Eran las doce y cuarto cuando Maigret franqueó el siempre fresco portalón guardado por dos agentes de uniforme, apoyados contra la pared para gozar de un poco más de sombra. Les saludó con la mano, y se quedó un momento inmóvil, indeciso, contemplando el enorme patio, luego la plaza Dauphine, y de nuevo el patio.
Se había parado por dos o tres veces en la vieja escalera y después arriba, en el pasillo, simulando que iba a encender su pipa, pero con la esperanza de ver surgir a alguno de sus colegas o de los inspectores. No era normal que la escalera se hallase desierta a aquella hora, pero el 12 de junio de ese año, la P.J. presentaba ya su atmósfera de vacaciones.
Unos, para evitar el tumulto de julio y agosto, se habían ido a principios de mes, y muchos otros preparaban ya la partida. Aquella mañana, bruscamente, y después de una primavera mohosa, el sol, brillaba en su plenitud. Maigret pudo trabajar en mangas de camisa y con las ventanas de par en par.
A excepción de su informe al director y de una o dos visitas al despacho de los inspectores, había pasado la mañana solo, atareado en una fastidiosa relación administrativa comenzada días atrás. Las carpetas se apilaban ante sus narices, y de vez en cuando levantaba la cabeza como un colegial, la mirada perdida entre el inmóvil follaje de los árboles, escuchando el ruido de la calle, con el característico bullicio de los días de verano.
Desde hacía dos semanas, iba todos los días a comer a su casa del bulevar Richard-Lenoir, y ninguna intempestiva llamada le había molestado al atardecer o por la noche…
Normalmente, hubiese debido encaminarse a la izquierda del Quai, hacia el puente de Saint-Michel, para coger un autobús o un taxi. El patio continuaba desierto, y nadie se le añadió para salir juntos.
Así que alzó discretamente los hombros y decidió tirar a la derecha y ganar la plaza Dauphine, que atravesó por la calzada. Le había apetecido de repente, ya fuera del despacho, ir a la Brasserie Dauphine y, en contra de los consejos de su buen amigo Pardon, el médico de la calle Picpus, en cuya casa había cenado con la señora Maigret la semana anterior, ofrecerse un aperitivo.
Durante algún tiempo se portó razonablemente, limitándose a un vaso de vino en las comidas y a una cerveza antes del regreso, cuando salía con su mujer.
Pero el olorcillo de la taberna de la plaza Dauphine, el gusto anisado de los aperitivos, tan en consonancia con el día, le tentaron inopinadamente. Había esperado en vano a alguien que le empujase a ir, y sintió remordimientos de conciencia al subir los tres peldaños de la cervecería. Antes de entrar, miró con curiosidad un coche rojo, largo y aplastado, estacionado enfrente.
Pardon le había recomendado vigilar su hígado, pero no le había prohibido tomar un aperitivo, uno solo, después de semanas de una abstinencia casi total. Además, ¡peor para él!
En el mostrador de zinc encontró los rostros familiares de al menos una docena de hombres de la P.J., con tan poco trabajo como él y que habían optado por salir temprano. Eso ocurre de vez en cuando: unos días de trajín, calma absoluta, los asuntos corrientes y después, de pronto, la tragedia que estalla y que lo arrastra todo a un ritmo del demonio, no dejando a nadie ni respirar.
Le saludaron con la mano, y se atropellaron para hacerle sitio en la barra. Señalando los otros vasos medio llenos de un brebaje de color claro indefinido, gruñó:
—Lo mismo…
El dueño estaba ya allí treinta años antes, en los comienzos de Maigret en el Quai des Orfèvres, pero entonces era el hijo del patrón. Él también tenía un hijo ahora, su misma figura, que trabajaba con él.
—¿Qué tal, jefe?
—Bien.
El olor era el mismo. Cada pequeño restaurante de París tiene su olor característico, y en aquél, por ejemplo, tras el olor superficial de los aperitivos y del alcohol, un conocedor habría discernido con claridad el marcado tufillo de los vinos del Loire. En cuanto a la cocina, dominaba el del estragón y los cebollinos.
