Cuando el timbre del despertador estalló en la oscuridad, tendió él maquinalmente la mano hacia la mesilla de noche, encontró el botón de parada y, luego, a tientas, incorporado en la cama, buscó el conmutador de la luz.
No pensaba todavía. Estaba en su cuarto, en su lecho, y todo seguía en su sitio como cualquiera otra mañana, salvo que Teo tenía puestos su camisa de día y sus calzoncillos, y un termo, junto al despertador, sobre la mesilla.
No sentía demasiado dolor de cabeza, ni náuseas, sino la impresión de despertarse en un universo con el cual no tenía ya ningún vínculo. Eran su habitación, su cama, el edredón rojo oscuro, el papel rameado de la pared que no había él cambiado desde que se instaló en la estación, en el tiempo en que tenía aún una mujer; había allí también, en un marco blanco, el mismo cromo representando una fuente y unos prados de un verde suave, el armario de luna, a la derecha de la puerta, y la silla con asiento de rejilla. Todo aquello seguía existiendo, pero un poco a la manera de una fotografía, sin verdadera vida.
Durante la guerra, poco antes del desembarco, un domingo a la salida de la misa mayor, los habitantes de Versins-Haut oyeron un zumbido de motores y señalaron, en el cielo claro, muy alta, una primera formación de aviones plateados, luego otra y otra más, mientras que un círculo blanco, casi perfecto, se dibujaba como mágicamente.
Algunos pretendieron después que habían visto los rosarios de bombas separarse de los aparatos. Lo cierto era que unas explosiones hicieron vibrar de repente todos los cristales y retemblar el suelo bajo sus pies.
Aquello cayó muy cerca. Después de un momento de indecisión, todo el mundo se precipitó hacia las cuevas y los refugios.
Teo estaba en casa de Gedeón, con algunos parisienses llegados para el abastecimiento, y bajó con los otros a la cueva que olía a vino.
Todos callaban, conteniendo la respiración, en espera de los estallidos que intentaban localizar. Después de un trueno más violento que los otros, seguido de una especie de derrumbamiento, Gedeón murmuró:
—¡Ésta ha caído sobre la iglesia!
Virginia rezaba, de rodillas, en un rincón. Varias mujeres se apretaban contra sus maridos, como en los días de su noviazgo.
—Y menos mal que es domingo y que no están los hombres trabajando en el campo.
Porque era sobre todo la campiña la más castigada. Mugía una vaca, por el lado de la casa de León, y resultaba más siniestro que las propias explosiones; cada vez que el animal volvía a alentar, esperaban que se callase, pero en seguida reanudaba su mugido con más fuerza.
Cuando los aviones se alejaban también, sentíanse aliviados y, luego, volvían describiendo círculos.
—Tiran al empalme, en Abbeville…
Alguien bien informado, afirmaba:
—Buscan una gran pieza de marina, montada sobre plataforma, que está emplazada en algún sitio de la vía.
Gedeón, doblando su alta silueta, porque la cueva era baja de techo, servía de beber a todos, en el mismo vaso, porque abajo no había más que uno; y lo limpiaba con vino sacado del tonel, volcando el líquido sobre la tierra apisonada.
—En la granja de León…
Aquella vez sonó más cerca que nunca, por el lado de la casa Couvert.
Luego, sin transición, los ruidos se extinguieron, salvo el mugido de la vaca, que así parecía más siniestro. Dos hombres, luego tres, luego todos, subieron y desde el umbral, la primera cosa que vieron fue un árbol abatido a lo ancho de la carretera, de modo que ésta no parecía ya desembocar en Versins-Haut, sino en un verde bosquecillo.
También en el pueblo, unas siluetas oscuras salían de la tierra y vagaban por las calles donde descubrían una casa despanzurrada, con su chimenea colgando de un muro todavía en pie, otra cuyo tejado había desaparecido, y otras que no tenían más que heridas; y cables eléctricos retorcidos, enmarañados en medio de la plaza Gambetta.
