Los edificios rosa del Depósito de cadáveres, Quai de la Rapée, se parecen más a un laboratorio de productos farmacéuticos, por ejemplo, que a la antigua morgue, bajo el gran reloj del Palacio de Justicia.
Detrás de una ventanilla, en un despacho claro, Maigret y Lucas encontraron a un empleado que reconoció en seguida al comisario y que les preguntó con una sonrisa rápida:
—¿Supongo que vienen por el tipo de la calle Rondeaux?
El reloj eléctrico, que colgaba por encima de su cabeza, marcaba las diez y cinco, y, por la ventana, se veían los barcos, al otro lado del Sena, amarrados delante de las naves de los Almacenes Generales.
—Hay alguien que está esperando —prosiguió el funcionario, que parecía tener ganas de conversación. Parece ser que se trata de un familiar…
—¿Ha dado su nombre?
—Se lo preguntaré cuando haya reconocido el cadáver y firmado su declaración…
Aquel empleado sólo se ocupaba de los cadáveres de una manera teórica, bajo forma de fichas.
—¿Dónde está?
—En la sala de espera… Tendrá usted que tener paciencia también, señor Maigret… El doctor Morel está en pleno trabajo…
El pasillo era blanco, de baldosines claros, la sala de espera era también clara, con sus dos bancos y sus sillas de madera barnizada, su gran mesa en la cual no faltaban más que las revistas para que pudiera uno creerse en casa de un dentista. Las paredes pintadas al aceite, estaban desnudas, y Maigret ya se había preguntado qué clase de cuadros o de grabados se hubieran podido colgar en ellas.
Antonio estaba sentado en una de las sillas, con la barbilla apoyada en las manos, y, aunque continuara siendo un joven apuesto, su cara estaba un poco abotagada como la de un hombre que no ha dormido bastante, y no se había afeitado.
Se levantó cuando los dos policías entraron.
—¿Le ha visto usted? —preguntó.
—Todavía no.
—Yo tampoco. Hace más de media hora que espero. Desde luego, el carnet de identidad que me han enseñado es el de Emile.
—¿Quién?
—Un inspector que tiene un nombre muy raro… Espere… ¿Mornique…? ¿Bornique…?
—Bornique, sí…
Maigret y Lucas se miraron. Con Bornique, del distrito XX, aquello no podía fracasar. Había algunos como él en las comisarias de las barriadas, no sólo inspectores, sino también ciertos comisarios, que se empeñaban en rivalizar con la P.J. y que hacían una cuestión de honor el llegar antes que ella.
Maigret se enteró del descubrimiento del cadáver por los informes periodísticos y, después de aquel descubrimiento, los agentes del distrito XX no habían permanecido inactivos. Era precisamente para evitar aquellos excesos de celo profesional por lo que Maigret trabajaba desde hacía varias semanas en una reorganización de los servicios.
—¿Cree usted que el médico tiene todavía para mucho tiempo? Las mujeres están como locas…
—¿Fue Bornique a avisarles?
—No eran todavía las ocho de la mañana. Acababan de levantarse y se ocupaban de los niños.
»—¿Quién de ustedes se llama Marina Boulay? —preguntó.
»Luego entregó una tarjeta de identidad a mi hermana.
»—¿Es ésta la tarjeta de identidad de su marido? ¿Reconoce usted su fotografía? ¿Cuándo le ha visto usted por última vez…?
»Imagínese la escena. Ada me telefoneó a casa inmediatamente. Yo estaba durmiendo. No tuve tiempo de desayunar ni de prepararme siquiera una taza de café. Unos minutos después estaba en la calle Victor-Massé y el inspector me trataba como si yo fuera un sospechoso.
»—¿Quién es usted, eh?
»—El cuñado…
»—¿De esta señora?
»—No. De su marido…
Antonio se daba importancia.