Maigret leyó maquinalmente el menú sobre la pizarra: pescadillas de Bretaña e hígado de ternera en papillotes. En la habitación que servía de comedor, con mesas con mantel de papel, advirtió a Lucas, refugiado allí, no para comer, sino para charlar en paz con un desconocido. Todavía no era la hora del almuerzo.
—¿Me concede un minuto, jefe? Es un asunto que puede interesarle…
El comisario le siguió, el vaso en la mano.
El desconocido se levantó, y Lucas hizo las presentaciones:
—Antonio Farano… ¿Le conocía?…
El nombre no le decía nada a Maigret, pero aquel rostro de guapo italiano, que parecía sacado de cualquier película, le recordaba algo. El coche rojo deportivo de la puerta era de él, sin duda. Concordaba con su aire distinguido, su traje claro muy bien cortado y su abundante cabellera que se mesaba con los dedos.
Lucas continuó, mientras los tres se sentaban.
—Fue a verme al Quai cuando acababa de salir. Lapointe le dijo que tal vez me encontraría aquí y…
Maigret notó que Farano tomaba jugo de frutas.
Lucas bebía el mismo aperitivo que él.
—Es el cuñado de Emile Boulay… Se ocupa de uno de sus cabarets, el París-Strip, de la calle Berri…
Lucas hizo un discreto guiño a su jefe:
—Dígale a él lo que me acaba de contar a mí, Farano.
—¡Bien! Mi cuñado ha desaparecido…
Conservaba el acento de su región natal.
—¿Cuándo? —preguntó Lucas.
—La noche pasada, seguramente… No se sabe con certeza…
Maigret le impresionaba. Sacó una pitillera de uno de sus bolsillos:
—¿Permite?
—Desde luego…
Lucas le explicaba al comisario:
—Ya conoce a Boulay, jefe. Es aquel tipo pequeño que llegó de El Havre hace cuatro o cinco años…
—Siete —corrigió el italiano.
—Bien, siete… Se hizo con un cabaret en la calle Pigalle, el Lotus. Ahora tiene cuatro…
Maigret se preguntó por qué Lucas quería mezclarle en el asunto. Desde que se había hecho cargo de la brigada criminal, no se ocupaba más de aquel medio, que conoció muy bien en otros tiempos, pero que ahora tenía perdido de vista. Hacía por lo menos dos años que no pisaba un cabaret. En cuanto a los perversos chicos del barrio, sólo conocía a algunos ya antiguos; ésa era una atmósfera donde el aire se renueva continuamente.
—Me pregunto —continuaba Lucas—, si no tendrá algo que ver con el caso Mazotti…
¡Bien! Comenzaba a ver un poco claro. Pero ¿cuándo se había liquidado a Mazotti a la salida de un bar en la calle Fontaine?
Haría por lo menos un mes, hacia mediados de mayo.
Maigret recordó el informe de la policía del distrito IX, que pasó a Lucas añadiendo:
—Se trata sin duda de un ajuste de cuentas… Haz lo que puedas…
Mazotti no era italiano, como Farano, sino corso. Hizo su debut en la Costa Azul antes de llegar a París con una pequeña banda propia.
—Mi cuñado no mató a Mazotti… —dijo Farano, convencido—. Usted sabe, señor Lucas, que eso no va con él… además, usted le llamó entonces dos veces a su despacho…
—Nunca le acusé de haberlo matado… Le interrogué como a tantos otros que habían tenido algo que ver con Mazotti… Pura rutina…
Y dirigiéndose a Maigret:
—Precisamente, le había enviado una nota citándole para hoy a las once, y me extrañó que no acudiera…
—¿No suele dormir nunca fuera de casa? —preguntó cándidamente el comisario.
