Capítulo tres

Una vez en la acera, Maigret encendió su pipa, haciendo guiños al sol, y, cuando fue a decir algo a Lucas, se desarrolló ante ellos una escena característica de la vida en Montmartre. El Train Bleu no quedaba lejos, con su anuncio de neón apagado y sus puertas cerradas. De un hotelito, exactamente frente a la casa de los Boulay, salió precipitadamente una joven con un traje de negro y un echarpe de tul sobre sus hombros desnudos. A la luz del día, su cabello aparecía de dos tonos diferentes y no se había tomado el trabajo de retocar su maquillaje.

Era alta y delgada, del calibre de las girls del music-hall. Atravesó la calle corriendo, con sus zapatos demasiado altos y entró en un bar donde sin duda tomaría un café con unos croissants.

Casi pisándole los talones salió otra persona del hotel, un hombre de cuarenta y cinco a cincuenta años, del tipo de hombre de negocios nórdico que, después de lanzar una mirada a derecha e izquierda, se dirigió hacia la esquina de la calle para llamar a un taxi.

Maigret levantó maquinalmente la cabeza hacia las ventanas del tercer piso de la casa de donde salía, hacia el piso donde tres mujeres, junto a dos niños, habían reconstruido una pequeña Italia.

—Son las once y cuarto. Me gustaría mucho ir a ver al señor Raison a su despacho. Durante este tiempo, podrás hacer unas cuantas preguntas por el barrio, sobre todo en las tiendas, en la carnicería, en la lechería, etcétera.

—¿Dónde vuelvo a verle, jefe?

—¿Por qué no en Casa Jo?

El bar en el que mataron a Mazotti. Maigret no seguía ningún plan establecido. No tenía ninguna idea. Era un poco como un perro de caza que va y viene olfateando. Y, en el fondo, no le desagradaba encontrarse de nuevo en el ambiente de ese Montmartre que hacía años que no respiraba.

Dobló la esquina de la calle Pigalle, se paró ante el cierre del Lotus y buscó un timbre inexistente. La puerta que había tras el cierre estaba cerrada. A su lado había otro cabaret más pequeño, de un aspecto bastante miserable, con la puerta pintada de un malva llamativo. Luego la estrecha vitrina de una tienda de lencería donde se exponía ropa interior extravagante.

Entró al azar por el pasillo de un inmueble y encontró a una portera gruñona.

—¿El Lotus? —preguntó.

—¿No ha visto que está cerrado?

Le miraba con desconfianza, tal vez olfateando que era un policía.

—A quien quiero ver es al contable, al señor Raison…

—En el patio, por la escalera de la izquierda…

Un patio estrecho y oscuro, lleno de cubos de basura, al que daban ventanas que, en su mayoría, no tenían visillos. Una puerta marrón entreabierta daba a una vieja escalera aún más oscura, que Maigret hizo crujir con sus pasos. En una de las puertas, en el entresuelo, había una placa de zinc con palabras mal grabadas: La pleine Lune. Era el nombre del cabaret vecino al de Emile.

Enfrente, un cartel de cartón: Le Lotus.

Se tenía la impresión decepcionante de entrar en un teatro por la entrada de los artistas. El decorado apagado, polvoriento, casi miserable, no hacía pensar en trajes de noche, ni en cuerpos desnudos, ni en champaña y música.

Llamó y, no oyendo nada, llamó por segunda vez, decidiéndose después a hacer girar el pestillo esmaltado. Descubrió un pasillo estrecho con la pintura desconchada, una puerta al fondo y otra a la derecha. Llamó en ésta de nuevo y, en ese mismo momento, oyó algunos ruidos. Le hicieron esperar un buen rato antes de decir:

—Entre…

Encontró de nuevo el sol que atravesaba los cristales sucios. Un hombre gordo, sin edad definida, más bien mayor, con algún cabello gris echado sobre su cráneo calvo, se colocaba bien la corbata mientras una joven con un vestido de flores permanecía de pie e intentaba tener un aire desenvuelto.

—¿El señor Raison?

—Soy yo… —contestó el hombre sin mirar de frente.

Evidentemente, el comisario le había molestado.