—He necesitado discutir mucho tiempo para venir a reconocer el cadáver en lugar de mi hermana. Ésta insistía para acompañarme. Como suponía que no sería una cosa muy agradable, la he obligado a permanecer en casa…
Encendió con nerviosismo un cigarrillo.
—¿No le acompañó el inspector?
—No. Parece que tenía otra cosa que hacer. Me explicó que el empleado de aquí me daría una hoja que había de llenar y de firmar…
Tras una pausa, añadió:
—Ya ve usted cómo tenía razones para preocuparme. Anteayer, parecían no creerme. Y hoy, en cambio… ¿Dónde está la calle Rondeaux?
—Cerca del Père-Lachaise…
—No conozco ese lugar. ¿Qué clase de barrio es?
Se abrió la puerta. El doctor Morel, con una blusa blanca, gorro en la cabeza, una máscara de gasa que colgaba bajo su barbilla, buscó con la mirada al comisario.
—Me dicen que me espera usted, Maigret… ¿Quiere usted venir…?
Les introdujo en una sala donde la luz entraba sólo a través de los cristales esmerilados y en la que las paredes estaban cubiertas de cajones metálicos, como si fuese una administración, con la diferencia de que los cajones eran de un tamaño inusitado. Un cuerpo cubierto con una sábana estaba extendido sobre una mesa con ruedas.
—Sería mejor que antes le identifique su cuñado —dijo el comisario.
E hizo el gesto tradicional de levantar la sábana a la altura de la cabeza. El muerto tenía el rostro cubierto por una barba de cerca de un centímetro, con pelos rojizos como su cabello. La piel tenía reflejos azulados y, en la mejilla izquierda, se distinguía claramente la cicatriz de la que había hablado Antonio en la Brasserie Dauphine.
En cuanto al cadáver, bajo la sábana, parecía menudo y delgado.
—¿Es él?
—Evidentemente, es él…
Al darse cuenta de que el italiano se sentía mareado, Maigret le envió con Lucas al despacho para las formalidades.
—¿Podemos dejarlo en su sitio? —preguntó el médico al mismo tiempo que hacía una seña a un hombre con una bata gris que ya había abierto uno de los cajones—. ¿Me acompaña Maigret?
Le llevó a un despacho con un lavabo y mientras hablaba se desinfectó las manos, la cara, y se quitó la bata blanca, recobró el aspecto de un hombre corriente.
—Supongo que desea algunas indicaciones mientras espera mi informe… Como de costumbre, habrá que proceder a hacer análisis que llevarán varios días… Lo que sí puedo decirle, desde ahora mismo, es que el cuerpo no tiene ninguna señal de heridas… El hombre ha sido estrangulado o, para ser más exacto…
Morel buscaba las palabras como si no estuviera seguro de sí mismo.
—¿Esto no es oficial, verdad?… No seré tan categórico en mi informe… Si tuviese que reconstruir el asesinato a la luz de la autopsia, diría que la víctima fue atacada por la espalda, que le rodearon el cuello con un brazo y que apretaron tanto que le rompieron una vértebra cervical… Parecido a lo que ustedes llaman el golpe de conejo…
—¿Entonces, estaba de pie?
—De pie o, en todo caso, sentado… Yo creo más bien que estaba de pie y que no se esperaba ese ataque… No hubo pelea, propiamente dicha… no se defendió… He examinado cuidadosamente sus uñas y no he encontrado ni briznas de lana, como si se hubiese agarrado a las ropas de su agresor, ni sangre, ni pelos; tampoco tiene arañazos en las manos. ¿Quién es?
—El propietario de unas salas de fiesta. ¿Tiene usted idea de la fecha en que murió?
—Han pasado por lo menos dos días enteros, todo lo más tres, desde que el hombre dejó de vivir y, también oficiosamente, sin garantía, añadiré un detalle: a mi parecer, el cuerpo no ha estado expuesto al aire durante todo ese tiempo… Esta noche recibirá usted un primer informe…
Surgió la voz de Lucas:
—Ha firmado los papeles… ¿Qué hago?… ¿Le mando de nuevo a la calle Victor-Massé?
