Capítulo cuatro

Cuando sonó el teléfono, Maigret, con la boca llena, hizo un gesto a su mujer para que contestara.

—¡Diga!… ¿De parte de quién?… Sí, está comiendo… Voy a llamarle…

Él la miró, huraño, con el ceño fruncido.

—Es Lecoin…

Se levantó, sin dejar de masticar y llevando la servilleta para limpiarse la boca. Hacía precisamente cinco minutos que pensaba en su colega Lecoin, jefe de la Mondaine, a quien se había hecho el propósito de visitar en el transcurso de la tarde. Los contactos de Maigret con el ambiente de Montmartre, y de Pigalle en particular, comenzaban a estar anticuados, en tanto que Lecoin, por su parte, estaba al día.

—¡Diga!… Te escucho, sí… No, claro que no… No importa… Esperaba pasar a verte más tarde…

El jefe de la Mondaine, que tenía diez años menos que Maigret, no habitaba lejos del bulevar Richard-Lenoir, en el bulevar Voltaire, en un piso siempre alborotado, pues tenía seis o siete niños.

—Tengo aquí a alguien a quien seguramente tú conoces… —explicó—. Hace mucho tiempo que es uno de mis informadores… Prefiere no aparecer por el Quai y, cuando tiene algo que decirme, viene a verme a mi casa. Parece ser que hoy a quien le interesa ver es a ti. Naturalmente, yo no sé de qué se trata… En cuanto al tipo en cuestión, aparte de los camelos que añade a menudo, pues es un artista en su género, se puede uno fiar de él…

—¿Quién es?

—Louis Boubée, llamado Mickey, portero de un cabaret…

—Envíamelo en seguida…

—¿No te molesta que vaya a tu casa?

Maigret terminó rápidamente de comer y, cuando sonó el timbre de la puerta de entrada, acababan de servirle el café que llevó al salón.

Hacía años que no había visto a aquel tipo llamado Mickey, pero le reconoció en seguida. Además no podía ser de otra manera, pues Boubée era un ser bastante extraordinario. ¿Qué edad podía tener ahora? El comisario intentaba calcularlo. Todavía era un inspector bastante joven cuando su visitante trabajaba de portero en un local de Montmartre.

Boubée no había aumentado un solo gramo de peso. Continuaba teniendo la estatura de un niño de doce o trece años y lo más extraordinario era que guardaba el aspecto de un niño. Un muchacho delgado, de grandes orejas despegadas, de gran nariz puntiaguda, de boca burlona que parecía de goma.

Era necesario mirarle más cerca para describir que su rostro estaba finamente arrugado.

—Hace ya un montón de tiempo… —exclamó mirando a su alrededor con su gorra en la mano—. ¿Se acuerda usted del Trípoli y de la Tétoune?

Con una diferencia de dos o tres años, poco más o menos, los dos hombres debían de tener la misma edad.

—¡Ésa sí que era una época buena…!

Aludía a una cervecería que existía en otro tiempo en la calle Duperré, a unos pasos del Lotus, y que tuvo, antes de la guerra, igual que su dueña, su momento de gloria.

«La Tétoune» era una opulenta marsellesa que tenía la fama de hacer la mejor cocina meridional de París y que solía acoger a sus clientes dándoles grandes besos y tuteándoles.

Era costumbre, al llegar, ir a verla a la cocina y en su restaurante podía encontrarse la clientela más insospechada.

—¿Se acuerda usted de Gros-Louis, que era propietario de las tres casas de la calle de Provence? ¿Y de Eugène-le-Borgue? ¿Y del Beau-Fernand, que terminó trabajando en el cine?

Maigret sabía que no servía de nada pedir a Mickey que no se andara por las ramas. Era su manera de coquetear: quería suministrar informaciones a la policía, pero a su manera, sin dar la impresión de que lo hacía.

Los hombres de que hablaban eran los grandes jefes del ambiente de entonces, los propietarios de casas cerradas, que existían todavía, y que solían frecuentar el restaurante de «la Tétoune». Allí se codeaban con sus abogados, en su mayor parte especialistas en criminología y, puesto que estaba de moda, también solían encontrarse actrices y hasta ministros.

—En aquella época recogía las apuestas de los combates de boxeo…

Otra particularidad de Mickey era que la ausencia de pestañas y de cejas le daba una mirada extraña.

