Antes de volver a su casa para comer, Maigret pasó por el Quai des Orfèvres y le dijo a Lapointe, casi distraídamente:
—Quisiera que fueras a investigar lo antes posible a la calle La Bruyère y a sus alrededores. Parece ser que un coche americano de un color azul pálido aparca habitualmente, tanto de día como de noche, frente al hotel particular del abogado Jean-Charles Gaillard…
Le entregó una hoja de papel en la que había escrito el número de la matrícula del coche.
—Quisiera saber a qué hora el coche estuvo aparcado el martes por la noche, y también a qué hora salió ayer por la mañana o durante la noche.
Sus grandes ojos parecían no pensar en nada, tenía la espalda ligeramente encorvada, y andaba de una manera pesada y perezosa.
En aquellos momentos, todo el mundo, y sus colaboradores más que nadie, le suponían concentrado interiormente. Sin embargo, nada era más falso que aquella expresión. Pero por mucho que lo dijera, no le creerían.
Lo que hacía, en realidad, era un poco ridículo, incluso infantil. Tomaba una pequeña idea, una frase que parecía no tener importancia y la repetía una y otra vez en su cabeza como un colegial que intenta aprenderse la lección de memoria. Incluso a veces llegaba a mover los labios, hablar a media voz, solo en el centro de su despacho, en la acera de una calle cualquiera, en cualquier lugar.
Las palabras no tenían necesariamente sentido. A veces, aquella manía suya recordaba «un gag» de una película cómica.
—Se han conocido muchos casos de abogados asesinados por sus clientes, pero nunca he oído hablar de clientes asesinados por sus abogados…
Aquello no significaba, naturalmente, que acusara a Jean-Charles Gaillard de haber estrangulado al endeble propietario del Lotus y de otros tres locales nocturnos. Su mujer le hubiera sorprendido mucho, mientras comía, si le hubiese preguntado bruscamente:
—¿En qué piensas?
Hubiera contestado probablemente, de buena fe, que no pensaba en nada. Había también algunas imágenes que se proyectaban en su cabeza como una linterna mágica.
Emile Boulay, por la noche, en la acera, delante del Lotus… Aquélla era una costumbre de casi todas las noches… El hombrecillo miraba el cielo, a la muchedumbre que pasaba, cambiando de ritmo, hasta de temperamento a medida que la noche avanzaba, y calculaba los ingresos de sus cuatro cabarets…
Pero, por el contrario, la segunda imagen no pertenecía al repertorio de actitudes cotidianas. Boulay entraba en la cabina telefónica, ante la mirada de la señorita encargada del guardarropa, y marcaba un número que no contestaba…
Tres veces… cuatro veces… Entre llamada y llamada iba a dar un pequeño paseo, unas veces por el establecimiento y otras por la calle… Y sólo al quinto o sexto intento fue cuando, al fin, consiguió que alguien se pusiera al otro extremo de la línea…
Sin embargo, a pesar de las muestras de impaciencia que había dado en los intentos de llamada, no se marchaba inmediatamente… Junto a Mickey, en la acera, sacaba el reloj de su bolsillo…
—No volvió a su casa para recoger su pistola automática… —estuvo a punto de pronunciar Maigret en voz alta.
Emile poseía un permiso de tenencia de armas. Tenía derecho a ir armado. En la época en que Mazotti y su banda le incordiaban, siempre llevaba consigo la pistola.
Si aquella noche no la llevaba, se debía, por tanto, a que no desconfiaba.
Finalmente, sin decir nada al portero, que tenía el aspecto de un muchacho marchito, comenzó a alejarse, sin prisa, por la calle Pigalle abajo.
Aquélla era la última imagen. Al menos, la última imagen de Emile vivo.
—¿Tienes proyectos para mañana?
Levantó la cabeza del plato, miró a su mujer, como sorprendido de verla frente a él, cerca de la ventana abierta.
—¿Mañana? —preguntó con una voz tan neutra que la señora Maigret se echó a reír.
—¡Estabas lejos de aquí! Perdóname por haberte…
—¿Qué sucede mañana?
—Es domingo… ¿Crees que tendrás trabajo?