Maigret hizo un signo afirmativo, pues le faltaba por examinar los vestidos de Emile y el contenido de los bolsillos. Luego, durante el día, volverían a emprender aquel trabajo más científicamente, en el laboratorio.
Esos objetos se encontraban en otra habitación amontonados en una mesa. El traje, azul oscuro, no tenía ningún desgarrón y no se veía en él mucho polvo. Nada de sangre. Apenas estaba arrugado. En cuanto a los zapatos negros, estaban tan limpios como los de un hombre que acababa de salir de su casa, con sólo dos rozaduras recientes en la piel.
Maigret hubiera apostado a que el crimen no había sido cometido en la calle sino en una casa y que no se habían deshecho del cadáver, depositándolo en la acera de la calle Rondeaux, hasta el final de la noche anterior.
¿Desde dónde lo habían traído? Seguramente, debían de haber utilizado un coche. No lo habían arrastrado por la acera.
En cuanto al contenido de los bolsillos, era bastante decepcionante. ¿Fumaba Emile Boulay? Le parecía que no. En efecto, no tenía ni pipa, ni cigarrillos, ni mechero, ni cerillas. Tampoco esas briznas de tabaco que se encuentran siempre en el fondo de los bolsillos de un fumador.
Un reloj de oro. En la cartera, cinco billetes de cien nuevos francos y tres billetes de cincuenta. Los billetes de diez francos estaban revueltos en uno de los bolsillos y, en otro, había monedas sueltas.
Un llavero, una navajita, un pañuelo arrugado en el bolsillo exterior. Una cajita de aspirinas y caramelos de menta.
Lucas, que vaciaba el bolsillo, exclamó, vivamente sorprendido:
—¡Anda! Mi citación…
¡Una citación a la que Emile Boulay le hubiera costado mucho trabajo acudir!
—Creo que tenía la costumbre de llevar una automática —murmuró Maigret.
El arma no se encontraba entre los objetos esparcidos sobre la mesa, pero había allí un talonario de cheques que el comisario hojeó. El talonario estaba casi nuevo. Sólo habían sido utilizados tres cheques. Lo único importante era un cheque de cinco mil nuevos francos, consignado «a mí mismo».
Tenía fecha del 22 de mayo y Lucas observó en seguida:
—¡Anda! Es el día en que le cité por segunda vez en el Quai des Orfèvres. La primera vez que le recibí, fue el 18 de mayo, el día siguiente a la muerte de Mazotti…
—¿Quieres telefonear al laboratorio para que vengan a buscar estas cosas y las estudien?
Algunos minutos más tarde, los dos hombres volvían a subir al coche negro que Lucas conducía prudentemente despacio.
—¿Dónde vamos, jefe?
—Primero a la calle Rondeaux… Tengo ganas de ver el sitio donde lo han encontrado…
Con el sol, a pesar del cementerio y de la vía del ferrocarril, el sitio no era siniestro. Desde lejos, vieron a algunos curiosos a quienes dos agentes impedían acercarse, a unas mujeres asomadas a las ventanas y a unos chiquillos que jugaban. Cuando el coche se detuvo, Maigret fue acogido por el inspector Bornique que le dijo con un aire de falsa modestia:
—Le esperaba a usted… Estaba seguro de que vendría y me he preocupado…
Los agentes se separaban dejando ver sobre la acera grisácea la silueta de un cuerpo dibujado con tiza.
—¿Quién lo ha descubierto?
—Un empleado del gas que entra a trabajar a las cinco de la mañana y que vive en esa casa… Su mujer es la que usted ve en la ventana del tercer piso… Tengo su declaración, naturalmente… Dada la coincidencia de que esta noche estaba yo de guardia…
No era el momento de dirigirle ningún reproche ante los curiosos.