—Desde que es usted el gran jefe de la brigada criminal, ya no se le ve por Montmartre… El señor Lecoin, en cambio, va por allí de vez en cuando… A veces, como en otro tiempo hacía con usted, le hago algún pequeño servicio… Ya sabe, se oyen tantas cosas…

Lo que no añadía era que tenía una gran necesidad de que la policía cerrase los ojos sobre algunas de sus actividades. Los clientes del Lotus, que le daban propinas, sabían perfectamente que Mickey trabajaba también por su cuenta.

A menudo solía murmurar al oído de alguno de ellos:

—¿Una buena diversión, señor?

Podía decirlo en una docena de idiomas, con un guiño explicativo. Tras lo cual deslizaba en la mano del hombre la dirección de un local próximo.

Por otra parte, aquello no era tan tremendo. Lo que se veía allí con gran misterio, era poco más o menos, sólo que más polvoriento, más sórdido, el mismo espectáculo que ofrecía cualquier cabaret de Pigalle. Con la diferencia de que las mujeres ya no tenían veinte años, sino generalmente el doble e incluso más.

—Su inspector, el regordete…

—Lucas…

—Sí… Me convocó hace tres semanas, después de la muerte de Mazotti, pero yo no sabía gran cosa.

Al fin, llegaba a decir lo que debía, lentamente, a su manera.

—Le dije que no era con toda seguridad un golpe de mi jefe, y no me equivocaba… Ahora, tengo una información. Como usted siempre ha sido comprensivo conmigo, se la doy, por lo que vale, naturalmente… No es a la policía a la que hablo, compréndame… Es a un hombre a quien conozco desde hace mucho tiempo… Charlamos… Nos ponemos a hablar de Mazotti que, entre nosotros, no valía mucho…

»Entonces yo le repito lo que me han dicho… No vale la pena buscar en Pigalle a quien ha dado el golpe… En Pascuas… ¿Cuándo cayeron las Pascuas este año?

—A finales de marzo…

—Bueno. En Pascuas, pues, Mazotti, que era un truhán de poca monta, pero que quería hacer creer a los demás que era un hombre, fue a Toulon… Allí conoció a la bella Yolande… ¿La conoce…? Es la mujer de Mattei… Y Mattei es el jefe de los «Faux-nez» de Marsella, que consiguieron realizar unos veinte atracos antes de que los engancharan… ¿comprende?

»Mattei está en “chirona”… Mazotti, que creía que todo le estaba permitido, volvió a París con la Yolande… Ahora no tengo necesidad de hacerle un retrato… Todavía quedan hombres de Mattei en Marsella y dos o tres de ellos vinieron a París para arreglar cuentas…

Era verosímil. Aquello explicaba la manera en que se había desarrollado el asunto de la calle Douai. Se trataba de un trabajo de profesionales.

—Pensé que esto podría interesarle y, como no conocía su dirección, fui a ver a su colega…

Mickey no parecía dispuesto a marcharse, lo que significaba que no había acabado de hablar o que esperaba que le hicieran más preguntas. Efectivamente, Maigret le preguntó con aire inocente:

—¿Conoce usted la noticia?

—¿Qué noticia? —preguntó el otro, con el mismo candor.

Luego, en seguida, sonrió maliciosamente.

—¿Quiere hablar del señor Emile? He oído decir que le habían encontrado.

—¿Ha ido a casa de Jo hace un momento?

—No somos muy amigos, Jo y yo, pero la noticia ya se ha extendido…

—Lo que ha sucedido a Emile Boulay me interesa más que el caso Mazotti…

—Entonces, señor comisario, no tengo más remedio que decirle que no sé nada… Y es la verdad, no le miento.

—¿Qué piensa de él?

—Lo que le dije al inspector Lucas… Lo que todo el mundo piensa…

—¿Y es?

—Tenía ideas propias sobre la profesión, pero era ordenado…

—¿Se acuerda usted de la noche del martes?

—Tengo una memoria bastante buena…

Sonreía todo el tiempo, como si cada una de sus palabras mereciera ser subrayada, y tenía la manía de hacer guiños.

—¿No ocurrió nada especial?

—Depende de lo que usted considere especial… El señor Emile vino a eso de las nueve con la señorita Ada para abrir el cabaret, como todas las noches… Ya conoce el asunto… Después, fue a echar una ojeada al Train Bleu y también pasó por la calle de Notre-Dame-de-Lorette…

—¿A qué hora le volvió a ver?

