Capítulo cinco

Se hubiera podido creer que Maigret interpretaba el papel de los jefes de salas de fiesta y que, a pesar de la diferencia de constitución y de peso, se las ingeniaba para imitar a Emile Boulay. Sin darse prisa, deambulaba por las pocas calles que formaban el universo del antiguo maître d’hôtel de la «Transat», y estas calles, con el transcurso de las horas, cambiaban de fisonomía. En primer lugar eran los anuncios de neón que se hacían cada vez más numerosos, los porteros engalanados que aparecían en las puertas.

No sólo las orquestas de los cabarets, cuya música se filtraba a través de las puertas, daban al aire una vibración distinta, sino también los peatones eran diferentes y los taxis nocturnos comenzaban a aportar su clientela mientras una fauna nueva pasaba y volvía a pasar de la oscuridad a la luz.

Unas mujeres le llamaron. Andaba con las manos a la espalda. ¿Andaba también Emile con las manos a la espalda? En todo caso lo que no hacía era fumar, a diferencia del comisario. Chupaba caramelos de menta.

Maigret bajó por la calle de Notre-Dame-de-Lorette hasta el Saint-Trop’. Había conocido hacía mucho tiempo la sala de fiestas con otro nombre, cuando la frecuentaban mujeres vestidas de smoking.

¿Había cambiado tanto Montmartre? El ritmo de las orquestas ya no era el mismo. Había más anuncios luminosos, pero los personajes continuaban pareciéndose a los que había conocido. Algunos, sólo habían cambiado de empleo, como el portero del Saint-Trop’ que saludó familiarmente al comisario.

Era un coloso de barba blanca, un refugiado ruso que, durante años, en otro cabaret del barrio, había cantado viejas baladas de su país, con una hermosa voz de bajo, acompañándose con una «balalaika».

—¿Recuerda usted bien la noche del pasado martes?

—Me acuerdo de todas las noches que Dios me ha permitido vivir —contestó el antiguo general, con énfasis.

—¿Vino su jefe aquí esa noche?

—A eso de las nueve y media con la señorita guapa.

—¿Se refiere usted a Ada? ¿No volvió luego solo?

—¡Lo juro por san Jorge!

¿Por qué por san Jorge? Maigret entró. Echó una ojeada al bar, a las mesas alrededor de las cuales los primeros clientes estaban bañados por una luz color naranja. Debían de estar enterados de que pasaría por allí, porque el personal, camareros, músicos y bailarinas le miraban con una mezcla de curiosidad y excitación.

¿Se hubiera quedado Boulay más tiempo? Maigret volvió a salir, hizo una seña a Mickey al pasar por delante del Lotus, otra a la muchacha del guardarropa, a quien pidió una ficha.

En la cabina de cristal volvió a llamar, sin éxito, al número de la calle de La Bruyère.

Luego, entró en el Train Bleu, cuya decoración imitaba el ambiente de un pullman. La orquesta tocaba allí tan fuerte que le hizo batirse en retirada y se hundió en la tranquilidad y la oscuridad del segundo tramo de la calle Victor-Massé, llegó a la plaza de Anvers, donde sólo dos cafés estaban aún abiertos. Uno con el nombre de La Chope d’Anvers, parecía una antigua cervecería de provincias. Junto a las ventanas, algunos clientes habituales jugaban a las cartas y, al fondo, se veía un billar, alrededor del cual dos hombres giraban lentamente, con movimientos solemnes.

Uno de ellos era el señor Raison, en mangas de camisa. Su contrincante, de vientre enorme, con un puro entre los dientes, llevaba tirantes verdes. Maigret no entró, permaneció allí un momento, como fascinado por el espectáculo, cuando en realidad estaba pensando en otra cosa, y se sobresaltó al oír una voz a su lado.

—Buenas noches, jefe…

Era Lapointe, a quien había encargado ocuparse del contable y que explicó:

—Precisamente iba a volver a casa… He comprobado en qué empleó su tiempo el martes… Salió del café a las once y cuarto… Nunca se queda hasta después de las once y media… Menos de diez minutos después, estaba en su domicilio…

»La portera está absolutamente segura… No estaba acostada porque, aquella noche, su marido y su hija estaban en el cine y ella les esperó…

»Vio entrar al señor Raison y está segura de que no volvió a salir…

El joven Lapointe estaba desorientado, pues Maigret no parecía escucharle.