Todos esperaban encontrar el pueblo casi arrasado; y los hombres, pálidos todavía de miedo, no contemplaban incrédulos más que algunos estragos, desproporcionados con el estruendo de las bombas; escombros, trozos de cristales, tejas partidas, embudos en los campos.
León fue a rematar la vaca que seguía mugiendo, con las tripas al aire, y las dos detonaciones de su escopeta habían hecho un ruido ridículo después del infierno de donde las gentes salían.
Ahora bien, el pueblo tardó mucho tiempo en reconstruirse como si la mitad de las casas se hubieran derrumbado, causando numerosas muertes. No lo comprendían. No podían creer que aquello hubiera concluido, y se echaban a temblar cada vez que oían un motor.
Muchos días después, se veían todavía gentes con la mirada vacía, que no habían reanudado su contacto con la vida real.
Teo se sentía aquella mañana en aquel mismo estado. Miraba el termo y le costó cierto tiempo comprender cómo estaba allí, pues, por lo general, no lo utilizaba y lo dejaba en la alacena de la cocina. Lo había comprado para su hija, en la época en que ella llevaba café con leche a la escuela.
Dambois lo encontró, lo llenó de café y lo dejó al alcance de la mano de Teo, para que éste lo encontrase al despertarse.
Con mano que temblaba, cogió el vasito que servía de tapa; y el café estaba todavía muy caliente. ¿Fue también Dambois, que no hablaba nunca y cuyos pensamientos no podían adivinarse, quien le desnudó y el que puso sus ropas a secar en la cocina?
Debía de haber tomado el último tren y, por lo tanto, no hubo nadie, en el andén, para dar la salida. Era la primera vez que aquello ocurría desde que Teo era jefe de estación.
Se puso un pantalón y su chaqueta de botones plateados, porque tenía que bajar para el ómnibus de Abbeville.
Se mantenía más firme de lo que hubiera creído sobre sus piernas. Vio solamente que tenía una desgarradura bastante profunda en la pantorrilla izquierda, y hasta que estuvo en el andén, donde hacía mucho frío, no se acordó sino vagamente del perro.
Aquello ocurría en la carretera, entre dos árboles, pues en aquel momento, tomaba impulso de un árbol a otro; creyó incluso recordar que los contaba. No había allí nadie, ni un auto. Podía creerse solo en la tierra, cuando un perro, que él no había visto nunca, que no debía de ser de la región, surgió de la oscuridad de los campos, con el pelaje erizado, la cabeza baja y vino a olisquear sus piernas.
Sentíase ahora avergonzado, de haberle hablado como a un ser humano. Le dijo, muy conmovido:
—Tú y yo, somos los dos unos…
Buscó la palabra «parias», que entonces no encontró, pero que resurgía de pronto en su memoria. Era preferible no pensar demasiado en aquello. Decidió besar al perro. Le parecía un gesto necesario y se inclinó, enternecido, esforzándose en atrapar el pelaje tupido.
¿Se equivocó el animal sobre sus intenciones? Enseñando sus colmillos, empezó a gruñir y, cuando Teo, asustado, se enderezaba, le mordió en la pantorrilla.
No estaba muy seguro de los detalles, pero así los reconstituía. Después, la oscuridad completa. ¿Entró en la fonda? ¿Gedeón y Leona ayudaron a Dambois a llevarle a su habitación y a desnudarle?
No sentía ni siquiera vergüenza aquella mañana. Había superado la vergüenza. En realidad, no sentía nada, ni física ni moralmente.
¡El vacío!
Estaba en el andén, bajo el cierzo, con el banderín rojo en la mano; y hubiera podido ser lo mismo cualquiera, alguien a quien él no conocía.
Hizo los gestos precisos. El jefe de tren le lanzó como todas las mañanas:
—¡Hola, Teo!
Y él respondió, sin saberlo:
—¡Hola, Pouget!
Y cogió dócilmente los dos paquetes que le tendían.