—Espere… La orquesta había comenzado a tocar… Debían de haber dado las diez, pues… El cabaret estaba casi vacío… Por mucho que se haga para atraer a los clientes, no llegan hasta después de la salida del cine y del teatro…

—¿Permaneció su secretaria con él?

—No… Se dirigió al piso…

—¿La vio usted entrar en la casa?

—Creo que la seguí con la mirada, pues es una muchacha muy guapa y siempre me ha gustado bromear con ella, pero no podría jurarlo…

—¿Y Boulay?

—Volvió al Lotus para telefonear.

—¿Cómo sabe que telefoneó?

—Fue Germaine, la chica del guardarropa, quien me lo dijo… El teléfono está junto al guardarropa… La cabina tiene una puerta de cristales… Marcó un número sin obtener contestación y, cuando salió, parecía contrariado.

—¿Por qué le extrañó esto a la señora del guardarropa?

—Porque, de costumbre, cuando telefoneaba por la noche, lo hacía a uno de sus cabarets, o a su cuñado, y siempre contestaban… En este caso, un cuarto de hora más tarde volvió a llamar…

—¿De nuevo sin resultado?

—Sí… Llamaba a alguien que no estaba en casa y eso parecía impacientarle… Entre cada llamada, daba un paseo por la sala… Hizo una observación a una bailarina cuyo vestido estaba un poco estropeado y se mostró desagradable con el barman.

»Después del tercer o cuarto intento, salió a tomar el fresco a la calle.

—¿Habló con usted?

—No era charlatán, sabe… Se quedaba así, plantado en la puerta… Miraba el cielo, los coches que pasaban, y podía decir si el local se llenaría aquella noche o no…

—¿Consiguió por fin la comunicación?

—A eso de las once.

—¿Se marchó?

—No inmediatamente… Volvió a la calle… Era una de sus costumbres. Le vi sacar dos o tres veces el reloj del bolsillo… En fin, después de unos veinte minutos, se puso a bajar por la calle Pigalle…

—Dicho de otra forma, tenía una cita…

—Veo que tenemos la misma idea…

—Parece que no tomaba nunca taxis.

—Es verdad… Desde que tuvo el accidente, no le gustaban los coches… Prefería el metro…

—¿Está usted seguro de que se dirigió hacia la parte baja de la calle Pigalle y no hacia arriba?

—¡Seguro!

—Si hubiera tenido intenciones de tomar el metro, hubiera subido la calle…

—Es lo que hacía cuando iba a echar una ojeada a la calle de Berri…

—De manera que, según todas las probabilidades, su cita era en el barrio.

—Al principio creí que iba al Saint-Trop’, en la calle Notre-Dame-de-Lorette, pero allí no le vieron…

—¿Cree usted que tenía una amante?

—Estoy seguro de que no.

Y, haciendo un nuevo guiño, el «muchacho» apergaminado añadió:

—Tengo cierta experiencia, sabe… Soy un poco de la profesión, ¿no es cierto?

—¿Dónde vive el señor Raison?

La pregunta sorprendió a Mickey.

—¿El contable? Vive, por lo menos desde hace treinta años, en la misma casa del bulevar Rochechouart.

—¿Solo?

—¡Naturalmente…! Créame, él tampoco tiene una amante… No es que dé asco a las mujeres, pero sus medios no están a la altura de sus deseos y se contenta con manosear a las chicas que van a pedirle un anticipo a su oficina.

—¿Sabe usted lo que hace por las noches?

—Juega al billar, siempre en el mismo café, en la esquina de la plaza de Anvers… No hay tantos billares en el barrio… Es casi un campeón…

De nuevo una perspectiva que parecía cerrarse. Sin embargo, Maigret preguntó, no queriendo dejar nada en la sombra:

—¿De dónde ha salido este señor Raison?

—De la banca. Era cajero, desde hacía ya no sé cuántos años, en la sucursal en la que el jefe tenía su cuenta, en la calle Blanche… Supongo que le daría algunas informaciones; el señor Emile tenía necesidad de alguien seguro para su contabilidad, pues en la profesión suelen ocurrir muchas cosas raras… Ignoro cuánto le paga, pero debe de ser una buena cantidad, puesto que el señor Raison dejó de trabajar en el banco.