—¿Hay alguna novedad? —se arriesgó a preguntar—. ¿Quiere que le acompañe?

—No. Vete a dormir.

Prefería estar solo para emprender de nuevo su paseo y no tardó en poner otra vez los pies en el Train Bleu, para decirlo con mayor exactitud, en entreabrir la cortina y echar una mirada al interior, como algunos clientes que antes de entrar se aseguran de que van a encontrar lo que buscan.

De nuevo pasó por el Lotus. Mickey, que charlaba con cierto aire de misterio con dos americanos a quienes debía de prometer distracciones inéditas, volvió a guiñarle un ojo. Maigret no necesitó pedir una ficha de teléfono y el timbre volvió a resonar una vez más en la casa de la que ahora ya conocía la fachada y donde, estaba convencido, un visillo se había movido en una ventana del piso superior.

Se estremeció ligeramente al oír la voz de un hombre que dijo:

—Diga…

Esta vez no se lo esperaba.

—¿El señor Jean-Charles Gaillard?

—Soy yo… ¿Quién está al aparato?

—El comisario Maigret, de la Policía Judicial…

Un silencio, luego la voz, un poco impaciente:

—¡Ah, bien! Sí… escucho…

—Perdone que le moleste a esta hora…

—Es un milagro que me encuentre usted… Acabo de volver ahora mismo de Poitiers en coche y estaba echando una ojeada al correo, antes de acostarme…

—¿Podría usted recibirme un momento?

—¿Telefonea usted desde el Quai des Orfèvres?

—No… estoy a dos pasos…

—Le espero.

Mickey continuaba a la puerta, la calle estaba cada vez más animada y ruidosa. Una mujer que surgió ante él al doblar una esquina y que puso una mano en el brazo del comisario, retrocedió inmediatamente al reconocerle.

—No se ofenda —balbució la mujer.

Volvió a encontrar, como en un oasis, el ambiente apacible de la calle La Bruyère, donde, delante de la casa del abogado, estaba aparcado un enorme coche americano, pintado de azul pastel. La luz se filtraba a través de las rendijas de la puerta. Maigret subió los tres escalones de la entrada y, antes de apretar el timbre, la puerta se abrió, dejando ver un vestíbulo con el suelo de baldosines blancos.

Jean-Charles Gaillard era tan alto, tan ancho de hombros como el portero ruso del Saint-Trop’. Era un hombre que debía de estar cerca de los cuarenta y cinco años, de tez sonrosada, con una constitución de ex jugador de rugby, que sería todo músculos y que empezaba ahora a aumentar excesivamente de peso.

—Entre, comisario…

Volvió a cerrar la puerta. Llevó a su visitante al fondo del pasillo donde le introdujo en un despacho. La habitación, bastante amplia, amueblada confortablemente, pero sin lujo excesivo, sólo estaba iluminada por la lámpara de pantalla verde que estaba colocada sobre la mesa cubierta en parte por las cartas que acababa de abrir.

—Siéntese, se lo ruego… He tenido un día muy cansado y me ha pillado una gran tormenta en la carretera, lo que ha hecho que me retrasara…

Maigret estaba fascinado por la mano izquierda de su interlocutor, a la que faltaban cuatro dedos. Sólo quedaba el pulgar.

—Me gustaría hacerle dos o tres preguntas, respecto a uno de sus clientes.

¿Estaba preocupado el abogado? ¿O sólo sentía curiosidad? Era difícil de decir. Tenía los ojos azules, cabello rubio cortado al cepillo…

—Si el secreto profesional me permite contestarle… —murmuró, sonriente.

Terminó por sentarse frente al comisario y su mano derecha jugueteaba con una plegadera de marfil.

—Esta mañana han encontrado el cadáver de Boulay…

—¿Boulay? —repitió el abogado, como si buscase en su memoria.

—El dueño del Lotus y de otros tres cabarets…

—¡Ah! Sí… ya sé…

—¿Le ha visitado recientemente, verdad?

—Depende de lo que usted llame recientemente…

—El martes, por ejemplo…

—¿El martes de esta semana?

—Sí…

Jean-Charles Gaillard se encogió de hombros.

—Si ha venido a verme, no le he visto… Es posible que haya pasado cuando estaba en el Palacio de Justicia. Tendré que preguntarle mañana a mi secretaria.