Vaciló antes de contestar. No lo sabía. No había pensado en el domingo. Sentía auténtico horror de interrumpir una investigación, pues pretendía que una de las principales posibilidades de éxito en aquella clase de trabajo era la rapidez. Cuantos más días pasan, más difícil es conseguir la precisión de parte de los testigos… Él mismo necesitaba permanecer lanzado en la pista de la investigación, hallarse lo más pegado posible al pequeño mundo en el que se hallaba sumergido en aquellos momentos.
Y he aquí que ante él tenía un domingo. Es decir, un agujero, una interrupción. Y que la tarde iba a perderse poco más o menos puesto que, para la mayoría de la gente, el sábado se ha convertido en una especie de domingo.
—Todavía no lo sé… Te telefonearé en el transcurso de la tarde…
Separando los brazos de la manera enfática que había visto al abogado Ramuel, añadió…
—Perdóname… No es culpa mía…
Naturalmente, la vida de la Policía Judicial se había puesto al ralenti. Había algunos despachos vacíos, algunos comisarios, algunos inspectores se habían marchado al campo.
—¿No ha regresado Lapointe?
—Todavía no, jefe.
Acababa de sorprender, en el despacho de los inspectores, al voluminoso Torrence que enseñaba a sus compañeros un carrete de caña de pescar. No podía exigir que todo el mundo estuviese, como él, hipnotizado por Emile Boulay.
No sabía qué hacer mientras esperaba a Lapointe, y no tenía valor, un sábado por la tarde, de ponerse a trabajar en sus planes administrativos.
Terminó por entrar en el despacho de Lecoin, su colega de la Mondaine, que en aquel momento se dedicaba a leer el periódico. Lecoin se parecía más a un gángster que a un policía.
—¿Te molesto?
—No…
Maigret fue a sentarse en el reborde de la ventana, sin saber muy bien por qué había ido al despacho de Lecoin.
—¿Conoces al dueño del Lotus?
—Como conozco a todos…
La conversación, perezosa, sin pies ni cabeza, duró cerca de una hora sin ningún provecho. Para Lecoin, el antiguo maître d’hôtel de la «Transat» era un tipo de vida regular, que no pertenecía al ambiente de Pigalle y al que algunos llamaban desdeñosamente, en Montmartre, «el tendero».
—¿Lapointe?
—No ha regresado, jefe…
Sabía que no serviría de nada, pero no por eso, paseándose, dejó de franquear la puerta que comunicaba con el Palacio de Justicia. Aquella mañana se había prometido a sí mismo ir a la secretaría de los juzgados y pedir la lista de los clientes a quienes había defendido Jean-Charles Gaillard.
El Palacio de Justicia estaba casi vacío, por los amplios pasillos soplaban corrientes de aire y, cuando empujó la puerta de la secretaría, no encontró a nadie. Era curioso. Cualquier persona hubiera podido entrar, buscar en los archivos verdes que guarnecían las paredes hasta el techo. Cualquiera también hubiera podido coger una toga en el guardarropa de los abogados, eso si no le apetecía sentarse en el sillón de uno de los presidentes de sala.
—El Jardín Botánico está mejor guardado…
Finalmente, encontró a Lapointe en su despacho.
—Regreso con las manos vacías, jefe… Sin embargo, me he dirigido a casi todos los habitantes de la calle… Bueno, en todo caso, a todos los que no se han marchado a pasar fuera el fin de semana.
»El coche americano azul les es, naturalmente, muy familiar… Algunos saben a quién pertenece… Otros se fijan en él todas las mañanas, cuando se marchan al trabajo, sin hacerse preguntas… Cuando les he hablado de la noche del martes al miércoles, la mayoría han levantado los ojos al cielo.
»Para ellos, eso está ya muy lejos… Algunos dormían desde las diez de la noche… Otros volvieron del cine a eso de las once y media sin prestar atención a los coches que, a esa hora, están aparcados a lo largo de la calle…
»La contestación más corriente es:
»—Está casi siempre ahí…
»Están acostumbrados a verle siempre en el mismo lugar, de tal manera que, aunque no estuviera allí, se fijarían que estaba allí…
»Me he dirigido también a los garajes del barrio. Sólo en uno se acuerdan del coche y de un tipo corpulento y sanguíneo que a veces va allí a llenar el depósito de gasolina… Pero no es un cliente habitual…
»Quedan dos garajes donde no he podido interrogar a nadie, por la buena razón de que están cerrados hasta el lunes por la mañana…
Maigret volvió a separar de nuevo los brazos a la manera enfática del abogado Ramuel. ¿Qué podía hacer?