—¡Jamás!… Ya se ve que no le conoce… No es de esa clase de personas… Quiere a mi hermana, adora el hogar… Nunca vuelve más tarde de las cuatro de la mañana…
—La noche pasada no volvió, ¿no es eso?
—En efecto.
—¿Dónde se encontraba usted?
—En el París-Strip… Cerramos a las cinco… Para nosotros, es plena temporada, la ciudad está llena de turistas… Pasaba caja cuando Marina me telefoneó para preguntarme si había visto a Emile… Marina es mi hermana… Yo no había visto a mi cuñado aquella noche… No acostumbra a bajar a los Campos-Elíseos…
—¿Dónde se encuentran los otros cabarets?
—Todos en Montmartre, a un centenar de metros unos de otros… Era su idea y acertó… Los artistas los recorren todos la misma noche y así disminuyen los gastos generales…
»El Lotus está al final de la calle Pigalle, el Train Bleu a dos pasos, calle Victor-Massé, y el Saint-Trop’ un poco más abajo, en la calle Notre-Dame-de-Lorette…
»Emile dudó bastante tiempo en abrir otro cabaret en diferente barrio, y es el único del que no se ocupaba… Me encargó a mí el llevar la dirección…
—Entonces, su hermana le llamó un poco después de las cinco, ¿no es eso?
—Sí. Está tan acostumbrada a que la despierte su marido al regreso…
—¿Y qué hizo usted?
—Llamé primero al Lotus, donde me dijeron que había salido hacia las once… Pasó después por el Train Bleu, pero la cajera no supo precisar a qué hora… En cuanto al Saint-Trop’, debía de haber cerrado ya, porque nadie respondió a la llamada…
—Que usted supiese, su cuñado no tenía ninguna cita especial anoche, ¿verdad?
—No… Se lo he dicho: era un hombre pacífico, fiel a sus costumbres… Después de cenar en familia…
—¿Dónde vive?
—Calle Victor-Massé…
—¿En el mismo edificio que el Train Bleu?
—No. Tres casas más allá… Al salir, va primero al Lotus, a cuidar de que todo esté a punto… Es el más importante de sus cabarets y él se ocupa de todo personalmente… Después bajaba al Saint-Trop’, donde permanecía un rato, y en seguida al Train Bleu. Luego, reemprendía de nuevo la tournée… solía repetirla dos o tres veces a lo largo de la noche, le gustaba estar sobre las cosas…
—¿Viste de smoking?
—No… Un traje oscuro, azul preferentemente, pero nunca smoking… Le importaba muy poco la etiqueta…
—Habla usted de él en pasado…
—Porque estoy seguro de que le ha sucedido algo…
En algunas mesas habían comenzado a servir comidas, e inconscientemente Maigret volvía la cabeza hacia los platos y las garrafas de Pouilly. Pero a pesar de que su vaso estaba vacío, resistía bien la tentación de pedir otro.
—¿Qué hizo después?
—Me fui a acostar, después de decirle a mi hermana que me despertase si sabía algo nuevo…
—¿Le volvió a llamar?
—Hacia las ocho…
—¿Dónde vive usted?
—Calle Ponthieu.
—¿Casado?
—Sí, con una compatriota. He pasado toda la mañana llamando a los empleados de los tres cabarets… Quería saber dónde y cuándo había sido visto por última vez… No es fácil precisarlo… Gran parte de la noche, los cabarets están llenos a reventar, y cada cual va a lo suyo… Además, Emile se limitaba a observar… Y es tan pequeño y delgado que pasa inadvertido, ningún cliente se imaginaría que él es el dueño. Muchas noches se las pasa delante de la puerta, haciendo compañía al pisteur.
Lucas indicó con un gesto que todo aquello correspondía con la realidad.
—Al parecer, nadie le vio después de las once y media de la noche…
—¿Quién fue el último en verle?
