VII

Empezaban a abrirse huecos. Él no siempre recordaba cómo se había encontrado en tal o cual sitio, y en cuanto a Ernestina, le hubiera sido imposible decir cómo entró en la casa de ella. Pero ¡qué importancia podía tener aquello mientras no perdiese de vista su objetivo: a las cuatro y media, en la Cooperativa Lechera!

Entretanto, andaba suelto por el pueblo como una fuerza misteriosa y nadie lo sabía; algunos debían encogerse de hombros al verle pasar con un paso tan inseguro, la frente voluntariosa, parándose a veces para echarse a reír.

Unos años antes había visto una película en la que alguien, un tanto parecido a él, vagaba por una ciudad extranjera, o por unos arrabales, un sitio más triste y más misterioso que Versins-Haut, en donde se esperaba que unos fantasmas surgiesen de los viejos muros. Todo era gris o negro, sin nada realmente blanco, y los transeúntes rozaban las casas, aterrorizados por una amenaza imprecisa; se espiaban, por temor a no se sabía qué, y no se atrevían ya a dejar que los niños fuesen a la escuela.

Hasta donde él recordaba, recelaban, se acusaban unos a otros, y nadie pensaba en prestar atención a un hombrecillo cojitranco a quien se veía por todas partes en la película sin oír nunca el sonido de su voz ni saber quién era. Y, sin embargo, era él quien tenía todos los hilos y el que los hacía temblar, una especie de justiciero.

¿No era aquél en cierto modo el caso de Teo? Le lanzaban, cada vez con mayor ironía a medida que él bebía más:

—¡Hola, Teo!

Un chiquillo se separó incluso de una pandilla para acercarse por detrás y ponerle una zancadilla. Teo no cayó, ni se enfadó; se contentó con mirar a los chiquillos con ojos sorprendidos. Lo que pensaban de él ya no contaba puesto que todo estaba decidido.

Además, había bebido vino antes de volver a encontrarse en casa de Ernestina y sabía lo que había ido a hacer allí. Tenía una antigua cuenta que solventar. Aprovechaba aquello pues había que hacerlo ese día o nunca. Por la mañana, había pasado por delante del café oscuro sin entrar, pues era ella la que se había quejado con respecto al cambio que le devolvió, de un billete de quinientos francos.

Era una mujer gorda, desaliñada, que no estaba nunca peinada decentemente. A cualquier hora del día parecía salir de la cama y era casi cierto: todo Versins-Haut sabía que algunos clientes la seguían a la cocina. No había allí una cama, pero era como si la hubiese. Actuaba de prisa, de cualquier modo. No valía más. La mayor parte del tiempo, los hombres estaban tan borrachos como lo estaba él hoy.

Tenía un marido, llamado Deseado, que era a la vez sochantre y campanero en la iglesia, sepulturero y barrendero en la alcaldía y que, el resto del tiempo, trabajaba a destajo en los jardines.

Era un pobre tipejo. Decían que no era hombre del todo. Y también un cerdo, pues no ignoraba los manejos de su mujer y si se hacía el desentendido, era porque aquello le reportaba dinero que guardaba en la caja.

—Dame un vaso de tinto.

—¿No crees que ya tienes bastante?

—Dámelo primero y después te diré lo que pienso.

Puesto que nadie se atrevía a decirles las verdades a las gentes, él, Teo, se encargaría de hacerlo, como en la película. El cojo de la película no hablaba, pero escribía cartas.

—¿Te acuerdas del billete de quinientos francos?

—Era uno de mil —rectificó ella.

—De quinientos.

—De mil.

—Y yo repito que eres una ladrona, además de una basura.

—Si has venido para esto, ya te puedes marchar de prisa —replicó ella quitándole la botella de la que no se había servido más que un vaso.

—Lo primero, vas a devolvérmela, porque estoy en mi casa. Esto es un lugar público y desde el momento en que pago…

Ella fingía indiferencia, pero no por eso dejó él de soltarle todo lo que guardaba dentro. Era su día. Y lo aprovechaba.