—Volverás el lunes… —suspiró.
Sonó el teléfono. Reconoció en seguida la voz de Antonio y esperó durante un momento a que éste tuviera alguna novedad que contarle.
—¿Es usted, señor Maigret…? Estoy con el representante de la funeraria… Propone que el entierro se efectúe el lunes, pero no he querido darle una contestación sin su autorización…
¿Qué podía interesar aquello a Maigret?
—De acuerdo…
—Recibirá una esquela… El responso se dirá en la iglesia de Notre-Dame-de-Lorette…
Volvió a colgar; vio, con la mirada puesta en el vacío, a Lapointe que esperaba instrucciones de su jefe.
—¡Puedes irte…! ¡Que tengas un buen domingo…! Si Lucas está por ahí, dile que venga a verme…
Lucas estaba en el despacho de los inspectores.
—¿Hay alguna novedad, jefe?
—¡Nada de nada…! Quisiera que el lunes por la mañana, a primera hora, fueras a la secretaría del tribunal y que te hagas con la lista de los casos en los cuales ha intervenido Jean-Charles Gaillard… No es necesario que te remontes a los tiempos de Maricastaña… Con los dos o tres últimos años, es suficiente.
—¿Regresa usted esta noche a Montmartre?
Se encogió de hombros. ¿Para qué? Repitió dirigiéndose a Lucas, como había hecho con Lapointe:
—¡Que tengas un buen domingo…!
Y descolgó el teléfono.
—Póngame con mi casa… ¡Oiga! ¿Eres tú…?
¡Como si no supiera que no podía ser nadie más que ella y como si no reconociese aquella voz tan conocida!
—¿Te acuerdas de la hora de los trenes que van a Morsang…? Hoy, sí. Antes de cenar, si es posible… ¿A las seis menos diez…? ¿Te divierte ir a pasar allí la noche de hoy y el día de mañana…? ¡Bueno…! Prepara una maleta pequeña… No… Yo mismo telefonearé.
Era a la orilla del Sena, algunos kilómetros más arriba de Corbeil. Había una posada, el Vieux Garçon donde, desde hacía más de veinte años, los Maigret iban de vez en cuando a pasar el domingo.
Maigret la había descubierto durante una investigación, aislada al borde del agua, frecuentada principalmente por pescadores de caña.
Ahora, la pareja ya había convertido el local en una tradición, con sus costumbres conocidas y siempre repetidas. Les daban casi siempre la misma habitación, la misma mesa, en la comida y en la cena, bajo los árboles de la terraza.
—¡Oiga! Póngame con el Vieux Garçon de Morsang. Por Corbeil… El Vieux Garçon, sí… Es una posada…
Había descubierto en algunos libros viejos que el lugar había sido frecuentado por Balzac y Alexandre Dumas y que, posteriormente, los almuerzos literarios reunían en aquel lugar a los Goncourt, Flaubert, Zola, Alphonse Daudet y algunos otros escritores conocidos.
—¡Diga…! Aquí Maigret… ¿Qué dice…? Hace buen tiempo, sí…
Eso lo sabía tan bien como la patrona.
—¿Que está ocupada nuestra habitación…? ¿Tienen ustedes otra, pero que no dé al Sena…? No me importa… Llegaremos a tiempo para la cena…
De esta manera, en fin de cuentas, a pesar de Emile Boulay, iban a pasar un domingo sin preocupaciones al borde del agua. La clientela del Vieux Garçon había cambiado con el tiempo. Los pescadores que los Maigret habían conocido en otros tiempos habían desaparecido casi todos. O se habían muerto, o habían envejecido demasiado para desplazarse hasta allí.
Otros nuevos habían ocupado sus puestos, apasionados por la pesca como ellos, y algunos hacían los preparativos con varios días de antelación.
Se sabía de algunos que se levantaban a las cuatro de la madrugada para ir a amarrar sus barcas en la corriente entre dos estacas.
Había una nueva clientela, más joven, sobre todo algunas parejas que poseían un barquito de vela, y aquellos que solían bailar en la terraza, al son de un tocadiscos, hasta la una de la madrugada.