Los diarios de París, enviados la víspera, estaban en su sitio junto a la báscula. Teo encendió la estufa. Luego llegó el rápido de Amiens con dos viajeros a quienes no conocía, la saca del correo, el montón de El Eco de Amiens.
No sintió la curiosidad de echarle un vistazo. En cuanto al cartero, era el sustituto, como todos los sábados. Vivía a diez kilómetros de allí y venía en moto.
—¡Hola, Teo!
—¡Hola, Chartrain!
No hablaba de nada, no parecía saber que había ocurrido una historia con un negro en Versins. Con mayor motivo ignoraba si, la víspera, había sucedido algo en el pueblo.
El cielo era inmenso por encima de los campos, inmenso y hueco, y la moto que se alejaba entre los álamos parecía un insecto.
Puesto que tarde o temprano tenía que ir allí, ¿por qué no trasladarse en seguida a casa de Gedeón? Érale indiferente que se burlasen de él o que le mirasen compasivamente. Lo aceptaba de antemano. Lo aceptaba todo, en bloque.
Empujó la puerta cuando Leona servía el café a los dos viajeros, en pie, ante el mostrador.
—Hola, Leona.
—Hola, Teo.
La voz de la mujer no traicionaba nada.
—Te serviré tu almuerzo en seguida.
No tenía hambre y había tomado ya café.
—Dame mejor una botellita.
Le ocurría a veces prescindir de la colación, los sábados, cuando había bebido demasiado la víspera, pues el vino le daba seguridad. No debía ella de saber nada, puesto que le preguntó:
—¿Has estado en la feria?
—No. ¿No está Gedeón?
—Da de comer a los cerdos.
También después del bombardeo, la gente esperaba ver el mundo trastornado a su alrededor y les desconcertaba encontrar de nuevo sus casas, las calles, la plaza e incluso un gato que no se había dado cuenta de nada y que dormía sobre un umbral.
—¡Hola, Teo!
Gedeón, que entraba por la puerta de la cocina, añadió:
—¿Qué hay de nuevo?
Después de un instante, Teo se arriesgó a mirarle y no leyó ninguna malicia en sus ojos.
—¿A cuántos kilómetros está el pueblo? —preguntó uno de los viajeros.
—Hay un kilómetro y medio a Versins, y casi lo mismo, un poquito más, a Mauricourt.
—¿No hay autocar?
—Solamente en la carretera principal, allí arriba.
Se marcharon.
—Bueno, ¿qué cuentan en el pueblo? ¿Has comido ya?
Dijo que no con una seña y Gedeón ocupó su sitio junto a la estufa.
Era cierto, ahora, que Teo no había venido a la fonda la víspera por la noche, pues habrían hecho alusión a ello. Dambois, que según los médicos, no tenía ni un año de vida, había logrado él solo hacerle subir la escalera, desnudarle y meterle en la cama.
No lo hubiese creído en él, ni que hubiera pensado en el termo. Era una buena persona, la única, lo cual probaba que existían aún.
Por lo demás Teo no se interesaba por nada y bebía su vaso con aire mustio. De haber podido hubiera hecho callar a Gedeón cuando éste empezó:
—¿De modo que, según parece, ellos han ganado?
Por cortesía, dijo:
—¿Quiénes?
—No pareces estar muy despabilado. Hablo de Francisco y de su hermano.
¿No había que fingir?
—¿Y qué han ganado?
—¡El «gato» de Justino, caray!
¿Para qué iba a intentar comprender, en la situación en que se hallaba? ¿No se había atormentado ya bastante? ¡Había sufrido una buena lección! ¡Y le bastaba!
—El negro era realmente el nieto del viejo y, sin su accidente, era él quien hubiese heredado. Estoy convencido de que fue Justino el que le hizo venir, sin prever que no estaría él ya para recibirle. ¡De todos modos, una canallada…!
—¿Por qué?
—Vi a Gorre, anoche.
—¿Aquí?