—¿Ves este billete? Es uno de mil, uno auténtico, no uno de quinientos; y si no temiese yo mancharme, esto me bastaría para que abrieses las piernas…

Hubiera él preferido que la mujer protestara o que intentase ponerle en la calle. Una buena trifulca, que atraería a los vecinos no le hubiese desagradado.

Ella le dejaba hablar. No le importaba nada lo que le había soltado. Lo cierto, era que, para pagarla, había él tirado el dinero al suelo, entre el serrín. ¡Así era él!

Después, se abría un nuevo hueco. Había él topado en algún sitio con una fila de chiquillas con abrigos de lana iguales, escoltadas por una monja y, en las casas, empezaban a encenderse las luces. No en todas. Una luz aquí, otra allá.

Cuando se detuvo ante el Hotel del Rey, vio a Francisco Cadieu, escribiendo, en la caja. Era el puesto de su mujer, que debió de haber salido o estar ocupada en otra parte. ¿Qué le impedía a Teo entrar y pedir una bebida? El hotel era también un lugar público. No hubo nunca nada entre Francisco y él. Se lo diría a quien fuera, mirándole a los ojos. Él se ponía en contra de Nicolás, pero en favor de Francisco. ¿Estaba aquello bien claro?

—¡Francisco es un buen hombre!

Y cojeaba. Su pie deforme y el ojo tuerto de Teo les hacían un poco parientes y estaban hechos para entenderse.

Arrastró las piernas sobre las gradas de la escalinata, esforzándose en parecer digno y en andar derecho, pues no debían imaginarse que iba allí a armar jaleo. Él sabía contenerse cuando era preciso.

Francisco Cadieu, con la cabeza inclinada, le miró por encima de sus gafas, que no utilizaba más que para leer.

—Vengo a tomar un vaso de pasada —se apresuró a decir Teo con una sonrisa tranquilizadora.

Los que no tenían nada que reprocharse no necesitaban temerle. Él no había hecho nunca daño a nadie.

—Sólo un vaso y me marcho…

Y añadió, midiendo con la mirada los altos taburetes del bar americano:

—¡Ni siquiera me sentaré!

Era la hora de calma, en el Hotel del Rey y en otros sitios. El camarero, en la sala del restaurante, ponía ya las mesas para la cena, colocando un búcaro con dos o tres flores encima de cada una de ellas.

—¿Qué va usted a tomar? —preguntó Francisco a disgusto.

—¡Nada de peleón, por supuesto!

Un guiño de ojo dio a entender que sabía vivir.

—Cualquier cosa de una de esas botellas.

Inclinándose, deletreó con aplicación, como un colegial:

—A-ni-se-te… ¡Dame un anisete, hombre!

No había bebido nunca anisete. Acababa, sin premeditación, de tutear al propietario del Hotel del Rey, al sobrino de Cadieu, el ricachón.

—¿No te he ofendido?

Francisco parecía no comprender lo que quería decir con aquello. No era jamás ni alegre ni locuaz. Hoy, se mostraba todavía más preocupado: su hígado o su vesícula debían de atormentarle. No se haría viejo.

—Te he tratado de «tú», pero no es una falta de respeto, ¿comprendes?

Lo difícil era encontrar las palabras pues, por lo demás, no había estado nunca tan lúcido como aquella tarde. ¡Lúcido! Justamente lo que buscaba. Repetía las sílabas para sí, dos o tres veces, antes de pronunciarlas en voz alta.

—He bebido unos vasos, es cierto, pero estoy lúcido. Tan lúcido como un recién nacido.

Él se entendía.

—Otro me hubiera puesto ya en la calle, pero tú, tú me has servido un anisete. Esto sabe a bombón. ¿Te acuerdas? Unos palitos a rayas rojas y verdes que chupábamos al ir a la escuela. ¡No importa! Ya ves, Francisco, el pueblo está lleno de canallas…

Francisco era un buen hombre, y la prueba de ello, es que estaba enfermo, quizás un cáncer, mientras que su hermano Nicolás, que había cometido toda clase de excesos y que hubiese debido reventar diez veces, no necesitó nunca asistencia médica.