—Dígame, Bornique, ¿tiene usted la impresión de que el cadáver ha sido arrojado desde un coche o que lo han depositado en la acera?
—Que lo depositaron en la acera, sí, seguramente…
—¿De espaldas?
—De vientre… A primera vista, se hubiera podido creer que era un borracho que encubaba su vino… Aparte del olor… Pues, en cuanto al olor, prefiero decirle…
—¿Supongo que habrá interrogado a los vecinos?
—A todos los que estaban en su casa, sobre todo mujeres y viejos… Pues los demás habían marchado al trabajo…
—¿Nadie vio ni oyó nada?
—Excepto una vieja de arriba, del quinto, que, por lo visto, padece de insomnio. Es cierto que su portera no sabe bien lo que dice… Pretende que a eso de las tres y media de la madrugada, oyó los frenos de un coche… No pasan muchos por este trozo de la calle que no conduce a ninguna parte…
—¿No oyó voces?
—No. Sólo una portezuela que se abría, luego, pasos, y luego la misma portezuela que se volvía a cerrar…
—¿No se asomó a la ventana?
—Está casi impedida… Su primera impresión fue que había un enfermo en la casa y que habían llamado a una ambulancia… Esperaba oír abrir y cerrarse la puerta, pero el coche volvió a marcharse, casi inmediatamente, después de hacer una maniobra para cambiar de dirección…
El inspector Bornique añadió, como hombre que conoce su oficio:
—Volveré al mediodía y esta noche, cuando los hombres hayan regresado a su casa…
—¿Han venido los agentes del ministerio fiscal?
—Muy temprano. Han hecho una visita rápida. Una simple formalidad…
Maigret y Lucas, bajo la mirada de los curiosos, volvieron a subir al coche.
—A la calle Victor-Massé…
Ya se veían cerezas y melocotones amontonados en los carromatos de los verduleros con los que se mezclaban las amas de casa. París estaba muy alegre aquella mañana, con más transeúntes en las aceras sombreadas que en aquellas en las que el sol daba de lleno.
Al llegar a la calle Notre-Dame-de-Lorette, vieron la entrada amarilla del Saint-Trop’, con el cierre echado y a la izquierda de ésta había un marco que contenía fotografías de mujeres desnudas.
En la calle Victor-Massé, había un marco casi semejante en la entrada más ancha del Train Bleu y Lucas se paró un poco más allá delante de una casa burguesa. El edificio era grisáceo, bastante viejo y dos placas de cobre anunciaban una a un médico y otra a una sociedad inmobiliaria.
—¿Qué desean? —preguntó una portera, de aspecto antipático, mientras abría cautelosamente su puerta de cristales.
—¿La señora Boulay…?
—Tercero izquierda, pero…
Se alegró de ver a los dos hombres.
—¿Son de la policía? En ese caso, pueden subir… Esas pobres mujeres deben de estar en un estado…
Había un ascensor casi silencioso, una alfombra roja en la escalera mejor iluminada que la mayoría de los viejos inmuebles de París. En el tercer piso, se oían voces tras una puerta. Maigret apretó el timbre y las voces se callaron, unos pasos se acercaron a la puerta y apareció Antonio. Se había quitado la chaqueta y tenía un bocadillo en la mano.
—Entren… No hagan caso del desorden…
Un niño lloraba en una habitación. Otro se agarraba al vestido de una mujer joven, ya bastante entrada en carnes, que no había tenido tiempo de peinarse y cuyo cabello negro le caía sobre la espalda.
—Mi hermana Marina…
Tenía los ojos enrojecidos, como era de esperar, y parecía un poco desorientada.
—Venga por aquí…
Les introdujo en un salón desordenado, en el que había un caballo de madera tirado sobre la alfombra, tazas y vasos sucios sobre la mesa.
Una mujer de más edad, mucho más gorda, con una bata azul celeste apareció en otra puerta y miró a los recién llegados con desconfianza.