—Comisario Maigret…

Se ahogaba uno en aquella habitación en la que flotaba un perfume cargado.

—Me marcho, señor Jules… No olvide lo que le he pedido…

Molesto, abrió un cajón y, de una cartera usada, llena de billetes, extrajo dos o tres y se los entregó. En un santiamén los billetes pasaron al bolso de la chica que se alejó con unos zapatos de tacones finos como agujas.

—Todas son igual —suspiró el señor Raison, limpiándose el rostro con su pañuelo, quizá con el temor de que le hubiesen quedado rastros de lápiz de labios—. Se las paga el sábado y, a partir del miércoles, ya vienen a pedir un adelanto…

¡Extraño despacho y extraño tipo! No daba la impresión de hallarse en los bastidores de un cabaret, sino más bien en una oficina más o menos ambigua. No había fotografías de artistas en las paredes, como era lógico esperar, sino un calendario, archivos de metal, estanterías sobrecargadas de fichas. Los muebles bien podrían haber sido comprados en el rastro y la silla que Raison indicó al comisario tenía una pata sujeta con un cordón.

—¿Lo ha encontrado usted?

El contable no se hallaba totalmente tranquilo. Su mano velluda tembló un poco mientras encendió un cigarrillo y Maigret observó que sus dedos estaban oscurecidos por la nicotina.

Desde este despacho, que daba al patio, apenas se oían los ruidos de la calle, que llegaban hasta él como un vago rumor. Allí parecía estarse en otro mundo. El señor Raison estaba en mangas de camisa, con grandes manchas de sudor en los sobacos, y su rostro, mal afeitado, también estaba cubierto de sudor.

Maigret hubiera apostado algo a que no estaba casado, que no tenía familia, que vivía solo en algún piso oscuro del barrio y preparaba sus comidas en un hornillo de alcohol.

—¿Lo encontró usted? —repitió—. ¿Está vivo?

—Muerto…

El señor Raison suspiró, y bajó piadosamente la mirada.

—Me lo temía. ¿Qué le sucedió?

—Estrangulado…

Levantó bruscamente la cabeza, tan sorprendido como el comisario en el Quai de la Rapée.

—¿Su mujer lo sabe…? ¿Y Antonio?

—Vengo de la calle de Victor-Massé… Antonio ha identificado el cadáver… Quisiera hacerle algunas preguntas…

—Las contestaré lo mejor que pueda…

—¿Sabe usted si Emile Boulay tenía enemigos?

Sus dientes estaban amarillos y debía de tener mal aliento.

—Depende de lo que llame usted enemigos… Competidores, sí… Tenía demasiado éxito para lo que muchos hubieran deseado… Es una profesión difícil, donde no se da beligerancia…

—¿Cómo explica usted que sólo en unos cuantos años Boulay haya podido comprar cuatro cabarets?

El contable comenzaba a sentirse mejor y se encontraba ahora en un terreno familiar.

—Si quiere usted mi parecer, es porque el señor Boulay se ocupaba de sus negocios como se hubiera ocupado, por ejemplo, de tiendas de comestibles… Era un hombre serio…

—¿Quiere usted decir que no consumía su mercancía? —no pudo evitar el comisario de preguntar con ironía.

El otro se dio cuenta de la intención.

—Si en quien piensa es en Lea, se equivoca… Yo podría ser su padre… Casi todas vienen a hacerme confidencias, a contarme sus problemas…

—Y a pedirle un anticipo…

—Siempre necesitan dinero…

—Si he entendido bien, Boulay no tenía con ellas otras relaciones que las normales entre un jefe y sus empleadas.

—Desde luego. Amaba a su mujer y a su familia… No le gustaba representar el papel de un hombre duro, no poseía ni coche, ni casa en el campo o al borde del mar… No tiraba el dinero por la ventana ni intentaba impresionar a nadie… Esto es muy raro en esta profesión… Pero en el caso de Emile Boulay, hubiera conseguido el mismo éxito en cualquier otro negocio…

—Entonces, sus competidores estaban en contra suya…

—No hasta el punto de matarle… En cuanto al hampa, Emile había conseguido hacerse respetar…

—Gracias a sus guardaespaldas…

—¿Se refiere usted al caso Mazotti…? Puedo asegurarle que él no tuvo ninguna intervención en el asesinato. Se negó a pagar, eso es todo y, para meterse en un puño a esos señores, hizo venir a algunos guardaespaldas de El Havre… con eso fue suficiente…

—¿Dónde están en este momento?