Compadecía a Francisco. Era el otro, el malo de los dos, quien iba a instalarse en la casa de Justino, sita en la plaza Gambetta; y se las compondría para acaparar solapadamente la totalidad de la herencia.

—¿Tú no te has preguntado nunca por qué el Buen Dios fabrica tantos canallas? Vengo de casa de Ernestina, la mujer del sepulturero… Pues bien, le he soltado de sopetón…

¿Qué le había soltado? Aquello no tenía ya importancia. No estaba ahora en casa de Ernestina sino en casa de Francisco.

—¿Supongo que te negarías a beber conmigo?

Francisco se tomó la molestia de contestarle como a un hombre, y lo que decía era seguramente la verdad.

—El médico no me permite beber.

—Eso es precisamente lo que intento explicarte… Tú y yo somos…

¿Eran el qué? Aquello iba con demasiada rapidez dentro de su cabeza y eran siempre las palabras, no las ideas, las que se escapaban. Tenía, más bien, demasiadas ideas.

—¿Lúcido, comprendes?… ¡Ah, sí!… Yo sostengo que si todo el mundo fuera, en Versins-Haut, como tú… Y mira… todos traen al mundo chiquillos, incluso los que no los quieren ni tienen con qué criarlos… En cambio, tú y tu mujer… ¡A la salud de tu mujer! Tú y tu mujer, repito…

Enmudeció. ¿No sería preferible dejar aquel tema?

—Te pido perdón. Esto lo digo entre nosotros. Porque te tengo afecto… Fíjate en lo que voy a decirte hoy. Métetelo bien en la cabeza, sin intentar comprender y, más adelante, aunque pretendan lo contrario, acuérdate de que soy amigo tuyo… Tuyo y de tu mujer… Escúchame, Francisco… Nadie debe oír lo que te voy a confiar.

Miraba a su alrededor. El camarero estaba lejos, separado de ellos por una puerta acristalada. Al pie de la escalera, sentada ante un velador de junco, cerca de una planta verde, una señora vieja y distinguida, que debía de ser inglesa, escribía tarjetas postales.

—Debes desconfiar… No debería decírtelo… Un hermano es un hermano, haga lo que haga… Sin embargo, hay ciertos casos…

Era su deber. No tenía derecho a dejar que Francisco fuera víctima de Nicolás.

—Fíjate en que yo no cito nombres. Te aconsejo solamente que abras bien los ojos. Hace poco rato, en el Café del Comercio, después que telefoneaste, oí lo que oí. Como ves, lo sé todo…

Una niebla flotaba entre él y Francisco, cuyas facciones se aflojaban. No era la cara de Francisco lo que contaba, sino lo que Teo le decía.

Teo cumplía con su deber, mientras que otro, en su lugar, habría vacilado probablemente.

—Intentará arramblar con todo. Es capaz de hacer cosas que tú no sospechas. Y ya no te digo más. ¡Chitón!…

Otra palabra que le gustaba y que repitió con arrobo.

—¡Chitón, Francisco! No te dejes embaucar. Y, si en un momento dado, comprendes que te está ganando la partida, ven a buscarme a la estación. Me encontrarás con toda seguridad…

Se daba cuenta de que se adentraba por un terreno peligroso y de que llegaba hasta el borde mismo, pero estaba seguro de sí, seguro de no ir demasiado lejos. ¡Lúcido! ¡Chitón!

Estaba ocupado en salvar a Francisco y a su mujer, ni más ni menos, él a quien miraba la gente mofándose, cuando pasaba por la calle porque hacía eses.

No era beber o no beber lo que importaba, sino tener corazón. Él y Francisco lo tenían. Ya le había dicho bastante para que Francisco estuviera prevenido y supiera a quién dirigirse en caso necesario.

—Pretenden que soy un «pelagatos». ¿Sabes lo que esto quiere decir? ¡No importa! No merece la pena buscar. Nicolás es un canalla, y perdona que te lo diga. Dame otra copita de anisete…

La prueba de que Francisco era como un hermano, es que le servía sin vacilar, mientras que en un hotel como el suyo, con dos estrellas en la guía Michelin y unas banderitas detrás de la barra de caoba, hubiesen podido ponerle en la calle diciendo que estaba borracho.