—Sí. Vino a charlar, a hacer unas preguntas. Se nota que no está satisfecho de la manera de marchar las cosas y que tiene alguna idea oculta en la cabeza. Me preguntó qué pensaba yo de León y de su mujer…
Teo no reaccionaba, se negaba a reaccionar. Aquello no le interesaba ya.
—Estuvo sentado ahí, en tu sitio, cuando le telefonearon. Mientras escuchaba, le vi preocupado y, después, no se mostró reacio para confesar que habían tenido noticias de Mambala, por telegrama. ¿No te encuentras bien?
—Sí.
¿Por qué no iba a seguir girando la tierra?
—El negro, según los informes de allá, era un muchacho instruido que tenía su bachillerato y que era maestro. Ayudaba al médico blanco a curar a los indígenas atacados de la enfermedad del sueño. Su madre murió de esa dolencia y su hermana también, así como la mitad del pueblo, de modo que se quedó solo en el mundo. Lo cual quiere decir que no deja heredero.
Puesto que Gedeón, tan bien informado, no hablaba de la partida de Nicolás, ¿no era de creer que éste había vuelto a la Cooperativa Lechera?
La idea de ir de nuevo a buscar a Nicolás no se le ocurrió siquiera. Ya no tenía que ver en el asunto. Le habían hecho meterse en su agujero, para siempre, y ya no intentaría salir de él.
—Para los dos hermanos, el asunto está en el saco y ya no tardarán en levantar los sellos…
Gedeón le observó una vez más.
—¿No estás malo realmente?
—Sólo fatigado.
—¿La cogiste como de costumbre?
Prefirió no contestar e ir hacia la puerta para respirar el aire fresco en el umbral, porque le daba vueltas la cabeza.
Estaba de pie en el marco, cargando maquinalmente su pipa que le sabría mal seguramente, cuando vio perfilarse una silueta en el camino de la granja Couvert.
El hombre era casi tan alto como el negro, flaco también, en lugar de la luz de la luna era el sol helado de la mañana el que le iluminaba.
A medida que se acercaba, Teo distinguía los detalles, una cara de adolescente con sotabarba, sin bigote, un morral tirolés verdoso que llevaba a la espalda, y una varita que hacía remolinear mientras caminaba.
Pasaban por allí otros como él, en verano, que recorrían los caminos campestres. No eran vagabundos por el estilo de los de otro tiempo. No pedían ni vendían nada, y algunos eran jóvenes de buena familia que se paseaban a pie por gusto.
Teo no reflexionaba, no pensaba, seguía con aquella flojedad de piernas, mientras que el hombre, ahora a unos pasos de él, alzaba los ojos hacia la fachada donde aparecía, escrito en grandes letras negras y a todo lo largo: «Hotel Coinche».
—¿Es usted el dueño?
Teo se apartó, señaló hacia Gedeón, en la penumbra del interior, y el joven del morral entró. Sus zapatones con clavos salientes hicieron saltar dos chispas de la piedra.
—¿Tiene usted una habitación, patrón?
—¿Para mucho tiempo?
—Hasta mañana por la mañana.
—¿Viene usted solo?
—Sí. Quisiera tomar una tortilla de tres o cuatro huevos y un gran pedazo de pan con mantequilla. ¿Será posible?
—¿Has oído, Leona?
—En seguida.
—Y mucho café, por favor.
—Ya tengo el agua hirviendo.
El viajero, sonriendo, se desprendió de su carga y se sentó con las piernas estiradas, suspirando de satisfacción.
No había ocurrido nada por así decirlo y, sin embargo, aquello fue para Teo como cuando el doctor le destapona a uno los oídos con su jeringa, una especie de estallido, de revelación.
Por casualidad, aquel joven del morral venía, él también, del lado de la granja Couvert, pero no era eso lo importante. Lo que contaba, era que se había parado en medio de la carretera y levantado la cabeza para leer la palabra «Hotel».
El negro, al claro de luna, habíase detenido poco más o menos, en el mismo sitio, había levantado también la cabeza y, luego, probablemente porque no veía ninguna luz y no se atrevía a molestar a la gente, continuó su camino hacia el pueblo.