—No pude preguntar a todos. Entre los camareros y músicos, hay alguno que no tiene teléfono… En cuanto a las chicas, desconozco las señas de la mayoría… Hasta esta noche, que vuelva cada uno a su puesto, no podré saberlo con certeza…
»Por el momento, el último que sepamos que habló con él es el pisteur del Lotus, Louis Boubée, un pobre tipo no más alto ni más corpulento que un jockey, y que es más conocido en Montmartre por el apodo de “Mickey”…
»Así pues, entre las once y las once y media, Emile salió del Lotus y permaneció de pie en la acera durante algún tiempo. Mickey, a su lado, se precipitaba a abrir las portezuelas cada vez que llegaba un coche…
—¿Hablaron entre ellos?
—Emile no es muy charlatán… Parece que consultó varias veces su reloj antes de encaminarse hacia el local de la calle… A Mickey le pareció que era el Saint Trop’…
—¿Su cuñado tenía coche?
—No. Desde el accidente…
—¿Qué accidente?
—Hace ya siete años de eso… Vivía todavía en El Havre, donde tenía un pequeño local nocturno, el Monaco… Un día que iba en coche con su mujer a Rouen…
—¿Estaba ya casado con su hermana?
—Me refería a su primera mujer, María Pirouet, una muchacha de los alrededores de El Havre… Esperaba un niño… Precisamente, se dirigían a Rouen a consultar al especialista… Llovía… en un viraje, el coche hizo una cabriola rara y se estrelló contra un árbol… Su mujer murió en el acto…
—¿Y él?
—Salió con un rasguño en la mejilla, todavía conserva la cicatriz… Casi todo el mundo, en Montmartre, lo achaca a una cuchillada…
—¿Quería a su mujer?
—Mucho… Se conocían desde niños…
—¿Nació en El Havre?
—En un pueblecito de los alrededores, no sé en cuál… Ella era del mismo pueblo… Desde su muerte, no volvió a ponerse al volante de un coche y evitaba en lo posible subir a ninguno… En París, por ejemplo, era raro que cogiese un taxi… Caminaba mucho, y cuando era preciso cogía el Metro… Por otra parte, no dejaba muy a gusto el distrito IX…
—¿Usted cree que alguien le ha hecho desaparecer?
—No lo sé, pero pienso que en caso contrario habría regresado a su casa…
—¿Vive solo con su mujer?
—No. Mi madre está con ellos, y también mi otra hermana, Ada, que le hace las veces de secretaria… Aparte de los dos niños… Si, Emile y Marina tienen dos niños, un chico de tres años, Lucien, y la pequeña de diez meses…
—¿Tiene alguna sospecha?
Antonio movió la cabeza negativamente.
—Pero piensa que la desaparición de su cuñado tiene algo que ver con el caso Mazotti…
Maigret se volvió hacia Lucas, que había llevado aquella investigación.
—¿Y tú?
—Sí, yo también lo creo, jefe… Las dos veces que le interrogué, me pareció que respondía con franqueza… Como dice Antonio, es un hombre tímido a quien uno no supondría jamás al frente de varios cabarets… Por otra parte, en lo que concierne a Mazotti, supo defenderse…
—¿Cómo?
—Mazotti y su banda tenían organizado un negocio no muy original, es cierto, pero que habían ido perfeccionando… Con el pretexto de protegerles, exigían semanalmente sumas más o menos considerables de cada propietario de cabaret…
»La mayoría, al principio, rehusó… Y entonces tenía lugar una comedia muy bien ensayada… En el momento álgido, cuando el local se hallaba de bote en bote, llegaba Mazotti seguido de un par de guardaespaldas… Se sentaban en una mesa, si encontraban alguna libre, o bien se acomodaban en el mostrador, pedían champaña, y a la mitad de uno de los números de atracciones armaban el gran escándalo… Se oían primero unos murmullos, y después gritos airados… El camarero o el maître era zarandeado y tratado de ladrón…
»Terminaba siempre con una serie de vasos rotos, sillas y mesas caídas, y naturalmente los clientes se iban jurando no volver a poner los pies en aquel lugar…
»A la siguiente visita de Mazotti, los dueños preferían pagar…
—¿Emile no pagó?