Maigret siempre volvía al martes por la noche. Aquello se convertía en una obsesión. Terminaba por tener ante los ojos al delgado Emile paseando bajo el anuncio luminoso del Lotus, mirando a veces su reloj, dirigiéndose, finalmente, con paso decidido hacia la parte baja de la calle Pigalle.

No iba lejos, si no, hubiera tomado el metro cuya estación sólo estaba a cien metros de ahí. Si hubiera necesitado un taxi, a pesar de la repugnancia que sentía hacia los coches, había muchos que pasaban sin cesar por delante de su cabaret.

Una especie de plan se formaba en la mente de Maigret, el de una pequeña porción de París a donde todo terminaba siempre por llevarle. Los tres cabarets del antiguo maître d’hôtel estaban cerca unos de otros y sólo el París-Strip, que dirigía Antonio, era una excepción.

Boulay y sus tres italianas vivían en la calle Victor-Massé. El bar de Jo-le-Catcheur, en cuya puerta habían liquidado a Mazotti, casi podía verse desde la entrada del Lotus.

El banco donde Emile tenía su cuenta no estaba tampoco más lejos y el contable, finalmente, habitaba en el mismo barrio.

Era algo como un pueblo, del que apenas salía Emile Boulay, como si le disgustara hacerlo.

—¿No tiene ninguna idea sobre la persona con la que pudiera tener la cita?

—Lo juro…

Mickey confesó tras un momento de silencio:

—He buscado también, por pura curiosidad… Me gustaría enterarme… En mi oficio, es indispensable enterarse de cosas, ¿verdad?…

Maigret se levantó suspirando. No se le ocurría hacer ninguna otra pregunta. El portero le había puesto al corriente de unos cuantos detalles que ignoraba y que hubiera ignorado, a no ser por él, en mucho tiempo. Pero aquellos detalles seguían sin explicar la muerte de Boulay, y aún menos el hecho, casi increíble, de que hubiesen guardado su cadáver durante tres noches y dos días enteros antes de dejarle al borde del Père-Lachaise.

—Muchas gracias, Boubée…

Y el hombrecillo dijo en el momento de salir:

—¿Sigue sin interesarle el boxeo?

—¿Por qué?

—Porque hay un combate mañana sobre el que puedo darle algún informe confidencial… En caso de que quiera…

—Gracias…

No le dio dinero. No era por dinero por lo que Mickey vendía sus servicios, sino a cambio de ciertas indulgencias por parte de la policía.

—Si supiera algo nuevo, le telefonearía…

Tres cuartos de hora después, en su despacho de la Policía Judicial, Maigret escribía en un papel, llamaba al despacho de los inspectores y pedía que le enviasen a Lapointe.

Éste no necesitó mirar más de una vez al jefe para saber qué había sacado en limpio. ¡Nada! Tenía su aire pesado, testarudo, de los peores momentos de una investigación, cuando no se sabe por dónde empezar y se intentan, sin confianza, todas las pistas posibles.

—Vas a ir al bulevar Rochechouart a informarte sobre un individuo llamado Raison… Es el contable del Lotus y de las otras salas de fiesta que pertenecían a Emile Boulay… Parece ser que juega al billar todas las noches en un café de la plaza de Anvers. Ignoro cuál, pero le encontrarás… Trata de enterarte lo más posible sobre él, sobre sus costumbres… Sobre todo, quisiera saber si estaba en el café el martes por la noche, a qué hora salió de allí, a qué hora volvió a su casa…

—En seguida, jefe…

Durante aquel rato, Lucas se ocupaba de Ada y también de Antonio. Maigret, para calmar su impaciencia, se entregó a sus fichas administrativas. Hacia las cuatro y media, se cansó de aquel trabajo, y, volviendo a ponerse la chaqueta, sin ninguna compañía, fue a tomar una caña a la Brasserie Dauphine. Estuvo a punto de pedir otra, no porque tuviera sed, sino para desafiar a su amigo Pardon que le había recomendado abstinencia.

Tenía horror de no comprender. Se estaba convirtiendo en un asunto personal. Volvía siempre a las mismas imágenes: Emile Boulay, con un traje azul, en la puerta del Lotus, entrando en el cabaret, telefoneando, sin conseguir la comunicación, volviendo sobre sus pasos, telefoneando de nuevo, y una vez más, bajo la mirada indiferente de la muchacha del guardarropa.