Mirando a Maigret a la cara, le preguntó a su vez:

—Dice usted que han encontrado su cuerpo… El hecho de que usted esté aquí indica que la policía se ocupa del asunto… ¿Debo deducir que no se trata de una muerte natural?

—Ha sido estrangulado…

—Curioso…

—¿Por qué?

—Porque, a pesar de su oficio, era un hombre bastante honrado, una buena persona, y no sabía que tuviese algún enemigo… Es verdad que sólo era un cliente como muchos otros…

—¿Cuándo le vio usted por última vez?

—Creo que podré contestarle con exactitud… Un momento…

Se levantó, pasó al despacho contiguo, donde encendió las luces, rebuscó en un cajón y volvió con una libreta encarnada.

—Mi secretaria anota todas mis citas… Espere…

Pasaba las hojas, empezando por el final, pronunciaba nombres entre dientes. Pasó así unas veinte páginas.

—¡Ya está!… Vino a verme el veintidós de mayo a las cinco… Aquí menciona otra visita del dieciocho de mayo a las once de la mañana…

—¿Y no le ha vuelto a ver desde el veintidós de mayo?

—No, si mal no recuerdo.

—¿Tampoco le ha telefoneado?

—Si ha llamado a mi bufete, sólo habrá encontrado a mi secretaria y es ella quien puede contestarle. Vendrá mañana a las nueve…

—¿Se ocupaba usted de todos los asuntos de Boulay?

—Depende de lo que usted llame todos sus asuntos.

Luego, añadió, sonriente:

—Su pregunta es peligrosa… No estoy naturalmente al corriente de todas sus actividades…

—Parece ser que era usted quien establecía sus declaraciones de impuestos…

—No veo ningún inconveniente en contestar a esa pregunta… Es exacto… Boulay estaba poco instruido y hubiera sido incapaz de encargarse por sí mismo…

Un nuevo silencio, después del cual precisó:

—Debo añadir que nunca me pidió que hiciera chanchullos… Es cierto que, como contribuyente, trataba de pagar los menos impuestos posibles, pero permaneciendo siempre dentro del margen de la legalidad… No me hubiera encargado de sus asuntos si hubiese sido de otra manera…

—Me ha indicado usted una visita que le hizo el día dieciocho de mayo… La noche anterior, un tal Mazotti había sido asesinado no lejos del Lotus.

Muy tranquilo, Gaillard encendió un cigarrillo, alargó la cajita de plata a Maigret y la retiró al darse cuenta de que el comisario fumaba en pipa.

—No veo ningún inconveniente en revelarle lo que vino a hacer aquí. Mazotti había intentado con él el truco de la protección y, para librarse de él, Boulay se había asegurado la ayuda de tres o cuatro guardaespaldas de su El Havre natal…

—Estoy al corriente…

—Cuando se enteró de la muerte de Mazotti, pensó que la policía iba a interrogarle… No tenía nada que ocultar, pero temía ver su nombre en los periódicos…

—¿Le pidió consejo?

—Exactamente. Le dije que contestara con toda franqueza… Por otra parte, creo que eso le dio resultado… Si no me equivoco fue convocado por segunda vez en el Quai des Orfèvres el veintidós o veintitrés, y vino de nuevo a verme antes de esta entrevista… Supongo que no han sospechado de él en ningún momento… A mi modo de ver, sería un error…

—¿Está seguro de que no volvió aquí esta semana, el martes, por ejemplo?

—No sólo estoy seguro, sino que, también esa vez, la cita, si hubiera habido cita, estaría anotada en esta libreta… Usted mismo puede ver, si quiere…

La ofrecía al comisario, que evitaba cogerla…

—¿Se encontraba usted en su casa el martes por la noche?

Esta vez el abogado frunció el ceño.

—Esto empieza a parecerse a un interrogatorio —indicó—, y confieso que me pregunto qué idea se le pasa por la cabeza…

Encogiéndose de hombros, terminó por sonreír.

—Tratando de recordar, podré, sin duda, saber en qué empleé mis horas… Paso la mayoría de las veladas en este despacho, ya que es el único momento tranquilo para trabajar… Por la mañana, es un desfile continuo de clientes… Por la tarde, estoy a menudo en el Palacio de Justicia…

—¿No cenó usted fuera de casa?