—¿Dónde me he quedado?

—Hablabas de Nicolás.

—Le tienen miedo, todos sin excepción. Siempre se lo han tenido. Recordarás que cuando la Liberación, le detuvieron, y no se atrevieron a sacudirle como sacudían a los otros. No le hicieron nada. Le soltaron. Hace un momento, en el Café del Comercio, el carnicero le lamía los zapatos y hablaban de la fiesta que armarían cuando Nicolás se instalase en la casa de Justino…

Inventaba un poco, pero no era en realidad una mentira, porque hubiesen podido hablar de aquello: habría seguramente una fiesta, y de todas maneras, aquello serviría para mostrar a Francisco dónde estaba el peligro.

—En suma…

Otra buena palabra. ¡En suma! Se le ocurrían hoy palabras que no empleaba nunca, que le sorprendía conocer.

—En suma, cuando notes que empieza a fanfarronear y que intenta dominarte, ven a buscarme a la estación y te daré el medio de dejarle más manso que un cordero. No existe más que una persona en el mundo que conozca ese medio: Teo, aquí presente. ¡Chitón! ¡He dicho! Guárdate esto para ti y no hables de ello ni siquiera a tu mujer. Fíjate bien que, por listo que sea, Nicolás ha topado con alguien más listo que él, alguien que está enterado y a quien él no puede negarle nada. ¿Cuánto te debo?

—Déjelo.

Murmuró, molesto porque el otro no le hubiese tuteado:

—¿Cómo has dicho?

—Perdón. Déjalo. Es mi ronda.

—No, chico. Aceptaré otra copa a tu costa, puesto que me la ofreces de todo corazón, pero no podrá decirse que Teo ha venido a tu casa para beber gratis. ¿Qué hora es?

No había allí un reloj de propaganda, como en casa de Gedeón, con unas gruesas agujas negras sobre una esfera lechosa, sino detrás de la barra, un relojito de mesa, dorado, sobre el cual Teo no distinguía nada.

—Las cuatro menos cuarto.

—A las cinco, cuando vayas a casa del notario… ¡Ja, ja!… ¿Te preguntas cómo lo sé…? Eso importa poco… ¡Lo sé todo…! Cuando vayas a casa del notario, fíjate bien en la cara de tu hermano… ¡He dicho!

Resultaba maravilloso. Volaba realmente por encima del pueblo, donde hubiera podido levantar el tejado de las casas como una tapadera, para ver lo que ocurría en el interior. Francisco no salía de su asombro. Aquella mañana, apenas debía de recordar la existencia de Teo y no se había fijado sin duda en el chiquillo de la clase de párvulos, cuando él estaba ya entre los mayores.

¡Así es la vida! Hoy, Teo jugaba con las gentes como si fuesen muñecos.

Francisco no le creía quizá, pero algún día se acordaría de lo que había oído aquella tarde y vendría a llamar a la puerta de la estación.

Enfrente de ésta, el viejo Gedeón estaba lejos de sospechar lo que ocurría en el pueblo. Los viernes, había allí tan poco vaivén como al día siguiente de la feria. En pie, detrás de su puerta, se pasaba el tiempo mirando, a través del visillo, a los obreros que cargaban sacos de abono en los camiones del difunto Cadieu. En cuanto a Dambois, era tan huraño que no ponía jamás los pies en la fonda, prefiriendo hacerse el café sobre la estufa de hierro de la sala de espera.

Empezaba a oscurecer, afuera.

—Cóbrate.

Puso un billete de quinientos francos sobre la barra y la sorprendió que no le devolviesen más que una moneda de cincuenta francos. Se encogió de hombros. No era momento de discutir.

—Adiós, Francisco… Acuérdate…

No debieron cobrarle el precio especial, como a los turistas. ¿O lo hicieron precisamente por delicadeza? Su visita al Hotel del Rey le había entonado. Había hablado al fin con un hombre. Le dijo exactamente lo que quería decir, sin una palabra de más. Las ventanas del piso bajo, en casa del notario, estaban iluminadas y se entreveían unas sombras detrás de los visillos. En La Campana de Oro había también luz.