—No. Ni pidió ayuda tampoco a ninguno de los matones habituales, como habían hecho algunos de sus colegas, sin que les diese ningún resultado, por otra parte, ya que Mazotti terminaba comprándolos… Optó por llamar a varios descargadores del muelle de El Havre, que se encargaron de entendérselas con Mazotti y sus hombres…
—¿Cuándo ocurrió la última pelea?
—La misma noche de la muerte de Mazotti…Éste, con dos de sus acompañantes de costumbre, había entrado en el Lotus, a la una de la madrugada… Los descargadores de Emile hicieron un buen trabajo, digno de verse…
—¿Emile estaba allí?
—Se había escondido detrás del mostrador, le horrorizaban las peleas… Mazotti, después, fue a consolarse a un bar de la calle Fontaine, Chez Jo, que era un poco su cuartel general. Eran cuatro o cinco bebiendo en un rincón… Cuando salieron, a las tres de la madrugada, pasó un coche y Mazotti fue acribillado a balazos. Uno de sus acompañantes resultó herido en la espalda…No se encontró el coche, ni nadie volvió a hablar del asunto… He interrogado a casi todos los dueños y encargados de cabarets de la zona… Aún sigo esperando saber algo…
—¿Dónde se hallaba Boulay en el momento de la refriega?
—Jefe, en esos ambientes es muy difícil saber algo con certeza… Parece que estaba en el Train Bleu, pero yo desde luego no pondría la mano en el fuego…
—No fue cosa de Emile —repitió el italiano.
—¿Lleva armas?
—Sí, una automática… Tiene permiso de la Prefectura… no es la misma que causó la muerte de Mazotti…
Maigret suspiró, hizo una seña a la camarera para que llenase los vasos; llevaba un rato esperando la ocasión.
Lucas explicó:
—He preferido ponerle al corriente, jefe. Por eso pensé que le interesaría charlar con Antonio…
—Todo lo que he dicho es cierto…
Lucas prosiguió:
—Tenía citado a Emile esta mañana, en el Quai… y me choca que haya desaparecido, precisamente anoche…
—¿Qué ibas a preguntarle?
—Pura rutina… Quería que me repitiese de nuevo todo lo que ya sabía, para confrontarlo con su primer interrogatorio y con las otras veces…
—Las dos veces que estuvo en tu despacho, ¿te pareció asustado?
—No. Más bien molesto… Sobre todo, no quería que su nombre apareciese en los periódicos… Repetía una y otra vez que esto causaría un trastorno enorme a sus negocios, que en sus cabarets no pasaba nada, y que si su nombre aparecía mezclado en la relación de algún ajuste de cuentas, eso sería su ruina…
—Es cierto —aprobó Antonio, haciendo ademán de levantarse.
Y añadió:
—¿No me necesitan ya?… He de pasar a ver a mis hermanas y a mi madre, no saben qué hacer…
Un minuto después, pudieron oír el ruido atronador que hizo el coche rojo al ponerse en marcha en dirección al Puente Nuevo. Maigret bebió despacio su aperitivo, miró de reojo a Lucas y suspiró:
—¿Te espera alguien?
—No…
—¿Comemos aquí?
Como Lucas afirmase, Maigret decidió:
—Está bien, voy a llamar a mi mujer… puedes ir pidiendo…
—¿Tomará usted?…
Era sobre todo el hígado de ternera lo que le apetecía, y además se encontraba a gusto en la cervecería, donde llevaba semanas sin poner los pies.
El asunto no tenía de momento mayor importancia, y de momento Lucas se encargaba de él. Nadie, salvo en el medio, se había preocupado por la muerte de Mazotti, porque todos saben que estos ajustes de cuentas terminan solucionándose… por otro ajuste de cuentas.