Ada había vuelto a su casa. Antonio se ocupaba de los primeros clientes de cabaret de la calle de Berri. En los cuatro cabarets, el barman colocaba los vasos, las botellas, los músicos probaban sus instrumentos, las chicas se acicalaban en cuartos sórdidos antes de ocupar su puesto.

Por fin, Boulay habló con su interlocutor, pero no se marchó inmediatamente. Por lo tanto, la cita no era en seguida. La habían fijado a una hora determinada.

Esperó de nuevo, delante de la puerta, sacó varias veces el reloj del bolsillo y, de pronto, se dirigió hacia la parte baja de Pigalle…

Había cenado a las ocho, según el médico forense, había muerto cuatro o cinco horas después, es decir, entre la medianoche y la una de la madrugada.

En el momento en que abandonaba el Lotus, eran las once y media.

Le quedaba entre media hora y una hora y media de vida.

Ahora bien, no tuvo ninguna intervención en la muerte de Mazotti. Los que quedaban de la banda del corso no lo ignoraban y no tenían, por tanto, razón alguna para suprimirle.

En fin, nadie en aquel ambiente hubiese actuado como lo había hecho el asesino de Emile, estrangulándole, conservando su cuerpo durante dos días y corriendo luego el peligro de dejarlo en la calle Rondeaux…

Ada no estaba al corriente de ninguna cita de su jefe. El señor Raison tampoco. Antonio pretendía no saber más que ellos. Incluso Mickey, que tenía tantas razones para informarse sobre todo lo que pasaba, estaba en el aire respecto a este asunto.

Maigret paseaba por su despacho huraño, con la pipa apretada entre los dientes, cuando Lucas llamó a la puerta, y no tenía la expresión triunfal de alguien que acaba de hacer un descubrimiento.

Maigret se contentó con mirarle en silencio.

—No sé mucho más que esta mañana, jefe… Si no es que Antonio no salió de su cabaret el martes por la noche, ni en ningún otro momento a lo largo de la noche…

¡Diantre! Hubiera sido demasiado fácil.

—He visto a su mujer, una italiana que espera un niño… Ocupan un piso confortable en la calle Ponthieu.

La mirada perdida del comisario hacía que Lucas se sintiera incómodo.

—No es culpa mía… Todo el mundo les quiere mucho… He hablado con la portera, con los tenderos, con los vecinos del cabaret… Luego, volví a la calle Victor-Massé. Le pregunté al contable, que estaba en su despacho, la dirección de algunas de las artistas que trabajan en el Lotus y hacen su número en las otras salas de fiesta… Dos de ellas todavía estaban durmiendo, en el mismo hotel…

Tenía la impresión de hablar con una pared y a veces Maigret le daba la espalda para mirar al Sena.

—Otra que vive en la calle Lepic, tiene un niño y…

Lucas se sintió nervioso al ver lo exasperado que estaba el comisario…

—No puedo decirle más de lo que sé… Están más o menos celosas de Ada, naturalmente… Tienen la impresión de que, tarde o temprano, hubiera terminado por ser la amante del jefe, pero todavía no lo era… Sin contar que, según parece, no hubiera sido tan fácil con Antonio…

—¿Eso es todo?

Lucas separó las manos con un gesto de decepción.

—¿Qué hago ahora?

—Lo que quieras.

Maigret volvió temprano a su casa, después de haberse vuelto a preocupar con mal humor, sólo por un momento, de aquella desagradable historia de la reorganización de los servicios que, de todas formas, no se realizaría en el sentido que él sugería.

¡Informes, siempre informes! Le pedían su parecer. Le rogaban planes detallados, luego, aquello se detenía en alguna parte de la jerarquía administrativa y ya no se volvía a oír hablar de ello. A menos, que se tomasen disposiciones contrarias a las que él había propuesto.

—Salgo esta noche… —anunció a su mujer con voz seria.

Ella sabía que era mejor no preguntarle nada más. Se sentaba a la mesa, contemplaba la televisión, refunfuñando de vez en cuando:

—¡Qué idiotez!

Luego, pasó a la alcoba para cambiarse de camisa y de corbata.

—No sé cuándo volveré… Voy a Montmartre, a las salas de fiesta…

Se diría que trataba de darle celos y que se sentía dolido al verla sonreír.