—Hace ya quince días que volvieron a sus casas… El inspector que se ocupa del caso les ha dado permiso.

Del inspector de quien hablaba era Lucas.

—A Boulay le gustaba hacer las cosas de manera regular… Puede usted informarse por su colega de la Mondaine, que está en Montmartre casi todas las noches y que sabe lo que valen los unos y los otros…

Una idea pasó por la cabeza de Maigret.

—¿Me permite usted telefonear?

Llamó al doctor Morel, a su domicilio, a quien por la mañana se le había olvidado hacerle una pregunta.

—Dígame, doctor. ¿Le es posible, antes del resultado de los análisis, decirme aproximadamente cuánto tiempo después de que hubiera cenado fue asesinado Boulay…? ¿Cómo…? No, no le pido una respuesta precisa… Aproximadamente la hora, sí. Sé que, por el contenido del estómago, cenó a las ocho de la tarde… ¿Cómo dice?… ¿Entre las doce y la una de la madrugada…? Muchas gracias…

Era una cajita que se llenaba.

—Supongo, señor Raison, que no trabaja por la noche…

El contable solitario negó con la cabeza, casi con indignación.

—No pongo jamás los pies en un cabaret… Ése no es mi trabajo…

—Supongo que su jefe le tenía al corriente de sus asuntos…

—En un principio, sí…

—¿Por qué en un principio?

—Porque, por ejemplo, no me hablaba nunca de sus proyectos. Cuando compró París-Strip, para colocar allí a su cuñado, yo no me enteré hasta el día antes de firmar el contrato de venta… No era un hombre al que le gustara hablar…

—¿No le habló de una cita que debiera haber tenido el martes por la noche?

—Absolutamente nada… Voy a tratar de hacerle comprender el funcionamiento de la casa… Yo estoy aquí por la mañana y por la tarde… Por la mañana casi siempre solo. Por la tarde, el jefe venía acompañado por Ada, que le servía de secretaria…

—¿Dónde está su despacho?

—Ahora se lo enseño…

Era un despacho que estaba al fondo del pasillo, no más grande ni más lujoso que aquel del que salían.

En un rincón, una mesa de mecanógrafa con su máquina de escribir. Algunos ficheros. En las paredes, fotografías de Marina y de los niños. Otra fotografía de una mujer rubia, de ojos melancólicos, que Maigret pensó que sería la primera mujer de Boulay.

—Sólo hablaba conmigo cuando lo necesitaba… Yo no me ocupaba nada más que de hacer los pedidos y de llevar las cuentas…

—Entonces, ¿era usted quien efectuaba todos los pagos? ¿Incluidos los pagos en efectivo?

—¿Qué quiere decir?

Si bien Maigret no había pertenecido nunca a la Mondaine, no conocía menos por eso la vida nocturna.

—Supongo que ciertos arreglos de cuentas se efectuaban en billetes, sin firmar recibos, aunque no fuese nada más que para escapar al fisco…

—Se equivoca usted, señor Maigret, si me permite que le contradiga… Ya sé que ésa es la idea que todos se hacen de esta profesión y comprendo que lo piensen; sin embargo, precisamente lo que distinguía al señor Boulay de los demás, es que procuraba, ya se lo he dicho antes, que todo funcionara de manera absolutamente regular…

—¿Se encargaba usted de sus declaraciones de ingresos?

—Sí y no… Llevaba la contabilidad al día y se la entregaba, cuando llegaba el momento, al abogado…

—Supongamos que, en un momento dado, Boulay hubiera necesitado una suma importante… Por ejemplo, medio millón de francos antiguos…

—Es muy sencillo… Los habría cogido de una caja de uno de los cabarets y en su lugar habría dejado una nota…

—¿Le sucedió eso alguna vez?