—Nunca ceno fuera… Ya ve que no soy un abogado mundano…

—¿Entonces, el martes por la noche…?

—Estamos a viernes, ¿verdad…? En realidad, a sábado, porque son más de las doce… Esta mañana, muy temprano, cogí la carretera de Poitiers.

—¿Solo?

La pregunta pareció sorprenderle.

—Solo, naturalmente, puesto que fui allí a intervenir en un caso… Ayer, no salí de mi bufete en toda la velada… En definitiva, ¿lo que quiere usted es una coartada…?

Mantenía un tono ligero, irónico…

—Lo que me intriga es que esta coartada se refiere a la noche del martes, cuando la muerte de mi cliente, si he comprendido bien, es muy reciente… ¡En fin! Soy como el pobre Boulay: me preocupa tener todas mis cosas en regla… El jueves no salí… El miércoles por la noche… Veamos… el miércoles, estuve trabajando hasta las diez y, como me dolía un poco la cabeza, fui a dar una vuelta por el barrio… En cuanto al martes… tuve un caso por la tarde en el Civil… Un asunto enojoso, que viene arrastrándose desde hace tres años y que está lejos de solucionarse… Volví a casa a cenar.

—¿Con su mujer?

La mirada de Gaillard cayó pesadamente sobre el comisario y explicó:

—Sí, con mi mujer…

—¿Está aquí?

—Está arriba.

—¿Ha salido esta noche?

—Prácticamente no sale nunca, por su salud… Mi mujer, desde hace varios años, está mal de salud y sufre mucho…

—Le ruego que me perdone…

—No tiene importancia… Por consiguiente, cenamos… Yo bajé a este despacho, como tengo por costumbre… ¡Bueno! Como iba diciendo… Estaba cansado por la tarde tan ajetreada que había pasado en el Palacio de Justicia… Cogí mi coche con la idea de pasear una hora o dos para despreocuparme, lo que suelo hacer a veces… En otros tiempos, hice mucho deporte y echo de menos el aire libre… Al pasar por los Campos Elíseos, vi que proyectaban una película rusa de la que había oído hablar bien…

—En resumen, que fue usted al cine…

—Exactamente… Ya ve que no hay ningún misterio… Tras lo cual, fui a tomar una copa al Fouquet’s, antes de regresar a casa.

—¿No le esperaba nadie?

—Nadie.

—¿No recibió ninguna llamada telefónica?

Parecía de nuevo buscar en su memoria.

—Creo que no… Debí de fumar un cigarrillo o dos antes de acostarme, pues me cuesta mucho trabajo dormirme… Ahora, déjeme decirle que estoy bastante sorprendido…

Esta vez le tocaba a Maigret hacerse el ingenuo.

—¿Por qué?

—Esperaba que me interrogase sobre mi cliente… Y veo que sólo se ha interesado por mí y en qué ocupé mi tiempo… Podría sentirme ofendido…

—En realidad, trato de reconstruir las idas y venidas de Emile Boulay…

—No comprendo…

—No fue asesinado anoche, sino la noche del martes al miércoles…

—Sin embargo, usted me ha dicho antes…

—He dicho que le habían encontrado esta mañana…

—Lo que quiere decir que, desde el martes, su cuerpo…

Maigret asintió con un gesto de la cabeza. Había tomado un aspecto de niño bueno y parecía dispuesto a las confidencias.

—Está poco más o menos establecido que Boulay tenía una cita el martes por la noche… Probablemente, una cita en el barrio…

—Y usted supuso que había venido aquí, ¿no es cierto?

El comisario se echó a reír.

—Yo no le acuso de haber estrangulado a su cliente…

—¿Fue estrangulado?

—Eso es lo que se saca en claro de la autopsia… Sería demasiado largo enumerar los indicios que hemos reunido… Tenía por costumbre el venir a pedirle consejo…

—De todas formas, no le habría recibido a las doce…

—Podía encontrarse en una situación delicada… Si alguien, por ejemplo, le hubiese hecho chantaje…

Gaillard encendió otro cigarrillo y echaba lentamente el humo hacia delante.

—Su talonario de cheques revela que retiró del banco una suma bastante considerable…

—¿Puedo preguntarle cuánto?