La ventaja en este tipo de asuntos es que ni el Parque ni los jueces de instrucción hacen la vida imposible a la policía. Como dijera un magistrado:
—Uno menos que cuidar durante años en prisión…
Los dos hombres comieron charlando. Maigret averiguó algo más sobre Emile Boulay, y terminó por sentir interés hacia el curioso hombrecillo.
Hijo de un pescador normando, a los dieciséis años Emile se había enrolado ya en la «Transat». Era antes de la guerra. Navegaba a bordo del Normandie y el comienzo de las hostilidades le pilló en Nueva York.
¿Por qué causa este hombre pequeño y contrahecho había sido admitido en los «marines» americanos? Tal vez no lo supiese nunca. Hizo toda la guerra en esa arma antes de incorporarse al servicio civil, esta vez como segundo maître a bordo del Île-de-France.
—Ya sabe, jefe: todos sueñan con establecerse un día por su cuenta. Después de dos años de casado, Boulay compró en El Havre un bar, que no tardó en convertir en sala de fiestas… Eran los comienzos del strip-tease, y parece que no tardó en amasar una fortuna decente…
»Cuando ocurrió el accidente en el que murió su mujer, él tenía ya pensado trasladarse a París…
—¿Conservó el cabaret de El Havre?
—Puso a alguien al frente… Uno de sus antiguos compañeros del Île-de-France…
»En París, compró el Lotus, que no iba tan bien como ahora… Era un cabaret de segundo orden, una trampa para turistas como hay tantas en la plaza Pigalle…
—¿Cómo conoció a la hermana de Antonio?
—En el Lotus… Trabajaba en el vestuario… Apenas había cumplido los dieciocho años…
—¿En qué se ocupaba por entonces Antonio?
—Era operario de la casa Renault, trabajaba en las carrocerías… Fue el primero en llegar a Francia… Después hizo venir a su madre y a sus dos hermanas… Vivían en el barrio de Javel…
—En resumen, Emile cargó con toda la familia… ¿Has estado en su casa?
—No… Eché un vistazo al Lotus y a los otros cabarets… No creí necesario ir a su piso…
—¿Estás seguro de que no fue él quien liquidó a Mazotti?
—¿Por qué iba a hacerlo?… Iba ganando la partida…
—Pudo tener miedo…
—Nadie en Montmartre piensa que fue él quien dio el golpe.
Tomaron café en silencio y Maigret se negó a tomar el calvados, que, como de costumbre, el patrón le ofreció. Había bebido dos aperitivos, pero luego se contentó con un solo vaso de pouilly, y mientras se dirigía con Lucas a la P.J., se sentía bastante satisfecho de sí mismo.
Una vez en su despacho, se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y se ocupó de los asuntos administrativos. Se trataba ni más ni menos que de hacer un informe sobre una reorganización de todos los servicios, y se entregó a su trabajo como un buen alumno.
Durante la tarde, pensó en Emile Boulay, en el pequeño imperio de Montmartre que había edificado el antiguo maître d’hôtel de la «Transat», en el joven italiano del coche rojo y en el piso de la calle Victor-Massé, donde vivían las tres mujeres con los niños.
Durante aquel tiempo, Lucas tenía que telefonear a los hospitales, a las comisarías y a los puestos de policía. También había dado la descripción personal de Boulay, pero a las seis y media las investigaciones no habían conseguido ningún resultado.
La noche fue tan calurosa como el día y Maigret salió a pasear con su mujer, pasó casi una hora en una terraza de la Place de la République delante de una única caña de cerveza.
Más que nada hablaron de las vacaciones. Muchos transeúntes llevaban la chaqueta al brazo; la mayoría de las mujeres llevaban vestidos estampados.
El día siguiente era jueves. También un día radiante. Las informaciones de la noche no mencionaban a Emile Boulay, y Lucas tampoco tenía noticias.
Hacia las once se desencadenó una tormenta violenta, aunque breve, tras la cual el vapor parecía surgir del pavimento. Volvió a comer a su casa. Luego, regresó a su despacho y al montón de fichas.