—Mi madre… —presentó Antonio—. Casi no habla francés… Nunca se acostumbrará…
El piso parecía amplio, confortable, amueblado con esos muebles rústicos que se encuentran en los almacenes.
—¿Dónde está su cuñada? —preguntó Maigret mirando a su alrededor.
—Con el niño… Ahora vendrá…
—¿Cómo explica usted esto, señor comisario? —preguntó Marina, que tenía menos acento que su hermano.
Tenía dieciocho o diecinueve años cuando Boulay la conoció. Ahora tenía veinticinco o veintisiete y aún conservaba su belleza, la tez mate, los ojos oscuros. ¿Seguía siendo coqueta? Las circunstancias no eran muy favorables para juzgarlo, pero el comisario hubiera apostado algo a que ella no se preocupaba ya ni de su línea ni de su atuendo, que vivía feliz entre su madre, su hermana, sus hijos, su marido, sin ocuparse del resto del mundo.
Nada más entrar, Maigret olfateó, reconociendo aquel olor que le recordaba al de los restaurantes italianos.
Realmente, Antonio se había convertido en el jefe de la familia. ¿Acaso no lo era ya un poco cuando vivía Emile Boulay? ¿No era a él a quien el antiguo maître d’hôtel había tenido que pedir la mano de Marina?
Con su bocadillo aún en la mano, preguntó:
—¿Ha descubierto algo?
—Me gustaría saber si, cuando salió el martes por la noche, llevaba su automática en el bolsillo.
Antonio miró a su hermana, que vaciló un momento y se precipitó a la habitación contigua. Como la puerta quedó abierta, pudo distinguirse un comedor, que la mujer atravesó antes de entrar en otra habitación. Abrió el cajón de una cómoda y volvió con algo oscuro en la mano.
Era la automática, que manejaba con prudencia, como alguien que tiene miedo de las armas de fuego.
—Estaba en su sitio… —dijo.
—¿No la llevaba siempre encima?
—No siempre, no… Sobre todo, últimamente…
Antonio intervino.
—Desde la muerte de Mazotti y la partida de su banda al Mediodía, Emile ya no sentía la necesidad de ir armado…
Era significativo. Al salir de su casa, el martes por la noche, Emile Boulay no esperaba, pues, un encuentro peligroso o delicado.
—¿A qué hora la dejó, señora?
—Unos minutos antes de las nueve, como de costumbre. Cenamos a las ocho. Luego, fue a besar a los niños a su cama, como hacía siempre antes de salir…
—¿No le pareció preocupado?
La mujer hacía un esfuerzo por recordar. Tenía unos ojos muy bonitos que, en época normal, debían de ser alegres y acariciadores.
—No… no creo… Emile no era demostrativo y las personas que no le conocían debían pensar que tenía un carácter cerrado…
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—En el fondo era muy bueno, muy atento…
Se volvió hacia su madre, que escuchaba con las manos puestas en el vientre y le dijo algunas palabras en italiano. La madre levantaba y bajaba la cabeza asintiendo.
—Sé lo que la gente piensa de las personas que dirigen locales nocturnos… Se figuran que son una especie de gángsters y es verdad que muchos de ellos lo son…
Se secó los ojos, miró a su hermano como para pedirle permiso para continuar:
—Era más bien tímido… Quizá no en los negocios… Vivía rodeado de docenas de mujeres con quienes hubiera podido hacer lo que quisiera, pero, en lugar de tratarlas como la mayoría de sus colegas, las consideraba como empleadas y, si era firme con ellas, también era respetuoso… Lo sé muy bien, pues estuve a su servicio antes de convertirme en su mujer…
»No sé si me creerá, pero pasó unas cuantas semanas dando vueltas a mi alrededor como lo hubiese hecho un chiquillo… Cuando se dirigía a mí, durante el espectáculo, era para hacerme preguntas: dónde había nacido, dónde vivía mi familia, si mi madre estaba en París, si tenía hermanos y hermanas…
»Ni una sola vez, durante todo aquel tiempo, me tocó siquiera. Nunca me hizo proposiciones de llevarme a casa…
Antonio aprobó, con aire de decir que él no hubiera consentido otra cosa.
