… Usted me dijo que sólo me remontara a dos años atrás…

No había por qué ocuparse de la actividad de un abogado que vivía en un hotel particular, que en realidad era una casa bastante vulgar.

Naturalmente, había que contar con los casos que no habían llegado hasta el Tribunal y que, probablemente, eran los más numerosos.

Había, además, otra clientela, aquella para la que Jean-Charles Gaillard, como hacía con Boulay, establecía las declaraciones de ingresos anuales.

Maigret se sentía molesto. Tenía calor; tenía sed. Le parecía que estaba atascado, que aquello no marchaba. Y sentía tentaciones de empezar todo desde cero.

—Llámame al inspector de las contribuciones directas del distrito IX

Aquello era como cortar el aire con un cuchillo, pero en el punto en que estaba, no tenía derecho a dejar nada de lado.

—¿Cómo…? ¿El señor Jubelin…? ¡Y bien! Póngame con el señor Jubelin… De parte del comisario Maigret… Sí, de la Policía Judicial… ¡Oiga! ¡No! El comisario desea hablar con el señor Jubelin en persona…

El inspector debía de ser un hombre ocupado, o imbuido de sus altas cuestiones, pues hubo necesidad de casi cinco minutos para conseguir que se pusiera al teléfono.

—¡Oiga!… Le pongo con el comisario…

Maigret cogió el aparato, dejando escapar un suspiro.

—Lamento molestarle, señor Jubelin… Sólo deseo pedirle un informe… ¿Dice usted?… Sí, se trata indirectamente de Emile Boulay… Ya ha leído los periódicos. Lo comprendo… No, no son sus declaraciones lo que me interesa… Podría tal vez ser interesante después, pero, en este caso, le prometo seguir la vía administrativa… Naturalmente. Comprendo sus escrúpulos…

»Mi pregunta es un poco distinta… ¿Ha tenido Boulay dificultades con ustedes…? Es lo que quiero decirle… Si, por ejemplo, ha tenido usted ocasión de amenazarle con llevarle a los tribunales… ¡No…! Es lo que pensaba… La contabilidad perfectamente en regla. Eso es… Eso es…

Escuchaba, encogiéndose de hombros, y garabateando en el secante. La voz del señor Jubelin era tan vibrante que Lucas oía casi todo lo que decía.

—En definitiva, que tenía un buen consejero… Ya sé, un abogado… Jean-Charles Gaillard… A eso es precisamente a lo que quiero llegar… ¿Supongo que se ocupaba de varios contribuyentes? ¿Cómo dice…? ¿De muchos otros…?

Maigret hizo un guiño a Lucas y se armó de paciencia, pues el inspector se convertía de pronto en un hombre voluble…

—Sí… Sí… Muy hábil, evidentemente… ¿Cómo…? Declaraciones irreprochables… ¿Lo ha intentado…? Sin resultado… Me imagino… Permítame una pregunta más… ¿A qué clase social pertenecían en su mayoría los clientes de Gaillard…? Un poco de todo, comprendo. Sí… Sí… Muchos del barrio… Propietarios de hoteles, de restaurante, de cabarets… Naturalmente, es difícil.

Aquello duró aún casi diez minutos, pero el comisario ya escuchaba lo que le decía el inspector con aire distraído, pues su interlocutor, tan reticente al principio, contaba con toda clase de detalles su lucha contra los defraudadores de impuestos…

—¡Uff…! —suspiró, al tiempo que colgaba el aparato—. ¿Has oído?

—No todo…

—Como me esperaba, las declaraciones de ingresos de Emile Boulay eran irreprochables… El Jubelin ha repetido esta palabra no sé cuántas veces con nostalgia. Hace años que trata de cogerle en falso… El año pasado examinó con todo cuidado toda su contabilidad sin encontrar en ella la menor falta…

—¿Y los demás?

—¡Precisamente! Ocurre igual con todos los clientes de Jean-Charles Gaillard.

Maigret miraba soñadoramente la lista confeccionada por el inspector. Recordaba las palabras del escribano:

—Sabe elegir sus causas…

Por otro lado, en el campo fiscal, el abogado también sabía elegir sus clientes: hoteleros de Montmartre o de otro sitio que alquilaban habitaciones, no sólo por noche sino por horas, propietarios de bares, como Jo-le-Catcheur, propietarios de cabarets o de caballos de carreras…

Como decía Jubelin un poco antes al aparato:

—Con esas personas, es difícil hacer la prueba de los ingresos y de los gastos generales…

De pie en su despacho, Maigret recorrió una vez más la lista con los ojos. Era necesario elegir, y de su elección iba quizá a depender el resto de la investigación.

—Llama a Dupeu…

El inspector volvió al despacho.

—¿Sabes lo que ha sido de Gaston Mauran del que nos has hablado hace un rato?

—Hace un mes o dos, le vi en el surtidor de un garaje de la avenida de Italia… Por pura casualidad… Llevaba a mi mujer y a los niños al campo y me preguntaba dónde iba a llenar el depósito de gasolina…

—Ve a telefonear al dueño del garaje para asegurarte que Mauran continúa trabajando con él… Que no le diga nada… No tengo ganas de que tenga miedo y que se nos escape de entre las manos…

Si no marchaba con éste, escogería otro, luego otro más, y así hasta que Maigret descubriera lo que buscaba.