—No con sumas tan elevadas… Cien mil… Doscientos mil francos…

—¿No tenía por tanto ninguna razón para ir a sacar dinero del banco?

Esta vez, el señor Raison se tomó tiempo suficiente para reflexionar, intrigado por la pregunta que le formulaba Maigret.

—Espere… Por la mañana yo estoy aquí, y siempre hay una gran suma en la caja de caudales… Al mediodía, suelo ir a depositar al banco los ingresos del día anterior… Por otra parte, nunca le he visto, por la mañana, en el despacho, puesto que solía dormir hasta muy tarde… En cuanto a la noche, como ya le he dicho, no necesitaba hacer otra cosa que coger el dinero de la caja del Lotus, del Train Bleu o del Saint-Trop’… Por la tarde, es distinto… Si necesitaba medio millón, habría pasado probablemente por el banco…

—Lo hizo el día 22 de mayo… ¿No le dice nada esa fecha?

—En absoluto…

—¿No tiene usted ninguna pista de una entrega de dinero efectuada en esa fecha o al día siguiente?

Habían vuelto al despacho del señor Raison que consultó un registro forrado de tela negra.

—¡Nada! —confirmó.

—¿Está usted seguro de que su jefe no tenía relaciones con alguna mujer?

—Para mí, esta hipótesis es completamente inverosímil…

—¿Nadie podía hacerle nada? ¿Puede usted comprobar, en las cuentas del banco, si Boulay ha cobrado otros cheques de la misma forma…?

El contable fue a coger una ficha del fichero, deslizó el lápiz a lo largo de las columnas.

—Nada en abril, ni en marzo, ni en febrero… Nada tampoco en enero…

—Con eso basta…

Sólo una vez pues, en el transcurso de los últimos meses, Emile Boulay había retirado personalmente dinero del banco. Aquel cheque continuaba preocupando al comisario. Se daba cuenta de que algo se le escapaba, algo importante probablemente, y su cabeza daba vueltas, volvía a una pregunta ya hecha.

—¿Está usted seguro de que su jefe no efectuaba nunca pagos en dinero contante y sonante?

—No veo qué haya podido pagar así… Sé que es difícil de creer, pero puede usted preguntar al señor Gaillard, el abogado… En aquel dominio, el señor Boulay era un hombre maniático… Pretendía que precisamente cuando se tiene una profesión que está un poco al margen de la ley, es cuando uno debe mostrar unas costumbres más regulares…

»No se olvide de que la gente desconfía de nosotros, que la policía nos vigila continuamente, no sólo los agentes de la Mondaine, sino la policía que se encarga de los delitos de fraude… Escuche… En cuanto a esta sección de la policía, recuerdo una historia… Hace dos años, en el Saint-Trop’, un inspector descubrió whisky falsificado en botellas de origen…

»No necesito decirle que esto se practica en muchos locales… Naturalmente, los agentes de impuestos han intentado demandarnos… El señor Boulay juró que no estaba al corriente… Su abogado se ocupó del asunto… Pudieron demostrar que fue el barman el culpable, que hacía la sustitución en su propio provecho…

»El jefe, sin embargo, transigió, pero no necesito decirle que el barman fue despedido…

»Otra vez, todavía le vi más encolerizado… Había observado en la clientela del Train Bleu personajes sospechosos. Cuando se está acostumbrado a la clientela, en seguida se da uno cuenta de las personas que no están allí por las mismas razones que los demás, ¿comprende?

»En esta ocasión, la policía no tuvo que intervenir… El señor Boulay descubrió antes que ella que un músico, al que habían contratado poco tiempo antes, se dedicaba al tráfico de drogas, naturalmente, en pequeña escala…

—Y le echó, claro.

—Aquella misma noche.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Fue antes del asunto del barman, ahora hará ya tres años…

—¿Qué sucedió con el músico?

—Abandonó Francia unas semanas después y trabaja en estos momentos en Italia…

Nada de todo esto explicaba el asunto de los quinientos mil francos, y todavía menos la razón de que hubieran asesinado a Boulay, al que durante dos días y tres noches habían guardado, Dios sabe dónde, antes de depositarlo en una calle desierta junto a las tapias del Père-Lachaise.