—Desde luego —prosiguió— conocía a las italianas, pues siempre hay dos o tres que trabajan en el Lotus… Una noche, me preguntó si podría ver a mi hermano…
La madre debía comprender poco de francés, y de vez en cuando entreabría la boca como para intervenir en la conversación, pero al no encontrar palabras se callaba.
Entró una muchacha vestida de negro, ya peinada y fresca. Era Ada, que apenas tenía veintidós años y que debía de ser el retrato de su hermana a aquella edad. Observó con curiosidad a los visitantes y explicó a Marina:
—Por fin se ha dormido…
Y, luego, a Maigret y a Lucas:
—¿No se sientan ustedes?
—He creído comprender, señorita, que era usted la secretaria de su cuñado, ¿no es cierto?
También ella tenía un ligero acento, lo bastante para darle un encanto más.
—Es mucho decir… Emile se ocupaba por sí mismo de sus asuntos… Y además, son negocios que no exigen mucho trabajo de oficina, de contabilidad y todo eso…
—¿Tenía un despacho?
—Si llama a eso el despacho, sí… Dos salitas en el entresuelo, encima del Lotus…
—¿Cuándo solía ir?
—Dormía frecuentemente hasta el mediodía y almorzaba con nosotros… Hacia las tres, nos dirigíamos los dos a la plaza Pigalle…
Maigret observaba por turno a las dos hermanas, preguntándose si, por ejemplo, no sentía Marina ciertos celos por su hermana menor. No encontró ninguna huella en su mirada.
Marina, por lo que podía juzgarse, era todavía, tres días antes, una mujer contenta de su suerte, contenta de llevar una vida bastante perezosa, con su madre y sus hijos, en el piso de la calle Victor-Massé y, probablemente, si su marido hubiera vivido, habría tenido una familia numerosa.
Muy diferente, más clara, más enérgica, Ada prosiguió:
—Siempre había personas que esperaban, artistas, músicos, el maître d’hôtel o el barman de tal o cual cabaret; sobre todo en el Lotus había problemas de champaña…
—¿En qué se ocupó Emile Boulay el día de su desaparición?
—Espere… Era el martes, ¿verdad?… Bajamos a la sala para ver los ensayos de una bailarina española que había contratado… Luego recibió al representante de una empresa de acondicionamiento de aire… Tenía intención de instalar aire acondicionado en sus cuatro cabarets, sobre todo en el Lotus había problemas de ventilación…
Maigret recordó un catálogo que había visto entre los efectos personales del muerto.
—¿Quién se ocupaba de sus asuntos financieros?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Quién pagaba las facturas, al personal…?
—El contable, naturalmente…
—¿También tiene él su despacho encima del Lotus?
—Un cuartito que da al patio, sí… Es un viejo gruñón que, cada vez que tiene que pagar algo, sufre como si el dinero fuera suyo… Se llama Raison… El señor Raison, como le llama todo el mundo, porque si no le llamaran señor…
—¿Se encuentra en este momento en Pigalle?
—Seguramente. Es el único que trabajaba por la mañana, porque tiene libre la tarde y la noche…
La madre, que había desaparecido hacía unos minutos, volvió con un frasco de chianti y unos vasos.
—Supongo que cada cabaret tiene su propio gerente.
Ada movió la cabeza.
—No. No es así. Antonio dirige el París-Strip, porque está en otro barrio, son una clientela diferente y un estilo diferente. ¿Comprende lo que quiero decir?… Además, Antonio es de la familia…
»Los otros tres cabarets están casi puerta con puerta… En el transcurso de la noche, algunos artistas van de un local a otro… Emile iba también de uno a otro y estaba en todo… A veces, hacia las tres de la tarde, hay que enviar cajas de champaña del Lotus al Train Bleu, por ejemplo, o botellas de whisky… Si una de las salas de fiesta estaba llena y faltaba personal para atender a los parroquianos, se mandaban refuerzos de otra, donde hubiese menos gente…
—Dicho de otro modo, Emile Boulay dirigía personalmente los tres cabarets de Montmartre.