—Medio millón de antiguos francos. No estaba dentro de sus costumbres. Normalmente, cogía el dinero que necesitaba de la caja de alguno de sus cabarets…

—¿Sólo ocurrió una vez?

—Una sola, que sepamos. Mañana estaré seguro cuando comprobemos su cuenta corriente del banco.

—Sigo sin ver qué papel me ha asignado usted en todo esto…

—Ahora se lo explicaré… Supongamos que cediese una vez y que volvieran a la carga, que le hubiesen dado una cita en la noche del martes al miércoles… Se le hubiera podido ocurrir perfectamente, venir a pedirle consejo… En ese caso, le habría llamado a su teléfono varias veces en el transcurso de la tarde, mientras usted estaba en el cine… ¿Quién contesta al teléfono, cuando está usted fuera de casa?

—Nadie…

Y, como Maigret parecía sorprendido, añadió:

—Ya le he dicho que mi mujer está mal de salud… Comenzó por ser una depresión nerviosa que se ha ido agravando… Además, padece una polineuritis de la que los médicos no consiguen curarla… Se puede decir que no sale del primer piso y siempre está con ella una doncella que, en realidad, es una enfermera… Mi mujer lo ignora… He suprimido el teléfono arriba…

—¿Y los criados?

—Son dos y duermen en el segundo piso… Volviendo a su pregunta, que ya comprendo mejor, no estoy al corriente de ningún chantaje del que hubiera podido ser objeto mi cliente… Debo añadir que me sorprendería mucho que existiese tal chantaje, ya que conociendo sus asuntos no veo a título de qué le hubieran podido hacer chantaje… Por lo tanto, no vino a consultarme el martes por la noche y, a priori, desconozco en qué ocupó su tiempo aquella noche…

»Que le hayan matado no me extrañó cuando usted me lo dijo, pues no se llega a la situación que él ocupa en ese ambiente, sin crearse grandes enemigos…

»Me inquieta más que haya sido estrangulado y más aún que no se haya encontrado su cadáver hasta esta mañana…

»En resumen, ¿dónde le han encontrado? Supongo que lo habrán sacado del Sena.

—Estaba tendido en la acera, junto al cementerio del Père-Lachaise…

—¿Cómo ha reaccionado su mujer?

—¿La conoce?

—La he visto una sola vez… Boulay estaba locamente enamorado de ella… Se empeñó en presentármela y también a sus niños… Me invitó a cenar a la calle Victor-Massé y de esta manera fue como conocí a toda la familia…

—¿Incluido a Antonio?

—Incluido el cuñado y su mujer… Una verdadera reunión de familia… En el fondo, Boulay era un pequeño burgués y, viéndole en su casa, rodeado de su familia, nunca se hubiera sospechado que vivía del desnudismo de las mujeres.

—¿Conoce sus cabarets?

—He ido dos o tres veces al Lotus, ya hace de esto más de un año…

»También asistí a la inauguración del cabaret de la calle de Berri…

Maigret se hacía un montón de preguntas, sin atreverse a pronunciarlas de viva voz. ¿Viviendo con una mujer enferma no buscaba el abogado en otra parte los placeres que no podía encontrar en su hogar?

—¿Ha conocido usted a Ada?

—¿La hermana menor? ¡Naturalmente! Estaba en la cena. Es una muchacha encantadora, tan bonita como Marina, pero con más cabeza…

—¿Cree usted que era la amante de su cuñado?

—Me pongo en su lugar, comisario… Me doy cuenta de que está usted obligado a seguir todas las pistas… Algunas de sus hipótesis no dejan de ser bastante chocantes… Si hubiera conocido a Boulay, no me haría esta pregunta… Tenía horror a las complicaciones… Una aventura con Ada, habría puesto en contra suya a Antonio que, como buen italiano, tiene un sentido muy elevado de la familia… Perdone mi bostezo, pero me he levantado antes de amanecer para llegar a Poitiers a tiempo para mi proceso…

—¿Tiene costumbre de dejar el coche a la puerta?

—Casi siempre, no me tomo el trabajo de llevarlo al garaje. Es corriente que haya sitio…

—Espero que no se tome a mal el que le haya molestado… Una última pregunta… ¿Ha dejado Boulay testamento?