—¿Comunican estos despachos con el cabaret?

—Por aquí…

Abrió una puerta que Maigret tomó por la de un armario empotrado. Tuvo que encender una cerilla, pues la oscuridad era casi completa y descubrieron una escalera de caracol.

—¿Quiere usted bajar?

¿Por qué no? Siguió al señor Raison por la escalera que desembocaba en una sala en cuyas paredes estaban colgados una serie de vestidos de mujer, algunos adornos de lentejuelas. Un tocador pintado de color gris estaba lleno de tarros de crema, de maquillajes, lápices. Reinaba un olor pesado, bastante desagradable.

Era aquí donde las artistas cambiaban sus vestidos de calle por atuendos profesionales, antes de penetrar bajo la luz de los proyectores, y algunos hombres pagaban cinco o seis veces el precio del champaña para admirarlas.

Todavía debían atravesar, como lo hacía el señor Raison y Maigret, una especie de cocina que separaba la sala de los camerinos.

Dos o tres rayos de sol se filtraban a través de las cortinas. Las paredes eran de color malva. El suelo estaba cubierto de serpentinas y de bolas de algodón multicolores. Subsistía aún el olor de champaña y de tabaco y todavía había un vaso roto en un rincón, cerca de los instrumentos de la orquesta, dentro de sus fundas.

—Las mujeres de la limpieza no vienen hasta por la tarde. Son las mismas que hacen la limpieza por la mañana en el Train Bleu. A las cinco, van a la calle Notre-Dame-de-Lorette. De manera que, desde las nueve, todo está preparado para acoger a los clientes…

Era tan deprimente como, por ejemplo, una playa en invierno, con sus hoteles y su casino cerrados. Maigret miraba a su alrededor, como si la decoración fuese a sugerirle una idea.

—¿Puedo salir directamente?

—La llave del cierre está arriba, pero, si se empeña…

—No se moleste…

Subió de nuevo la escalera, para volver a bajar un poco después por la que daba al patio, tras de estrechar la mano sudorosa del señor Raison.

Después de aquello, daba gusto tropezarse en la acera con un niño que corría y respiraba al pasar el buen olor de una verdulería.

Conocía bien el bar de Jo, a quien llamaban «Jo-le-Catcheur». Hacía por lo menos veinte años que conocía el local, si no más, y había cambiado muchas veces de propietario. ¿Era a causa de su situación estratégica, a dos pasos de Pigalle, de la plaza Blanche y de las aceras que, durante la noche, recorría incansablemente una riada de mujeres?

A pesar de haber sido cerrado diez veces por la policía, el bar no había dejado de ser un lugar frecuentado por granujas. Y ya alguno de ellos había caído antes que Mazotti.

Sin embargo, el sitio era tranquilo, sobre todo a aquella hora. La decoración era la clásica de las tabernas de París, con su cinc, sus espejos en las paredes, sus banquetas y, en un rincón, cuatro jugadores de «mus», mientras dos albañiles con la cara manchada de blanco, bebían vino en la barra.

Lucas ya estaba allí, y el patrón, un coloso con la camisa remangada, le dijo, al ver entrar al comisario:

—¡Ahí está su jefe!… ¿Qué le sirvo, señor Maigret?

Conservaba su aire burlón, durante los interrogatorios más delicados, y había soportado un cierto número en su carrera que no comportaba, por otra parte, ninguna condena.

—Un chato de blanco…

El rostro de Lucas decía que el inspector no había descubierto nada importante. Maigret no estaba por eso decepcionado. Se hallaba en el momento en que, como él solía decir, había que arrojarse al agua.

Los cuatro jugadores de cartas le lanzaban de vez en cuando una mirada en la que había más ironía que temor. También había cierta ironía en la voz de Jo, cuando preguntó:

—¿Y qué, lo ha encontrado?

—¿A quién?

—¡Vamos! Vamos, señor comisario… Olvida usted que estamos en Montmartre y que aquí las noticias vuelan… Si Emile hace tres días que ha desaparecido y le vemos a usted rondar por este barrio…

—¿Qué sabe de Emile?