Maigret, no obstante, durmió como en su propia cama, oyó a los gallos saludar al amanecer, los pasos de los que iban a la pesca y se levantó a fin de cuentas, a las nueve de la mañana.
A las diez, cuando terminaron de tomar su desayuno bajo los árboles, contemplando evolucionar las velas, la señora Maigret murmuró:
—¿No pescas?
No tenía ni sus cañas ni el resto de los accesorios, pues los había dejado en su casita de Meung-sur-Loire, pero siempre podía pedir prestados los aparejos a la patrona.
¿Por qué razón iba un abogado a asesinar a su cliente? Hay personas que matan a su médico, convencido de que les ha curado mal. Pero lo contrario es rarísimo. Sólo recordaba el caso de Bougrat…
Emile Boulay no pertenecía a esa clase de la humanidad que responde a la clasificación de agresivos… No podía aducir que su abogado le hubiera traicionado porque no había sido condenado en ninguna ocasión y su ficha policíaca y judicial estaba virgen…
—Escoja la caña que usted quiera… Los sedales están en el armarito y encontrará los gusanos de cebo en el lugar de costumbre…
Siguieron la orilla escarpada del río uno tras otro, escogieron un rincón sombreado, cerca de un árbol muerto, y el azar quiso que, después de media hora, Maigret hubiese cogido quince gobios. Si hubiera llevado una red de mano, probablemente hubiera sacado del agua la baila de más de una libra que rompió la parte inferior de su cuerda.
Es verdad que, después, no volvió a coger una sola pieza. Su mujer leía una revista, de vez en cuando levantaba los ojos de la lectura para mirarle con una sonrisa divertida.
Comieron en la mesa de costumbre y, como siempre, algunas de las personas se volvían a mirarles y murmuraban algo en voz baja. ¿Es que un jefe de la brigada criminal no tenía derecho a pasear el domingo por el campo como todo el mundo y pescar con caña, si le daba la gana?
Regresó al borde del agua, no volvió a pescar nada más y a las seis de la tarde, su mujer y él se encontraban en el tren repleto de viajeros que se dirigían a París.
Comieron alimentos fríos, viendo cómo se ponía el día, las calles todavía poco más o menos vacías, las casas de enfrente donde comenzaban a encenderse algunas luces.
Boulay no pasaba los domingos en el campo. Sus cabarets trabajaban los siete días de la semana y no era hombre capaz de dejarles sin su vigilancia personal. En cuanto a sus tres mujeres, no debían de tener ganas de abandonar la pequeña Italia de la calle Victor-Massé.
A las nueve del lunes, Maigret pasó por el Quai des Orfèvres para asegurarse de que no había ninguna novedad y, a las diez menos cuarto, un taxi le dejaba en la calle Pigalle. En el cierre del Lotus se veía una esquela, orlada en negro. En la calle Victor-Massé, había otra a la puerta del Train Bleu.
La acera, frente a lo que había sido el domicilio de Boulay, estaba llena de gente. De vez en cuando, alguien, o un grupito, se separaba para penetrar en la casa, cuya puerta estaba adornada por cortinas negras.
Hizo como los demás, esperó que le tocara el turno delante del ascensor donde ya se percibía el olor de las flores y de los cirios. Habían transformado el salón en una capilla ardiente y, alrededor del ataúd, unas siluetas obscuras estaban de pie, la de Antonio, la del señor Raison, de un viejo camarero al que consideraban como de la familia, mientras se oía a una mujer sollozar en una habitación vecina.
Dio la mano a unas cuantas personas, volvió a bajar, esperó con los demás. Reconoció algunos rostros entrevistos en los cabarets del difunto. Allí debería de estar todo el personal y las mujeres, con tacones desmesurados, tenían rostros cansados, ojos que parecían sorprendidos de ver la luz del sol matinal.
—¿Hay mucha gente, eh?
Era el renacuajo, Louis Boubée, llamado Mickey, vestido de negro, que tiraba al comisario de la manga y parecía orgulloso del éxito del entierro:
—Todos están aquí…
Quería decir todos los propietarios de los cabarets de París, incluidos los de los Campos Elíseos y de Montparnase, los músicos, los camareros, los encargados y los mozos de la barra…
—¿Ha visto usted a Jo?
Señaló a Jo-le-Catcheu, quien dirigió un saludo con la mano al comisario y que, también, se había vestido de oscuro para la circunstancia.