Se acercaba el momento. Ya no sentía miedo, no pensaba ya en preparar lo que diría, seguro de que surgiría espontáneamente.

—¡Hola, Ricou!

No se bebería toda la botella, sino sólo un vaso de tinto para quitarse el sabor azucarado.

—Oye, Teo, mejor sería que te acostases. ¿No quieres que te dé una cama, arriba?

Era tan divertido que Teo soltó la carcajada.

Ricou, en cambio, no se reía.

—No sé lo que tienes hoy en la cabeza, pero yo, en tu lugar…

¡En su lugar! ¡Era para reventar de risa! Él no cedería su lugar ni por un imperio. ¿Qué haría, el gordo Ricou, en su lugar? ¡Se desinflaría! O si no, contaría su historia al inspector Gorre que se burlaría de él.

—No hay nadie, chico, que pueda ponerse en mi lugar.

—¡Afortunadamente!

—¡Eso mismo! No has hablado nunca tan bien.

¿No estaba ya, desde aquel momento, vengado a medias? Cuestión de minutos, ahora ya. Y jugueteaba con las palabras, con las gentes. Si el pobre Ricou tuviera la menor idea de lo que Teo iba a hacer dentro de… El reloj señalaba las cuatro y once… Dentro de ¡diecinueve minutos!

¡Diez millones!

—¿Supongo que no piensas venir esta noche?

—¿Temes que no te pague?

—Nada de eso.

—Confiesa que estás preocupado por tus cuartos. Pues bien, ha habido alguien, no lejos de aquí, que dirige una cosa muy distinta de una fonda como la tuya, que no ha querido que le pagase. Y le he dicho…

¿Qué le había dicho? ¡Bah!

—Te repito que tengo confianza…

—¿Quieres que me enfade? ¿Cuánto es?

Ricou, resignado, consultó la pizarra colgada en la pared, a su espalda.

—Son seiscientos cincuenta.

—¿Con la botella?

—La botella es mi ronda.

Teo reflexionó. Hasta unos detalles como aquél eran importantes.

—Acepto —decidió—. Por no ofenderte. Más adelante, sentirás haber tenido miedo.

—¿El 13 de diciembre del año que viene?

Teo le miró, receloso, con el ceño fruncido, porque aquella fecha no le aportaba ningún recuerdo.

—¿Qué quieres decir con el 13 de diciembre?

—Nada, puesto que no te acuerdas.

—No me acuerdo, ¿de qué?

Era imposible discutir con Ricou y la hora de la cita se acercaba.

—Si ves al inspector salúdale de mi parte.

—No lo olvidaré.

Empezó por dirigirse hacia la cocina, creyendo ir hacia la puerta. Era una simple distracción. Cada cual tiene derecho a ser distraído.

—¡Chitón! —aconsejó al pasar de nuevo ante el mostrador.

—¿Cómo?

—Digo: ¡chitón!

Estuvo a punto de desplomarse en la acera y recobró el equilibrio por milagro. Primero, a la izquierda. Luego, otra vez a la izquierda, por la calle principal, hasta el letrero pintado, con una flecha. Una sirvienta se cruzó con él, llevando su cesta de provisiones al brazo, y le sorteó para no chocar con Teo. Ella también le tenía miedo. No le guardó rencor. ¿Cómo iba ella a adivinar?

¿Cuántas veces, siendo niño, había él pegado la cara al escaparate de la tienda de comestibles para contemplar los grandes tarros de cristal repletos de bombones?

Mañana, si tenía ese capricho, nada le impediría comprar la tienda entera, que regían dos solteronas, hermanas, Hortensia y Dalila.

Esto le hizo reír: ¡Dalila! ¡Qué cosas se ven en un pueblo!

No reía ya cuando dejó atrás las luces para avanzar por la carretera principal; y en el momento de torcer por el camino de la Cooperativa Lechera, hizo un alto.

¡Vaya! ¿Qué podía temer? Todas las ventanas, al fondo del negro agujero, estaban iluminadas y se adivinaba unos hombres ocupados en descargar envases de leche ante la puerta. Tenía que recorrer cien metros de oscuridad por aquel barro negro que se le pegaba a las suelas, con el olor a suero cada vez más fuerte, para encontrarse entre los obreros.