—¿Yo?

Jo-le-Catcheur hacía a propósito el payaso.

—¿Qué podría yo saber? ¿Cree usted que un señor como él, un comerciante virtuoso, frecuenta mi establecimiento?

Aquello provocó sonrisas en el rincón donde jugaban a las cartas, pero el comisario seguía dando chupadas a su pipa y bebiendo su vaso sin inmutarse. Luego, anunció con la mayor seriedad del mundo:

—Lo han encontrado…

—¿En el Sena?

—No, precisamente… Podría decir casi que lo han encontrado en el cementerio…

—¿Han querido economizarse un entierro?… No me extrañaría de él… Bromas aparte, ¿ha muerto Emile?

—Hace tres días…

Esta vez, Jo frunció el ceño igual que Maigret lo había hecho por la mañana.

—¿Quiere usted decir que ha muerto hace tres días y que hasta esta mañana no le han encontrado?

—Tendido en la acera, en la calle Rondeaux…

—¿Dónde está eso?

—Ya se lo he dicho… Una calle sin salida que bordea al Père-Lachaise…

Los jugadores escuchaban con atención y se les notaba tan sorprendidos como el dueño del bar.

—¿Entonces no estaba allí desde hace tres días?…

—Lo han dejado allí esta noche…

—Entonces, si me pide mi opinión, le diré que hay algo que no marcha… Hace más bien calor, ¿no?… Y con una temperatura como ésta, es más bien desagradable guardar un cadáver en casa… Y eso sin contar que es un barrio «de aquí te espero» para ir a depositar esta clase de mercancía… A menos que se trate de un chiflado…

—Dígame, Jo, ¿puede hablar seriamente durante un minuto?

—Tan serio como un papa, señor Maigret…

—Mazotti fue asesinado saliendo de su casa, ¿no?…

—¡La han tomado conmigo! Me pregunto si no lo hacen a propósito para quitarme la licencia…

—Se habrá dado cuenta de que no le hemos molestado…

—Salvo que he tenido que pasar tres mañanas en casa de su inspector… —replicó Jo, señalando a Lucas.

—Yo no le pregunto si sabe usted quién ha dado el golpe…

—No he visto nada… Había bajado a buscar unas botellas a la bodega…

—Poco importa si es cierto o no… A su parecer, ¿podía haber dado el golpe Emile Boulay?

Jo se había puesto serio, y para tomarse tiempo para pensar se sirvió un vaso de vino; con ese motivo llenó también los vasos de Maigret y de Lucas. Miró también de reojo hacia la mesa de los jugadores, como si quisiera pedirles consejo o hacerles comprender su situación.

—¿Por qué me pregunta eso a mí?

—Porque es usted una de las personas mejor informadas de lo que ocurre en Montmartre…

—Tengo fama de ello…

Esto no le impedía sentirse halagado.

—Emile era un aficionado… —acabó por murmurar a pesar suyo.

—¿Usted no le tenía simpatía, verdad?

—Eso es otro asunto… Personalmente no tenía nada contra él…

—¿Y los otros?

—¿Qué otros?

—Sus competidores… Me han dicho que tenía intención de comprar otros cabarets…

—¿Y qué?

Maigret volvía a su punto de partida.

—¿Hubiera sido capaz Boulay de liquidar a Mazotti?

—Ya le he contestado que era un aficionado. El asunto de Mazotti no es un caso de aficionados, y usted lo sabe tan bien como yo. Tampoco sus matones hubieran trabajado de esa manera…

—Segunda pregunta…

—¿Cuántas hay?

—Tal vez sea la última.

Los albañiles escuchaban haciéndose guiños.

—¡Adelante! Veré si puedo contestar.

—Acaba de admitir que el éxito de Emile no agradaba a todo el mundo.

—Sólo que se trata de un ambiente en el que todos se conocen y donde cuesta mucho subir…

—¡Admitido! ¿Y qué más?

—¿Cree usted que Emile fue asesinado por un colega?

—También le he contestado a eso.

—¿Cómo?