—No, que yo sepa… Y no veo por qué razón habría redactado uno… Tiene dos niños… Además, se casó bajo el régimen de la comunidad de bienes… La sucesión en su caso no plantea ningún problema…

—Muchas gracias…

—Iré mañana por la mañana a dar el pésame a su viuda y a ponerme por entero a su disposición… ¡Pobre mujer!

¡Había aún tantas preguntas que Maigret hubiera deseado hacerle! Por ejemplo, cómo había perdido los cuatro dedos de la mano izquierda y también a qué hora había salido aquella mañana de la calle La Bruyère. Por último, por una frase que Mickey había dicho, hubiera sido curioso consultar la lista de los clientes del abogado.

Unos minutos después, tomó un taxi en la plaza Saint-Georges y regresó a su casa para acostarse. Se levantó a las ocho de la mañana y, a las nueve y media, salía del despacho del director de la Policía Judicial, donde había asistido al informe, sin dejar de apretar los dientes.

Su primer cuidado, tras abrir la ventana y haberse quitado la chaqueta, fue llamar al abogado Chavanon, a quien había telefoneado el día anterior.

—¡Soy de nuevo yo, Maigret…! ¿Le molesta que le llame…?

—Tengo alguien en mi despacho…

—Sólo le llamo para pedirle un informe… ¿Conoce usted a alguno de sus colegas que sea bastante amigo de Jean-Charles Gaillard?

—¡Otra vez! Se diría que no siente usted mucha simpatía por él…

—No es cuestión de simpatías ni antipatías… No tengo nada contra él… Pero me gustaría mucho saber un cierto número de cosas que le conciernen…

—¿Y por qué no preguntárselas a él mismo? Véale pues…

—Le he visto…

—¿Entonces? ¿Se ha mostrado recalcitrante?

—¡Al contrario! Lo que sucede es que hay ciertas preguntas demasiado delicadas para hacérselas así, de primera intención, a alguien…

Chavanon no se mostraba muy entusiasmado. Pero Maigret ya lo esperaba. En casi todas las profesiones existe un espíritu de corporación. Pueden hablar libremente unos de otros, entre ellos, pero no agrada que los de fuera se entrometan. ¡Tanto más cuanto, como en este caso, se trataba de la policía!

—Escuche… Ya le he dicho lo que sabía… Ignoro quién frecuenta por el momento, pero, hace algunos años, era muy amigo de Ramuel…

—¿El que defendió al carnicero de la calle Caulaincourt?

—El mismo, sí. Me gustaría mucho, si va a verle, que no le dijera que ha hablado antes conmigo. Sobre todo, teniendo en cuenta que acaba de conseguir dos o tres absoluciones seguidas y que este éxito se le ha subido a la cabeza… ¡Buena suerte…!

El abogado Ramuel vivía en la calle del Bac y, un momento después, Maigret hablaba por teléfono con su secretaria.

—Es casi imposible… Tiene toda la mañana ocupada… Espere… Si viene a las once menos diez y si ha terminado rápidamente con su cliente de las diez y media…

Los clientes debían de desfilar por su bufete con tanta asiduidad como si se tratara de un dentista de barrio: ¡El siguiente!

Maigret no dejó por eso de presentarse en la calle del Bac y, como llegó con antelación a la hora prevista, fue a tomar un vaso de vino blanco al bar. Las paredes de la sala de espera de casa del abogado Ramuel estaban cubiertas de cuadros dedicados por los artistas. Tres personas esperaban y, entre ellas, una anciana que debía de ser una rica granjera de provincia.

Sin embargo, a las once menos cinco la secretaria abrió la puerta e hizo discretamente una indicación al comisario para que la siguiera.

Aunque todavía era joven, de rostro aniñado, casi de muñeco, Ramuel estaba ya calvo. Avanzó hacia él, con expresión cordial, con la mano extendida.

—¿A qué se debe el honor…?

El despacho era inmenso, las paredes recubiertas de madera, los muebles de estilo Renacimiento, y el suelo estaba cubierto de auténticas alfombras de Oriente.

—Siéntese… ¿Un puro…? ¡Ah, no…! Es verdad. Fume su pipa, se lo ruego.