Sin embargo, lo que buscaba no era algo muy preciso. En todos los casos en los que había intervenido el abogado había cierta característica, como un punto común que le hubiera costado mucho definir.

—Un abogado no asesina a sus clientes…

—¿Me necesita para algo más, jefe?

—Sí, quédate.

Hablaba como para sí mismo, encantado de encontrar a alguien dispuesto a escucharle.

—En el fondo, todos tenían grandes razones para sentirse agradecidos… O bien, pasaban ante el tribunal y eran absueltos… O bien, el inspector de impuestos se veía forzado a inclinarse ante sus declaraciones… No sé si comprendes lo que quiero decir… Normalmente un abogado crea descontentos… Si pierde una causa su cliente es condenado…

—Comprendo, jefe…

—Pero no es fácil escoger…

Dupeu volvió.

—Continúa trabajando en el mismo garaje… Allí está en este momento…

—Vas a coger un coche del patio y me lo traerás lo antes posible… No le asustes… Dile que se trata de una simple comprobación… Tampoco hace falta que se sienta demasiado seguro…

Eran las cuatro y media y el calor no disminuía, al contrario. La atmósfera estaba cargada. La camisa de Maigret comenzaba a pegársele al cuerpo.

—¿Y si fuéramos a tomar una copa?

Un corto entreacto en espera de Gaston Mauran, en la Brasserie Dauphine.

En el momento en que los dos hombres iban a abandonar el despacho, se oyó el teléfono. El comisario dudó en volver sobre sus pasos, terminó sin embargo, por conciencia profesional, por descolgar.

—¿Es usted, jefe? Aquí, Torrence…

—He reconocido tu voz. ¿Qué hay?

—Le telefoneo desde la avenida de la Grande Armée.

—¿Qué haces ahí?

—Hace unos veinte minutos que Gaillard ha salido de su casa y ha montado en su coche. Tuve la suerte, gracias a un embotellamiento producido en la calle Blanche, de poder montar en mi coche y darle alcance.

—¿No se ha dado cuenta de que le seguías?

—Seguro que no… Va a comprender en seguida por qué estoy seguro… Se dirigió inmediatamente hacia Étoile, acortando lo más posible… el tráfico no le permitía rodar de prisa y en la avenida de la Gran Armée volvió a disminuir la velocidad… Hemos pasado uno tras otro por delante de varios garajes… Tenía aspecto de dudar… A fin de cuentas, entró con el coche en el Garaje Moderno, cerca de la Porte Maillot.

»Yo esperé fuera… cuando le vi salir andando y dirigirse hacia el Bosque, entré a mi vez…

Era precisamente el pequeño suceso imprevisto lo que iba a privar a Maigret de su libertad de acción o, más exactamente, a obligarle a actuar en cierto momento de una manera determinada que no había previsto.

Su rostro, mientras oía hablar a Torrence, se hacía cada vez más grave y ya no parecía pensar en la cerveza que iba a tomar.

—Es una caja enorme con un sistema automático para el lavado de los coches. Tuve que enseñar mis credenciales al encargado… Jean-Charles Gaillard no es un cliente asiduo… No recuerdan haberle visto en el garaje… Ha preguntado si podían lavarle el coche en una hora todo lo más… Ha quedado en volver a pasar a las cinco y media.

—¿Han empezado a lavar el coche?

—Iban a hacerlo, pero les pedí que esperasen.

Había que tomar inmediatamente una decisión.

—¿Qué hago?

—Quédate ahí y procura que no toquen el coche. Voy a enviarte a alguien para que lo traiga aquí… No tengas miedo… Los papeles estarán en regla…

—¿Y cuando vuelva Gaillard?

—Tendrás a un inspector contigo… Aún no sé quién… Prefiero que seáis dos… Debes mostrarte muy amable, pero, sin embargo, debes arreglártelas para que te acompañe hasta aquí.

Pensó en el joven ladrón de coches que esperaba que viniese de un momento a otro.

—No le hagas pasar en seguida a mi despacho… Que espere… Probablemente le va a coger de improviso. No te dejes impresionar por él… Sobre todo, no le dejes que telefonee.

Torrence suspiró sin entusiasmo:

—Bien, jefe… Pero que sea rápido… Me extrañaría que con este calor pasease mucho tiempo por las avenidas del parque…

Maigret dudó si precipitarse a casa del juez de instrucción, para poner su responsabilidad a cubierto. Pero estaba casi seguro que el magistrado le impediría actuar según su instinto.

Veía en el despacho vecino a los inspectores.

—Vacher…

—Sí, jefe…

—¿Has conducido ya alguna vez un coche americano?

—Alguna vez…

—Vete al Garaje Moderno que está en la avenida de la Grande Armée, cerca de la Porte Maillot… Te encontrarás allí con Torrence, que te indicará un coche azul. Tráelo al patio, procurando dejar las menos huellas posibles…

—Comprendido…

—Tú, Janin, vas a acompañarle, pero te quedarás en el garaje con Torrence… Ya tienes instrucciones…

Maigret miró su reloj. Sólo hacía un cuarto de hora que Dupeu se había marchado hacia la avenida de Italia. Se volvió a mirar a Lucas.

—Ven…

Con tal que fuese rápidamente, tenían no obstante derecho a tomarse una caña de cerveza.