—Prácticamente… aunque en cada uno hubiese un maître d’hôtel responsable…
—El señor Raison, que se ocupaba de la contabilidad y del papeleo…
—Eso es.
—¿Y usted?
—Yo seguía a mi cuñado y tomaba notas… Encargaba esto, citaba a tal suministrador o tal empresario… Telefoneaba a un artista que actuaba en otro local para tratar de contratarle…
—¿Le seguía también por la noche?
—Sólo una parte de la noche.
—Generalmente, ¿hasta qué hora?
—Hasta las diez o las once… Lo más pesado es dar las órdenes necesarias para que cada camarero ocupe su puesto a eso de las nueve… Siempre hay alguno que falta, un camarero, un músico o una bailarina… O también una entrega de champaña o una cena colectiva que se retrasa…
Maigret dijo pensativo:
—Comienzo a hacerme la idea… ¿Estaba usted con él el martes por la noche?
—Como las demás noches…
Miró de nuevo a Marina y no descubrió en su rostro ningún rastro de celos.
—¿A qué hora dejó a su cuñado?
—A las diez y media…
—¿Dónde estaba usted entonces?
—En el Lotus… Era una especie de cuartel general… Ya habíamos pasado por el Train Bleu y por el Saint-Trop’…
—¿No observó nada de particular?
—Nada… Excepto que pensé que iba a llover…
—¿Llovió?
—Cayeron unas gotas, en el momento en que salía del Lotus… Mickey me propuso prestarme un paraguas… Pero esperé y, cinco minutos después, había dejado de llover.
—¿Anotaba usted las citas de Boulay?
—Se las recordaba si era necesario. Pero raras veces era necesario, pues pensaba en todo… Era un hombre tranquilo, reflexivo, que dirigía su negocio con mucha serenidad…
—¿No tenía ninguna cita aquella noche?
—No que yo sepa…
—¿Lo hubiera sabido?
—Supongo que sí… No quiero darme una importancia que no tenía… Por ejemplo, no discutía conmigo ni sus negocios, ni sus proyectos… Pero hablaba de esas cosas en mi presencia… Cuando recibía a alguna persona, yo estaba casi siempre con él… No recuerdo que en ninguna ocasión me ordenara salir… Me decía cosas como:
»—Creo que va a ser necesario cambiar las colgaduras del Train Bleu…
»Yo tomaba nota de todas aquellas cosas y se las recordaba al día siguiente por la noche…
—¿Cuál fue su reacción cuando supo que Mazotti había sido asesinado?
—Yo estaba ausente. Debió de saberlo durante la noche, como todo Montmartre, pues esa clase de noticia circula rápidamente…
—Y, ¿al día siguiente cuando se levantó qué impresión le dio?
—Me pidió inmediatamente los periódicos… Y se los fui a comprar al quiosco de la esquina…
—¿Es que acaso no tenía costumbre de leer diariamente la prensa?
—Apenas… Solía echar una ojeada al periódico de la mañana y otra al de la noche…
—¿Jugaba a las carreras?
—Nunca… Ni a las carreras de caballos, ni a los naipes, ni a ningún juego…
—¿Habló con usted algo de la muerte de Mazotti?
—Me dijo que esperaba que le convocaran y me hizo llamar al maître d’hôtel del Lotus para saber si la policía se había ya presentado allí…
Maigret se volvió a Lucas que comprendió su pregunta muda.
—Fueron dos inspectores del distrito IX —contestó.
—¿Parecía Boulay inquieto?