Cuando abandonaba el Quai des Orfèvres seguía sin saber nada de la suerte del hombrecillo de El Havre y Lucas había pasado en vano la tarde en Montmartre.
—Parece ser, jefe, que el último en verle fue Boubée, al que llaman Mickey y que desde hace años es portero en el Lotus…
»Cree recordar que Emile dobló la esquina de la calle Pigalle y de la calle Notre-Dame-de-Lorette como si se dirigiera al Saint-Trop’, pero no le dio ninguna importancia… Volveré a Montmartre esta noche cuando todos estén trabajando.
Lucas no se enteraría de nada más. El viernes por la mañana, a las nueve, Maigret terminaba de hojear los informes periodísticos cuando llamó a Lucas a su despacho.
—Le han encontrado —le informó.
—¿Vivo?
—Muerto.
—¿En Montmartre? ¿En el Sena?
Maigret le entregó un informe del distrito XX. En él se señalaba que habían encontrado un cadáver, al amanecer, en la calle Rondeaux, junto al Père-Lachaise. El cadáver estaba atravesado en la acera, no lejos del andén del ferrocarril. Estaba vestido con un traje azul oscuro y en la cartera, que contenía cierta cantidad de dinero, llevaba un carnet de identidad con el nombre de Emile Boulay.
Lucas, con el ceño fruncido, levantó la cabeza.
—Me pregunto… —comenzó a decir.
—Sigue leyendo…
En efecto, la continuación iba a asombrar todavía más al inspector. El informe precisaba que el cadáver, transportado al depósito judicial, estaba en un estado avanzado de descomposición.
Efectivamente, aquella parte de la calle Rondeaux, que terminaba formando un callejón sin salida, era muy poco transitada. Sin embargo, un cadáver no hubiera podido permanecer en la acera, durante dos días, ni siquiera durante dos horas, sin ser descubierto.
—¿Qué piensas?
—Es curioso…
—¿Lo has leído hasta el final?
—Las últimas líneas…
Emile Boulay había desaparecido la noche del martes al miércoles. Era inverosímil, dado el estado del cadáver, que le hubieran asesinado aquella noche.
Habían transcurrido dos días enteros, dos días de mucho calor.
Era difícil imaginar la razón por la cual el asesino o los asesinos habían ocultado el cadáver durante todo aquel tiempo.
—¡Todavía es mucho más extraño! —exclamó Lucas, dejando el informe sobre la mesa del despacho.
Lo más extraño era en efecto que, según las primeras comprobaciones, el crimen no había sido cometido con ayuda de arma de fuego, ni siquiera con la ayuda de un cuchillo.
Por lo que se podía juzgar, en espera de la autopsia, Emile Boulay había sido estrangulado.
Ahora bien, ni Maigret, ni Lucas, a pesar de sus numerosos años de servicio en la policía, recordaban un solo crimen cometido por estrangulación en el ambiente del hampa.
Cada barrio de París, cada clase social, tiene, por decirlo así, su manera de asesinar como también su forma de suicidio. Existen calles donde el suicidio se comete lanzándose por la ventana, otras donde el suicidio se comete mediante asfixia por el carbón de encina o por el gas, y también otras en las que se ingieren barbitúricos.
Se conocen barrios de cuchilladas, algunos en los que se utilizan garrotes y otros, como Montmartre, en los que dominan las armas de fuego.
No sólo el pequeño propietario de las salas de fiesta había sido estrangulado, sino que, durante dos días y tres noches, el asesino no se había deshecho del cadáver.
Maigret abría ya el armario para recoger de él su chaqueta y su sombrero.
—¡Vamos! —gruñó.
Al fin, tenía una excusa para abandonar su trabajo administrativo.
Una hermosa mañana de junio, que una ligera brisa refrescaba, los dos hombres se dirigieron hacia el depósito de cadáveres.