—Deberías llevar el paraguas… La radio anuncia tormenta…

En el fondo, si estaba de tan mal humor, es porque tenía la impresión de no dar en el clavo por su culpa. Estaba seguro de que en algún momento del día, no hubiera podido precisar cuál, había estado a punto de emprender el buen camino.

Alguien le había dicho algo significativo. ¿Pero quién? ¡Había visto a tanta gente!

Eran las nueve cuando tomó un taxi, las nueve y veinte cuando llegó al Lotus, donde Mickey le recibió con un guiño de complicidad y le abrió la portezuela de terciopelo rojo.

Los músicos, con smoking blanco no estaban aún en su sitio y charlaban en un rincón. El barman secaba los vasos de un estante. Una joven pelirroja, muy escotada, se limaba las uñas en un rincón.

Nadie le preguntó qué iba a hacer allí, como si todos estuviesen al corriente. Se contentaron con lanzarle miradas llenas de curiosidad.

Los camareros dejaban sobre las mesas cubos para el champaña. Ada, con un traje chaqueta oscuro, salió de la habitación del fondo, con un cuaderno y un lápiz en las manos, vio a Maigret y, después de dudarlo un momento, se dirigió hacia él.

—Fue mi hermano quien me aconsejó que abriera los cabarets… —explicó con aire embarazoso—. En el fondo, nadie de nosotros sabe con exactitud lo que debemos hacer… Parece ser que no es costumbre en caso de defunción, cerrar…

Mirando el cuaderno y el lápiz, le preguntó:

—¿Qué estaba usted haciendo?

—Lo que mi cuñado hacía todas las noches a esta hora… Comprobar con los camareros y los maître d’hôtel la provisión de champaña y de whisky. Luego, organizar el turno de los artistas en los diferentes cabarets. Nunca están todos… Cada día hay que hacer cambios en el último momento. Había pasado por el Train Bleu…

—¿Cómo está su hermana?

—Ha sido un golpe muy duro para ella… Menos mal que Antonio ha pasado con nosotros la tarde… Han venido los de la funeraria. Van a llevar el cadáver a casa, mañana por la mañana… El teléfono no ha dejado de sonar… Hemos tenido también que ocuparnos de las esquelas…

La muchacha no perdía la cabeza y, mientras hablaba, no quitaba la vista de los preparativos, como habría hecho Boulay. Incluso se interrumpió para decir a un camarero joven:

—No, Germain… no pongas todavía el hielo en los cubos…

¡Sin duda, era nuevo en el local!

—¿Ha dejado testamento?

—No sabemos nada y eso nos complica las cosas, ya que no sabemos qué disposiciones tomar…

—¿Tenía un notario…?

—Que yo sepa, no… Seguramente no… He telefoneado a su abogado, el señor Jean-Charles Gaillard, pero no está en su casa… se marchó a Poitiers esta mañana temprano, porque tenía allí un caso y no volverá antes de esta noche…

¿Quién le había hablado ya de un abogado? Maigret buscaba en su memoria, y encontró la imagen poco agradable del señor Raison, en su despachito del entresuelo.

¿De qué se trataba en aquel momento? Maigret había preguntado si no se hacían, con el dinero efectivo, algunos pagos para evitar los impuestos.

Recordaba perfectamente el encadenamiento de la conversación. El contable había asegurado que Emile no era hombre capaz de hacer chanchullos y de arriesgarse a tener problemas, que se preocupaba por que todo fuera formal y que sus declaraciones de intereses estaban establecidos por su abogado…

—¿Cree usted que su cuñado se hubiera dirigido hacia él para hacer su testamento?

—Le pedía consejo para todo… No se olvide de que, cuando comenzó, no conocía nada de los negocios… Cuando abrió el Train Bleu, algunos vecinos intentaron demandarle, no sé por qué… Probablemente porque la música no les dejaba dormir…

—¿Dónde vive?

—¿El abogado Gaillard…? En la calle La Bruyère, un hotelito particular en el centro de la calle…

¡Calle de La Bruyère! Apenas a quinientos metros del Lotus. Para llegar hasta allí, bastaba con bajar la calle Pigalle, atravesar la calle Notre-Dame-de-Lorette y, un poco más abajo, tirar a la izquierda.

—¿Le veía a menudo su cuñado?