—Temía que, gracias a eso, se hiciera una mala publicidad…
Ahora le llegaba a Antonio el turno de entrar en la conversación.
—Ésa ha sido siempre su gran preocupación… A mí también me recomendaba a menudo que tuviera cuidado del buen nombre de mi establecimiento.
»—Porque uno se gana la vida mostrando mujeres desnudas —solía decir—, no hay razón para que se crea la gente que somos gángsters… Soy un comerciante honorable y me gusta que se sepa…
—Es verdad… Le he oído decir también… ¿No toma usted nada, señor comisario?
Aunque no tuviera ganas de beber chianti a las once y media de la mañana, no por eso le hizo ascos el vaso que tenía en la mano.
—¿Tenía amigos?
Ada miró a su alrededor, como si eso constituyera una respuesta.
—No tenía necesidad de amigos… Su vida estaba aquí…
—¿Hablaba italiano?
—El italiano, el inglés, un poco de español… Había aprendido estos idiomas a bordo de la «Transat» y en los Estados Unidos…
—¿Le oyó usted hablar en alguna ocasión de su primera mujer?
La expresión de Marina no denotaba ningún malestar mientras su hermana contestaba:
—Iba todos los años a visitar su tumba y su retrato continúa en la pared del dormitorio…
—Otra pregunta, señorita Ada… Cuando murió, Boulay tenía en el bolsillo un talonario de cheques… ¿Está usted al corriente?
—Sí. Siempre lo llevaba consigo, pero lo utilizaba muy pocas veces… Los pagos los efectuaba el señor Raison… Emile tenía también en el bolsillo un fajo de billetes… Como usted comprenderá, esto es necesario en esta profesión…
—Su cuñado fue convocado en la Policía Judicial el día 18 de mayo…
—Lo recuerdo…
—¿Le acompañó usted al Quai des Orfèvres?
—Hasta la puerta… Le esperé en la acera…
—¿Tomaron un taxi?
—No le gustaban los taxis, ni los coches en general… Fuimos en el metro…
—Después recibió una convocatoria para el veintitrés de mayo…
—Estoy al corriente… Aquélla le inquietaba bastante…
—¿Siempre a causa de la publicidad que se hubiera podido hacer?
—Sí…
—Ahora bien, el día veintidós de mayo retiró del banco una suma bastante importante de dinero, medio millón de francos antiguos… ¿Lo sabía?
—No.
—¿No se ocupaba usted de su talonario de cheques?
La muchacha movió la cabeza, negando.
—¿Se lo impedía él?
—En absoluto… Era su talonario personal y en ningún momento se me ocurrió la idea de abrirlo… No lo guardaba en ningún sitio especial, lo dejaba en cualquier parte y, generalmente, andaba por la cómoda de su habitación.
—¿Solía retirar con frecuencia grandes sumas de dinero del banco?
—No lo creo… Lo dudo mucho, en realidad… No tenía necesidad de hacerlo… Cuando necesitaba dinero lo cogía de la caja del Lotus o de cualquiera de los otros cabarets y, a cambio, dejaba una nota firmada…
—¿No tiene usted ninguna idea de por qué retiró este dinero?
—Ninguna…
—¿Y no tiene ningún medio de saberlo?
—Lo intentaré… Se lo preguntaré al señor Raison… Y buscaré también en la correspondencia…
—Le ruego que tenga la amabilidad de ocuparse de esto hoy mismo y que me telefonee para decirme si encuentra algo…
En el rellano de la escalera, Antonio hizo una pregunta, con expresión molesta y preocupada.
—¿Qué se hace con los cabarets?
Y, como Maigret le miraba sin comprender la pregunta, precisó:
—¿Abrimos, a pesar de todo?
—No veo ninguna razón para… Pero ¿supongo que eso concierne a su hermana, no?
—Si cerramos, los parroquianos van a preguntarse…
Maigret y Lucas entraron en el ascensor que acababa de detenerse en el piso, dejando perplejo al italiano.