—Hay de todo, ¿verdad?
Trajes de colores llamativos, sombreros de colores demasiado claros, gruesas sortijas y zapatos de piel de cocodrilo o de ante… Todo el mundo se había molestado. Por muy orgulloso que se sintiera Boulay de no pertenecer al ambiente y merecer el nombre de «tendero», no por eso dejaba de pertenecer a la vida nocturna de Montmartre.
—¿Continúa usted sin saber todavía quién ha dado el golpe?
En ese momento, el abogado salía de la casa donde el comisario no le había visto entrar, pero el coche fúnebre, que acababa de aparcar al borde de la acera, le ocultó casi inmediatamente a los ojos de Maigret.
Había tantas flores y coronas que tuvieron que cargar con ellas dos coches enteros. Las tres mujeres subieron a un coche. Detrás, a pie, Antonio iba solo, seguido, en varias filas, por el personal del servicio y por las bailarinas. Después, venía todo el resto, que formaba un cortejo de más de cien metros de largo.
Cuando pasaban ante sus tiendas, los comerciantes salían a la puerta, las amas de casa se detenían al borde de la acera y algunas personas se asomaban a las ventanas. Finalmente, corriendo a lo largo de la fila oscura, algunos fotógrafos hacían fotografías.
Los órganos resonaron en el momento en que seis hombres franquearon el umbral de la iglesia llevando en hombros el ataúd. Siguieron las mujeres, cubiertas por velos tupidos. Durante un momento, las miradas de Jean-Charles Gaillard y del comisario se cruzaron, luego la muchedumbre separó a ambos hombres.
Maigret permaneció en el fondo de la iglesia, donde, cada vez que se abría la puerta, penetraba un rayo de sol. Por su mente volvían a pasar las mismas imágenes del día anterior, como si se tratara de un juego de naipes.
Boulay sacando el reloj de su bolsillo… Boulay esperando algunos minutos antes de descender la calle Pigalle…
Antonio había preparado bien las cosas. No sólo había un responso, sino una misa cantada.
La salida se efectuó lentamente. Cuatro o cinco coches esperaban a la familia y los colaboradores más próximos; pues ya no había lugar en el cementerio de Montmartre y el cadáver de Boulay iba hacia Ivry.
Antonio encontró tiempo para atravesar la muchedumbre y acercarse al comisario.
—¿Quiere venir con nosotros?
Maigret negó con la cabeza. Siguió con los ojos al abogado que se alejaba a pie y, apartando a la gente a codazos, le dio alcance.
—¡Un buen entierro…! —exclamó, un poco como había dicho Mickey en la calle Victor-Massé—. ¿No va usted al cementerio?
—Tengo trabajo… Además, no me han invitado a ir…
Todo Montmartre estaba allí…
Una parte de la muchedumbre continuaba desfilando, al tiempo que la carroza fúnebre y los coches se alejaban.
—Ha debido usted de reconocer a muchos de sus clientes…
—Cualquier abogado se hubiera encontrado en el mismo caso…
Cambiando de conversación, como si aquélla le desagradara, Gaillard preguntó:
—¿Tiene usted alguna pista?
—Llamémoslo un comienzo de pista…
—¿Es decir?
—Me falta lo principal, el motivo…
—¿Tiene usted el resto?
—¡Todavía no poseo prueba alguna…! ¿Fue usted ayer al campo?
Su interlocutor le miró, sorprendido.
—¿Por qué me pregunta usted eso?
Remontaban, como muchos otros, la calle Notre-Dame-de-Lorette, que rara vez había estado tan animada a aquellas horas, pasaron delante del Saint-Trop’, donde habían retirado de la portada el tablero con las fotos de las mujeres desnudas para sustituirlo por la esquela.
—Por nada… —contestó Maigret—. Porque fui con mi mujer… Porque la mayoría de los parisinos van los domingos al campo o al mar…
—Hace mucho tiempo que mi mujer no sale de casa…
—De manera que, ¿se pasa usted el domingo solo en la calle La Bruyère?
—Lo aprovecho para estudiar mis asuntos…
¿Se preguntaba Jean-Charles Gaillard por qué razón el comisario se había acercado a él y caminaba a su lado? Normalmente Maigret hubiera debido bajar hacia el centro de la ciudad. Sin embargo, continuaba andando con el mismo paso y la misma dirección que el abogado y, muy pronto, se encontraron en la calle La Bruyère, donde el coche azul estaba en el lugar de costumbre, delante del hotel.