—Una o dos veces por mes…

—¿Por la noche?

—No. En el transcurso de la tarde. Generalmente después de las seis, cuando el señor Gaillard volvía del Palacio de Justicia…

—¿Le acompañaba usted?

Negó con la cabeza.

Era quizá ridículo, pero el comisario había perdido su aire gruñón.

—¿Puedo telefonear?

—¿Prefiere usted subir al despacho o telefonear desde la cabina?

—Desde la cabina…

Como había hecho Emile Boulay, con la diferencia de que Boulay no había comenzado a marcar un número hasta, más o menos, las diez de la noche. Por los cristales veía a Germaine, la señorita del guardarropa, que clasificaba cartones rosas en una vieja caja de puros.

—¡Oiga! ¿Es la casa del abogado Gaillard?

—No… señor… Habla usted con la farmacia Lecot.

—Perdón…

Debió de equivocarse en una cifra. Volvió a comenzar, esta vez más atento y, al acabar, oyó el sonido del teléfono lejano. Transcurrieron un minuto o dos y nadie contestó. Por tres veces volvió a marcar el mismo número con el mismo éxito. Cuando salió de la cabina, buscó a Ada con la mirada; acabó por encontrarla en la habitación que servía de vestuario, donde se desnudaban dos mujeres. No le prestaron atención y no intentaron tampoco ocultar sus senos desnudos.

—¿Es soltero el señor Gaillard?

—No lo sé. Nunca he oído hablar de su mujer. Tal vez tenga una. Nunca he tenido ocasión de ir a su casa.

Un poco más tarde, Maigret, en la acera, preguntaba a Mickey:

—¿Conoce usted a Jean-Charles Gaillard?

—¿El abogado? Le conozco de nombre. Fue él quien defendió al gran Lucien, hace tres años, y quien logró que saliera absuelto.

—También era el abogado de su jefe…

—No me sorprende nada. Pasa por ser un tipo competente.

—¿Sabe usted si está casado?

—Le pido perdón, señor Maigret, pero ese tipo de gente no entra dentro de mi círculo y, con la mejor voluntad del mundo, no puedo decirle nada…

El comisario regresó a la cabina y marcó el número, pero sin resultado. Entonces, por puro azar, llamó a un miembro del colegio de abogados, que conocía desde hacía mucho tiempo, Chavanon, y tuvo la suerte de encontrarle en su casa.

—Aquí Maigret… No, no tengo cliente para usted en mi despacho… Además, no estoy en el Quai des Orfèvres… Quisiera una información… ¿Conoce usted a Jean-Charles Gaillard?

—Como todo el mundo… Me encuentro con él a menudo en el Palacio de Justicia y tuve una ocasión de comer con él… Pero es un señor demasiado importante para el picapleitos que soy yo.

—¿Casado?

—Creo que sí… Espere… Sí, ahora estoy seguro… Se casó después de la guerra con una cantante o una bailarina del Casino de París… En fin, eso es al menos lo que he oído decir…

—¿No la ha visto nunca? ¿No ha ido nunca a casa de Gaillard?

—No me han invitado…

—¿No se divorciaron…? ¿Viven juntos…?

—Por lo que yo sé…

—¿Ignora, supongo, si ella le acompaña cuando tiene algún caso por provincias?

—No es tampoco costumbre…

—Muchas gracias…

Volvió a llamar en vano a la calle La Bruyère, y la señorita del guardarropa cada vez le miraba con mayor curiosidad.

Finalmente, se decidió a abandonar el Lotus y tras hacer un pequeño gesto a Mickey, bajó lentamente por la calle Pigalle. En la calle La Bruyère, no tardó en descubrir un hotel particular que no era, en suma, otra cosa que una casa burguesa como se encuentran muchas en provincias y como quedan todavía en ciertos barrios de París.

Todas las ventanas estaban oscuras. Una placa de cobre llevaba el nombre del abogado. Apretó el timbre que se encontraba encima de dicha placa y se oyó resonar en el interior.

Nada se movió. Repitió la llamada dos, tres veces, y todo fue tan en vano como la llamada telefónica.

¿Por qué atravesó la calle para contemplar la casa en su conjunto? En el momento en que levantó la cabeza, se movió una cortina, en una ventana del primer piso que no estaba iluminada, y hubiera jurado que durante un instante había visto una cara.