—¡Salud! —les gritó.

El que estaba dentro del camión le miraba desde lo alto y parecía enorme. Los otros dejaron de trabajar para seguirle con los ojos; y cuando entraba en la Cooperativa, uno de ellos le interpeló:

—¡Eh, tú…! ¿Adónde vas?

—¡A ti no te importa! —refunfuñó.

Ya encontraría la puerta del despacho. Primero, se equivocó, abrió la de los retretes. Un viejecillo muy flaco, le alcanzó.

—¿Qué buscas?

—¿A ti te interesa?

—Te pregunto qué buscas. Esto no es la estación.

—Estoy citado con Nicolás.

—En ese caso, tendrás que volver, porque no está.

Esto tardó cierto tiempo en llegar a su cerebro, sin duda porque era inesperado; y se sintió receloso.

—Te digo que estoy citado.

—Y yo te contesto que el patrón no está.

—Déjame ver.

—¿El qué?

—El despacho.

El viejo no se atrevía tampoco a echarle, y alzándose de hombros, abrió la puerta de una habitación a oscuras, e hizo girar el conmutador. Teo vio una gran mesa de madera clara cubierta de papeles, una máquina de escribir, un teléfono, unos clasificadores a lo largo de las paredes, menos numerosos que en la casa de Justino, un plano con las granjas de la región marcadas con un círculo rojo. En la chimenea un radiador de butano funcionaba todavía y el aire olía a tabaco y a lechería.

—Va a volver —declaró Teo, decidido a sentarse y a esperar.

—No volverá, pues no hará diez minutos que se ha marchado.

—¿Para ir a casa del notario?

—Me extrañaría que hubiera cogido el coche para tan poco camino.

La reacción era lenta. Teo flaqueaba poco a poco, como un barco cuyo motor han parado y que sigue marchando. La idea de una traición penetraba en su cerebro, pero él no adivinaba aún qué clase de traición era, ni de dónde venía.

—Escucha, Bernabé…

—Te conozco, Teo. Te repito, como amigo, que harías mejor en no insistir. Hoy no estás en tus cabales…

—¿Dónde está su mujer?

—¿La mujer del patrón?

—Sí. ¿Se ha ido con él?

—Creo que está en su casa.

Con brusco ademán, apartó al hombrecillo, franqueó la puerta, cruzó el patio, yendo en derechura hacia una ventana iluminada de la vivienda. La mujer de Nicolás no cosía. Estaba pelando patatas que dejaba caer una a una en un cacharro con agua.

Teo había perdido su ímpetu. Había algo que no marchaba bien, no sabía aún lo que era. Llamó a la puerta con los nudillos, al no encontrar en la oscuridad el botón del timbre que, seguramente, estaría allí. Vio por la ventana a la mujer, sorprendida, levantarse, dejar encima de la mesa las patatas que le quedaban en el regazo y, secándose las manos, dirigirse hacia el pasillo.

—¿Quién es? —preguntó desde detrás mismo de la puerta.

—Teo.

—¿Teo, quién?

Nicolás contaba con un auto y, cuando su mujer tenía que tomar el tren, la llevaba a Abbeville, donde paraban los expresos. ¡Ella no parecía sospechar que hubiese un Teo en la estación!

—El jefe de estación…

¿Creyó ella que la llevaba un paquete? Abrió y esperó, sin moverse, en la penumbra del pasillo.

—Estoy citado con Nicolás…

Se excitó de pronto, casi jadeante, persuadido de que intentaban robarle su dinero.

—¿En dónde le ha citado?

—Aquí.

—¿No ha pasado usted por el despacho?

Era delgada y su rostro recordaba el que muestra la Virgen en los Descendimientos de la Cruz. Con menos de cincuenta años, se vestía como una vieja y llevaba un chal de punto sobre los hombros.

—No está en el despacho…

—Es verdad. He oído salir el auto, hace unos minutos. Ha debido de olvidarse de lo que le dijo. Esto le ocurre a veces…

—No ha sido él quien me lo ha pedido…

No se trataba de invertir los papeles. Teo no pedía nada a nadie.