Hubo un momento de malestar entre los dos hombres. Maigret no parecía tener intención de marcharse. El abogado llevaba la llave en la mano.
—No le invito a que entre, pues ya sé lo ocupado que está…
—Iba precisamente a pedirle permiso para hacer una llamada telefónica…
La puerta se abrió.
—Venga a mi despacho…
La puerta que comunicaba con el despacho vecino estaba abierta y una secretaria de unos treinta años se levantó. Sin ocuparse para nada de Maigret, se dirigió a su jefe:
—Hay dos llamadas, una de ellas de Cannes…
—Ahora mismo me ocuparé de eso, Lucette…
Gaillard parecía preocupado.
—¿Desea usted hablar con París…? Tiene usted el aparato ante sí…
—Gracias…
A través de la ventana, se descubría un patio pavimentado en medio del cual se elevaba un tilo bastante hermoso.
Maigret, de pie, marcó un número.
—¡Oiga…! ¿Ha ido ya el inspector Lapointe…? Dígale que se ponga, ¿quiere…? Gracias… Sí… Diga… ¿Lapointe…? ¿Has encontrado lo que buscabas…?
Permaneció durante mucho tiempo escuchando, en tanto que el abogado, sin sentarse en la silla de su mesa, cambiaba una serie de fichas de lugar.
—Sí… Sí… Comprendo… ¿Estás seguro de las fechas…? ¿Le has hecho firmar la declaración…? No, estoy en la calle La Bruyère… ¿Ha vuelto Lucas…? ¿Todavía no…?
Mientras hablaba miraba en el patio, dos mirlos que daban saltitos en las piedras y la sombra del abogado que pasaba una y otra vez por delante de la ventana.
—Sí, espérame… No tardaré mucho y quizá aporte alguna novedad…
¡Él también tenía derecho a representar su pequeña escena de comedia! Una vez que colgó el teléfono, hacía gestos de encontrarse molesto, inquieto, nervioso, se rascaba la cabeza con aire perplejo.
Continuaban ambos de pie y el abogado le observaba con curiosidad. Maigret, a propósito, dejaba alargar el silencio entre ambos. Cuando habló, fue para decir, con un ligero tono de reproche en la voz:
—No tiene usted mucha memoria, señor Gaillard…
—¿Qué quiere usted insinuar?
—O entonces, por una razón que no logro comprender, no me ha dicho la verdad…
—¿Con qué fin?
—¿No lo sabe usted?
—Se lo juro…
El hombre era alto y fuerte, seguro de sí, sólo unos momentos antes. Ahora su rostro parecía el de un chiquillo al que se le hubiera cogido transgrediendo una regla establecida por los mayores y que se obstinara en parecer inocente.
—No comprendo realmente lo que quiere decir…
—¿Me da permiso para fumar?
—Se lo ruego.
Maigret llenó lentamente su pipa, con el ceño fruncido, la expresión grave, como el hombre que tiene una tarea desagradable que cumplir.
El otro le propuso:
—¿No quiere usted sentarse?
—No tengo nada más que un momento. Cuando vine a verle el viernes, estuve hablando con usted de su coche…
—Es posible… Hemos tenido una conversación sin orden ni concierto, y yo estaba impresionado por lo que acababa de enterarme para fijarme en los detalles…
—Usted me dijo que su coche estaba aparcado habitualmente frente a su casa y que lo dejaba usted allí por la noche…
—Eso es… Y allí ha pasado la noche anterior y la precedente… Usted mismo ha podido verlo cuando ha entrado…
—Pero recientemente ha habido unos días en que no estaba…
Hizo como si buscara en su memoria.
—Espere…
De pronto, estaba muy encarnado, y Maigret casi sintió piedad por él. Se sentía que sólo, gracias a un esfuerzo, guardaba un aspecto seguro.
—No me acuerdo muy bien si fue la semana pasada o la anterior cuando necesité mandar a reparar el coche… Puedo preguntárselo a mi secretaria… Fue ella quien telefoneó al garaje para que viniera a buscarlo y lo dejasen arreglado.
Sin embargo, no se dirigió a la puerta de comunicación.