¿No habría posibilidad de que encontrase otros hoteles, y de que alguno estuviese abierto?
En un sitio, con seguridad, había luz, en el Hotel del Rey, que cerraba siempre tarde.
—¿Tiene usted una habitación?
Gedeón, por su parte, no le había pedido la tarjeta de identidad a su nuevo cliente, pero era de día; tenía tiempo de hacerlo después. De haber sido las diez de la noche o más, se la habría pedido.
¡Como se la pidieron al negro!
¿Qué efecto le habría hecho a Francisco leer?:
ENRIQUE CADIEU
22 años.
Maestro.
Nacido en Mambala (Oubangui)
Teo fue hacia el mostrador, como si el suelo, bajo sus pies, fuese de nubes.
—Otra —balbució.
—¿Otra botellita, ya?
Afuera, dos bicicletas, quepis de gendarmes, correajes negros. Alfonsi abrió la puerta, más importante que nunca y miró en seguida, receloso, al desconocido del morral.
—Oye, Gedeón, ¿no has visto a Cadieu por casualidad?
—¿A cuál de los dos?
—¿Cómo que a cuál? ¿No sabes que ya no hay más que uno?
Nadie se fijaba en Teo que, inclinado, se servía vino con una mano insegura.
—¿Qué me cuentas?
—Busco a Nicolás, que se largó ayer.
—Entonces es Francisco el que…
—… el que se ha pegado un tiro en la cabeza, esta mañana a las siete, en su cueva.
Gedeón, con los ojos entornados, observaba a Alfonsi, primero incrédulo, luego pensativo, y, por último, miraba a Teo sin decir nada.
—El inspector Gorre y yo, estábamos sobre la pista, pero no podíamos sospechar que la cosa iría tan de prisa.
—¿Un vasito?
—Bueno, de blanco.
El otro gendarme, el nuevo, pidió tímidamente una limonada.
—¿Qué dice su mujer?
—¿La de Francisco? Se ha puesto mala. Está acostada todo el día. Lo ha dicho todo, todo lo que ella sabía. Si a Francisco no se le hubiera ocurrido la idea de destruir, el lunes por la noche, la ficha, ella no hubiera sospechado nada.
Gedeón era de mente más ágil que Teo.
—¿La ficha del negro?
—Justamente. No sé dónde se apeó del tren, quizá en la estación o tal vez en otro sitio. Es posible que saltara en marcha en la gran curva, en el momento en que aminoran la marcha.
Dirigió a Teo una mirada poco tranquilizadora. Pero Teo no se inmutó.
—Esto ya se comprobará después, si es que se comprueba. Lo cierto es que marchó hacia el pueblo, donde casi todo el mundo dormía y que se presentó en el hotel sin sospechar que el dueño era su primo.
Gedeón, sin mostrarse sorprendido, pronunció con cierto respeto:
—¡Vaya con Francisco!
—Francisco no lo hizo solo. Su mujer, que había subido ya, le oyó telefonear. Poco después, un auto paró allí y ella cree haber reconocido la voz de Nicolás. No le preocuparon las idas y venidas en el hotel, porque a veces ocurre que algunos clientes vuelven tarde y arman ruido. Cuando Francisco se reunió con ella, media hora después aproximadamente, le preguntó:
«—¿Qué te quería tu hermano? ¿Dinero? ¿Supongo que no se lo habrás dado?».
»Él no respondió y ella acabó por dormirse. A la mañana siguiente, al ocupar su puesto en la caja, encontró una ficha a nombre de Enrique Cadieu…
—¡Le debió de hacer una gran impresión oír, después, hablar de un negro, encontrado muerto al pie del terraplén!
El inspector se ocupa de ella. Como siempre la parte peor le toca a la gendarmería ¡y nosotros no tenemos más que unas bicis para movernos! Me precipité a la Cooperativa, recelando que iba a llegar demasiado tarde, y allí supe, en efecto, que Nicolás se había marchado precipitadamente ayer tarde.