—Puede que le haya dejado a usted algún aviso. Pregúntele a Bernabé…

—Ya he visto a Bernabé. No está al corriente. ¿Cuándo volverá su marido?

—Nunca me lo dice…

¡Pobre mujer! ¡Y pobre él mismo! Sintió de pronto ganas de llorar, Nicolás no se había olvidado. Se marchó a propósito, para no ver a Teo, para no tener que pagarle lo que le debía.

—¡No volverá! —gritó, sin darse cuenta de que los obreros le oían y de que parecía aullar a la luna.

—¿Por qué dice usted esto?

—¿No lo comprende?

Le miraba con la cara medrosa y resignada de las mujeres acostumbradas a las catástrofes.

—¡A causa del negro!

Era un verdadero grito, desgarrador, que le laceraba la garganta.

En el patio, Bernabé y un obrero más fuerte, se acercaron y Bernabé se interpuso entre Teo y la mujer de su patrón, preguntando a ésta:

—¿Qué quiere?

La señora Cadieu balbució, apretándose el chal sobre el pecho:

—No sé.

—Tú, Teo, te vas a largar de aquí, ¿oyes?, y a dejar de amolar…

—Me ha robado…

—¿Qué estás diciendo?

¿Para qué? Aquello no le importaba ni a Bernabé ni a nadie. Quizá estaba todavía borracho, o quizá no. Había llegado a un punto en que no sabía ya nada, sino que se había dejado engañar y que todo se derrumbaba.

Les volvió la espalda. Caminaba, sin darse cuenta, chapoteando la tierra pegajosa, mientras Bernabé le escoltaba un trecho para comprobar que se alejaba realmente.

—Mejor harías en ir a acostarte…

Ya se lo habían dicho, no recordaba quién, hacía un rato. ¿Qué importancia tenía aquello? Había un ladrillo, ante él, en mitad del camino, que debían de haber puesto allí a propósito y, naturalmente, tropezó; y se desplomó lentamente, como si le hubiesen quitado las piernas, quedó tendido cuan largo era, con la cara en el barro que apestaba a suero.

Bernabé, que le miraba desde lejos, no se movió. Teo no tenía ganas de levantarse, sino de quedarse allí, con los ojos cuajados de lagrimones, y de dormirse.

¿No les daría vergüenza aquello? Le habían malogrado todo.

—¡Le mataré!

No se le presentaría ocasión. No le darían esa alegría. Nicolás, que se había burlado de él, debía de estar muy divertido.

El barro se teñía de amarillo a su alrededor, se iba haciendo como fosforescente. No lo comprendió en seguida, luego oyó el claxon a unos centímetros de su cabeza y, al incorporarse, vio los dos faros del camión, que habían puesto en marcha.

—¿Qué, te levantas o te sacamos de ahí?

¡Brutos! Se reían, en la cabina del camión, y Teo se vio obligado a ponerse de cuatro patas primero, luego de pie, y por último, como el vehículo seguía avanzando, a adosarse contra el seto.

—¡Vete a mirarte al espejo! —le soltaron al pasar.

No necesitaba llevarse las manos a la cara para saberlo, pues sentía el frío y el olor del barro. Era barro de lechería, barro de Nicolás.

Nicolás, limpio y despejado, con las mejillas sonrosadas, se había ido en auto y era Teo el que quedó tendido en la mugre.

Nadie vendría a buscarle. Estaba enfermo. Sentía las piernas débiles; y, sin embargo, tendría que caminar por el borde de la carretera hasta la estación.

No había luna como cuando el negro y empezaba a hacer un frío cortante.

Respiró largamente.

—¡Hala, Teo!

Tenía que alentarse a sí mismo.

Se detuvo un instante, vacilante, ante el rótulo de la revuelta, y le enseñó el puño.

—¡Hala, «pelagatos»!

Lloraba de rabia, de humillación, de desesperación, de todo cuanto puede abrumar a un ser humano, titubeando de árbol en árbol, apoyándose a veces en un tronco rugoso para tomar aliento.