—¡Llámela!…
Acabó por empujar la puerta.
—¿Quiere usted venir un momento?… El comisario tiene que hacerle una pregunta…
—No se inquiete, señorita… Es una pregunta inocente… Quisiera saber qué día llamó usted al garaje de la calle Ballu para que viniesen a buscar el coche…
Miró a su jefe como si le pidiera permiso para contestar.
—El lunes por la tarde —dijo por fin.
—¿Se refiere al lunes pasado?
—Sí…
Era guapa, simpática, y su vestido de nylon blanco descubría un cuerpo apetecible. ¿Existía entre ella y Gaillard…? En ese momento, aquello no le importaba a Maigret.
—¿Se trataba de una reparación importante?
—Puedo enseñarle la factura del garaje… La he recibido esta mañana… Han debido cambiar el amortiguador… pensaron que quedaría disponible a partir del miércoles por la mañana…
—¿Y no fue así?
—Telefonearon para pedir excusas… Es un coche americano… En contra de lo que esperaban, no había piezas de recambio en París y han tenido que telefonear al depósito de El Havre…
Jean-Charles Gaillard fingía desinteresarse de la conversación, acabó por sentarse a su mesa y hojeaba un fichero.
—¿Cuándo trajeron el coche?
—El jueves o el viernes… ¿Me permite…? Está anotado en mi agenda…
Pasó a su despacho y volvió un momento después.
—El jueves al atardecer… Pidieron que les mandaran urgente el amortiguador y trabajaron todo el día…
—¿No volvió usted después de cenar?
De nuevo miró de reojo al abogado.
—No… Rara vez me ocurre… Sólo cuando hay algún trabajo urgente…
—¿No ocurrió esto ninguna vez la semana pasada?
Sin dudarlo, negó con la cabeza.
—Hace por lo menos quince días que no trabajo por las noches…
—Muchas gracias, señorita…
Se retiró, cerró la puerta, y Maigret permaneció de pie, con la pipa en la boca, en medio del despacho.
—¡Pues bien!… —acabó por gruñir.
—¿Bien, qué?
—Nada… Un pequeño hecho que puede tener importancia, como puede no tener ninguna… Ya conoce bastante nuestro oficio para saber que no podemos descuidar nada…
—No veo lo que mi coche…
—Si estuviese en mi lugar, lo vería… Le doy las gracias por haberme dejado telefonear… Ya es hora de que vuelva a mi despacho…
El abogado se levantó.
—¿No tiene más que preguntar?
—¿Qué iba a preguntarle? Ya le hice el viernes las preguntas que tenía que hacerle. Supongo que me contestó con franqueza…
—No hay ninguna razón para que…
—Naturalmente. Sin embargo, respecto al coche…
—Le confieso que se me ocurrió aquello… En estos últimos meses es la tercera o la cuarta vez que necesito reparar este coche y por eso tengo intención de cambiarlo.
—¿Utilizó los taxis durante tres días…?
—Eso es… A veces cojo taxis incluso cuando tengo el coche aparcado delante de mi casa… Así no tengo que buscar un estacionamiento…
—Comprendo… ¿Tiene usted algún caso esta tarde?
—No… Ya le he dicho que rara vez los tengo…
—¿Estará entonces usted en casa todo el día?
—A no ser que tenga alguna cita fuera…
Abrió una vez más la puerta del despacho contiguo.
—¡Lucette!… ¿Quiere ver si debo salir esta tarde?
—No creo… Todas sus citas están aquí…
Sin embargo, consultó la agenda roja.
—No…
—Ya tiene la respuesta… —concluyó el abogado.
—Muchas gracias.
—¿Piensa necesitarme?
—No tengo nada preciso en la cabeza, pero nunca se sabe… Adiós, señorita…
Ella hizo un gesto con la cabeza, sin levantar los ojos para mirarle. En cuanto a Jean-Charles Gaillard, precedía al comisario por el pasillo. La puerta de una sala de espera estaba entreabierta y al pasar se veían las piernas de alguien que esperaba, piernas de hombre.
—Le doy otra vez las gracias por el teléfono…
—De nada…
—Y perdóneme…
Cuando, después de haber recorrido unos cincuenta metros por la acera, Maigret volvió la cabeza, Gaillard seguía de pie a la entrada y le seguía con la mirada.