—¿No le he dicho ya que no era agradable tener un muerto en su casa durante dos o tres días, sobre todo, con el tiempo que hace…? Pongamos que las personas de que usted habla sean sensibles… O también que estén bastante vigiladas para no arriesgarse… ¿Cómo le han matado?

De todas formas, el caso saldría en los periódicos de la tarde.

—Estrangulado.

—Entonces, la respuesta es todavía más categórica, y usted sabe por qué… Mazotti trabajaba limpio… Si la gente de aquí hubiese querido suprimir a Emile, lo hubieran hecho de la misma manera… ¿Ha encontrado usted a los que arreglaron las cuentas a Mazotti…? ¡No…! Y a pesar de sus informadores no les cogerá… En cuanto a su historia del hombre al que estrangulan, al que se guarda en casa durante tres días y al que después abandonan junto a las tapias de un cementerio, huele mal, nunca mejor dicho… Ya está contestada la segunda pregunta…

—¡Gracias!

—No hay de qué. ¿Otro vaso?

Sostenía la botella por encima del vaso.

—Esta mañana, no…

—No me diga que piensa volver… No tengo nada personalmente contra usted, pero, en nuestra profesión, no nos gusta ver demasiado a menudo…

—¿Cuánto le debo?

—La segunda ronda es cuenta mía… El día que me interrogó durante tres horas, su inspector me ofreció una caña de cerveza y un bocadillo…

Cuando salieron, Maigret y Lucas permanecieron en silencio durante mucho tiempo. Maigret levantó el brazo en cierto momento para llamar a un taxi y el inspector debió recordarle que habían ido allí con un coche de la Policía Judicial. Le encontraron y tomaron asiento en él.

—A mi casa… —gruñó Maigret.

No había ninguna razón seria para comer fuera. A decir verdad, todavía no sabía por dónde coger el caso. Jo-le-Catcheur no había hecho más que confirmarle lo que pensaba desde la mañana y no ignoraba que Jo había sido sincero.

Era cierto que Emile Boulay era un aficionado que se había incrustado de manera paradójica en el corazón de Montmartre.

Y, cosa curiosa, parecía haber sido asesinado por otro aficionado.

—¿Y tú? —preguntó a Lucas.

Éste comprendió el sentido de la pregunta.

—Las tres mujeres son muy conocidas por los comerciantes del barrio. Las llaman las italianas, se burlan un poco de la anciana y de su manera de desfigurar el francés. Conocen menos a Ada, que rara vez va de compras y a quien sólo veían pasar en compañía de su cuñado…

»Las personas a las que he interrogado no saben todavía nada… La familia parece obsesionada por la comida… Si hemos de creer al carnicero, es inaudito lo que pueden comer, y exigen los mejores trozos de carne… Por la tarde, Marina va a pasearse a la plaza de Anvers, empujando con una mano el coche del bebé, y agarrando con la otra al niño mayor…

—¿No tienen criada?

—Sólo una asistenta que va tres veces por semana.

—¿Tienes su nombre y dirección?

Lucas enrojeció.

—Podré tenerlas esta tarde…

—¿Qué otras cosas se cuentan en el vecindario?

—La mujer del pescadero me dijo:

»—Es muy astuto…

»Se refería a Emile, naturalmente.

»—Se casó con la mayor cuando ésta tenía diecinueve años… Cuando vio que comenzaba a aumentar de peso, hizo venir a la hermana menor… Apuesto a que encontrará otra hermana o una prima en Italia cuando Ada empiece a engordar».

Maigret había pensado en ello también. No era la primera vez que veía a un marido enamorado de su cuñada.

—Intenta saber más cosas sobre Ada… Saber, en particular, si tiene un amigo o un amante…

—¿Su impresión, jefe?

—No. Pero no se puede dejar nada de lado… También me gustaría saber más sobre Antonio… Si fueras esta tarde a pasearte por la calle de Ponthieu…

—De acuerdo…

Lucas detuvo el coche delante del inmueble que habitaba Maigret y, levantando la cabeza, éste vio a su mujer acodada en la ventana. Ella le hizo un saludo discreto con la mano. Él le hizo otro y comenzó a subir la escalera.