—¡Caray!
En el fondo, Gedeón les admiraba. Admiraba tanto a Francisco como a Nicolás por haberse atrevido. ¿Es que no se trataba de defender su herencia, y no era, en cierto modo, sagrada?
Cosa curiosa, el gendarme creyó que era Teo quien había hablado, cuando él no abrió la boca.
—¿Qué dices, tú?
—Nada.
—¿No has dicho: «¡Caray!»?
—Ha sido Gedeón…
Volvía a meterse en su concha, se enfurruñaba todo él.
—¿Y su mujer? —preguntó el hotelero.
—Tiene realmente cara de no saber nada. Le ocurría a Nicolás marcharse de su casa tres o cuatro días sin darle explicaciones. No ha llorado, no se ha desmayado cuando le he dicho que su marido había matado a su primo. Lo que ha hecho es ponerse a rezar: y si he de decirte la verdad de lo que pienso, era para darle gracias a Dios por haberla librado de él.
No había ella hablado de la visita de Teo, pues el brigada le habría hecho ya preguntas. ¿Se daba ella cuenta de que en aquel caso el hombrecillo borracho y gesticulante, de mirada fija, había desempeñado el papel del Buen Dios?
—Si se ha largado ayer, estará lejos de aquí.
—Eso pienso. Pero no podemos nosotros dejar de registrar el sector.
—¿Cuánto te debo?
—Déjalo. Es mi ronda.
—Gracias. ¡En marcha, muchacho!
El gendarme seguía a Alfonsi quien, al pasar, lanzó de nuevo a Teo una mirada desprovista de simpatía.
Como le había sucedido a Teo algunos días antes, Alfonsi debió de tener una idea todavía vaga y, si ésta se precisaba, volvería seguramente para interrogarles.
Las bicis, los quepis, los correajes desaparecieron. El viajero del morral, ocupado en comer su tortilla, apenas si había oído retazos de una conversación de la que no comprendía nada.
—¿Qué dices tú? —preguntó Gedeón a Teo.
—Yo no digo nada.
¿Qué iba a decir? Francisco había preferido suprimirse, después de haber pasado su última noche en una agonía. No era hombre que huyese, con su pie deforme y su mala salud, ni que intentase emplear astucias con la policía.
Nicolás, en cambio, tenía fibra para luchar, e incluso, si le cazaban, ya que su señalamiento había sido lanzado por toda Francia y a las fronteras, no era seguro que se dejase coger.
Quedaba Teo. Y la estación, enfrente, que no era una verdadera estación, sino un apeadero, con sus dos trenes ómnibus por la mañana, uno en cada dirección, y sus dos trenes por la noche, los rápidos que pasaban sin pararse y la barrera pintada de rojo y blanco que había que abrir y que cerrar.
El señor Delfosse, con sus lentes puestos, señalaba, en el frío que le atiesaba los dedos, los haces de heno prensado que cargaban sobre un camión. No sabía para quién trabajaba. Quizá no trabajaba para nadie, y no por ello dejaba de hacer escrupulosamente los gestos que había hecho toda su vida.
Teo también. Era la hora de cerrar la barrera para el paso del expreso y, después de haber vaciado su vaso, se secó los labios, cruzó la carretera cojeando, porque la pierna en la que le había mordido el perro empezaba a dolerle.
Como después de un bombardeo, era preciso acostumbrarse de nuevo a la vida de todos los días.
—Yo les enseñaré…
¡Absolutamente nada! No había tenido nunca nada que enseñar más que, a la luz de dos faros, un borracho, tendido en el barro, que se ponía a cuatro patas con dificultad para arrastrarse hacia el seto.
Y, sin embargo, era él, Teo, quien…
¿Quién, qué?
¡Nada! Era él quien bajaba la barrera y retrocedía tres pasos para no sentir, como una bofetada, la ráfaga de aire del rápido que pasaba.
FIN
«Golden Gate» Cannes
16 abril 1957