Se le sentía penetrado de su propia importancia y se sentaba ante su mesa como un abogado general en el asiento del ministerio público…

—No veo que haya ningún caso, entre todos aquellos de que me ocupo…

—No se trata de ninguno de sus clientes… Por otra parte, puedo asegurarle que me siento bastante molesto… quisiera que considerara mi visita como una visita exclusivamente privada…

Ramuel estaba tan acostumbrado a los procesos criminales que continuaba en la vida comportándose como en la sala del tribunal, con la misma mímica, los mismos ademanes con los brazos, a los que sólo faltaban las amplias mangas de la toga negra.

Comenzó por abrir los ojos desmesuradamente con expresión cómica, luego, separó las manos para expresar la sorpresa.

—Vamos, comisario, espero que no vaya a decirme que tiene usted problemas legales… Tendría gracia defender al comisario Maigret…

—Sólo necesito, en realidad, algunos informes sobre alguien…

—¿De uno de mis clientes?

Tomaba una expresión ofuscada.

—No necesito recordarle…

—No tema nada. No le pido que utilice el secreto profesional… Por razones demasiado largas de explicar, necesito conocer algunas cosas de uno de sus colegas…

Frunció las cejas, siempre de manera exagerada, como si el abogado se hallase representando delante de los jurados su comedia de costumbre.

—No se trata tampoco de que traicione la amistad…

—Hable. No prometo nada, ¿comprende?

Era molesto, desagradable incluso, pero al comisario no se le ofrecía otra posibilidad.

—Conoce usted muy bien, creo, a su colega Jean-Charles Gaillard…

Un gesto falso de embarazo.

—En otro tiempo manteníamos ciertas relaciones… Estábamos con frecuencia juntos…

—¿Disputaron entre ustedes?

—Digamos que ahora nos vemos menos a menudo que antes…

—¿Conoce usted a su mujer?

—¿Jeanine? La conocí por primera vez cuando todavía trabajaba de bailarina en el Casino de París… Era inmediatamente después de acabada la guerra… En aquella época era una muchacha encantadora… ¡Muy hermosa…! La llamaban la bella Lara y los peatones se volvían a mirarla cuando pasaba por la calle…

—¿Era ése su nombre?

—No… En realidad, se llamaba Dupin, pero su nombre artístico era Jeanine de Lara… Probablemente hubiera hecho una carrera brillante…

—¿Renunció a su carrera por Gaillard?

—Se casó con ella, prometiéndole que no le pediría que abandonara el teatro…

—¿Pero no ha mantenido su palabra?

Ahora le tocaba interpretar la comedia de la discreción. Ramuel parecía pesar el pro y el contra, suspiraba, como si se sintiera solicitado por sentimientos que se oponían entre sí.

—Después de todo, todo París lo conoce… Gaillard regresaba de la guerra, cubierto de medallas…

—¿Fue en la guerra donde perdió los cuatro dedos?

—Sí… Estuvo en Dunkerque… en Inglaterra se enroló en las Fuerzas Libres… Hizo la campaña de África y, luego, si no me equivoco, se encontró en Siria… Era teniente de comandos… Nunca habla de sus experiencias bélicas, no tengo más remedio que reconocerlo… No pertenece a esa clase de hombres que se complacen en contar sus hazañas militares… Una noche que debía de sorprender a una patrulla enemiga, fue él el sorprendido y no encontró mejor forma de salvar su vida que coger con la mano el cuchillo que iba dirigido contra su pecho… Es un tipo duro…

»Se enamoró perdidamente de Jeanine y la convenció para que se casara con él… En aquella época trabajaba como pasante en el bufete de Jouane, el civilista, y no ganaba mucho…

»Como era muy celoso, pasaba las noches en los bastidores del Casino de París…

»Adivinará la continuación… Poco a poco, consiguió que su mujer renunciara al baile… Se puso a trabajar con todas sus fuerzas para lograr la meta que se había propuesto… A menudo le he enviado clientes…

—¿Ha continuado dedicándose al derecho civil?

Esta vez, Ramuel tomaba el aire de alguien que se pregunta si su interlocutor será capaz de comprenderle.

—Es bastante complicado… Hay abogados a los que se ve pocas veces por el Palacio de Justicia y que, no por eso, dejan de tener una clientela importante… Precisamente, son ésos los que ganan más dinero… Son los abogados consejeros jurídicos de las grandes empresas… Conocen a fondo las leyes sobre las sociedades mercantiles y sus menores sutilezas…

—¿Es ése el caso de Gaillard?

—Sí y no… Tenga en cuenta que no le veo apenas estos últimos años… En realidad, tiene pocos casos relativamente… En cuanto a su clientela, me costaría mucho definirla… No tiene, como su antiguo jefe, la de los grandes bancos y de la gran industria…

Maigret escuchaba pacientemente, esforzándose por adivinar lo que ocultaban las palabras.

—Con las leyes fiscales actuales, muchas personas tienen necesidad de los consejos de una persona avisada… Algunos, por su parte, y debido a sus actividades, necesitan asegurarse de que actúan dentro de los márgenes definidos por la ley…

—Por ejemplo, ¿el dueño de una cadena de cabarets?

Ramuel interpretó el papel de la sorpresa y de la confusión.

—Ignoraba que hubiera sido tan preciso… Fíjese que no sé de quién me habla…

Maigret se acordó de su conversación del día anterior con Louis Boubée, llamado Mickey. Ambos habían evocado los viejos tiempos del Tivoli y de la Tétoune, donde se encontraba no sólo a los grandes personajes de aquel ambiente, sino también a sus abogados y a ciertas figuras de la política.

—Boulay ha sido asesinado —dijo bruscamente.

—¿Boulay?

—Emile… El dueño del Lotus, del Train Bleu y de otros cabarets…

—No he tenido esta mañana tiempo de leer el periódico… ¿Era un cliente de Gaillard?

Era un hombre tan lleno de ingenuidad, que hubiera desarmado a cualquiera.

—Ésa es evidentemente una de las categorías a las que hice antes alusión… No es fácil, en ciertas profesiones, evitar algunas cosas un poco oscuras, incluso sucias… ¿Qué le ha sucedido a ese Boulay?

—Ha sido estrangulado…

—¡Horrible!

—Hace un momento habló usted de la señora Gaillard…

—Parece ser que su estado ha empeorado todavía más desde que la he perdido de vista. El caso comenzó cuando todavía era amigo suyo y solía frecuentar su casa… Primero fueron depresiones nerviosas, que cada vez eran más frecuentes… Supongo que no se acostumbraba a la vida burguesa de un ama de casa… Veamos… ¿Qué edad tiene actualmente…? Si no me equivoco, está a punto de cumplir los cuarenta años, si no los ha cumplido ya… Debe de tener cuatro o cinco años menos que él… Pero su salud ha perdido mucho… Ha envejecido muy rápidamente…

»Sin ser médico, señor comisario, he visto a muchas mujeres, sobre todo entre las más resplandecientes, tomar bastante mal este giro… He oído que está casi loca, que a veces se pasa semanas enteras en una habitación oscura sin salir de ella…

»Lo siento por Gaillard… Es un muchacho inteligente… Uno de los hombres más inteligentes y que más valen de los que yo conozco… Ha trabajado mucho para conseguir la situación que tiene ahora… Las cosas no le fueron fáciles al principio, pero su voluntad y su firmeza para el trabajo han conseguido realizar el milagro… Se ha esforzado por dar a Jeanine una vida brillante… Porque, durante una época, han llevado una vida de gran lujo…

—Pero eso no ha sido suficiente… Y ahora…

Si todo su aspecto, sus gestos y sus ademanes expresaban la compasión, no por eso dejaba de haber en sus ojos una llamita alegre, irónica y, en cierto sentido, divertida.

—¿Es eso lo que usted quería saber…? Tenga en cuenta que no le he dicho ningún secreto, nada que sea, en realidad, confidencial… Podría haber interrogado a cualquiera de mis compañeros en los pasillos del Palacio de Justicia…

—¿Supongo, naturalmente, que Jean-Charles Gaillard no ha tenido nunca problemas con el consejo del orden?

Esta vez, Ramuel separó los brazos, ofuscado.

—¡Eh! ¡Veamos! ¡Veamos! ¿Qué intenta saber por esa parte?

Se levantó de pronto y miró el reloj que había encima de la chimenea.

—Le ruego que me perdone, pero ha podido comprobar que me espera un cierto número de clientes… A las dos tengo que defender un caso… ¿Supongo, como es natural, que nadie está al corriente de su visita y que lo que hemos hablado quedará entre nosotros…?

Y, dirigiéndose hacia la puerta con paso saltarín, suspiró teatralmente:

—¡Pobre Jeanine…!